Gao Yang se estiró en el catre de la prisión y se durmió antes de taparse con la manta. Después vinieron las pesadillas, una tras otra. Primero soñó con que un perro le roía lentamente su tobillo, mordiéndolo y lamiéndolo como si quisiera dejarle sin sangre y consumir el tuétano de sus huesos. Trató de apartar al perro de una patada, pero no podía mover la pierna; intentó estirarse y darle un puñetazo, pero no podía levantar el brazo. Después soñó que estaba encerrado en una habitación vacía de una nave de la cooperativa por haber enterrado a su madre en lugar de llevarla al crematorio. Dos miembros de las «cuatro categorías malignas» —terratenientes, contrarrevolucionarios, campesinos ricos y criminales— la llevaban a las diez de la noche hacia el interior de la casa. Su cabeza era brillante como una calabaza, sus dientes incisivos habían desaparecido y la boca estaba llena de sangre. Cuando encendió la lámpara y les preguntó qué había sucedido, le miraron con lástima antes de darse la vuelta y salir caminando silenciosamente por la puerta. La dejaron tumbada sobre el kang, mientras gemía y le rechinaban los dientes. Ella abrió los ojos y sus labios se estremecieron, como si quisiera hablar, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, su cabeza se desplomó hacia un lado y murió. Agitado por el dolor, se arrojó encima de ella.
Una mano enorme le tapó la boca. Sacudió la cabeza para liberarse, escupiendo saliva en todas las direcciones, hasta que por fin consiguió que aquella mano le soltara.
—¿Por qué gritas, muchacho? —Una pregunta, en voz baja, emergió desde detrás de dos puntos fosforescentes.
Ahora estaba despierto y sabía lo que había sucedido. Una luz procedente de la garita del centinela iluminó el pasillo, por donde un guardia avanzaba nerviosamente.
Gao Yang sollozó:
—Estaba soñando con mi madre.
Se escucharon risas desde detrás de los puntos.
—Será mejor que sueñes con tu esposa —repuso la voz.
Los puntos se marcharon y volvió la oscuridad a la celda. Pero los estridentes ronquidos del prisionero anciano, el goloso relamer de labios del joven y los demoníacos jadeos del prisionero de mediana edad le mantuvieron despierto.
Los mosquitos, después de haber chupado toda la sangre que podían, reposaban inmóviles en las paredes y, pasada la medianoche, los zumbidos se detuvieron. Se cubrió con una manta que, repentinamente, pareció moverse por sí sola: un ejército de insectos comenzó a reptar por su piel. Jadeando de miedo y de repugnancia, sacudió la manta; pero eso sólo hizo que volviera el aire frío, y la manta fue el menor de los males. El prisionero de mediana edad se rio en sueños.
* * *
La cabeza de su madre se desplomó hacia un lado y murió. No hubo últimas palabras. Era el mes de julio, uno de esos días sofocantes de verano. Pero aquella noche llovía y se formaron unos charcos que atraían a las ranas. El agua caía ruidosamente desde el tejado de paja mucho después de que hubiera dejado de llover. Pasado el amanecer, rebuscó por toda la casa hasta que encontró una manta raída con la que envolver a su madre. Luego la colocó sobre su hombro, cogió una pala y salió de la aldea. Había tomado la decisión de no enterrarla en el cementerio local, ya que allí era donde terminaban los campesinos de clase media y baja —no podía enterrarla entre gente como esa, por temor a que sus fantasmas pudieran hostigarla—, y no podía permitirse llevarla al crematorio del Condado.
Siguió caminando, con su difunta madre sobre los hombros, hasta que alcanzó una parcela de tierra entre los condados Paraíso y Caballo Pálido que no pertenecía a nadie que él supiera. Las malas hierbas y todo tipo de vegetación salvaje eran los únicos indicios de vida. Después de vadear la Corriente Siguiente, cuyas aguas rápidas y profundas casi les arrastran a él y a su madre, depositó la manta enrollada que contenía su cuerpo en el otro lado de la corriente. La cabeza de su madre asomaba a través de la manta. Las ligeras gotas de lluvia salpicaban en los ojos y en la boca abierta de la difunta, rozando su rostro tenso y brillante. Los pies le sobresalían por el otro lado. Uno de sus zapatos desgastados se le había caído por el camino. El pie descalzo, de un pálido fantasmal y con la forma del cuerno de un buey, estaba cubierto de barro. Cuando Gao Yang se arrodilló, un lamento se escapó de su garganta, pero no derramó ni una lágrima, aunque tenía la sensación de que un cuchillo estaba rebanándole la garganta.
