II

Se acercaron a las vías férreas bajo el rojo sol de la mañana. Aunque era muy temprano, docenas de tractores ya habían formado una fila por delante, todos ellos cargados de ajo. Su camino estaba bloqueado por una barrera de paso a nivel que se encontraba en el lado norte de las vías. Una larga hilera de carros tirados por bueyes, burros, caballos y humanos, además de los tractores y los camiones, serpenteaba a sus espaldas, mientras toda la cosecha de ajo procedente de cuatro municipios era arrastrada como un imán hacia la capital del Condado. El sol mostraba la mitad de su cara enrojecida, y dibujaba un contorno negro mientras ascendía por encima del horizonte y caía bajo la marquesina de una nube blanca cuya mitad inferior estaba teñida de rojo pálido. Ante ellos se extendían cuatro vías férreas brillantes que iban de este a oeste. Una locomotora verde que se dirigía hacia el este, lanzando humo blanco y rasgando el cielo con su estridente silbido, pasó a toda velocidad, seguida de una procesión de vagones de pasajeros y de los rostros inflados de los miembros de la clase alta asomándose por las ventanas.

Un hombre de mediana edad que sujetaba una bandera roja y verde de precaución estaba situado junto a la barrera bajada. Su rostro también era redondo y rollizo. ¿Es que toda la gente de la élite que trabajaba en los ferrocarriles tenía el rostro inflado? El suelo todavía vibraba después de que el tren hubiera pasado y su burro se estremeció por los terribles chillidos que emitía el silbato del tren. Gao Yang, que había tapado los ojos del animal, dejó caer sus manos y miró al guardia que llevaba la bandera de precaución mientras levantaba la barrera con la mano que le quedaba libre. Los vehículos empezaron a atravesar las vías antes de que la barrera estuviera completamente subida. La estrecha carretera sólo podía albergar una doble fila, y Gao Yang se quedó con los ojos abiertos mientras los carros tirados a mano y más manejables y las bicicletas pasaban delante de él y de Cuarto Tío. La tierra se levantó rápidamente al otro lado de las vías férreas, donde su camino se entorpeció todavía más por culpa de la superficie pedregosa de la carretera, que estaba en pleno proceso de reparación. Los carros, que se afanaban por ascender la cuesta, se agitaban y traqueteaban por el esfuerzo, y obligaban a los conductores a bajarse y a guiar cuidadosamente a los animales sujetándolos por las bridas para enderezar los carros entre la arcilla y la dorada arena.

Al igual que antes, Cuarto Tío encabezó la marcha. Gao Yang observaba cómo el humo ascendía por su cuerpo y advirtió que su rostro estaba tan negro como el extremo de una sartén mientras se afanaba por guiar a su vaca, sujetando la cuerda con la mano izquierda y una vara de sauce con la derecha. «¡Vaaamos, avanza!», vociferó mientras agitaba la vara por encima del trasero del animal sin llegar a tocarlo. En la comisura de los labios de la vaca se formaron algunas burbujas espumosas; su respiración era profunda y áspera; sus ijadas se agitaron y se contornearon, probablemente debido a las piedras que le cortaban las pezuñas.

La bola roja del sol y unas cuantas nubes desgarradas eran todo el escenario que el cielo podía ofrecer; una carretera desvencijada y docenas de carros cargados de ajo configuraban un espectáculo terrenal. Gao Yang nunca había formado parte de semejante comitiva y se sentía tan aturdido que no despegó los ojos de la nuca de Cuarto Tío ni un momento, y no dejó que su mirada se apartara de ella ni un milímetro. Su pequeño burro parecía bailar sobre unas pezuñas que se cortaban sin misericordia por las afiladas piedras; su pezuña izquierda iba dejando un rastro de sangre oscura sobre las blancas piedras. El pobre animal se veía obligado a ir de un lado a otro por los bandazos que daba el eje, pero Gao Yang estaba demasiado decidido a seguir avanzando como para sentir compasión por él. Nadie se atrevía a reducir el paso, por temor a que la criatura infrahumana que había tras ellos pudiera intentar aprovecharse de la situación.

Una explosión, como si fuera una granada de mano, se escuchó a su izquierda, y asustó a todos los humanos y bestias por igual. Gao Yang se estremeció. Giró la cabeza hacia el lugar de donde procedía el sonido y observó que un carro había reventado un neumático, cuya cámara roja había quedado extendida sobre el caucho negro. Dos mujeres jóvenes, aproximadamente de la misma edad, tiraban del carro. La cabeza de la que era un poco más mayor tenía la forma del tronco de un árbol y estaba invadida de marcas de acné. Su enjuta acompañante tenía un atractivo rostro ovalado con, lamentablemente, un ojo ciego. Gao Yang suspiró. El ciego Zhang Kou lo explicó mejor que nadie: hasta una belleza famosa como la de Diao Zhan tenía cicatrices de la viruela, algo que simplemente demuestra que la belleza perfecta no existe. Las dos mujeres se quedaron mirando el neumático reventado y se retorcieron las manos, mientras los que estaban detrás de ellas gritaban y maldecían para que se pusieran de nuevo en marcha. Tropezando y con mucho esfuerzo, empujaron el carro hacia el cenagoso arcén de la carretera, mientras los demás se acercaban rápidamente.

