II

Ascendió sumisamente el banco de arena detrás de Cabeza de Tambor en dirección al bosque de sauces. Luego giraron y atravesaron el lecho seco del río, donde la fina arena aguijoneaba su tobillo dañado y le quemaba las plantas de los pies.

Caminaba cojo, con el policía tartamudo justo a sus espaldas. Los gemidos de Xinghua, que procedían del bosque de acacias, eran como un imán que le hacía volver la cabeza hacia ella. El tartamudo le golpeó con aquel terrible objeto y un escalofrío le recorrió toda la espalda. Escondió el cuello entre los hombros; con la carne de gallina, se preparó para ese terrible dolor que sabía que estaba a punto de recibir. Pero, en lugar de ello, sólo oyó una orden.

—¡Sigue caminando!

Mientras avanzaba, la imagen de aquel objeto en la mano del policía hizo que se olvidara de los gemidos de su hija y entonces se dio cuenta de lo que era: una de esas porras eléctricas de las que habla la gente. El escalofrío que recorrió toda su espalda le penetró en el tuétano de los huesos.

Después de abrirse paso a través de otra arboleda, atravesaron un segundo banco y aparecieron en un campo abierto de unos cincuenta metros de longitud que, a su vez, conducía a una carretera asfaltada. Los policías introdujeron a Gao Yang en el recinto del gobierno municipal, donde Bigotes Zhu, un miembro de la subestación de policía, se precipitó a felicitar a Cabeza de Tambor y a su tartamudo compañero por el magnífico trabajo que habían hecho.

El corazón de Gao Yang se llenó de esperanza al ver un rostro familiar.

—Viejo Zhu —dijo—, ¿a dónde me llevan?

—A un lugar donde no se necesitan cartillas de racionamiento para comer.

—Por favor, diles que me dejen marchar. Mi esposa acaba de tener un bebé.

—¿Y qué? Todos somos iguales ante la ley.

Invadido por el abatimiento, Gao Yang dejó caer la cabeza.

—¿Ya han vuelto Guo y Zheng? —preguntó Cabeza de Tambor.

—Guo está aquí, pero Zheng todavía no ha regresado —respondió Zhu.

—¿Dónde ponemos al prisionero? —preguntó Cabeza de Tambor.

—Enciérralo en la oficina —dijo Zhu, dirigiéndose hacia ella, seguido por Gao Yang y su escolta policial.

Lo primero que vio mientras le introducían en la comisaría fue a un joven con cara de caballo esposado que yacía enroscado en el suelo contra la pared. Era evidente que le habían dado una buena paliza, porque tenía el ojo amoratado, y la hinchazón hacía que estuviera prácticamente cerrado. Una luz heladora emergía a través de la abertura, mientras el ojo derecho, que permanecía intacto, desprendía una mirada llena de patética desesperación. Dos jóvenes y apuestos policías estaban sentados en un banco de madera fumando cigarrillos.

Empujaron a Gao Yang contra la pared, junto al joven con cara de caballo, y mientras ambos se escrutaban mutuamente, el otro hombre torció la boca y asintió con la cabeza significativamente. Gao Yang estaba seguro de que conocía de algo a aquel tipo, pero no era capaz de recordarlo. ¡Maldita sea!, se lamentó. ¡Aquel cacharro ha debido freírme el cerebro!

Los cuatro policías estaban hablando: con un hijo de puta como ese tienes que golpear primero y preguntar después. Vive en su propio mundo, sin importarle todo lo que haya a su alrededor. Ese hijo de puta de Gao Ma saltó por una tapia y se escapó. Vosotros dos, idiotas, volved y colocad un cartel de Se busca. ¿Por qué el viejo Zheng y Song Anni no han vuelto todavía? Tenían la tarea más fácil. Esa vieja dama tiene un par de hijos. Aquí vienen el viejo Zheng y Anni.

Escuchó el largo y prolongado llanto de una mujer y, según advirtió, alguien más lloraba en la sala. El joven policía llamado Guo tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el talón.

—Que se vayan al infierno las mujeres —murmuró con desdén—. Lo único que saben hacer es llorar y volverte loco. Trae acá a nuestro joven héroe.

Luego dijo señalando con la barbilla al joven con cara de caballo:

—No podrías sacarle una lágrima aunque le pusieras una navaja en el cuello.

