II

El amanecer llegó y, aparentemente, había conseguido dormir un poco, pero ahora le dolía todo el cuerpo. El fuego parecía salir de su nariz y de su boca, y ambas casi se incendian espontáneamente por causa del aire recalentado. Se agitó con tanta violencia que los muelles de metal de su catre crujieron. ¿Por qué los seres humanos tiritan? Eso me gustaría saber: ¿por qué los seres humanos tiritan? Un grupo de niñas vestidas de rojo pasó por encima del tejado corriendo, saltando, chillando y gritando; eran tan ligeras que las ráfagas de viento las doblaban fácilmente una y otra vez. Una de ellas, que iba desnuda y sujetaba una caña de bambú, se apartó del grupo.

—¿Esa no es Xinghua? —preguntó en voz alta—. ¡Xinghua, baja de ahí ahora mismo! ¡Si te caes, te vas a matar!

—No puedo caerme, papá —dijo, empezando a llorar.

Sus enormes lágrimas cristalinas colgaban suspendidas en el aire sobre las puntas de su cabello en lugar de caer al suelo.

Una fuerte racha de viento se llevó a la niña y una anciana de cabellos grises avanzó tambaleándose a través del estercolero que se extendía junto a la carretera, con una manta raída sobre los hombros, sin un zapato. Estaba llena de lodo de la cabeza a los pies.

—¡Madre! —gritó—. ¡Pensé que habías muerto!

Mientras corría hacia ella, sintió cómo su cuerpo era cada vez más ligero, hasta que se hizo tan insustancial como el grupo de niñas. Abofeteado por las rachas de viento, su cuerpo recuperó varias veces su tamaño original y tuvo que agarrarse a las barandillas que le rodeaban para mantener el equilibrio, mientras se situaba con mucho esfuerzo delante de su madre. La anciana entornó sus cenagosos ojos y lo miró boquiabierta.

—¡Madre! —exclamó Gao Yang con excitación—. ¿Dónde has estado todos estos años? Pensé que habías muerto.

Ella sacudió la cabeza ligeramente.

—Madre, hace ocho años a todos los terratenientes, a los campesinos ricos, a los contrarrevolucionarios, a los malhechores y a los derechistas les quitaron sus títulos y la tierra fue repartida entre la gente que trabajaba los campos. Me casé con una mujer que tenía un brazo tullido y un corazón bondadoso. Ha engendrado para ti una nieta y un nieto, para que nuestro linaje no desaparezca. Tenemos una provisión de alimentos y si este año la cosecha de ajo no se pudre antes de que se pueda vender, habremos ahorrado todavía más dinero.

El rostro de su madre experimentó una metamorfosis y un par de gusanos salió reptando de las cenagosas cuencas de los ojos. Una vez superada la conmoción inicial, Gao Yang estiró la mano para retirar los gusanos, pero cuando tocó la piel de la anciana, un frío pegajoso le recorrió desde la punta de los dedos hasta lo más profundo de su corazón. Al mismo tiempo, un fluido amarillo brotó del cuerpo de su madre, y su carne y sus tendones se cayeron en pedazos arrastrados por el viento, hasta que delante de él sólo quedó un esqueleto desnudo. Un grito de terror salió de su garganta.

Se escucharon gritos en el exterior:

—Eh, amigo… amigo… ¡Despierta! ¿Estás poseído o qué?

Seis ojos verdes y brillantes se fijaron en él. Una mano huesuda, cubierta de una piel verdosa, se alargó, aterrorizándole completamente. La mano heladora retrocedió cuando pasó por su frente, como si escaldara.

La huesuda mano verde volvió a cubrirle la frente, y le provocó terror y satisfacción al mismo tiempo.

—Estás enfermo, amigo —dijo en voz alta el prisionero de mediana edad—. Estás ardiendo de fiebre.

Cubrió a Gao Yang con una manta casi con ternura: se trataba del mismo hombre que le había obligado a beberse su propia orina.

—Yo diría que es gripe, así que tendrás que sudarla.