Después de escudriñar la zona y de elegir un lugar en pendiente, cogió la pala y comenzó a preparar la tumba. Primero eliminó las malas hierbas, con los terrones de barro todavía adheridos a las raíces, y las colocó con cuidado junto a él. A continuación, comenzó a cavar. Cuando la zanja llegó a la altura del pecho, el agua empezó a filtrarse a través del suelo gris y arenoso. Después, colocó el cuerpo junto a la nueva tumba, lo depositó en el suelo y se arrodilló.
—Madre —dijo en voz alta, después de bajar la cabeza humildemente tres veces—, está lloviendo y el agua penetra en el agujero. No puedo pagar un ataúd, así que tendrás que conformarte con esta manta usada. Madre, tú… tendrás que contentarte con eso.
Con gran cuidado la depositó en el interior de la zanja y recogió un poco de hierba verde para cubrir su rostro. Una vez hecho eso, comenzó a tirar barro en la zanja, haciendo un alto de vez en cuando para afirmarlo con unos golpecitos a fin de que no dejara ningún rastro. Sin embargo, la idea de saltar por encima del cuerpo de su madre hacía que se le llenaran los ojos de lágrimas y que le retumbaran los oídos. Finalmente, volvió a colocar las malas hierbas y las plantas silvestres y las replantó donde estaban, justo cuando las nubes de lluvia se cernían sobre su cabeza y los relámpagos de rojo sangre atravesaban las nubes negras. Un viento frío barrió la arboleda y los campos plantados de sorgo y maíz, haciendo que las hojas bailaran en el aire como agitados banderines de seda. Gao Yang se situó junto a la tumba y miró a su alrededor por última vez: hacia el norte se extendía un río, un amplio canal hacia el este, una aparentemente interminable llanura hacia el oeste, y el neblinoso Pequeño Monte Zhou hacia el sur. El paisaje que le rodeaba hizo que se sintiera tranquilo. Volvió a arrodillarse, bajó la cabeza humildemente tres veces y dijo en voz baja:
—Madre, este es un buen lugar.
Cuando se puso de pie, su tristeza había desaparecido y ya sólo sentía alguna punzada en el pecho. Pala en mano vadeó el río, volviendo sobre sus pasos. El nivel del agua, que había aumentado precipitadamente, ahora le llegaba por encima de la barbilla.
* * *
El prisionero joven avanzó a tientas hacia la ventana, abrió la pequeña puerta que había en la pared y evacuó en el orinal de plástico, salpicando con su orina y contribuyendo a que aumentara el hedor en la celda. Afortunadamente, el cristal de la ventana hacía mucho que se había roto y ya no quedaban fragmentos. Había una pequeña abertura en la parte inferior de la puerta, por donde pasaban la comida, y el techo tenía una pequeña claraboya. Todo ello permitía que un poco de brisa nocturna penetrara desde el exterior e hiciera que el aire de la celda fuera respirable.
El cielo y la tierra se habían convertido en una neblina gris y el martilleo húmedo de la lluvia cayendo violentamente sobre ramas y troncos procedía de la arboleda. Una vez que estuvo a salvo en casa, se desnudó, escurrió la mayor parte del agua de sus raídas ropas y las colgó para que se secaran. La habitación estaba llena de goteras y había agua por todas partes, especialmente en la unión del alero y de las paredes de barro, donde unos regueros de un sucio escarlata se deslizaban hacia el suelo de barro. Trató de contener las gotas con una serie de cacerolas y sartenes, pero se resignó a sentarse en el borde del kang y a dejar que el agua fuera a donde quisiera.
* * *
Tumbado boca arriba, observó a través de los barrotes de la ventana una tenue porción del cielo.
* * *
Este es el momento más desafortunado de mi vida, reflexionó. El padre está muerto, la madre se le ha unido y mi tejado tiene goteras.
