—Di al viejo Sun qué menú quieres para tu última comida, Número Uno —dijo el carcelero.
El prisionero se quedó por unos instantes sin habla.
—Todavía no me he dado por vencido —dijo finalmente.
—Tu apelación ha sido denegada. La sentencia se va a llevar a cabo.
La cabeza del prisionero condenado se desplomó hacia delante.
—Vamos —dijo el carcelero—, sé razonable y dinos qué es lo que te gustaría comer. Este es el último alto en el camino de tu viaje. Permite que te dispensemos un poco de humanitarismo revolucionario.
—Cuéntame —apremió el cocinero—. No queremos que nos dejes convertido en un fantasma hambriento. Hay un largo camino hasta los Manantiales Amarillos y necesitas tener el estómago lleno para recorrerlo.
El condenado dejó escapar un largo suspiro y levantó la cabeza. En sus ojos había una mirada perdida, pero sus mejillas resplandecían.
—Cerdo a la brasa —dijo.
—Muy bien, cerdo a la brasa —aceptó el cocinero Sun.
—Con patatas. Y quiero que la carne esté jugosa y grasienta.
—Muy bien, cerdo a la brasa y patatas. La carne grasienta. ¿Alguna cosa más?
Los ojos del hombre se estrecharon hasta no ser más que unas finas hendiduras mientras se esforzó por dilatar el menú.
—No tengas miedo —dijo el cocinero Sun—. Pide lo que quieras, porque lo tenemos en la cocina.
El prisionero apretó los labios mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—Me gustaría tomar tortitas, fritas a la plancha y rellenas de cebollas verdes y, vamos a ver… Un poco de pasta de alubias.
—¿Eso es todo?
—Es todo —dijo el condenado, y añadió dulcemente—. Siento tener que darte tanto trabajo.
—Es mi obligación —comentó el cocinero—. Volveré dentro de un rato.
Los dos hombres salieron de la celda.
El condenado se tumbó boca abajo sobre su catre y sollozó lastimosamente, hasta el punto de contagiar su llanto a Gao Yang, que se acercó despacio a él y le dio unas palmaditas en el hombro.
—No llores —susurró—. Eso no te ayudará.
El condenado se dio la vuelta y le agarró la mano. Pero cuando Gao Yang, asustado, trató de retirarla, le dijo:
—No tengas miedo, no voy a hacerte daño. Ojalá no hubiera esperado hasta el día de mi muerte para darme cuenta de lo que significa tener un amigo. Algún día serás libre, ¿verdad? ¿Podrías visitar a mi padre y asegurarte de que no llora por mí? Dile que como última comida me han dado cerdo a la brasa, patatas y tortitas hechas con harina blanqueada, rellenas de cebollas verdes y pasta de alubias. Soy de la aldea de la familia Song. El nombre de mi padre es Song Shuangang.
—Te doy mi palabra —prometió Gao Yang.
Unos minutos después, el cocinero regresó con el cerdo a la brasa y las patatas, algunas cebollas verdes peladas, un cuenco de pasta de alubias, una pila de tortitas y media botella de vino de arroz.
El guardia retiró las esposas al condenado y, a continuación, se sentó delante de él, con el revólver desenfundado, mientras el prisionero se arrodillaba frente a la comida y el vino. Su mano temblaba mientras vertía el licor en una taza. A continuación echó la cabeza hacia atrás y la dejó caer, lanzando un simple «¡padre!», antes de ahogarse en un mar de lágrimas.