Después de terminar el verso sintió cómo el suelo de la cantina retumbaba. Un trago de agua fresca humedeció su parcheada y abrasiva garganta. Todo lo que escuchó a su alrededor fue un aplauso y de vez en cuando algún grito lanzado por las jóvenes voces: «¡Bravo Zhang Kou! ¡Otra, otra, otra!». Mientras escuchaba sus voces, apenas podía ver los cuerpos polvorientos y los ojos resplandecientes que había ante él. Era finales de otoño y todo el revuelo que desataron los incidentes del ajo acaecidos en el Condado Paraíso se había aplacado. Más de veinte campesinos, entre los que se encontraba Gao Ma, que fue considerado su cabecilla, habían sido condenados a permanecer en un campo de trabajo para reformarse; el jefe del Condado, Zhong «Servidor del Pueblo» Weimin, y el secretario del partido del Condado, Ji Nancheng, habían sido trasladados a otro destino. Sus suplentes, después de entregar una serie de informes a los dignatarios locales, organizaron un programa obligatorio para los trabajadores del Condado con el fin de rastrillar el ajo podrido de las calles de la ciudad y arrojarlo al río Agua Blanca, que pasaba por la ciudad. Calcinado por el sol de mediados de verano, el ajo desprendía un hedor que se extendía por toda la ciudad hasta que un par de tormentas de verano aliviaron el martirio. Al principio, los incidentes fueron la comidilla de todo el mundo, pero las tareas del campo y la conciencia de que el tema se estaba estancando tuvieron el mismo efecto en las conversaciones que el de la lluvia sobre el olor del ajo. Zhang Kou, cuya ceguera le había servido para obtener la clemencia del jurado, resultó ser la excepción. Salvaguardado en una calle lateral que se extendía junto al edificio de oficinas del gobierno, tañía sin descanso su erhu y cantaba una balada sobre el ajo que se cultivaba en Paraíso, donde cada versión se construía sobre la base de la anterior.
… Dijeron que los oficiales amaban al pueblo. Entonces, ¿por qué trataban a la gente como si fueran sus enemigos?
Los gravosos impuestos y los aranceles cobrados por debajo de la mesa, como bestias abominables, obligaron a los campesinos a dirigirse a las colinas.
El pueblo llano tiene una montaña de protestas, pero no se atreve a expresarlas.
Ya que, en cuanto abren la boca, las porras eléctricas se la cierran de golpe…
En este punto de su canción algo caliente le aguijoneó sus ciegos ojos, como si las lágrimas se hubieran materializado desde alguna parte de su cuerpo, y recordó lo mucho que había sufrido en la prisión del Condado.
* * *
El policía sostuvo la caliente porra eléctrica en su boca hasta que se escuchó cómo crujía.
—¡Cierra el pico, maldito ciego cabrón! —espetó el policía envenenadamente.
A continuación, la chisporroteante porra tocó sus labios y un relámpago le golpeó como si le hubieran clavado un millar de agujas. Sus dientes, sus encías, su lengua y su garganta… Un estallido de dolor golpeó la parte superior de su cabeza y descendió por el resto del cuerpo. Un grito salió de su garganta, enviando multitud de escalofríos por toda la columna vertebral. La sangre emanaba de las marchitas cuencas de sus ojos.
—Puedes obligarme a comer mierda —dijo—, pero no puedes hacer que mantenga la boca cerrada aunque quisiera. En mi interior hay cosas que se deben expresar. Yo, Zhang Kou, estoy unido para siempre a la gente del pueblo…
—¡Así se habla, Tío Abuelo Zhang Kou! —gritaron dos jóvenes compañeros—. ¡Hay medio millón de personas en el Condado Paraíso y la tuya es la única boca que se atreve a hablar claro!
—¡Zhang Kou, deberías ser elegido jefe del Condado! —se mofó alguien.
Todo el mundo dice que nuestros líderes locales son elegidos por las masas.
¿Pero por qué los funcionarios siguen gastándose todo el dinero de sus amos?
Nosotros, el pueblo llano, sudamos sangre como si fuéramos bestias de carga, sólo para que los oficiales corruptos y codiciosos puedan engordar y no hacer nada.
En este punto de su canción, Zhang Kou pronunció cada palabra con rabia, en voz alta y clara, lanzando a su público a un frenesí de palabrería incontrolada.
—¡Maldición! Se llaman a sí mismos siervos públicos, ¿verdad? ¡Unos demonios chupasangre, eso es lo que son!
—¡Dicen que pueden nombrarte líder del Condado por cincuenta mil yuan al año!
—La residencia celebra a diario un banquete de lujo, con comida suficiente como para alimentarnos durante todo un año.
—¡Están corrompidos hasta la médula!
La voz de un anciano se unió a la discusión.
