I

Ya se habían vendido todos los tallos de ajo y las trenzas de las cabezas colgaban de los aleros. Luego vino la cosecha del mijo, que se extendía para secarse antes de almacenarse en tinajas y barriles. La era que se extendía delante de la casa de Cuarto Tío se había barrido y al anochecer estaba completamente limpia, mientras los montones de paja aromática se elevaban bajo la centelleante luz de las estrellas. La brisa de junio que procedía de los campos hacía bailar la llama de la lámpara, a pesar de estar protegida por el cristal, contra el que las polillas verdes se golpeaban ruidosamente: tac, tac, tac. Nadie prestaba atención a esto salvo Gao Ma. Todos los demás permanecían de pie, sentados o en cuclillas bajo la luz de la lámpara, absortos por la presencia de Zhang Kou, el rapsoda ciego, que se encontraba sentado en un taburete, con las mejillas iluminadas por la luz dorada de la lámpara, que transformaba su rostro oscuro y demacrado.

Esta noche voy a coger su mano, eso es lo que voy a hacer, decidió Gao Ma con creciente emoción. Un torrente de fresca satisfacción emanó de su cuerpo mientras, con el rabillo del ojo, observó a la hija de Cuarto Tío, Jinju, que se encontraba de pie a no más de tres pasos de él. En cuanto Zhang Kou agarre su erhu para recitar el primer verso de su balada, la cogeré de la mano y se la apretaré, le apretaré hasta el último dedo. Ese rostro, redondo como un girasol de pétalos dorados, me ha roto el corazón. Incluso sus orejas son doradas. Tal vez no sea muy alta, pero es fuerte como la cría de un buey. No puedo esperar más tiempo, puesto que ya ha cumplido los veinte. El calor que emana de su cuerpo me está quemando.

Zhang Kou tosió y Gao Ma se acercó sólo un paso a Jinju. A continuación, tal como hacían todos los demás, clavó la mirada en Zhang Kou.

El intenso aroma de excrementos de caballo irrumpió desde el extremo opuesto de la era, donde un potro de color castaño galopaba ruidosamente, relinchando con toda su fuerza. Las estrellas brillaban intensamente en el oscuro, profundo y mullido firmamento, mientras a sus pies las mazorcas de maíz, esforzándose por crecer, se estiraban y crepitaban. Todo el mundo observaba a Zhang Kou, que estaba sentado con la espalda recta como una tabla mientras con una mano sujetaba el erhu y con la otra agarraba el arco hecho con crin de caballo, haciendo que las dos cuerdas emitieran un sonido rasgado y apagado que lentamente se convertía en notas intensas y melodiosas que se apretaban alrededor de los complacientes corazones de su audiencia. Los parpadeos escondidos en sus hundidas cuencas revolotearon y, mientras estiraba el cuello hacia su público, inclinaba la cabeza hacia atrás como si estuviera contemplando la noche estrellada.

Gao Ma se acercó tanto a Jinju que podía escuchar el ligero sonido de su respiración y sentir el calor de su voluptuoso cuerpo. Acercó tímidamente la mano hacia la suya, como si fuera una mascota en busca de una caricia en el hocico. Cuarto Tío, subido sobre un elevado taburete frente a Jinju, tosió. Gao Ma se estremeció, guardó precipitadamente la mano en el bolsillo de su pantalón y, encogiéndose de hombros con impaciencia, salió del anillo de luz y escondió su rostro en la sombra que proyectaba la cabeza de uno de los presentes.

El erhu de Zhang Kou lloró, pero el sonido era suave y dulce, brillante y terso, como hilos de seda que fluían hacia el corazón de su público, empujando la mugre que había acumulada en él y penetrando en sus músculos y en su carne, despojándolos de su polvo terrenal. Con los ojos clavados en la boca de Zhang Kou, escucharon cómo un canto ronco, aunque sonoro, salía de la inmensa abertura que aparecía en su rostro.

