El veintiocho de mayo, las nubes oscuras cubrían el cielo mientras Gao Yang guiaba a su burro, que estaba más escuálido que nunca después de cargar hasta la extenuación un día tras otro ochenta fardos de ajo marchito hasta la ciudad para volver a probar suerte. Habían transcurrido nueve días desde que Cuarto Tío había encontrado su trágico final, pero daba la sensación de que hubiera pasado una eternidad. Durante ese periodo, Gao Yang había hecho cuatro viajes a la ciudad, vendiendo cincuenta fardos de ajo por un total de ciento veinte yuan, menos dieciocho yuan por las distintas tarifas y tasas, lo que le reportó unos beneficios totales de ciento dos yuan. Los ochenta fardos que ahora transportaba debería haberlos vendido hacía dos días en el puesto de compra que había montado en el norte de las vías férreas la Cooperativa de Comercio y Abastecimiento de los Condados del Sur, que compraba el ajo a cincuenta fen el kilo. Pero justo cuando Gao Yang llegó a las básculas con su carga, apareció un grupo de hombres vestidos con uniforme gris y sombreros de ala ancha, conducido por Wang Tai.
Gao Yang hizo con la cabeza una señal de respeto hacia Wang Tai, que le ignoró por completo, subió al puesto y comenzó a mantener una discusión con los representantes de las cooperativas, que acabó con el derribo de sus básculas.
—Nadie va a marcharse con un solo tallo de ajo de Paraíso hasta que mi almacén esté lleno —insistió Wang Tai.
Los abatidos representantes de la Cooperativa de Comercio y Abastecimiento de los Condados del Sur se subieron a sus camiones y salieron a toda velocidad.
Ante esa situación, Gao Yang se vio obligado a recoger su ajo. Pero antes de marcharse, trató una vez más de atraer la atención de Wang Tai mientras este se alejaba con sus hombres.
Dos días después, el veintiocho de mayo, el cielo estaba cubierto de nubes negras. Parecía que iba a llover. Gao Yang acababa de cruzar las vías cuando alguien corrió la voz:
—Los almacenes de la Cooperativa de Comercio y Abastecimiento están llenos, así que ahora podemos vender nuestro ajo donde queramos.
—¿Pero dónde? Los locales ya nos han exprimido a todos los campesinos de los distritos circundantes. No les importa la suerte que corramos.
A medida que la conversación iba subiendo de tono, la sensación de impotencia comenzó a invadir a los campesinos, pero ninguno de ellos dio media vuelta y se marchó a casa. Era como si su única esperanza radicara en aquel lugar.
La hilera de carretas empujó hacia delante, así que Gao Yang se alineó detrás de ellas, mientras se daba cuenta poco a poco de que, en lugar de dirigirse hacia la zona de almacenamiento frigorífico, estaban avanzando por el famoso bulevar Primero de Mayo y se dirigían hacia la plaza del Primero de Mayo, directamente al recinto gubernamental del Condado.
Cuando aumentó el número de cultivadores de ajo, el aire que envolvía la plaza se hizo cada vez más hediondo. Las nubes negras se cernían sobre los alicaídos campesinos, que comenzaron a protestar y a maldecir. Zhang Kou, el rapsoda ciego, se subió a un desvencijado carro de bueyes, rasgando su erhu, cantando a pleno pulmón con su áspera voz y soltando espuma por las comisuras de los labios. Su canción llegó al corazón de todos los presentes que le escuchaban; Gao Yang no podía hablar por los demás, pero primero se sintió triste y luego enfadado, con una extraña mezcla de temor oculto en su interior. Tenía la premonición de que ese día iba a haber problemas ya que, en un callejón próximo, algunas personas —no podía decir quiénes— estaban haciendo fotos a la plaza. Quería dar la vuelta a su carro y poner cierta distancia entre él y su peligrosa ubicación, pero estaba atrapado.
El complejo gubernamental del Condado se encontraba en el lado norte del bulevar, pasando la plaza pública. Los pinos y los álamos se elevaban con todo su verde esplendor por detrás del muro; las flores frescas crecían por todas partes y una columna de agua ascendía del centro del recinto, desplegándose en abanico y regando la fuente que había abajo. Las oficinas del gobierno tenían su sede en un elegante edificio de tres plantas de aleros arqueados con incrustaciones de cristal y azulejos de cerámica amarilla en las paredes. Una bandera de color rojo intenso ondeaba en lo alto de un mástil. El lugar era tan grande como un palacio imperial. El tráfico en el bulevar Primero de Mayo se encontraba bloqueado por las carretas y los carros con sus cargas de ajo. Los conductores impacientes hacían sonar sus bocinas, pero sus sonoras quejas fueron completamente ignoradas. Advirtiendo las despreocupadas miradas en los rostros de los demás, Gao Yang se relajó. ¿Por qué alarmarse?, pensó. Lo peor que puede suceder es que pierda mi carga de ajo.