Su mente estaba trastornada y tiritaba descontroladamente. ¿Por qué los seres humanos tiritan?, se preguntó. ¿Por qué tenemos que hacer eso? Sus compañeros de celda se acercaron y añadieron el peso de sus mantas a la suya. Su cuerpo todavía temblaba y hacía que las cuatro mantas se movieran graciosamente. Una de ellas le tapó hasta cubrir su rostro y bloquear la luz. El hedor hizo que respirara con dificultad. El sudor que emanaba por los poros de su piel hacía que los piojos retrocedieran y saltaran. Sintió la inminencia de su propia muerte, si no por la enfermedad que le había atrapado, sí por la terrible opresión de las mantas apiladas que le hacían sentir como una piel de vaca carcomida por las polillas. Haciendo un gran esfuerzo con las energías que le quedaban, consiguió levantar la manta de su rostro e inmediatamente se sintió como si su cabeza hubiera salido a la superficie desde el fondo de un pantano.

—¡Ayudadme, salvadme! —gritó.

Trató de agarrar un asidero invisible, que era lo único que le impedía caer en un estado de estupor, como si fuera un hombre que sujeta una rama de sauce colgante mientras se hunde en un cenagal. El espacio que se extendía ante sus ojos se iluminó un minuto para oscurecerse después. En la oscuridad, todos los demonios danzaban; sus padres muertos y el grupo de niñas de rojo saltaban y giraban, se reían mientras formaban un círculo a su alrededor, haciéndole cosquillas debajo de los brazos, pellizcándole las orejas o pinchándole en las nalgas. Su padre paseaba errante por una calle llena de cristales, con una vara de sauce en la mano, y tropezaba con frecuencia sin razón aparente, algunas veces de forma intencionada y otras como si un mastodonte invisible le hubiera empujado. Pero cada vez que caía, tanto a propósito como por accidente, se levantaba con el rostro lleno de pedazos de cristal, que brillaban y relucían.

Cuando Gao Yang estiró la mano para atrapar a los espíritus, la oscuridad se desvaneció y dejó únicamente sus risas reverberando cerca del techo. El sol naciente iluminó el cielo, pero no su celda, aunque podía distinguir las formas de los objetos que había en ella. El imponente prisionero de mediana edad golpeó enfadado la chirriante puerta con los dos puños, mientras que los otros compañeros de celda —el anciano y el joven— alzaron sus voces como si fueran lobos aullando a la luz de la luna.

Los pasos sordos del pasillo indicaron que los guardias se aproximaban. Un rostro apareció en la abertura.

—¿Esto es una rebelión o qué?

—No es ninguna rebelión. Número Nueve está tan enfermo que creo que se va a morir.

—¡Esta celda da más problemas que todas las demás juntas! Se lo diré al oficial de guardia cuando empiece su turno.

—Para entonces ya estará muerto.

El guardia apuntó con su linterna a Gao Yang, que cerró los ojos de golpe para evitar la luz cegadora.

—Pues su color me parece muy sonrosado.

—Porque tiene fiebre.

—¿Y todo este jaleo por una vulgar gripe? —dijo el guardia alejándose.

Gao Yang regresó a un reino de agonía donde se alternaban la luz y la oscuridad, donde su padre y su madre conducían a un grupo de pequeños demonios para atormentarle. Podía sentir su respiración y percibir su hedor. Pero, al igual que antes, cuando alargó la mano, ya habían desaparecido; se llevaron con ellos la oscuridad y dejaron tras de sí sólo los rostros inquietantes de sus compañeros de celda.

El desayuno se deslizó a través de la ranura que había en el fondo de la puerta y escuchó hablar entre susurros a sus compañeros de celda.

—Trata de comer algo, amigo —dijo el prisionero de mediana edad mientras le sujetaba por los hombros.

Ni siquiera tenía fuerzas para sacudir la cabeza.

Unas horas más tarde escuchó que se abría la puerta y sintió que la celda se llenaba con una bocanada de aire fresco, ayudándole a despejarse la cabeza. Luego retiraron una manta tras otra, como si fueran capas de piel.

—¿Qué sucede? —preguntó una voz amable y femenina.

Era una sencilla pregunta, tan ardiente y tan cálida. Débilmente, alcanzó a ver el rostro afable de su madre. Abrió los ojos para observar a través de los estratos de niebla y pudo discernir la forma de un amplio rostro blanco por encima de una larga bata del mismo color. La bata desprendía un olor antiséptico y su portadora, el aroma limpio y jabonoso de una mujer aristócrata.