—Lo que quiero decir es… —la palabra «es» sonó más elevada, luego se acomodó lenta y lánguidamente, como si quisiera que la concurrencia la siguiera y viajara desde este mundo a otro fantástico que les llamaba a todos, pidiéndoles sólo que cerraran los ojos—, lo que digo es que un torrente de aire fresco emergió del Tercer Pleno del Comité Central: los ciudadanos del Condado Paraíso ya nunca más serán pobres.

Su erhu nunca se apartó de este simple estribillo y su público, aunque se sentía cautivado por la música, también sonrió en silencio. La causa de su júbilo era su enorme boca abierta, en la que perfectamente podía caber un pastel entero recién horneado. El ciego cabrón no tenía la menor idea de lo grande que era su boca. Las risas de su público no parecían molestarle. Cuando Gao Ma escuchó la risa de Jinju, se imaginó un rostro sonriente: las pestañas revoloteando, los dientes reluciendo como hileras de jade pulido. No pudo contenerse más y la observó con el rabillo del ojo; pero sus pestañas no se movían y sus dientes permanecían ocultos detrás de sus labios apretados. Su expresión solemne era, en cierto modo, una burla para él.

—El gobierno de la provincia nos ha pedido que plantemos ajo: el Departamento de Comercio va a comprar nuestras cosechas, a un yuan el kilo, las va a guardar en almacenes refrigerados y las va a vender en primavera con un margen de beneficios…

Una vez que se había acostumbrado a la visión de la enorme boca abierta de Zhang Kou, la muchedumbre se olvidó de su alegría y escuchó atentamente su balada.

El pueblo se alegró enormemente cuando vendió su ajo.

Frio un poco de cerdo, extendió con el rodillo unas tortas

y las rellenó de cebolletas,

el vientre de Gran Hermana Zhang es tan grande como una urna.

«¡Oh! —exclamó ella— mírame, ¡estoy embarazada!».

La multitud rugió alegremente.

—¡Maldito seas, viejo ciego! —gritó una mujer.

Una ventosidad cálida se escapó de Gran Hermana Li: «Ja, ja», la mitad de las mujeres del público se echó a reír.

Jinju era una de ellas. Maldito seas, Zhang Kou, ¿por qué tienes que decir cosas así? Gao Ma murmuró para sí mismo. Cuando te doblas, se te levanta el trasero y puedo ver la línea de tu ropa interior a través de tus finos pantalones. Eso mismo te sucede cuando estás en los campos durante el día. Zhang Kou, prueba a contar el cuento de El Peñasco Rojo.

Quiero cogerte la mano, Jinju. Ya he cumplido los veintisiete y tú ya tienes veinte años. Quiero que seas mi esposa. Cuando estás con la azada en tu campo de alubias, yo rocío mi campo de maíz y mi corazón suena como los pulgones que se posan sobre las mazorcas durante la temporada seca. Los campos parecen no tener fin. Hacia el sur se encuentra el pequeño monte Zhou, que tiene un cráter volcánico en cuyo interior se arraciman las nubes. En momentos como ese, suspiro por poderte hablar, pero tus hermanos siempre están cerca, descalzos y desnudos hasta la cintura, con la piel bronceada por el sol. Tú estás completamente vestida y empapada de sudor. ¿De qué color eres, Jinju? Eres de color amarillo, eres de color rojo, eres de color dorado. Tuyo es el color del oro; por eso brillas como él.

El erhu de Zhang Kou se volvió más melodioso a medida que su voz se elevaba mientras relataba el cuento de El Peñasco Rojo:

Jiang Xuequin salió a dar un paseo,

el jefe de policía se dirigió con paso decidido hacia ella,

con un reloj de oro en la muñeca

y en su cuello una trenza de ajo de tres metros.

Va agazapado mientras camina.

Su padre es chino y su madre americana,

y se unieron para engendrar a un monstruo viviente.

Mira lascivamente a través de sus sesgados ojos

mientras sostiene una pistola en cada mano.

Bloquea el paso de la pobre chica. Una risa siniestra.

Ja, ja…

Las pistolas apretadas contra los pechos de Gran Hermana Jiang.