Zhang Kou, el rapsoda ciego, cantó:
—… Entregad el bebé a su madre para que alivie su pena. / Si no puedes vender tu ajo, acude al administrador del Condado…
La pesada puerta de hierro forjado estaba completamente cerrada. Los trabajadores de la oficina, perfectamente vestidos, miraban a hurtadillas por las ventanas para ver lo que estaba sucediendo en la plaza, donde cientos de personas se agolpaban ante la puerta. Se escuchó un grito:
—¡Sal, administrador del Condado! ¡Sal aquí, Zhong Weimin! ¡Si tu nombre realmente significa «Servidor del Pueblo», entonces hazlo!
Una multitud de puños y palos aporreó la puerta, pero el complejo permaneció como si estuviera muerto: no se veía a nadie, hasta que un anciano conserje salió a apuntalar la puerta con un enorme candado. Mientras se encontraba ocupado en sus propios asuntos, le llovían las flemas y los escupitajos, que aterrizaban en su ropa y en la cara. Sin atreverse a decir una palabra, se dio la vuelta y se precipitó hacia el interior.
—¡Eh, viejo perro, viejo perro guardián, vuelve aquí y abre la puerta! —bramó la multitud.
Mientras tanto, las bocinas de los coches atascados guardaban silencio y los conductores bajaron las ventanillas para ver lo que estaba pasando.
—¡Queremos que el administrador del Condado o el secretario del partido salgan a darnos una explicación!
—¡Sal aquí, Zhong Weimin!
Gao Yang vio a un joven con cara de caballo subido a un carro, como si fuera una grulla en mitad de una bandada de gallinas.
—Compañeros conciudadanos —gritó—, no os limitéis a gritar lo primero que a cada uno le venga a la cabeza. El administrador del Condado así no os va a oír. ¡Se-seguidme!
Tenía un ligero tartamudeo.
La multitud bramó en señal de aprobación.
—¡Su nombre significa «Servidor del Pueblo», pero debería cambiarlo por «Servidor de mí mismo»! —gritó el joven con cara de caballo agitando el puño.
La multitud repitió su grito, incluyendo Gao Yang, que estaba tan atrapado por el calor del momento que también agitó el puño.
—¡Administrador del Condado, Maestro «Servidor del Pueblo» Zhong, sal y enfréntate a tu pueblo! —gritó el joven con cara de caballo con una mirada extraña en su rostro y sin apenas mover los labios.
La multitud repitió su grito, un bramido ensordecedor al que Gao Yang contribuyó.
—¡Los oficiales que no se ocupan de los problemas de su pueblo deberían quedarse en casa y plantar boniatos!
Todos conocían esa consigna, así que la gritaron una y otra vez.
Finalmente dos hombres vestidos con trajes occidentales salieron del edificio y se acercaron a la cancela.
—¡Cultivadores de ajo, calmaos! ¡He dicho que os calméis!
La multitud se acalló para observar a los recién llegados, que se apostaban al otro lado de la cancela. El del rostro adusto señaló al hombre de mediana edad que se encontraba a su lado, que llevaba gafas de sol con cristales oscuros, y dijo:
—Cultivadores de ajo, este es el director adjunto Pang, de la oficina administrativa del gobierno del Condado. Os va a dar unas instrucciones.
—Cultivadores de ajo, estoy aquí en nombre del administrador del Condado, que quiere que os vayáis todos a casa y detengáis esta ilegal y potencialmente peligrosa manifestación. ¡No dejéis que los agitadores os lleven por el mal camino!
—¿Y qué pasa con el ajo? —gritó alguien.
—El administrador del Condado dice que, como el almacén frigorífico de la cooperativa está al máximo de su capacidad, tenéis que llevaros el ajo a casa. Lo que hagáis con él es asunto vuestro. Si lo podéis vender, perfecto. Si no, coméoslo.
—¡Qué te jodan! Vosotros sois los que nos decís que plantemos ajo y ahora os negáis a quitárnoslo de las manos. ¿Qué clase de broma pesada es esta?
—¡Para impedir que vendiéramos nuestras cosechas has confiscado o destrozado las básculas!
—¡Ahora ya no podemos desprendernos de la carga!
—¡Ven aquí, Zhong Weimin! ¡Los oficiales que no se ocupan de los problemas de su pueblo deberían joderse y estar plantando boniatos!
—¡Retroceded, cultivadores de ajo! —gritó enfadado el director adjunto Pang, con el rostro empapado en sudor—. El administrador del Condado no puede salir ahora. Tiene asuntos importantes que atender. ¿No comprendéis que tiene a su cargo todo el Condado? Sus manos están ocupadas atendiendo asuntos verdaderamente importantes. No esperaréis que también venda el ajo por vosotros, ¿verdad?
