II

Durante toda la noche Cuarta Tía respiró emitiendo un silbido, tosió y armó mucho ruido, robando el sueño a sus compañeras de celda. La presa a la que llamaban Mula Salvaje maldijo enfadada:

—¡Si te estás muriendo, maldita sea, hazlo ya…!

—Estoy tratando de no toser, muchacha —dijo Cuarta Tía en tono de disculpa—, y ten por seguro que dejaría de estornudar si pudiera…

La muchacha de cejas largas y hermosas que dormía en la litera situada encima de Cuarta Tía protestó:

—Es un crimen el modo en el que obligan a una anciana enferma a cumplir una condena.

Dolida en el alma al recordar la injusticia que se estaba cometiendo con ella, Cuarta Tía sintió cómo las lágrimas inundaban sus ojos y resbalaban por sus mejillas. Y cuanto más pensaba en ello, peor se sentía, hasta que un gemido de agonía ahogó su garganta.

Sus compañeras de celda —aproximadamente una docena en total— se levantaron. Las que tenían el corazón más blando se colocaron el abrigo sobre los hombros y se acercaron a ver qué ocurría, mientras que las que no se conmovían con tanta facilidad se limitaron a protestar y a maldecir.

—¡Déjalo ya! —ordenó Mula Salvaje—. Sabía que esto iba a pasar. Se supone que eras dura como la piedra, pero te has venido abajo fácilmente: ¡cinco años por quemar un edificio del gobierno!

Entre sollozos y respiraciones con silbidos, Cuarta Tía gimió:

—Muchacha, sé que voy a morir en este campo…

Una guardiana con los ojos somnolientos apareció en la ventana y dio un golpe en las barras.

—¿Qué está pasando ahí? ¿Quién está haciendo todo ese ruido a estas horas de la noche?

—Informando, oficial —dijo la muchacha de cejas largas—. Número Treinta y Ocho está enferma.

—¿Qué le ocurre?

—No puede dejar de toser y de estornudar.

—Eso no es nada nuevo. Ahora déjalo ya y ponte a dormir. Hay gimnasia a primera hora de la mañana, no lo olvides.

Después de que la guardiana se fuera, la muchacha de cejas largas vertió un poco de agua en una taza, la acercó a los labios de Cuarta Tía y sacó de debajo de la almohada algunas pastillas.

—Toma, tía —dijo—, son para aliviar el dolor y la inflamación. Toma un par de ellas, te ayudarán.

—No puedo gastar tus medicinas, cariño —objetó Cuarta Tía.

—Todos estamos metidos en esto —respondió la muchacha—, así que ahora no debes preocuparte por nimiedades como esta.

La muchacha ayudó a Cuarta Tía a tomar las pastillas.

—Jovencita —dijo llorosa Cuarta Tía—, ¿cómo puedo compensarte por esto?

—Conviértela en tu nuera —intervino Mula Salvaje.

—¿Con los hijos que tengo? —comentó Cuarta Tía—. No se merecen a una persona como ella.

—Y tú, mientras vendes una mula por delante, la cabeza de una tortuga se acerca sigilosa por detrás —soltó la muchacha.

Mula Salvaje se puso de pie airada y la miró directamente.

—¿Con quién estás hablando?

—Contigo —respondió la muchacha desafiante—. ¡Te estoy llamando puta apestosa que vende su coño!

Primero mortificada y luego enrabietada, Mula Salvaje cogió un zapato rayado de cuero y lo arrojó hacia su contendiente.

—¿Que yo vendo mi coño? —gruñó—. ¿Acaso tú no lo haces? Deja de mostrarte tan engreída. Las pequeñas virgencitas no salen vivas de un sitio como este.

La muchacha de cejas largas se agachó justo a tiempo para que el zapato pasara por encima de ella y golpeara a una mujer con aspecto de comadreja que ocupaba la cama número tres y cumplía condena por ahogar a su propio hijo. Tras recibir el impacto, se puso de pie y golpeó a la muchacha de cejas largas en la cabeza.

Entonces se armó un terrible alboroto, con la muchacha de cejas largas y Mula Salvaje arañándose, la comadreja desatando una tormenta y Cuarta Tía gritando entre lágrimas. Las demás prisioneras se unieron golpeando los barrotes, aullando o repartiendo algunos golpes por su cuenta.

Dos carceleras armadas con porras entraron precipitadamente en la celda y redujeron rápidamente a las combatientes sin preocuparse de hacer distinciones.

—La próxima que haga un solo ruido —amenazó una de ellas—, se queda sin comer tres días.

La otra dijo:

—¡Números Veintinueve y Cuarenta, fuera! Os venís con nosotras.

—Yo no he hecho nada —se quejó la muchacha de cejas largas.

—Cierra el pico —dijo la carcelera, recalcando su orden con un golpe bien dirigido de su porra.

Mula Salvaje sonrió tímidamente.

—Oficiales, admito que me he portado mal, pero prometo que no volveré a hacerlo. Sólo quiero dormir un poco.

—¡No me vengas con esas! Vestíos y venid conmigo.