* * *
Levantó la mirada hacia la viga mugrienta y grasienta del tejado, hasta que su atención se dirigió hacia un ratón que estaba agazapado en el fogón después de verse obligado a abandonar su escondite por la lluvia. Pensó en colgarse de la viga del tejado, pero carecía del valor necesario.
Cuando dejó de llover y salió el sol, se puso la ropa mojada y, esperándose lo peor, salió al exterior para ver si su tejado, picado y debilitado por la lluvia, seguía en pie. Justo entonces, Gao Jinglong, el jefe de policía local, entró en el patio, acompañado por siete militares armados con rifles del calibre 38. Llevaban unas botas de lluvia negras y cascos cónicos camuflados con tallos de sorgo, y habían cubierto sus hombros con sacos de fertilizante. Avanzaron como si fueran una pared móvil.
—Gao Yang —dijo el jefe de policía—, el secretario Huang quiere saber si has enterrado en secreto a tu madre, aquella anciana que pertenecía a la clase terrateniente.
Gao Yang estaba sorprendido por la rapidez con la que corrió la noticia y le extrañó que los miembros de la cooperativa estuvieran tan preocupados por uno de sus miembros fallecidos.
—Cuando el tiempo está tan lluvioso como ahora —dijo—, si hubiera esperado un poco más, habría empezado a apestar… ¿Cómo se supone que iba a llevarla a la ciudad con una lluvia como esta?
—No he venido aquí a discutir —dijo el jefe de policía—. Puedes exponer tus argumentos ante el secretario Huang.
—Tío… —Gao Yang dio una palmada, bajó la cabeza, e hizo una reverencia hasta la cintura—. Tío… ¿no puedes dejarme marchar?
—Muévete. La única posibilidad que tienes de no meterte en problemas es hacer lo que se te dice —dijo Gao Jinglong.
Entonces, un hombre fornido avanzó hacia él y le golpeó con la culata del rifle.
—Muévete, muchacho.
Gao Yang se dirigió al hombre:
—Amping, somos como hermanos…
Amping le volvió a golpear.
—He dicho que te muevas. La novia fea tarde o temprano tiene que conocer a sus cuñados.
En la oficina de la brigada se había preparado una mesa y el secretario Huang estaba sentado detrás de ella fumando un cigarrillo. El resplandeciente rojo de los carteles y las consignas que cubrían las paredes aterrorizó a Gao Yang. Cuando se colocó delante de la mesa, sus dientes comenzaron a rechinar.
El secretario Huang sonrió afablemente.
—Gao Yang, no hay duda de que eres valiente.
—Maestro… Yo… —Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo.
—¡Levántate! —le ordenó el secretario Huang—. ¿Quién es tu maestro?
—¡Levanta el culo! —ordenó el jefe de policía, dándole una patada.
Gao Yang se levantó.
—¿Conoces la ley que obliga a enviar todos los cuerpos al crematorio? —Sí.
—¿Entonces quebrantaste la ley conscientemente?
—Secretario Huang —se defendió Gao Yang—, estaba lloviendo a cántaros… Vivo muy lejos de la ciudad y no tengo dinero para pagar la tarifa del crematorio… o una urna para las cenizas. Imaginé que, de todos modos, las iba a enterrar cuando llegara a casa. Eso también ocupa espacio en el campo.
—Vaya, ¡eres un dechado de sabiduría! —dijo el secretario Huang sarcásticamente—. El Partido Comunista no está a la altura de ti.
—No, secretario Huang. Lo que quería decir era que…
—¡No quiero oír una palabra más! —El secretario Huang golpeó la mesa y se puso de pie de un salto—. Ve a desenterrar a tu madre y a llevarla al crematorio.
—Secretario Huang, se lo ruego, por favor, no… —Estaba de rodillas, llorando y suplicando—. Mi madre sufrió mucho toda su vida. La muerte fue un alivio para ella. Ahora que está bajo tierra, déjela allí para que descanse en paz…
El secretario Huang le cortó en seco:
—¡Gao Yang, será mejor que endereces tus pensamientos! Tu madre disfrutó de una vida de ocio y lujo explotando a los demás. Después de la Liberación, fue necesario reeducarla y reformarla a través del trabajo. Ahora que está muerta, la incineración es lo más adecuado para ella. Y lo mismo me sucederá a mí cuando muera.
