I

Un carcelero le condujo por el pasillo mientras otro avanzaba detrás de él y a su derecha, apretando la boca de un rifle contra sus costillas. Delante de cada celda había una puerta de metal gris con una pequeña abertura y la única diferencia que se apreciaba entre ellas eran los números arábigos que había encima de las puertas y los rostros que asomaban a través de las pequeñas aberturas. Estaban hinchados, grotescamente aumentados, eran los rostros de fantasmas vivientes. Se encogió de hombros. Cada paso suponía una tortura. Detrás de una de las ventanas una presidiaría reía ruidosamente.

—Carcelero, ahí van veinte centavos, cómprame unas compresas, ¿quieres?

El carcelero respondió enfadado con un insulto.

—¡Puta!

Cuando Gao Yang se giró para ver el aspecto que tenía la mujer, sintió un golpe del rifle.

—¡Sigue avanzando!

Cuando llegaron al final del pasillo, atravesaron una puerta de acero y ascendieron por una estrecha y desvencijada escalera. Los zapatos de cuero del carcelero resonaban sobre los peldaños de madera, mientras las pisadas de los pies descalzos de Gao Yang apenas eran audibles. La madera cálida y seca tenía un tacto mucho más agradable para los pies que el suelo húmedo y resbaladizo de hormigón del pasillo. Siguió ascendiendo, sin que sus ojos vieran el final de la escalera. No tardó en perder las fuerzas y, como la escalera se enroscaba y se empinaba cada vez más, comenzó a sentirse mareado. Si no fuera por el carcelero que tenía a su espalda, que no dejaba de golpearle silenciosamente con su rifle, habría caído en redondo como un perro moribundo extendido sobre tantos escalones como hubieran sido necesarios para soportar su cuerpo. Su tobillo dañado latía como si fuera un corazón; la piel que lo rodeaba estaba tan hinchada que resultaba imposible percibir el hueso del tobillo. Le quemaba y le dolía. Querido Anciano que estás en el Cielo, por favor, no permitas que se infecte, murmuró rezando en silencio. ¿Aquella mujer aristócrata estaría dispuesta a abrirlo y a limpiar el pus? Ese pensamiento le hizo recordar el aroma que desprendía su cuerpo.

* * *

Entró en una amplia habitación con el suelo de madera pintado de rojo. La blanca escayola asomaba a través de la pintura verde desprendida de las paredes. Los rayos de sol caían directamente desde el techo sobre cuatro porras eléctricas. Las mesas se alineaban a lo largo de la pared norte y un carcelero masculino y dos femeninas estaban sentados detrás de ellas. Una de las mujeres tenía el rostro como una flor de caqui recién cortada del jardín. Gao Yang reconoció las palabras que aparecían pintadas en la pared que se extendía a su espalda.

Un carcelero le ordenó que se sentara en el suelo, gesto que inmediatamente agradeció. A continuación, le pidieron que estirara las piernas por delante del cuerpo y apoyara sus manos esposadas sobre las rodillas, y así lo hizo.

—¿Te llamas Gao Yang?

—Sí.

—¿Edad?

—Cuarenta y uno.

—¿Ocupación? —Campesino—. ¿Antecedentes familiares? —Pues… verá… Mis padres eran terratenientes…— ¿Tu familia comparte la política del gobierno? —Sí. Clemencia para los que confiesan, severidad para los que se niegan a hacerlo. No estar limpio conlleva un grave castigo.

—Muy bien. Ahora cuéntanos las actividades delictivas que llevaste a cabo el veintiocho de mayo.