El joven con cara de caballo replicó ruidosamente:

—¿Llo-llo-llorar por tipos como tú?

Durante un instante, los policías se quedaron mudos de asombro antes de echarse a reír. Cabeza de Tambor se dirigió a su compañero:

—¡Por lo que parece, Kong, compañero, te-te-tenemos aquí a tu hermano!

Eso no le sentó demasiado bien al tartamudo.

—¡Qué-qué te den por el culo, Tambor, viejo camarada! —replicó.

El problema en el habla del joven con cara de caballo avivó los recuerdos de Gao Yang. Fue el exaltado que destrozó el teléfono del administrador.

Los dos oficiales de policía —un hombre y una mujer— entraron en la sala empujando a una mujer anciana que llevaba el pelo alborotado. En cuanto consiguieron que se sentara en el suelo, esta comenzó a golpearlo con los puños y a gritar entre sollozos.

—Dios mío, Dios mío… Estoy condenada, Dios mío… Mi propio marido, cómo me ha podido hacer esto, dejándome aquí, completamente sola. Baja y llévame contigo dondequiera que estés, Dios mío…

La mujer policía, que apenas había cumplido los veinte años, llevaba el pelo corto, tenía grandes ojos y largas pestañas, una joven muy hermosa cuyo rostro ovalado estaba encendido por el calor.

—¡Deja de gritar! —espetó.

El ceño fruncido de su rostro asustó a Gao Yang, que nunca antes había visto una ferocidad así en una mujer. Llevaba unos zapatos de punta marrones hechos de cuero, tacones altos y de su cinturón colgaba una pistola enfundada. Miró con el ceño fruncido para mostrar el desagrado que le producía ser escudriñada tan minuciosamente. Gao Yang bajó la cabeza y, en el momento en el que la volvió a subir, vio un par de gafas de sol de espejo ocultando los ojos de la mujer policía, que estaba pateando a la anciana en el suelo.

—¿Todavía estás llorando? ¡Astuta perra vieja, anciana contrarrevolucionaria!

La anciana gritó de dolor.

—Ah, mujer de corazón cruel, me… me estás haciendo daño.

Uno de los jóvenes policías se tapó la boca y rio disimuladamente.

—Parece, Song —se burló—, que has conseguido herirla.

La mujer policía se sonrojó y le escupió.

La anciana todavía estaba sollozando.

—Tía Fang —dijo Bigotes Zhu—, reprímete. Tarde o temprano, tendrás que afrontar las consecuencias de tus hechos y llorar no va a ayudarte.

—Si no paras —amenazó la mujer policía—, voy a coserte la boca para que la mantengas cerrada.

La anciana levantó la mirada y gritó histéricamente:

—Adelante, cósela. Pequeña hija de puta, nadie debería ser tan despiadado a tu edad. ¡Si sigues así, no tendrás un hijo ni de un idiota!

Mientras sus compañeros se morían de risa, la mujer policía trató de volver a darle una patada, pero el hombre llamado Zheng la detuvo.

Gao Yang conocía a la mujer que lloraba y armaba todo ese jaleo: era Cuarta Tía Fang. Ella no se había dado cuenta de que sus manos estaban atadas hasta que trató de limpiarse las lágrimas y la vista de las brillantes esposas hizo que volviera a estallar.

—Camaradas —metió baza Zhu—, todo esto nos ha dado un montón de problemas. Vamos a comer algo.

El recadero del restaurante local se dirigió a la comisaría en su bicicleta, agarrando una cesta de comida con una mano y unas cuantas botellas de cerveza con la otra, y dejó que la bicicleta girara por sí sola. Se detuvo en una parada que había en la puerta y se bajó de la bicicleta con la comida y la cerveza.

—No cabe duda de que ese chico sabe montar en ese cacharro —dijo Zheng.

Bigotes Zhu se giró para saludar al chico de los recados.

—¿Por qué has tardado tanto?

—Hoy hay muchas fiestas. Sólo en las oficinas municipales hay cinco, además de una en la cooperativa de abastecimiento y comercio, una en el banco y otra en el hospital. No he dado abasto aquí, por no hablar de las aldeas que hay cerca de la ciudad.

—Menuda mina de oro tenéis montada —dijo Zhu.