Eso hizo que comenzara una epidemia de reventones: un tractor de cincuenta caballos de potencia perdió algunos de ellos en una ensordecedora explosión que hizo que las ruedas metálicas se hundieran profundamente en la carretera y que el tractor casi volcara. Un grupo de oficiales permanecía impotente frente a un amasijo de caucho inservible, mientras que el conductor —un joven cuyo sudoroso rostro estaba ennegrecido por el barro— sujetaba una enorme llave mecánica y lanzaba insultos contra la madre de todo aquel que trabajara en el Departamento de Transportes.

Ascendieron por una pendiente y después bajaron por el otro lado. Tanto en el ascenso como en el descenso se vieron entorpecidos por la misma superficie empedrada: dientes mellados y colmillos de lobos que se les clavaban en los talones. Los frecuentes reventones provocaban una sucesión de atascos y Gao Yang rezaba en silencio: «Anciano que estás en el Cielo, por favor cuida de mis neumáticos y no permitas que estallen».

Al fondo de la última colina tomaron la autopista que iba de este a oeste, donde una banda de hombres ataviados con un uniforme gris y gorras de visera ancha permanecía esperando a que se abriera el semáforo. A los carros cargados de ajo que llenaban la carretera se les unió una corriente de rezagados que emergió del sur. Cuarto Tío le informó de que tanto ellos como todos los demás se dirigían hacia los nuevos almacenes frigoríficos del Condado que se encontraban en el este.

Después de haber viajado varios cientos de metros por la autopista, el paso se vio bloqueado por los carros que avanzaban delante de ellos. Ahí fue cuando los hombres ataviados con el uniforme gris y pequeñas mochilas de plástico en mano se pusieron en acción. Sus insignias les identificaban como empleados de la estación de control de tráfico.

Gao Yang sabía por propia experiencia que los controladores de tráfico se ocupaban de los vehículos a motor; así que cuando uno de ellos, un imponente joven vestido de gris, le bloqueó el paso, mochila negra en mano, no se percató de que se dirigía a él e, incluso, le dedicó una sonrisa amistosa, aunque bastante estúpida.

El joven de expresión pétrea anotó algo en un pedazo de papel, se lo entregó a Gao Yang y dijo:

—Un yuan.

Cogido por sorpresa, y sin estar seguro de qué iba el asunto, Gao Yang sólo pudo quedarse mirando. El hombre de gris agitó el pedazo de papel delante de él.

—Dame un yuan —dijo fríamente.

—¿Para qué? —preguntó Gao Yang ansiosamente.

—Es el peaje que hay que pagar por usar la autopista.

—¿Con un carro tirado por un burro?

—Aunque fuera un carro tirado a mano.

—No tengo dinero, camarada. Mi esposa acaba de dar a luz y me he gastado hasta el último céntimo.

—Te digo que me pagues. Sin uno de estos —dijo agitando el pedazo de papel en el aire—, sin uno de estos, la cooperativa de mercado no te va a comprar el ajo.

—Sinceramente, no tengo dinero —insistió Gao Yang mientras daba la vuelta a los bolsillos—. Mire, ¡no hay nada!

—En ese caso, te voy a quitar una parte del ajo. Dos kilos.

—Dos kilos valen tres yuan, camarada.

—Si consideras que no es justo, entonces dame el dinero.

—¡Eso es chantaje!

—¿Me estás llamando chantajista? ¿Acaso piensas que me gusta hacer esto? Es una orden del Estado.

—Muy bien, si es una orden del Estado, entonces, adelante.

El hombre recogió un montón de ajo y lo metió en una cesta que había detrás de él, ayudado por dos muchachos, y colocó el pedazo de papel con el sello rojo oficial en la mano de Gao Yang.

El controlador de tráfico se dirigió a continuación a Cuarto Tío, que le entregó dos billetes de cincuenta fen. También le extendieron un pedazo de papel blanco con un sello rojo.

Cuando la cesta estuvo casi llena los muchachos la recogieron y se dirigieron tambaleando hacia la estación de control de tráfico, donde se encontraba aparcado un camión. Dos hombres de blanco, que tenían aspecto de ser peones, se apoyaban contra el parachoques con los brazos cruzados.

Al menos veinte hombres ataviados con uniforme gris se encargaban de la tarea de entregar los papeles que sacaban de sus mochilas negras. Se produjo una discusión entre uno de ellos y un joven vestido con un chaleco rojo que expresaba su opinión:

—¡Vosotros, atajo de bebés salidos de un coño, sois peor que cualquier hijo de puta que conozco!

El controlador de tráfico le abofeteó tranquilamente en la cara sin mover una pestaña.

—¿Quién te crees que eres, golpeándome de esa manera? —gritó el joven del chaleco rojo.

