IV

Gao Ma se tumbó mareado sobre el kang, sin la menor idea de cuánto tiempo llevaba allí o de cómo había llegado a casa desde el recinto municipal. De hecho, lo único que recordaba era la sangre fresca que goteaba silenciosamente desde su nariz hasta los escalones.

Las pequeñas perlas rojas salpicaban como cerezas maduras —desmenuzándose, salpicando…—. La presencia de esas perlas rojas rompiéndose reconfortó a Gao Ma. Estaban unidas formando una hilera; todo el calor de su cuerpo se concentraba en un único punto, saliendo a través de la nariz hasta formar un charco de sangre en los escalones. La punta de su lengua, que ya se había familiarizado con aquel sabor empalagoso, tocó sus labios fríos y se abrió otra grieta en su cerebro. El potro castaño se encontraba en el recinto municipal ante la puerta verde, donde las malvarrosas amarillas florecían en abundancia. El animal le observaba con sus ojos húmedos y cristalinos. Gao Ma se dirigió hacia él y alargó la mano para agarrar una rama cubierta de malvarrosas con espinos. Los rayos del sol caían con fuerza y sintió cómo las pesadas flores bailaban por encima de su cabeza. Trató de levantar la mirada, pero la luz del sol golpeó sus ojos. Arrancó una hoja de malvarrosa por la mitad e hizo una bola con ella, con la que se taponó la nariz, pero la acumulación de sangre caliente hinchó su cabeza y, mientras el sabor salado se extendía a través de la boca, supo que la sangre estaba descendiendo por la garganta. Todos los orificios humanos están conectados.

Gao Ma quería machacar la puerta verde del complejo, pero no le quedaban fuerzas suficientes. Asumió que todos los que trabajaban en las oficinas municipales —oficiales, carpinteros, fontaneros, personas que se ocupaban de los asuntos de las mujeres, planificadores familiares, recaudadores de impuestos, nuevos transportistas, bebedores, consumidores de comida, bebedores de té, fumadores—, más de cincuenta en total, habían visto cómo fue expulsado del recinto como quien arranca un hierbajo o como quien fustiga a un perro. Trató de mantener la respiración mientras intentaba limpiarse su mano ensangrentada en las letras rojas que estaban esculpidas en el cartel blanco del edificio del gobierno.

El joven portero, que llevaba una camisa a cuadros, le dio una patada por la espalda.

—¡Maldito cabrón! —bramó Camisa a Cuadros, aunque Gao Ma sólo escuchó un ruido sordo—. ¿Dónde crees que te estás limpiando esa sangre de perro que tienes? ¡Estúpido cabrón! ¿Quién te ha dicho que puedes dejar aquí tu sangre de perro?

Después de retroceder un par de pasos para mirar las letras rojas del cartel de madera, Gao Ma sintió que le abrasaba el fuego de la ira; dirigió una bocanada de saliva ensangrentada hacia Camisa a Cuadros, que era ágil y que probablemente practicaba artes marciales. El portero se apartó de la trayectoria y se lanzó a por Gao Ma, que preparaba otro salivazo ensangrentado que lanzó hacia su fino y alargado rostro.

—¿Qué estás haciendo ahí fuera, Li Tie? —sonó la voz de la autoridad, que procedía del interior del recinto gubernamental.

Camisa a Cuadros bajó los brazos sumisamente.

Gao Ma lanzó el sangriento escupitajo contra el suelo y se alejó de allí sin volver la vista hacia el portero. Con el horizonte azul extendiéndose ante sus ojos, observó con tristeza la suave pendiente del arroyo. Convencido de que no podría caminar erguido, clavó las rodillas en el suelo para ir gateando a cuatro patas hasta casa, como si fuera un perro.

Sería un largo y penoso viaje; la cabeza se caía por su propio peso y sentía como si se fuera a desprender del cuerpo y a caer redondo en el arroyo. Las espinas se le clavaban en las manos y tenía la sensación de que le habían acribillado la espalda con dardos envenenados.