—Pero secretario Huang, ella me dijo que antes de la Liberación no se podía permitir siquiera un sola comida o una masa de harina rellena y que se levantaba antes del amanecer, tanto si había dormido como si no, para ganar dinero con el que comprar tierra.
—¿Estás pidiendo que revoque el veredicto del partido? —demandó un enrabietado secretario Huang—. ¿Estás diciendo que la reforma de la tierra fue un error?
La culata de un rifle golpeó en la nuca de Gao Yang. Mientras caía desplomado, ante sus ojos danzaron flores doradas, y su rostro se golpeó contra el suelo de ladrillo.
Un militar le levantó agarrándole de los pelos para que el jefe de policía pudiera golpearle en ambas mejillas con una brillante vara de madera. ¡Crac! ¡Crac! El sonido era claro y nítido.
—Encerradlo en el ala oeste —dijo el jefe de policía—. Dai Zijin, convoca inmediatamente una reunión de los miembros del comité aquí, en la oficina, y utiliza el sistema de megafonía.
Gao Yang fue encerrado en una habitación vacía en el ala oeste del cuartel general de la brigada, bajo la atenta mirada de dos militares armados que se sentaron en un banco situado delante de él. Los truenos retumbaban en el exterior y los cielos enviaban cubos de lluvia que caían sobre las hojas de los árboles del complejo y sobre el tejado de tejas rojas en una cadencia ensordecedora.
Los altavoces crepitaron por unos instantes y, a continuación, enviaron la voz de Dai Zijin. Gao Yang conocía los nombres que flotaban en el aire.
—Gao Yang —dijo uno de los militares—, esta vez te has metido en un gran problema.
—Pequeño Tío —replicó Gao Yang—, no he enterrado a mi madre en la tierra de la brigada.
—Lo que has hecho con su cuerpo no ha sido lo que está estipulado.
—¿Qué es lo que está estipulado? —preguntó temeroso.
—¿Estás tratando que revoque el veredicto que se le aplicó?
—Sólo estoy diciendo la verdad. Todo el mundo lo sabe. Mi padre fue un famoso cicatero al que sólo le importaba ahorrar dinero para comprar tierra. Solía golpear a mi madre si compraba un nabo de más.
—Estás perdiendo el tiempo contándome esas cosas —dijo el militar con indiferencia.
Aquella tarde, a pesar de la intensa lluvia, se celebró una reunión con todos los miembros de la brigada y, aunque Gao Yang finalmente olvidó la mayoría de los detalles, siempre recordaba el sonido de la lluvia y las consignas que se gritaron, que siguieron sin interrupción desde última hora de la tarde hasta bien entrada la noche.
A la mañana siguiente un comando de militares ató a Gao Yang a un banco y colocaron cuatro ladrillos unidos con cáñamo alrededor de su cuello; era como una pieza de alambre estranguladora que le cortaría la cabeza si se atrevía a moverse. Después, por la tarde, el jefe de policía le ató los pulgares con un pedazo de alambre y lo amarró a una viga de madera que se extendía por encima de su cabeza. No le dolía mucho, pero en el mismo momento en que sus pies se despegaron del suelo, sintió que el sudor emanaba de cada poro de su piel.
—Ahora dinos, ¿dónde está enterrada la esposa del terrateniente?
Gao Yang sacudió la cabeza, que se llenó con imágenes de un pedazo de tierra cubierto de malas hierbas y de un riachuelo crecido. Las briznas de hierbas que había arrancado y replantado se habían empapado de lluvia, hasta el punto de presentar el aspecto de no haber sido nunca arrancadas. Sus pisadas también deberían haberse desvanecido con la lluvia así que, mientras su boca permaneciera cerrada, su madre podría descansar en paz. Juró no revelar jamás su secreto, aunque eso le costara la vida.
Pero esa determinación no permaneció tan firme en todo momento: cuando el jefe de policía le introdujo una rama espinosa varios centímetros por el ano comenzó a gritar de agonía:
—Tío, perdóneme, por favor… Le llevaré hasta allí…
La rama ensangrentada fue retirada y le bajaron de la viga de acero.