Y, ciertamente, se trataba de una mujer aristócrata, fornida y de cintura ancha, que le sujetaba la muñeca con dedos helados que llevó hasta su frente, acarreando con más fuerza el agradable olor antiséptico hacia sus orificios nasales. Mientras lo respiraba ávidamente, la mala ventilación de su propio pecho comenzó a remitir. La esencia de la mujer le proporcionó una sensación más intensa de bienestar. Le sacudió una sensación etérea de tristeza, belleza y santidad, todo al mismo tiempo. Le dolía la nariz y estaba a punto de echarse a llorar.

—Sujeta esto.

Gao Yang observó cómo sacudía un tubo de cristal reluciente que luego deslizó debajo de su axila.

—Aprieta con fuerza.

Detrás de la mujer se encontraba un hombre de tez oscura, adusto, vestido con un uniforme que lucía una expresión de inseguridad e incomodidad y que se ocultaba como un niño esquivo que estuviera delante de extraños.

—Deberías vestirte —dijo la mujer.

Gao Yang trató de decir algo a modo de respuesta, pero fue incapaz.

—Así es como tu gente le trajo hasta aquí —respondió en su lugar el prisionero de mediana edad—. Descalzo y desnudo hasta la cintura.

—Guardia Sun. —La mujer se giró para dirigirse al hombre adusto que se encontraba detrás de ella—. ¿Puede hacer que su familia le traiga ropa?

El celador asintió y, a continuación, desapareció tras ella.

—¿Qué tal se está aquí? —Escuchó preguntar al celador.

—¡Genial! —tronó el prisionero joven—. ¡Fresco, cómodo, un toque de Paraíso! Así sería si no fuera por esos malditos piojos.

—¿Has dicho piojos?

—No, al menos ninguno que pueda hablar.

—Oficial, ¿qué tal si dispensa un poco de ese humanitarismo revolucionario acabando con los piojos que haya aquí?

—Esa es una petición razonable —dijo el celador—. Doctora Song, haga que la enfermería prepare algún pesticida.

—En total, somos tres en la enfermería. ¿De dónde se supone que vamos a encontrar tiempo para elaborar un pesticida para todas las celdas que hay aquí?

La doctora Song refunfuñó mientras retiraba el termómetro de la axila de Gao Yang. La escuchó aspirar cuando lo acercó a la luz.

La doctora sacó un instrumento de su bolsa de cuero, lo colocó alrededor de su cuello e introdujo los extremos en las orejas. A continuación, levantó un objeto de metal brillante y redondo que colgaba del extremo de un tubo de goma y se inclinó hasta que su blanco rostro se situó directamente sobre el suyo. El olor de su piel casi le transporta a otro mundo, mientras el objeto metálico se movía pesadamente de un punto a otro sobre su pecho aplicando una presión de lo más placentera.

Si mi vida acaba ahora mismo, en esta celda, moriré satisfecho, pensó vagamente. Una mujer aristócrata me ha tocado la frente y ha colocado su rostro junto al mío, tan cerca que podía oler su fragancia natural y ver la piel, blanca como el polvo, que hay debajo de su cuello cuando se inclina. No puede haber nada mejor que eso.

Ella le dio unos golpecitos.

—Date la vuelta —dijo amablemente y, a continuación, sujetó un tubo de cristal que tenía anillos oscuros alrededor de su superficie.

Estaba lleno de un fluido dorado y rematado con una larga aguja plateada. Gao Yang se dio la vuelta tal y como le dijo. Los dedos de la doctora, tan dulces y suaves, tan agradables y refrescantes, agarraron la banda elástica de su ropa interior y la bajaron, dejando sus nalgas al aire, llegando a tocar su ano, tensando todos sus músculos. Algo todavía más frío entró en contacto con su nalga izquierda y comenzó a golpearle suavemente.

—¡Relájate! —dijo con voz firme—. Relaja los músculos. ¿De qué tienes miedo? ¿Nunca te habían puesto una inyección?

La doctora le dio un cachete en el trasero.

—¿Cómo se supone que voy a clavar la aguja si estás tan tenso?

¿Qué más podía pedir a la vida? A una mujer aristócrata como ella ni siquiera le importa lo sucio que estoy. ¡Me ha dado una palmadita en mi mugriento culo con su mano desnuda! Podría morirme aquí y ahora sin la menor objeción.