Después de superar la pendiente del arroyo, se incorporó. El dolor punzante que sentía en la espalda era tan intenso que se giró para mirar atrás y vio a Camisa de Cuadros dirigiéndose hacia la puerta con un cubo de agua y un estropajo para limpiar la sangre del cartel. El vendedor ambulante de melones que había en la cuneta daba la espalda a Gao Ma, quien todavía no se había quitado de la cabeza la imagen de los ojos fosforescentes del anciano. Aunque se encontraba muy mareado, podía distinguir el grito del vendedor: «Melones… melones mollares…».

Aquel sonido apuñalaba su corazón. Sólo quería ir a casa y tumbarse tranquilamente en su kang, como un hombre que está muerto a ojos del mundo.

Entonces alguien llamó a su puerta. Trató de incorporarse, pero la cabeza le pesaba demasiado. Haciendo un esfuerzo por abrir los ojos, vio a la esposa de su vecino, Yu Qiushui, observándole con los ojos llenos de compasión.

—¿Te sientes mejor? —preguntó.

Gao Ma trató de abrir la boca, pero un torrente de líquido amargo ahogó su garganta y su nariz.

—Llevas inconsciente tres días —dijo Yu Qiushui—. Nos has dado un susto de muerte. Aunque tenías los ojos cerrados, no parabas de gritar: «¡Chicos y chicas, los niños a la pared!», y «¡El potro! ¡El pequeño potro!». Hermano Mayor Yu llamó al médico y te puso un par de inyecciones.

Gao Ma hizo un esfuerzo por incorporarse, con la ayuda de la esposa de Hermano Mayor Yu, que le colocó un mugriento edredón detrás de la espalda. Bastó con mirar el rostro de Yu para darse cuenta de que lo sabía todo.

—Muchas gracias y dale también las gracias a Hermano Mayor Yu —dijo mientras las lágrimas empezaban a aflorar.

—Llorar no te va a ayudar —le consoló—. No te atormentes pensando que lo tuyo con Jinju iba a funcionar eternamente. Por ahora, preocúpate sólo de recuperarte. Dentro de unos días me marcho a casa de mi familia y te encontraré a una mujer tan buena como Jinju.

—¿Qué ha pasado con Jinju? —preguntó preocupado.

—Dicen que su familia la golpea a diario. Cuando los Cao y los Liu se enteraron de la noticia, corrieron a su casa a mediar. Pero, como dice el refrán, no puedes obligar a un melón a ser dulce. A Jinju no le espera una vida feliz.

Gao Ma, repentinamente agitado, trató de levantarse del kang, pero ella le detuvo.

—¿Qué crees que estás haciendo?

—Tengo que ir a ver a Jinju.

—Querrás decir que tienes que ir al encuentro de la muerte. Los Cao y los Liu se encuentran allí. Si te dejas ver, sería un milagro si no te matan.

—¡Yo… yo los mataré primero! —gritó con fuerza, agitando el puño en el aire.

—Querido Hermano Pequeño —dijo la esposa de Yu severamente—, utiliza la cabeza. No pienses esas cosas. Lo único que vas a conseguir es que te metan una bala en el cuerpo.

Exhausto, Gao Ma se recostó en el kang mientras las lágrimas resbalaban por su desaliñado rostro y se introducían en sus orejas.

—¿A quién le importa? —lloró—. No tengo a nadie por quien merezca la pena vivir.

—Vamos. No te rindas tan fácilmente. Si Jinju y tú estáis hechos el uno para el otro, nadie podrá separaros eternamente. Después de todo, vivimos en una sociedad nueva, así que tarde o temprano prevalecerá la razón.

—¿Le podrías enviar un mensaje?

—No hasta que las cosas se calmen un poco. Mientras tanto, controla tus impulsos y concéntrate en recuperarte. Las cosas van a mejorar, no te preocupes.