—¿Dónde está enterrada?
Dirigió su mirada al rostro oscuro del jefe de policía, luego miró a su propio cuerpo y, finalmente, miró por la ventana hacia el nebuloso cielo.
—Madre —dijo—, espérame. Pronto estaré a tu lado…
Bajando la cabeza, se precipitó contra la pared, pero los militares le sujetaron.
Su corazón se llenó de indignación.
—Hermanos —gritó con voz ronca—, yo, Gao Yang, siempre he hecho lo correcto, desde que era un niño. No hay mala sangre entre nosotros, entonces ¿por qué me hacéis esto?
El jefe de policía dejó de golpearle, pero la expresión de simpatía que se reflejaba en sus ojos desapareció ante su dura respuesta.
—¡Estamos hablando de la lucha de clases!
Como Gao Yang iba a pasar la noche detenido, los militares metieron dos bancos en la habitación. El plan consistía en dormir por turnos, pero antes de que la noche hubiera avanzado demasiado, los dos estaban roncando plácidamente.
El marco de la ventana que había en la habitación estaba hecho de madera así que, si quería salir huyendo, sería suficiente con propinar una patada en el lugar oportuno. Pero ni le apetecía escapar ni tenía en las piernas la fuerza suficiente como para destrozar el marco de la ventana. La rama que le había introducido el jefe de policía le había inflamado tanto el recto que le impedía dejar pasar los gases, lo que hacía que se le hinchara el vientre y que se abultaran sus intestinos. Una lámpara de queroseno colgaba de la viga del techo, aunque su luz se había vuelto tan oscura por la acumulación de humo que la atenuaba y proyectaba una sombra del tamaño de una piedra sobre el suelo de ladrillo. Cuando miró hacia los dos militares, que sujetaban los rifles sobre su pecho mientras dormían completamente vestidos, se sintió culpable por haberles creado tantos problemas. Pensó una o dos veces en arrebatar uno de los rifles a su propietario, destrozar la ventana con la culata y escapar por el patio. Pero era un pensamiento fugaz que rápidamente desechaba, convencido de que su castigo no era más que el precio que debía pagar para mantener a su madre alejada de las llamas del crematorio. Simplemente tenía que apretar los dientes y soportar todo lo que le viniera encima. De lo contrario, ella habría sufrido en vano.
* * *
Los militares habían dormido como bebés, pero él no. Y lo mismo le sucedía esa noche: sus compañeros de celda cayeron dormidos rápidamente, pero él no tenía una pizca de sueño después de haberse despertado de sus pesadillas.
Las estrellas brillaban al otro lado de los barrotes de la ventana, por encima de las hojas de la esterculia y de los álabes del tejado que repiqueteaban bajo una ligera llovizna. Pero también se escuchaba otro sonido, un bramido lejano que sólo podía significar que había aumentado el caudal de la Corriente Siguiente hacia el sur y del río Arenoso, hacia el norte de la aldea. Inexplicablemente, se sintió preocupado por los propietarios de los campos que se iban a convertir en un pantano si los ríos se desbordaban de sus lechos. Los tallos más elevados podrían aguantar unos días, pero los más cortos estaban condenados a inundarse.
* * *
Se hizo un ovillo en la esquina, con la espalda apoyada sobre la pared mojada. Alguien pasó por delante de la ventana y un pequeño pedazo de papel fue a aterrizar a sus pies. Lo recogió, lo desenvolvió y notó que desprendía un maravilloso aroma. Era un rollo de cebolla frita —todavía caliente— y tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse a llorar como un bebé. Con cuidado de no interrumpir a los militares que dormían junto a él, mordisqueó el rollo de cebolla, masticando a fondo y tragando cada uno de sus sabrosos bocados. Nunca antes se había dado cuenta de lo ruidosos que somos los humanos cuando comemos. El Cielo le protegía, pensó, ya que consiguió acabarse el rollo sin despertar a los guardias.