—Tal vez para el jefe, pero lo que es yo, no he parado de pedalear y no me va a dar un céntimo más de lo que gano ahora —dijo mientras abría la cesta de comida, que estaba llena de carne, pescado y aves. Los aromas incitantes que emanaban de ella hicieron que Gao Yang empezara a salivar.

—Vuelve a poner la tapa en su sitio hasta que arregle un poco la habitación —dijo Zhu.

—Date prisa, porque todavía tengo que ir a casa del secretario Wang, en la Aldea Norte. Llamó para preguntar dónde estaba su pedido.

—Encuentra una habitación vacía para los prisioneros —dijo Zheng.

—¿Dónde se supone que voy a encontrar una habitación vacía? —preguntó Zhu.

—Mé-mételos en el camión —sugirió entonces el policía tartamudo.

—¿Quién se hará responsable si se escapan?

—Espósalos a un árbol —dijo Cabeza de Tambor—. De ese modo, también estarán un poco a la sombra.

—¡Vamos, levantaos! —ordenó uno de los policías a los prisioneros.

Gao Yang fue el primero en incorporarse, seguido por el joven con cara de caballo. Cuarta Tía Fang permaneció en el suelo, llorando.

—No pienso levantarme. Si voy a morir, lo haré con un tejado sobre mi cabeza…

—Señora Fang —dijo Zheng—, si te sigues comportando así, tendremos que emplear la fuerza.

—¿Y qué? —gritó—. ¿Qué vais a hacer, golpearme hasta la muerte?

—No, no voy a golpearte hasta la muerte —replicó Zheng con desdén—, pero si te niegas a obedecer las órdenes y decides armar alboroto, tengo todo el derecho a utilizar la fuerza. Puede que no sepas cómo te hace sentir la electricidad, pero tu segundo hijo lo sabe muy bien.

Zheng sacó de su cinturón una porra eléctrica y la agitó delante de ella.

—Si no te pones de pie cuando cuente hasta tres, vas a probar de esto. Uno…

—Adelante, hazme probar un poco. ¡Cerdo!

—Dos…

—¡Vamos, dame con eso!

—¡Tres! —gritó Zheng mientras colocaba la porra debajo de la nariz de Fang. Esta lanzó un grito y rodó por el suelo antes de ponerse de pie.

Mientras el otro policía reía, el que se llamaba Guo señaló al hombre con cara de caballo.

—Este hijo de puta se encuentra en su propio mundo —dijo—. Ni siquiera le perturba una sacudida eléctrica.

—Estás de broma —replicó Zheng,

—Si no me crees, pruébalo.

Zheng apretó el botón que encendía la porra y que lanzaba chispas verdes de electricidad.

—No te creo —dijo, tocando el cuello del joven.

No se produjo ni una contracción nerviosa, sólo una sonrisa desdeñosa.

—Qué extraño —se maravilló Zheng—. A lo mejor está estropeada.

—Sólo hay una forma segura de averiguarlo —sugirió Gao.

—Imposible —masculló Zheng, y luego tocó su propio cuello con ella, lanzando un agudo chillido mientras dejaba caer la porra. Sujetándose la cabeza con las manos, se derrumbó en el suelo.

El otro policía se echó a reír.

—Eso es lo que llamamos probar la ley con el legislador —comentó Gao sarcásticamente.

Caminaron aproximadamente cincuenta pasos por el amplio patio del complejo. Gao Yang iba conducido por el policía tartamudo, el joven con cara de caballo estaba custodiado por uno de los policías jóvenes y Cuarta Tía Fang iba arrastrada por Zheng y la mujer policía. El camino conducía a la carretera provincial, a cuyos lados se extendía una docena de elevados álamos, cada uno de ellos tan grande y redondo como una bañera.

Les quitaron las esposas y empujaron a los prisioneros contra los árboles, con los brazos doblados hacia atrás alrededor de los troncos, de tal modo que su escolta policial pudiera ponerles las esposas.

—¡Ah! ¡Maldita sea, me estás rompiendo los brazos! —se quejó Cuarta Tía Fang.

—Li-limítate a quedarte en el lugar seguro —dijo el tartamudo a Song Anni, la mujer policía.

Su respuesta fue un perezoso bostezo.

Todos los policías volvieron al interior de la comisaría para disfrutar de la comida y de la cerveza, ahora que sus prisioneros estaban atados a los árboles; pero estos enseguida resbalaron por los troncos hasta que acabaron sentados en el suelo, con los brazos doblados a su espalda.