—Vosotros, los jóvenes, será mejor que tengáis cuidado con lo que decís. Tú también, Hermano Zhang Kou. ¡No olvides lo que le pasó a la gente que destrozó las oficinas del gobierno!
Zhang Kou cantó a modo de respuesta.
—Buen hermano, permanece ahí plácidamente y escucha mi historia…
Apenas empezaron a salir las palabras de su boca cuando varios hombres se abrieron paso a codazos gritando entre la multitud.
—¿Qué hace aquí toda esta gente? Estáis bloqueando el tráfico e interrumpiendo el orden. ¡Disolveos, moveos!
Dándose cuenta enseguida de que las voces pertenecían a los policías que le habían tratado en la prisión, Zhang Kou comenzó de nuevo a tañer su erhu.
Canto a una chica muy atractiva, con unas hermosas y enormes tetas y una cintura esbelta, que se pasea por la calle, haciendo girar la cabeza a todos los jóvenes…
—¿Zhang Kou, todavía sigues cantando esa mierda de rimas? —preguntó uno de los policías.
—Oficial, no me juzgues de forma precipitada —respondió Zhang Kou—. Como soy ciego, tengo que recurrir a mi boca para poder vivir. No soy un delincuente.
Un compañero joven que se encontraba entre la multitud habló:
—Zhang Kou debe estar agotado después de llevar toda la tarde cantando. Se merece un descanso. Vamos, amigos, rascaos el bolsillo. Aunque no os podáis permitir darle diez yuan, al menos una sencilla moneda de cobre será mejor que nada. Si todo el mundo contribuye, podrá comprarse unos ricos y deliciosos bollos.
Se escuchó el sonido metálico característico de las monedas que caían delante de él y el crujido de los billetes de papel en contacto con el suelo. «Muchas gracias —dijo una y otra vez—. Gracias a todos, jóvenes y ancianos».
—Oficiales, buenos tíos, vuestras raciones proceden del tesoro nacional y recibís un salario suficiente como para no lamentar que se deslicen algunas monedas por entre los dedos. Tened un poco de clemencia con este anciano ciego.
—¡Y una mierda! ¿Qué te hace pensar que tenemos dinero? —respondió airado uno de los policías—. ¡Tú ganas más con media hectárea de ajo de lo que ganamos nosotros jugándonos el culo durante todo el año!
—¿Otra vez hablando del ajo? ¡Seguro que tus nietos son lo bastante estúpidos como para plantar ajo el próximo año! —se burló un joven.
—Eh, tú —demandó el policía—. ¿Qué has querido decir con eso?
—¿Yo? Nada. Lo único que digo es que, para mí, se ha acabado el ajo. De ahora en adelante, voy a plantar alubias y quizá un poco de opio —se quejó el joven.
—¿Opio? ¿Cuántas cabezas tienes sobre los hombros, pequeño rufián? —preguntó el policía.
—Sólo una. ¡Pero me verás pidiendo limosna en la calle antes de plantar un solo tallo de ajo! —dijo el joven, alejándose.
—¡Detente ahora mismo! ¿Cómo te llamas? ¿De qué aldea eres? —exigió el policía, corriendo tras él.
—¡Corred todos! ¡La policía vuelve a la carga de nuevo! —gritó alguien.
Entre gritos y lamentos, la multitud se dispersó en todas las direcciones, dejando a Zhang Kou envuelto en un manto de silencio. Ahuecó la oreja para averiguar lo que estaba sucediendo, pero su público fiel se había escabullido como un pez en las profundidades del océano, dejando tras de sí un paño de silencio y el hedor de su sudor.
Desde algún punto en la lejanía llegó el sonido de una corneta, seguida por el ruido de los niños en su camino a la escuela. Sintió sobre su espalda el calor del sol de la tarde propio de finales de otoño. Después de coger su erhu, anduvo a tientas por el suelo para recoger las monedas y los billetes que la gente había arrojado a sus pies. La gratitud inundó su corazón cuando cogió un billete gigantesco de diez yuan y su mano comenzó a temblar. La intensidad de sus sentimientos hacia su anónimo benefactor era insondable.
Después de ponerse de pie, avanzó por la bacheada carretera, bastón en mano, dirigiéndose hacia la estación de ferrocarril y abandonó el almacén al que él y otros viejos vagabundos llamaban hogar. Desde que salió de la prisión, donde fue sometido a todo tipo de abusos físicos, se había ganado la admiración de los ladrones, de los mendigos y de los adivinos de la localidad, los llamados despojos de la sociedad. Los ladrones robaron una esterilla para dormir hecha de junco y suficiente forro de algodón como para prepararle una blanda y confortable cama, y los mendigos compartieron con él su mísero botín. A lo largo de los días y de las semanas fue mejorando, ya que había personas que cuidaban de él, haciéndole recuperar la fe en la naturaleza humana. Por lo tanto, subordinando su propia seguridad al amor por sus amigos marginados, cantó a pleno pulmón una balada sobre el ajo para protestar por el maltrato al que estaba sometido el pueblo llano.