Cuarta Tía, doblada por la cintura, intercedió por sus compañeras de celda.

—No las culpe, oficial, todo es por mi culpa. No soy más que una anciana que no es capaz de dejar de toser y de estornudar. Las otras chicas no podían soportarlo.

—Ya basta —dijo la carcelera—. ¡No utilicéis a esta santa madre para que influya sobre nosotras!

Mientras la carcelera condujo a la muchacha de cejas largas y a Mula Salvaje fuera de la celda, Cuarta Tía tuvo que taparse la boca sin dejar de llorar en voz alta.

Aquella noche, tuvo una serie de pesadillas. En la primera soñó con que Jinju acudía a visitarla, pero cuando Cuarta Tía avanzó hacia ella, la lengua de su hija embarazada salió de su boca y sus ojos saltaron de sus cuencas. Cuarta Tía se despertó dando un grito, con la piel fría y húmeda. Los cables telefónicos que se extendían por fuera del muro de la prisión emitían un cántico con el viento de otoño. Los rayos de luna atravesaban sesgados la ventana y aterrizaban sobre el rostro de la ladrona que dormía en la cuarta cama. La muchacha, que apenas había madurado como mujer, dormía con la nariz ronzada y rechinando los dientes ante uno de sus sueños.

Cuarta Tía apenas había vuelto a cerrar los ojos cuando Cuarto Tío apareció junto a su cama, con la cabeza ensangrentada, y dijo:

—Madre de mis hijos, ¿por qué todavía sigues aquí? Te quiero a mi lado.

Alargó el brazo para llegar hasta Cuarta Tía, quien de nuevo se despertó asustada. Su corazón latía violentamente. Más allá de la cocina del campamento, cantó un gallo. Un canto más y ya despuntaría el alba.

Sonó el toque de diana. Cuarta Tía salió a duras penas de la cama, se tambaleó brevemente y se desplomó como si fuera una muñeca de trapo. Los gritos de sus compañeras de celda, que estaban haciendo sus camas, hicieron que la carcelera llegara corriendo. Cuando abrió la puerta, Cuarta Tía yacía boca abajo.

—¡Levantadla del suelo! —ordenó la carcelera.

Las compañeras de celda de Cuarta Tía así lo hicieron, con más rapidez que eficacia. A continuación la carcelera llamó al médico del campamento, que le puso una inyección. Tenía la boca crispada y por sus ojos resbalaba un torrente de lágrimas amargas mientras el médico colocaba una tirita sobre un corte que se hizo en la cabeza. Justo después del desayuno, la carcelera dijo:

—Puedes tomarte el día libre, Número Treinta y Ocho. Cuarta Tía se quedó muda de agradecimiento. Después de que las demás internas hubieran formado varias filas en el complejo y marcharan hacia los campos para empezar las tareas del día, un silencio inundó el bloque de celdas, amplificando el sonido de las enormes ratas que se deslizaban por el patio de la prisión y ahuyentando a los hambrientos gorriones que picoteaban algunas migas de pan en el lodo. Algunos de los pájaros se refugiaron sobre la repisa de la ventana, donde giraron las cabezas y fijaron sus ojos negros y redondos sobre Cuarta Tía. Completamente sola, y abrumada por la tristeza, se echó a llorar. Después, una vez que remitieron las ganas de llorar, murmuró:

—Es hora de unirme a ti, esposo…

Se quitó los pantalones, pasó el cinturón alrededor del marco de metal de la litera que estaba encima de la suya y enganchó el botón superior. Otro sollozo, un último pensamiento —esposo, no puedo soportar más esto—, antes de deslizar el ojal del pantalón por encima de su cabeza y dejarse caer hacia delante.

Pero Cuarta Tía no murió, al menos no en ese momento. Fue salvada por una carcelera que pasaba por allí quien, con una sonora bofetada en el rostro, maldijo:

—¿En qué diablos estás pensando, maldita vieja mofeta? Mientras lanzaba un sonoro gemido, Cuarta Tía cayó de rodillas.

—Sé una buena chica y déjame morir, por favor… La carcelera dudó por unos instantes y su rostro adquirió una amable femineidad. Mientras ayudaba a Cuarta Tía a ponerse de pie, dijo dulcemente:

—Vieja Madre, no digas a nadie lo que hoy ha pasado aquí. Será nuestro secreto. Si dejas de armar jaleo y te esfuerzas por ser una prisionera modelo, trataré de hacer que te suelten pronto.

Esta vez, mientras Cuarta Tía caía de nuevo de rodillas, la carcelera la detuvo:

—Eres una buena chica —dijo Cuarta Tía—. Pero alguien tiene que pagar por la muerte de mi marido.

—Deja ya de decir esas cosas —la consoló la carcelera—. Encabezar a una muchedumbre para destruir las oficinas del gobierno es un grave delito…

—Perdí la cabeza. Prometo que no lo voy a volver a hacer…

Un mes más tarde, Cuarta Tía fue liberada por prescripción facultativa y poco tiempo después estuvo de vuelta en casa.