Ella es demasiado buena para alguien como Liu Shengli. Casarse con él sería como plantar una flor en una montaña de excrementos de vaca o como ver a una bella mariposa enamorarse de un escarabajo pelotero. Voy a cogerle la mano. Hoy es la noche. Se acercó un poco más a ella, hasta que sintió que se tocaban sus pantalones. Siguió mirando hacia la boca de Zhang Kou —que se abría y cerraba, se abría y cerraba— tratando de aparentar tranquilidad y compostura. ¿No hay nadie a mi alrededor? Mi corazón suena como las hojas de maíz movidas por el viento. Y recordó la primera vez que sintió que su corazón se dirigía a Jinju, hacía un año.

* * *

Me encontraba tumbado en el campo de maíz, mirando cómo las nubes se cortaban por las afiladas hojas que se extendían por encima de mi cabeza. Las nubes se desvanecían, el cielo estaba despejado, el suelo abrasado por el sol quemaba mi espalda. La savia blanca se arracimaba y colgaba de filamentos suaves, negándose a caer a la tierra, como las lágrimas sobre sus pestañas… El mijo se movía formando ondas y luego se quedaba inmóvil en cuanto el viento se detenía. Los tallos maduros se inclinaban hacia el suelo y un par de urracas estridentes pasó volando sobre mi cabeza, mientras una mordisqueaba la cola de la otra. Una golondrina curiosa las seguía, mezclando los gritos con los suyos. El aire apestaba al olor del ajo fresco que procedía de la tierra.

Jinju se encontraba sola en el campo, con la espalda doblada mientras cortaba el mijo, que dejaba caer un puñado tras otro entre sus piernas, y crujía pesadamente, golpeaba el suelo y se enroscaba hacia arriba como una tupida cola amarilla. Mi mijo estaba todo amontonado y apilado. Las hileras demarcadas de maíz trataban de ver el sol y llenaban los vacíos que existían entre los montones, como consecuencia de haber plantado un cultivo mixto; pero el mijo avasallaba a los endebles tallos de maíz. Una hectárea no era suficiente para un soltero como yo. He clavado mis ojos en ella desde que me despidieron del ejército el año pasado. Ella no es hermosa, pero yo tampoco lo soy. Tampoco es que sea fea, aunque yo tampoco lo soy. No era más que una niña desgarbada cuando me marché y ahora ha crecido mucho y es muy fuerte. Me gustan las mujeres robustas. Llevaré a mi mijo a casa esta misma tarde. Mi reloj de pulsera marca Diamante hecho en Shanghai, que se adelanta aproximadamente veinticinco segundos cada día, dice que son las 11.03 horas. Lo ajusté con el reloj de la radio hace unos días, así que deben ser las once en punto. No tengo prisa por llegar a casa.

El sentimiento de compasión de Gao Ma se hizo más intenso a medida que se levantaba, guadaña en mano, observando en secreto a Jinju, que trabajaba con la misma concentración con la que las urracas se perseguían la una a la otra sobre su cabeza, seguidas de cerca por una solitaria golondrina. Ella no sabía que había alguien a su espalda. Gao Ma llevaba en su bolsillo un pequeño reproductor de casete, que escuchaba utilizando unos auriculares. Las baterías gastadas distorsionaban el sonido, pero la música era buena y eso era lo que importaba. Una chica joven es como una flor. La espalda de Jinju era amplia y plana y su cabello estaba húmedo. Respiraba con dificultad.

El compasivo Gao Ma se quitó los auriculares y los dejó caer junto al cuello, donde la música distorsionada todavía era audible.

—¡Jinju! —gritó con voz suave.

La música que procedía de los extremos mullidos de los auriculares resonó contra su garganta, haciendo que esta vibrara. Los cogió y los ajustó.

Ella se enderezó lentamente, con una expresión vaga en su rostro sudoroso y polvoriento. Sujetaba una guadaña con la mano derecha y un puñado de mijo con la izquierda. Sin decir una palabra, miró el rostro de Gao Ma, que estaba ensimismado por la curva de su pecho, que se dibujaba debajo de los bolsillos de una casaca andrajosa de color azul difuminado. Jinju no dijo nada. Dejó caer la guadaña, dividió el mijo en dos montones y los dejó caer al suelo. Entonces sacó un pedazo de cáñamo y envolvió con él los montones.