Gao Yang sintió que su corazón le daba un vuelco mientras escuchaba la arenga del director adjunto. Muy bien, está a cargo de todo el país, y no podemos esperar que venda el ajo por nosotros, ¿verdad? Por supuesto que no, aunque tenemos que dejar que se pudra. Quería marcharse tranquilamente a casa, pero estaba atrapado por los carromatos y los agricultores. Estaba a punto de echarse a llorar.
—¡Dile que salga y que hable con nosotros!
—¡Exacto! ¡Qué salga el administrador del Condado! ¡Trae al administrador del Condado!
—Cultivadores de ajo —gritó el director adjunto Pang—, ¡os lo advierto: daos la vuelta y volved a casa ahora mismo o llamaré a la policía y dejaré que os enseñe modales!
—Compañeros conciudadanos —el joven con cara de caballo levantó la voz—, no caigáis en sus tácticas de intimidación. No estamos infringiendo ninguna ley. ¿Quién dice que sea ilegal que el pueblo solicite ver al administrador del Condado? Es un sirviente elegido por el pueblo y tenemos derecho a verle.
—¿Quién cojones le ha elegido? ¡Ni siquiera sé si tiene la cara blanca o negra! ¿Cómo ha sido elegido?
—¡Zhong Weimin, sal aquí! ¡Zhong Weimin, sal aquí!
—¡Habéis ido demasiado lejos! —amenazó el director adjunto Pang.
—¡Abajo con los oficiales corruptos! ¡Abajo con los burócratas! —Gao Yang vio cómo Gao Ma se subía a un carro de bueyes y sacudía el puño.
Gao Ma cogió un puñado de ajo y lo lanzó hacia el recinto.
—No queremos esta mierda. ¡Ponedla en la mesa del comedor de los viejos maestros!
—Exacto, no la queremos. ¡De todos modos, ya no sirve para nada! ¡Deshaceos de ella! ¡Lanzadla al complejo del Condado para alimentar a los viejos maestros!
El frenesí invadió a la multitud, mientras miles de manojos de ajo echaron alas y volaron por encima del muro, aterrizando en masa dentro del recinto gubernamental.
El director adjunto Pang se dio la vuelta para entrar corriendo en el edificio.
—¡Detenedle! —gritó alguien—. ¡Va a llamar a la policía!
La pesada cancela se agitó violentamente mientras las personas que estaban en primera fila se estrellaron contra ella. Palos, puños, pies, hombros, ladrillos y azulejos se convirtieron en armas mientras la puerta comenzó a ceder al asalto.
—¡Derribad el edificio! ¡Si el administrador del Condado no viene a hablar con nosotros, iremos a buscarle!
Emitiendo un último suspiro, el cierre cedió y la puerta se abrió violentamente ante una marea emergente de personas. El pobre Gao Yang fue empujado por la multitud, incapaz de ofrecer resistencia. No había arrojado un solo manojo de su precioso ajo y le preocupaba que su burro pudiera haber sido pisoteado. Pero ni siquiera le fue posible mirar hacia atrás.
La multitud le llevó en volandas, con los pies apoyados a duras penas en las baldosas octogonales de cemento que cubrían el suelo. Mientras pasaba junto a la fuente sintió que su rostro se humedecía con un rocío helador. La multitud penetró en el edificio de oficinas, donde un fuerte bullicio retumbaba a través del suelo enlosado, compuesto por el crujiente sonido de los cristales rotos, el ruido sordo de los armarios astillados y los gritos de las mujeres aterrorizadas. Una sensación de éxtasis se mezcló con la ansiedad que sentía Gao Yang mientras veía la destrucción de unos lujosos enseres que le producían sensaciones de envidia y de odio. A modo de tentativa inicial, cogió un cactus en flor que se encontraba plantado en un pequeño jarrón rojo y rosa y lo lanzó contra una ventana cuyo cristal estaba pulido hasta relucir. Se partió sin el menor ruido, permitiendo que el jarrón y su contenido lo atravesaran lentamente. Corrió hacia la ventana justo a tiempo para ver cómo el jarrón rojo y rosa, el cactus verde y los pedazos de cristal roto danzaban y rebotaban por el suelo de hormigón. El jarrón se rompió y los pétalos separados se esparcieron por todas las direcciones. Era un espectáculo gratificante. A continuación, volvió sobre sus pasos, cogió una pecera ovalada y admiró por unos instantes el regordete pez naranja y negro que había dentro de ella. El agua agitada y los repugnantes excrementos que emanaban del fondo alarmaron a los habitantes de la pecera, que comenzaron a chapotear frenéticamente, soltando un hedor a pescado que le resultó enormemente desagradable. La arrojó contra otra ventana, que también se desintegró lentamente mientras corrió para ver cómo la pecera se precipitaba al suelo, seguida por algunas gotas relucientes de agua y por las salpicaduras de algunos pedazos de cristal. El pez naranja y negro nadó en mitad del aire. Cuando se golpeó con el suelo de hormigón, la pecera se hizo pedazos sin emitir un solo ruido.
