I

Los policías salieron del bosque de acacias abatidos y cubiertos de suciedad, sujetando las pistolas de acero gris en la mano y abanicándose con los sombreros. La cojera del tartamudo había desaparecido, pero sus pantalones estaban desgarrados a raíz de su encuentro con el puchero oxidado; la tela rasgada ondulaba al caminar como si fuera un pedazo de piel muerta. Rodearon el árbol y se situaron delante de Gao Yang. Ambos llevaban la cabeza rapada. El tartamudo, cuyo cabello era negro como el carbón, tenía la cabeza redonda como una pelota de voleibol, mientras que la del otro policía, cuyo cabello era más claro, sobresalía por delante y por detrás, como si fuera un bombo o un tambor.

La hija ciega de Gao Yang se abrió paso por el bosque con su caña de bambú. Él hizo un esfuerzo por mirarla. Cuando su hija llegó a la hilera de árboles que se extendía detrás de la casa de Gao Ma, tuvo que andar a tientas, yendo de acá para allá y gimiendo.

—Papá… Papá… ¿Dónde está mi papá…?

—¡Maldita sea! —se quejó el policía tartamudo—. ¿De quién fue la idea de dejarle escapar de esa manera?

—¡Si fueras un poco más rápido, podrías haberle puesto las esposas en la otra muñeca! —replicó Cabeza de Tambor—. Si hubiera tenido las dos manos esposadas, no se habría podido escapar, ¿verdad?

—La culpa es de este —dijo el tartamudo mientras se ponía de nuevo el sombrero.

Se estiró y tocó el cuero cabelludo de Gao Yang como si lo estuviera frotando y, a continuación, le dio una bofetada.

—Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes? —gimió Xinghua mientras chocaba su caña contra un árbol; cuando alargó la mano para tocarlo, se golpeó la cabeza contra una rama. Su cabeza rapada tenía la raya en el medio como la de un niño… Sus ojos eran negros como el carbón… Su rostro presentaba el típico aspecto ceroso de los desnutridos, como si fuera un tallo de ajo marchito… Desnuda de cintura para arriba, iba vestida únicamente con unos calzones rojos cuya goma se había dado tanto de sí que colgaban sueltos sobre sus caderas… Calzaba unas sandalias rojas de plástico con los cordones rotos…

—Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes?

El bosque de acacias, como una densa nube, se convirtió para ella en un oscuro telón. Gao Yang trató de gritarle, pero los músculos de su garganta estaban atados con nudos y no salió de ella el menor sonido. No estoy llorando. No estoy llorando…

El policía volvió a golpearle en la cabeza, pero no lo sintió; trató por todos los medios de liberarse y de gritar y su nariz detectó el traslúcido sudor pegajoso en su cuerpo: el hedor de una espeluznante pesadilla. Era el hedor del sufrimiento. Los policías arrugaron la nariz, que estaba llena de aire viciado, reflejando en su rostro una expresión de desagrado.

—Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes?

* * *

—Muy bien, niños, cogeos las manos, cantad, dad vueltas, mirad lo fácil que es —exclamó el maestro.

Xinghua se encontraba en mitad de la carretera, con su caña en la mano, y se dirigió hacia la puerta del colegio; se agarró a la verja metálica con una mano mientras sujetaba su caña de bambú con la otra, para escuchar a los niños que cantaban y bailaban con el maestro. Los crisantemos florecían por todo el patio del colegio. Su padre trató de arrastrarla hacia casa, pero ella se resistió a moverse. Él le gritó enfadado y le dio una patada…

—Papá, mamá, cogedme la mano, rápido. Quiero bailar y cantar y dar vueltas; ¡mirad lo fácil que es!

Xinghua lloraba amargamente.

* * *

Incapaz de pronunciar una sola palabra, torturado por los recuerdos, Gao Yang mordisqueó con frenesí la corteza, raspándose los labios hasta que el árbol quedó teñido de sangre. Pero no advertía el dolor. Se tragó la amarga mezcla de saliva y resina del árbol, que hizo que su garganta se refrescara notablemente: sus cuerdas vocales se soltaron, los nudos se desenmarañaron. Con cuidado, con mucho cuidado, temeroso de que su capacidad de hablar le volviera a abandonar, logró pronunciar algunas palabras:

—Xinghua, papá está aquí… —acertó a decir antes de que su rostro se bañara de lágrimas.

—¿Y ahora qué? —preguntó el policía tartamudo a su compañero.

—Vuelve y consigue un cartel de Se busca —replicó Cabeza de Tambor—, ¡no se va a escapar!

—¿Y qué pasa con el jefe de la aldea?

—Se largó hace tiempo, como si fuera un delincuente común.

—¡Papá, no puedo encontrar la salida! Ven a sacarme de aquí, deprisa…

Xinghua se encontraba perdida en aquel laberinto de árboles y la visión de ese pequeño punto rojo casi rompió el corazón de Gao Yang. Parecía como si hubiera sido ayer cuando dio una patada a ese pequeño punto rojo que había detrás de ella sin ningún motivo, haciendo que cayera al suelo en mitad del patio, con una mano extendida como una garra que trata de aferrarse a un montón de excrementos negros de gallina. Ella consiguió incorporarse y agazaparse contra la pared con los labios temblando mientras luchaba contra los gemidos y las lágrimas que inundaban sus ojos negros. Superado por los remordimientos, se golpeó la cabeza contra el árbol.

—¡Dejadme marchar! —gritó—. ¡Dejadme marchar!

Cabeza de Tambor le agarró inmovilizándole la cabeza para evitar que se hiciera daño mientras su compañero rodeaba el árbol para quitarle las esposas.

—Ga-Gao Yang —dijo el tartamudo—, no intentes hacer ninguna tontería.

Pero en cuanto sintió que tenía las manos libres, comenzó a revelarse —arañando, pateando y mordiendo— y le hizo heridas que sangraban en el rostro del tartamudo. Mientras se liberaba de la llave que le habían hecho en la cabeza y se giraba para correr hacia el pequeño punto rojo, un rayo de luz pasó ante sus ojos, luego una lluvia de chispas verdes y advirtió débilmente que en la mano del policía había algo espeluznante que emitía chispas de aquel color verde en cuanto tocó su pecho. Los alfileres agujerearon su cuerpo. Lanzó un grito, crispándose por la agonía, y se derrumbó en el suelo.

Lo primero que advirtió después de recuperar la consciencia fue las esposas brillantes que tenía atadas alrededor de las muñecas y que se le clavaban profundamente en la carne, a punto de cortársela hasta llegar al hueso. Se encontraba demasiado conmocionado como para recordar dónde estaba. El policía tartamudo agitó aquel terrible objeto delante de él.

—Empieza a caminar —dijo severamente—. ¡Y no vuelvas a hacer tonterías!