Después de acabar el rollo de cebolla, Gao Yang volvió a pensar que la vida merecía la pena. Cerró los ojos y durmió durante un par de horas, hasta que sintió la necesidad de orinar. Después, sin atreverse a despertar a los militares, buscó una ratonera en la que poder aliviarse tranquilamente. Por desgracia, todos los edificios de la brigada tenían el suelo de ladrillo y no fue capaz de encontrar una grieta del tamaño adecuado, y mucho menos una madriguera para ratones. Para su sorpresa, encontró una botella de vino vacía, que servía muy bien para su propósito. Pero no había pensado en el ruido que haría —como rocas que caen en un cañón— y se contuvo lo máximo posible para no despertar a los guardias. El líquido se derramó por el cuello de la botella mucho antes de que se llenara, así que detuvo el flujo para dejar que descendiera hasta el fondo antes de continuar; repitió el proceso —tres veces en total— hasta que la botella estuvo rebosante. A continuación, sujetándola por el cuello, la colocó en la esquina, donde recibió la tenue luz del amanecer suficiente para iluminar la etiqueta. Enseguida se dio cuenta de que los militares no la podían encontrar ahí, así que la colocó en la otra esquina, pero era igualmente perceptible y se vio obligado a situarla sobre el alféizar de la ventana. Pero eso fue todavía peor.
Justo entonces, uno de los militares se despertó.
—¿Qué estás haciendo?
Sus mejillas se ruborizaron de vergüenza.
—¿De dónde has sacado ese vino?
—No es vino… Yo… Mi…
El militar soltó una carcajada.
—¡Menudo carácter!
El jefe de policía abrió la puerta. Cuando los guardias le mencionaron la botella de vino, se echó a reír.
—Adelante, bébetela —dijo el jefe de policía.
—Jefe, no tenía intención de despertarlos… No habría… La voy a vaciar —dijo Gao Yang, tratando de hablar y de salir de una situación comprometida.
—No hace falta que lo hagas —dijo sonriente el jefe de policía—. La orina de un hombre es capaz de extraer el veneno de su cuerpo. Vamos, bébetela.
Entusiasmado de repente por una emoción extrañamente maravillosa, repuso:
—Tío, en realidad es una botella de vino excelente.
El jefe de policía sonrió e intercambió una mirada con los dos militares.
—Si es una puta botella de vidrio —dijo—, entonces bébetela.
Sin decir una palabra, Gao Yang cogió la botella y dio un largo trago. Todavía estaba caliente y tenía un sabor un tanto salado, aunque no le resultó en absoluto desagradable. Acercándose la botella a los labios por segunda vez, engulló aproximadamente la mitad de la orina que quedaba en ella, después se limpió la boca con la manga y sus ojos se llenaron de cálidas lágrimas. Con una sonrisa helada en su rostro, dijo:
—Gao Yang, oh Gao Yang, maldito cabrón, ¿cómo puedes tener tanta suerte? ¿Quién si no podría tener la inmensa fortuna de comer un delicioso rollo de cebolla y regarlo con un buen vino?
Se acabó la botella, luego se tumbó en el suelo de ladrillo y cerró los ojos para dormir.
Unas horas más tarde, el secretario Huang llegó para decirle que la policía estaba muy ocupada tratando de contener las aguas desbordadas del río Arenoso, y que no podía perder el tiempo en buscar el cuerpo de su madre, así que le impusieron una multa de doscientos yuan y le dejaron libre.
Cuando al amanecer regresó andando a casa, los caminos se habían convertido en un mar de lodo. Estaba lloviendo de nuevo y las enormes gotas de lluvia que le golpeaban la cabeza hacían que se sintiera feliz.
—Madre —pensó en voz alta—, mientras vivías no fui un hijo afectuoso, pero al menos conseguí darte un entierro decente. Los campesinos de la clase media y baja acuden al crematorio cuando mueren, pero tú no. Ha merecido la pena.
Mientras penetraba en su patio observó que el tejado de la cabaña de tres habitaciones a la que llamaba su hogar se estaba desplomando lentamente, y salpicaba agua y lodo en todas las direcciones. En un momento todo se vino abajo con un tremendo estrépito y allí, justo delante de él, de repente, sólo se veían el bosque de acacias y las turbias aguas amarillas del río que corría por detrás de su casa.
Gritó por su madre y cayó de rodillas en el lodo.