Suavemente, la doctora frotó el punto con dos dedos.

—¿Qué le pasa a tu pie? —preguntó—. ¿Por qué está tan hinchado?

Los pensamientos de Gao Yang volvieron a su tobillo y a las patadas que le llovieron por parte de los policías, aunque estaba tan abrumado por la sensación de bienestar que en ese momento era incapaz de responder.

La doctora volvió a darle una palmada en el trasero, pero esta vez vino seguida de la picadura de una abeja. Gao Yang la escuchó respirar pesadamente mientras empujaba la aguja y sintió cómo su dedo meñique dejaba unas pequeñas muescas en su piel. Nunca antes había notado tanta ternura sobre su cuerpo. Se sentía como si el alma estuviera flotando y su cuerpo se agitó entre sollozos.

La doctora sacó la aguja. Mientras colocaba el instrumento dentro de su maletín médico, dijo:

—¿Por qué lloras? No te he podido hacer mucho daño.

Gao Yang no dijo nada y lo único que era capaz de pensar era que ella saldría de allí después de haberle puesto la inyección.

—Doctora —dijo el prisionero joven—, tengo estreñimiento. ¿Podría examinarme ahora?

—¿Y para qué quieres curarte? Lo mejor es que te quedes como estás —le dijo la doctora.

—Esa no es forma de hablar de un médico.

—¿Acaso te crees que voy a hablar con un pequeño sinvergüenza como tú?

—No tienes ningún derecho a llamarme pequeño sinvergüenza. Tu hija y yo fuimos juntos al colegio. Incluso pensamos en casarnos.

—¡Vigila tu lengua, Número Siete! —amenazó el celador.

El diálogo entre el joven prisionero y la doctora disgustó a Gao Yang. Tenía la esperanza de que la doctora volviera a dirigirse a él, pero no fue así, ya que cogió su maletín, lo arrojó por encima de su hombro y salió con el celador, que regresó media hora más tarde.

—Hemos preparado una comida especial para ti, Número Nueve —dijo desde el pasillo—. Procura comértela.

Un cuenco gris se deslizó por debajo de la puerta, inundando la celda de una fragancia deliciosa. Los ojos de sus compañeros de celda emitieron destellos de color verde. El prisionero de mediana edad llevó personalmente el cuenco de fideos a Gao Yang y cuando este se incorporó vio un par de huevos dorados colocados encima de los fideos y una capa de cebollas verdes y de aceite flotando en el caldo.

—¡Celador, oficial, yo también estoy enfermo! —gritó el prisionero joven—. ¡Me duele el estómago!

—Pequeño Li —gritó el celador a uno de los soldados que andaba por el corredor—. Asegúrate de que no le roban la comida.

Azorado, el prisionero de mediana edad depositó rápidamente el cuenco sobre el catre de Gao Yang y regresó con desgana al suyo.

La presencia de los fideos y los huevos despertó el apetito de Gao Yang. Cogió sus palillos con mano trémula y removió los resbaladizos fideos blancos —los más finos y blancos que había visto en su vida—, luego acercó el cuenco hacia sus labios y envió un bocado de caldo caliente a su estómago y a sus intestinos, que retumbaron de placer. Mientras las lágrimas inundaban sus ojos, miró hacia la puerta y murmuró al soldado.

—Gracias, oficial, por su enorme amabilidad.

Gao Yang, eres un hombre afortunado. Una mujer aristócrata a la que hasta hoy sólo podías mirar desde la distancia te ha tocado la cabeza, y los mejores fideos que has visto en tu vida ahora descansan en tu estómago. Gao Yang, la gente nunca está satisfecha con lo que tiene. Pues bien, ya es hora de que te contentes con lo que te ha deparado la vida…

Se comió hasta el último fideo que había en el cuenco y sorbió hasta la última gota del caldo. Con cierto rubor, se dio cuenta de que los ojos del prisionero anciano y del joven no se despegaban de su recipiente. Todavía se sentía hambriento.

—¿Aún estás enfermo? —preguntó el guardia a través de los barrotes—. Menos mal. Si no lo llegas a estar, te tomas una olla entera.

—Oficial, yo también estoy enfermo —sollozó su joven compañero de celda—. Me duele el estómago… ¡Ay, madre querida, este dolor me está matando!