IV

El condenado, de rostro cetrino perfectamente afeitado y unos ojos verdes que se encajaban en unas cuencas hundidas, aterrorizó a Gao Yang, que se encontró en su nueva celda sólo unos segundos antes de darse cuenta del terrible error que había cometido. Salvo por la presencia de un solo catre, la celda estaba amueblada únicamente con una esterilla de paja desvencijada. El condenado, esposado de pies y manos, se encontraba de cuclillas en una esquina y miraba amenazadoramente a Gao Yang, que asentía y hacía reverencias ligeramente.

—Hermano Mayor, me han enviado para hacerte compañía.

Los labios del condenado se abrieron en lo que se podría decir que era una sonrisa. Su rostro era del color del papel dorado, así como sus dientes.

—Ven aquí —dijo haciendo una inclinación con la cabeza.

Gao Yang se mostró receloso, pero las esposas le tranquilizaron: ¿cuánto daño podría hacerle un entramado de grilletes como ese? Se acercó con cautela al condenado, que sonreía y asentía con la cabeza, apremiándole a que se acercara cada vez más.

—Hermano Mayor, ¿quieres algo?

Apenas acababan de salir las palabras de la boca de Gao Yang cuando el condenado estiró el brazo y golpeó la cabeza de Gao Yang con la cadena de las esposas. Lanzando un grito de dolor, Gao Yang se desplomó y rodó por el suelo de la celda, seguido por el condenado, que saltó en su persecución, con el asesinato reflejado en sus ojos, rozando el suelo con sus esposas. Gao Yang se deslizó bajo sus brazos extendidos y se precipitó hacia la cama, impulsándose a continuación hacia la puerta cuando vio que aquel hombre le perseguía de nuevo. Y así siguieron doce veces aproximadamente, hasta que el condenado se desplomó sobre la cama y dijo apretando los dientes:

—No te acerques a mí o te arranco la cabeza de un mordisco. Como sé que voy a morir, me apetece llevarme a alguien por delante.

Gao Yang, agotado por el esfuerzo, se obligó a permanecer alejado aquella noche. La luz que había sobre su cabeza, que permanecía encendida las veinticuatro horas del día, le permitía experimentar cierta sensación de bienestar mientras se hacía un ovillo en el suelo junto a la puerta y dejaba la mayor distancia posible entre él y su compañero de celda.

Los ojos verdosos del condenado permanecieron abiertos durante toda la noche y cada vez que Gao Yang empezaba a dar cabezadas, se levantaba. Poco a poco, la amenaza del peligro agudizó los sentidos de Gao Yang: a la primera señal de traqueteo se ponía de pie como un resorte y se preparaba para tener otra confrontación.

Al amanecer, el condenado por fin apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Parecía como si ya hubiera muerto. Gao Yang recordó haber oído decir cuando era un niño lo tenebroso que es pasar la noche junto a un cadáver. Contaban que, en lo más profundo de la noche, cuando todo el mundo está dormido, los muertos se levantan para perseguir a los vivos, acechándolos hasta que canta el gallo, momento en el que por fin vuelven a descansar. Aquella noche había sido muy parecida a eso, salvo que pasar la noche con un cadáver podría proporcionarte una bonita suma de dinero, mientras que lo único que iba a conseguir por vigilar a su compañero de celda era un bollo extra a la hora de la comida. A este ritmo, pensó, dentro de un mes ya habré muerto.

Sintió un profundo arrepentimiento.

Anciano que estás en los cielos, sácame de aquí. Si lo haces, nunca más me voy a quejar, nunca más te voy a pelear, nunca más voy a pedir ayuda, aunque alguien vierta una montaña de mierda sobre mi cabeza.