II

Mientras el condenado era conducido fuera de la celda, se dio la vuelta y dedicó una sonrisa a Gao Yang, que se le clavó en el corazón como si fuera un cuchillo.

—¡Sal, Número Nueve! —ordenó un carcelero a través de la puerta abierta.

Gao Yang se llevó un tremendo susto. Un torrente de cálida orina empapó sus pantalones

—¡Oficial, tengo una mujer e hijos en casa! ¡Hazme comer mierda y beber mi propia orina pero, por favor, no me dispares!

—¿Quién ha dicho que vaya a dispararte?— respondió sorprendido el carcelero.

—¿No me vas a disparar?

—¿Qué te hace pensar que en China nos sobran las balas como para desperdiciarlas con tipos como tú? Vamos. Te alegrará saber que tu esposa ha venido a visitarte.

El corazón de Gao Yang dio un vuelco y casi se cae en la puerta de la celda. Mientras le colocaban en las muñecas un par de esposas de metal, dijo:

—Oficial, no me encadenes. Prometo que no voy a salir corriendo. Si mi esposa las viera, se sentiría mucho peor.

—Las normas son las normas.

—Mira mi tobillo. No podría echar a correr aunque quisiera.

—Cierra el pico —bramó el carcelero—. Y da gracias a que dejemos que tu esposa venga a verte. Normalmente, no permitimos ese tipo de cosas antes de que se dicte la sentencia.

Le condujeron a una habitación aparentemente desocupada.

—Entra. Tienes veinte minutos.

Vacilante, abrió la puerta de la habitación. Allí, sentada sobre un taburete y acunando a un bebé, se encontraba su esposa; su hija Xinghua estaba sentada tan cerca de ella que sus piernas se tocaban. Su esposa se levantó repentinamente y Gao Yang observó cómo su rostro se contraía y su boca se apretaba como si fuera a echarse a llorar.

Con las manos agarradas al marco de la puerta, Gao Yang trató de hablar, pero algo caliente y pegajoso atascaba su garganta. Era la misma sensación que había experimentado unos días antes cuando observó a su hija en el bosque de acacias desde el árbol en el que se encontraba atado.

—¡Papá! —gritó Xinghua alargando las manos para percibir dónde se encontraba su padre—. ¿Eres tú, papá?