Aproximadamente a medio camino de casa, además del olor familiar de las hojas blanqueadas de un viejo árbol, también percibió la esencia intensa y metálica del aceite resistente al óxido. Apenas tuvo tiempo para reaccionar antes de que una mano se posara sobre su hombro. De manera instintiva, metió la cabeza entre los hombros y cerró los labios con fuerza, esperando ser abofeteado. Pero fuera quien fuera el desconocido, se limitó a reír amistosamente y dijo con voz suave:
—¿De qué tienes miedo? No voy a hacerte daño.
—¿Qué quieres? —preguntó con voz trémula.
—Zhang Kou —dijo el hombre amablemente—, no habrás olvidado lo que una porra eléctrica es capaz de hacer en tu boca, ¿verdad?
—No he dicho nada.
—¿De veras?
—No soy más que un anciano ciego que canta historias para poder vivir. Así es como consigo matar el hambre.
—Sólo pienso en tu bienestar —dijo el hombre—. No más canciones sobre el ajo, ¿me oyes? ¿Qué crees que se va a agotar antes, tu boca o la porra eléctrica?
—Muchas gracias por la advertencia. Lo he comprendido perfectamente,
—Eso está bien. Ahora no cometas ninguna locura. Tener la boca demasiado grande es la causa de la mayor parte de los problemas.
El hombre se dio la vuelta y se alejó. Unos segundos después, Zhang Kou escuchó el ruido de una motocicleta arrancando y perdiéndose por la carretera. Permaneció mucho tiempo detrás del viejo árbol sin atreverse a mover un dedo. La mujer que regentaba una tienda de alimentación situada cerca del enorme viejo árbol le vio.
—¿Eres tú, Tío Abuelo Zhang? —le llamó con voz cálida—. ¿Por qué estás ahí? Ven a comer unos esponjosos bollos, recién sacados del horno. Invito yo.
Una risa irónica escapó de los labios del ciego mientras golpeaba el tronco del árbol con el bastón; después, comenzó a lanzar gritos furiosos:
—¡Malditas hienas de corazón oscuro! ¿Realmente creéis que podéis cerrarme la boca tan fácilmente? ¡Sesenta y seis años son suficiente vida para un hombre!
La pobre mujer gritó alarmada.
—Tío Abuelo, ¿con quién estás tan enfadado? ¿Es algo por lo que merezca la pena ponerse histérico?
—Ciego y pobre, mi vida nunca ha valido más que un puñado de monedas de cobre. ¡Cualquiera que piense que puede cerrar la boca a Zhang Kou será mejor que se prepare para revocar los veredictos del caso del ajo!
De vuelta a la calle, comenzó a cantar a pleno pulmón.
La propietaria lanzó un profundo suspiro mientras veía bajar por el callejón la enjuta silueta del anciano ciego.
Tres días más tarde las lluvias de otoño convirtieron la calle lateral en un mar de lodo. Mientras la propietaria de la tienda de alimentación permanecía en el umbral de la puerta contemplando la farola que se encontraba en el otro extremo de la calle, con las gotas de lluvia bailando entre su pálida luz amarilla, experimentó una sensación de soledad y aburrimiento desesperante. Antes de cerrar la puerta e irse a la cama, creyó haber escuchado el sonido de una monótona canción de Zhang Kou rondando su casa. Abrió la puerta de golpe y miró a un lado y a otro de la calle, pero la música cesó. Después de cerrar la puerta, volvió a escuchar la música, más íntima y conmovedora que antes.
A la mañana siguiente encontraron el cuerpo de Zhang Kou desplomado sobre la calle lateral, con la boca llena de un lodo hediondo. Tumbado junto a él se encontraba el cadáver sin cabeza de un gato.
Las nubes de lluvia trajeron consigo el insoportable hedor del ajo podrido, que invadió toda la ciudad. Los ladrones, los mendigos y otros indeseables transportaron el cuerpo de Zhang Kou a través de la calle, lanzando gemidos y lamentos desde el alba hasta que cayó la noche, momento en el que cavaron una fosa cerca del enorme árbol viejo y enterraron a Zhang Kou.
Desde ese día, la propietaria de la tienda de alimentación cada noche escucha cantar a Zhang Kou. La pequeña calle lateral no tardó en convertirse en una calle habitada por fantasmas. Uno por uno, los residentes se vieron obligados a marcharse, salvo la propietaria, que un día se ahorcó en el enorme árbol, uniéndose a la población espectral que moraba en el barrio.