—Jinju, ¿por qué tienes que hacer eso tú sola?

—Mi hermano ha ido al mercado —contestó suavemente, frotándose el rostro con la manga y golpeándose la cintura con el puño. El sudor había modificado su rostro pálido. Las hileras de cabellos húmedos se le pegaron a las sienes.

—¿Tienes calambres?

Ella sonrió. Los dientes incisivos estaban moteados ligeramente por unas manchas de color verde, pero las demás piezas relucían. Un ojal sin abrochar mostraba un escote blanco y terso que le desconcertaba. La garganta estaba salpicada de pequeñas marcas rojas que le producían las espigas del mijo, que también habían depositado trocitos de polvo blanco sobre su piel.

—¿Tu hermano mayor también se ha ido al mercado?

Gao Ma deseaba no haber dicho eso, ya que su hermano mayor estaba tullido y, por esa razón, era Segundo Hermano el que normalmente iba al mercado.

—No —contestó serenamente.

—Entonces, debería haber venido a ayudarte.

Ella miró de soslayo bajo la luz del sol. Gao Ma sintió lástima de ella.

—¿Qué hora es, Hermano Mayor Gao Ma?

Este miró su reloj.

—Las once y cuarto —y rápidamente añadió—: pero mi reloj se adelanta un poco.

Ella suspiró suavemente y miró por encima del campo de mijo.

—Tienes suerte, Hermano Mayor Gao Ma, sólo tienes que preocuparte de ti mismo. Y ahora que has terminado, puedes irte a descansar. —Volvió a suspirar de nuevo y, a continuación, se giró y volvió a coger la guadaña—. Tengo que regresar al trabajo.

Él se quedó inmóvil por un momento detrás de su figura encorvada.

—Voy a ayudarte —dijo suspirando.

—Gracias, pero no puedo permitir que lo hagas —replicó ella mientras se enderezaba.

Él la miró a los ojos.

—¿Por qué no? No tengo nada que hacer. Además, ¿para qué están los vecinos?

Ella bajó la cabeza y murmuró.

—Muy bien, puedes ayudarme…

Gao Ma sacó el reproductor de casete de su bolsillo, lo apagó y lo dejó en el suelo, con los auriculares.

—¿Qué estás escuchando? —preguntó Jinju.

—Música —contestó, colocándose el cinturón.

—Debe ser bonita.

—No está mal, pero las baterías están desgastadas. Mañana voy a comprar otras para que puedas escucharla.

—No, yo no —dijo con una sonrisa—. Si lo rompo, no podré pagar el arreglo.

—No es tan frágil —replicó—. Y es la cosa más sencilla del mundo. Además, nunca te pediría que lo pagaras.

Comenzaron a cortar su mijo, que crujía ruidosamente. Ella va por delante de él, pero por cada dos hileras que cortaba, él segaba tres. Ella extendía los puñados y él los recogía.

—Tu padre no es tan viejo como para no venir a ayudarte —se quejó.

Jinju detuvo la guadaña en el aire.

—Hoy tiene invitados.

El tono apesadumbrado y afligido de su voz no pasó por alto a Gao Ma, que decidió zanjar el tema y volver al trabajo. Su ánimo también se sintió dolido por el mijo que rozaba su rostro y sus hombros.

—Corto tres hileras por cada dos que cortas tú y no me dejas avanzar —dijo bruscamente.

—Hermano Mayor Gao Ma —se quejó ella, a punto de echarse a llorar—, estoy agotada.

—Debería haberlo imaginado —replicó—. Este trabajo no es para una mujer.

—Los seres humanos podemos soportar toda clase de cosas.

—Si tuviera una esposa estaría en casa, atendiendo la cocina o cosiendo la ropa o dando de comer a las gallinas. Nunca la obligaría a trabajar en el campo.

Jinju le miró y murmuró:

—Sería una mujer con suerte, fuera quien fuera.

—Jinju, dime qué es lo que los aldeanos hablan de mí.

—Nunca les he oído comentar nada.

—No te preocupes… Sea lo que sea, podré soportarlo.