Trastornado por la imagen del pez de colores aleteando sobre el suelo de hormigón, levantó la mirada y vio que la plaza estaba abarrotada de personas y de animales, todos ellos en movimiento. Su burro y su carromato estaban lejos del alcance de su vista, advirtió con preocupación. Multitud de personas penetraron en el recinto, mientras una falange de la policía armada vestida con uniformes blancos emergió de un callejón que se extendía al este de la plaza y se abalanzó sobre ellos como los tigres sobre un rebaño de ovejas, agitando sus porras para abrirse camino hacia el recinto. Gao Yang se apartó de la ventana, concentrándose en salir de allí con la mayor rapidez que sus piernas le permitían. Pero estaba bloqueado por docenas de personas que se apiñaban en el interior de la oficina. No podía creer lo que veían sus ojos cuando encontró a Cuarta Tía Fang, que se había colado caminando con sus pequeños pies. Un joven vestido con un chaleco blanco y con el logotipo de un ancla gritó:
—¡Esta es la oficina del administrador del Condado! ¡Vamos a por él!
¡Oh, Dios mío!, pensó Gao Yang, mientras el grito del joven le golpeó como un rayo. ¡La oficina del administrador del Condado! Era su jarrón, su pecera, sus ventanas. Habría salido volando si hubiera podido, pero había demasiados palos y porras agitándose en el aire entre él y la puerta. Jarrones con plantas exóticas se despegaron del suelo y comenzaron a salir volando por las ventanas como si fueran obuses. Una riada de gritos y maldiciones se escuchaba abajo, lo que significaba que uno de ellos debía haber alcanzado a alguien.
Los rollos de papel fueron arrancados de las paredes y un compañero joven incluso destrozó un armario con una pesa, haciendo que documentos, archivos y libros se amontonaran sobre una pila. A continuación, utilizó la misma pesa para destrozar dos teléfonos que había sobre la mesa.
Mientras tanto, Cuarta Tía agarraba todo lo que veía, incluyendo algunas cortinas de satén verdes, que derribó de un tirón y comenzó a rasgar, como si estuviera arrancando el pelo a alguna rival.
—¡Devolvedme a mi marido! —gritó entre lágrimas—. ¡Quiero que me devuelvan a mi marido!
Mientras los campesinos desvalijaban los cajones del escritorio, el joven comenzó a utilizar la pesa para destrozar el cristal que lo cubría, así como el cenicero de metal. El administrador del Condado había huido con tanta rapidez que su cigarrillo todavía humeaba en el cenicero. Cuando avistó una lata de cigarrillos de ginseng y una caja de cerillas sobre el escritorio, el joven colocó uno de los cigarros entre sus labios y anunció.
—Voy a probar el trono del viejo magistrado.
Se sentó en la silla de junco del administrador del Condado, echó la espalda hacia atrás, encendió el cigarro y cruzó los pies sobre la mesa; daba la sensación de estar muy satisfecho de sí mismo, mientras los demás campesinos pelearon por conseguir los restantes cigarrillos. Cuarta Tía, que había hecho una pila con las cortinas rasgadas, los rollos de papel y los archivos, encendió una cerilla que encontró en la caja que había sobre la mesa y la acercó a las cortinas de satén, que comenzaron a arder al instante. Entre bocanadas de humo, el papel comenzó a prenderse, enviando lenguas de llamas que serpenteaban por los armarios destrozados que había junto a la pared. A continuación, se postró de rodillas, golpeó la cabeza contra el suelo haciendo una reverencia y murmuró:
—¡Esposo mío, he vengado tu muerte!
El fuego se propagó rápidamente, obligando a los campesinos a dirigirse al vestíbulo. Mientras salía por la puerta, Gao Yang agarró a Cuarta Tía y le gritó:
—¡Corre, si quieres salvar la vida!
El denso humo que ascendía por el vestíbulo indicaba que más de una oficina había sido incendiada. Todo temblaba, tanto el techo que se cernía sobre sus cabezas como las escaleras que se extendían a sus pies. La gente corría y clamaba por sus vidas. Mientras Gao Yang sacaba a Cuarta Tía hasta la entrada, pensó en el pez naranja y negro, pero sólo durante un breve instante, ya que con un millar de cabezas y el doble de piernas luchando por abrirse paso en un espacio muy reducido, cualquiera que tropezara tenía por seguro que iba a ser pisoteado, puesto que ya se podían oír algunos gritos. Sujetó la mano de Cuarta Tía con fuerza y salieron virtualmente a volandas del complejo, pasando por delante de los rostros difuminados de siete u ocho policías.