—Ha sido una palmada cariñosa —respondió el controlador de tráfico con la voz relajada—. Escuchemos qué más tienes que decir.

El joven se precipitó sobre el controlador, pero fue contenido por dos hombres de mediana edad.

—¡Basta ya, basta ya he dicho! Dale lo que quiere y mantén la boca cerrada.

Dos policías vestidos con un uniforme blanco, que estaban tomándose un descanso para fumar un cigarro debajo de un álamo, ignoraron la escena completamente.

¿Qué está sucediendo?, pensaba Gao Yang. Pues claro que son unos bebés salidos del coño. ¿Qué se creen que son, bebés salidos del culo? La cruda realidad puede que no suene demasiado agradable, pero no por ello deja de ser cierta. Se felicitó por no haber cometido una tontería como esa, aunque la idea de perder todo el jugoso ajo casi le rompe el corazón. Lanzó un profundo suspiro.

Por aquel entonces, la mañana ya tocaba a su fin y el carro de Gao Yang tirado por un burro no había avanzado ni un milímetro. La carretera estaba llena de vehículos que iban en ambas direcciones. Cuarto Tío le había enseñado que el almacén frigorífico —donde se compraba el ajo— se encontraba a algo más de un kilómetro hacia el este. Estaba deseando verlo por sí mismo, atraído por los gritos, las discusiones y otros indicios de actividad frenética, pero no se atrevía a moverse de donde estaba.

Cuando advirtió los primeros síntomas de hambre, Gao Yang sacó un fardo de paño de su carro y lo abrió para extraer una tortita y medio pedazo de verduras en escabeche; lo ofreció primero a Cuarto Tío a modo de cortesía, y luego dio el primer mordisco una vez que su oferta fue rechazada. Cuando había comido aproximadamente la mitad, Gao Yang cogió cinco tallos de ajo de su carga, pensando que debía considerarlos parte del peaje por la autopista. Su textura crujiente y su sabor dulce fueron el complemento perfecto para su comida.

Todavía se encontraba comiendo cuando otro hombre de uniforme y gorra de visera ancha apareció y le bloqueó el paso, dándole un susto de muerte. Gao Yang cogió rápidamente su pedazo de papel, lo agitó delante del hombre y dijo:

—Ya he pagado, camarada.

—Ese papel es el de la estación de control —dijo el hombre después de echar una ojeada por encima—. Necesito cobrar un impuesto de mercancía de dos yuan.

Esta vez, la primera sensación que invadió a Gao Yang fue la ira.

—Todavía no he vendido un solo tallo de ajo —dijo.

—Una vez que lo hayas hecho, no te vas a quedar por aquí para pagarlo —dijo el oficial de intercambio de mercancía.

—¡No tengo dinero! —respondió Gao Yang malhumoradamente.

—Escúchame —dijo el hombre—. La cooperativa no te va a comprar el ajo sin ver el justificante de pago del impuesto.

—Camarada —dijo Gao Yang, moderando su actitud—. Lo digo en serio. No tengo dinero.

—Entonces dame tres kilos de ajo.

Ese sorprendente giro de los acontecimientos hizo que Gao Yang estuviera a punto de echarse a llorar.

—Camarada, este poco de ajo es todo lo que tengo. Tres kilos aquí, dos kilos allá y dentro de poco ya no me quedará nada. Tengo esposa e hijos y este es todo el ajo que he podido cosechar, trabajando día y noche. Por favor, camarada.

—Es la política del gobierno —dijo el hombre compasivamente. Tienes que pagar un impuesto cuando se trata de comerciar con bienes de consumo.

—Si es la política del gobierno, entonces adelante, coge lo que quieras —masculló Gao Yang—. Impuestos imperiales por el grano, impuestos nacionales… Están acabando conmigo, y no puedo levantar la mano para defenderme…

El oficial de comercio de bienes de consumo cogió un puñado de ajo y lo depositó en la cesta que había detrás de él. Una vez más, dos muchachos que parecían marionetas movidas por una cuerda estaban a cargo de la cesta. Mientras Gao Yang miraba cómo su ajo se arrojaba dentro de la canasta, le empezó a doler la nariz y dos enormes lágrimas resbalaron por el rabillo de sus ojos.

A mediodía el sol abrasador agotó la energía de Gao Yang y de su burro, que levantó lánguidamente la cola y soltó una docena aproximada de excrementos. Eso hizo que se acercara el hombre del uniforme gris y la gorra con la visera ancha, que anotó algo en un pedazo de papel y se lo entregó a Gao Yang.

—Una multa de dos yuan por arrojar desperdicios —dijo.

Otro hombre, este vestido con uniforme blanco y una gorra de ala ancha, apareció, anotó algo en un pedazo de papel y se lo entregó a Gao Yang.

—Como inspector de sanidad, le impongo una multa de dos yuan.

Gao Yang se limitó a mirar a los inspectores de medio ambiente y de sanidad.

—No tengo dinero —les dijo dócilmente—. Cojan un poco de ajo.