—Bueno, algunos dicen… No te enfades… Dicen que metiste la pata cuando estuviste en el ejército.

—Y es verdad, así fue.

—Dicen que tú y la esposa del comandante de un regimiento… Que os pillaron juntos…

Gao Ma se echó a reír.

—No era su esposa, sino su concubina. Y yo no la amaba. La odiaba… Les odiaba a todos.

—Cuántas cosas has visto y hecho… —dijo ella lanzando un suspiro.

—Todo eso vale menos que el pedo de un perro —gruñó. Arrojando al suelo la guadaña, recogió un montón de mijo y se incorporó. Dándole una patada con enfado, volvió a maldecir—: ¡Vale menos que el pedo de un perro!

Entonces apareció cojeando el hermano tullido de Jinju, recordó Gao Ma. Aunque todavía no había cumplido los cuarenta, tenía el pelo blanco y su rostro estaba enormemente arrugado. Su pierna izquierda, más corta que la derecha, era muy fina y le producía una pronunciada cojera.

—¡Jinju! —gritó—. ¿Es que piensas quedarte aquí hasta el almuerzo?

Colocando una mano sobre sus ojos, Gao Ma murmuró:

—¿Por qué tu hermano te trata como si fueras su peor enemigo? —Ella se mordió el labio mientras dos enormes lágrimas resbalaron por sus mejillas.

* * *

Jinju, no he conocido un momento de paz desde que lloraste ese día. Te amo, quiero que seas mi esposa… Ya ha pasado un año, Jinju, pero me evitas cada vez que intento hablar contigo… Quiero rescatarte de una vida infernal. Zhang Kou, sólo te pido que recites otra docena de versos, el tiempo suficiente para que pueda coger su mano… Aunque ella grite delante de todos, aunque su madre salte sobre mí y me maldiga o me abofetee. No, no va a gritar, sé que no lo hará. Es infeliz con el matrimonio que han concertado para ella. El mismo día en que su hermano mayor la llamó, el día que la ayudé a recoger la cosecha, sus padres firmaron un acuerdo con el abuelo de Liu Shengli y los padres de Cao Wen, emparejando a tres chicos con tres chicas como si fueran langostas, una cadena con tres vínculos, una forma sórdida de crear nuevas familias. Ella no me odia; sé que le gusto. Cuando nos encontramos, baja la cabeza y se aleja, pero puedo ver cómo las lágrimas resbalan por sus mejillas. Me duele el corazón, me duele el hígado, me duelen los pulmones, me duele el estómago, me duelen las entrañas, me duele todo lo que hay dentro de mí…

—Comandante, deprisa, da la orden —espetó Zhang Kou—. Envía tus tropas por la montaña… Salva a nuestra Hermana Mayor Jiang… Han muerto tantas polillas en la llama amarilla de la linterna. Nuestra Hermana Mayor Jiang se encuentra cautiva, las masas temen por su seguridad. ¡Camaradas! Debemos mantener la cabeza fría: si nos arrebatan a nuestra Hermana Mayor, yo seré el primero en llorar su pérdida… La vieja dama dispara dos pistolas, su cabello blanco revolotea con el viento, las lágrimas resbalan por su rostro.

Di algo, Zhang Kou. Canta, Zhang Kou.

—Mi marido languidece en un campo de prisioneros… Su viuda y su hija huérfana siguen con la revolución…

Zhang Kou, sólo te pido un par de versos más, dos más, y podré coger su mano, podré sentir el calor de su cuerpo, podré oler el sudor de sus axilas.

—Hacer la revolución no significa actuar de forma temeraria. Debe hacerse de forma lenta y segura y tenemos que ir paso a paso.

Se desató una explosión dentro de su cabeza y un halo de luz se arremolinó hasta que se vio circundado por una nube de muchos colores. Alargó el brazo; su mano parecía tener ojos, o quizá la mano de Jinju le había estado esperando todo este tiempo. Gao Ma la agarró con fuerza.

Sus ojos se abrieron, pero no pudo ver nada. No hacía frío y, sin embargo, estaba tiritando; su corazón palideció.