I

Mientras Gao Ma saltaba por encima del muro sonaron dos disparos, que levantaron sobre él nubes de humo y enviaron pequeñas salpicaduras de la pared de lodo. Después de saltar al otro lado, cayó sobre una pocilga; las inmundicias se esparcieron en todas las direcciones y un par de cerdos sorprendidos chillaron y corrieron dominados por el pánico. Sin saber qué camino coger, entró a rastras en una zona cubierta. Un zumbido estridente pasó por encima de su cabeza y un dolor agudo desgarró sus mejillas y su cuero cabelludo. Levantó la cabeza y vio que había arrancado un nido de avispas que colgaba del recubrimiento que protegía los tallos de sorgo. Cuando vio que cientos de avispas agitadas descendían sobre él como una nube amarilla, aplastó el cuerpo contra el estiércol, sin atreverse a mover un dedo. Pero cuando recordó que la policía andaba pisándole los talones, se cubrió la cabeza con los brazos, se zafó como pudo, alcanzó la verja, saltó por encima de ella y aterrizó detrás de una pila de troncos. Entró en el patio, dio un salto y se dirigió hacia el este. En ese momento, alguien le cogió del brazo y le sujetó con fuerza. Agitado por el pánico, levantó la mirada hacia el rostro de un hombre de tez blanca. Le reconoció casi al instante: era el maestro de la escuela elemental Zhu. Como había sufrido una fractura de pelvis a manos de los Guardianes Rojos, Zhu ya no podía permanecer erguido; la montura de sus gafas estaba unida con cinta adhesiva.

Gao Ma se arrodilló, como si fuera el actor de una telenovela, y rogó al maestro Zhu que le salvara de la policía, que trataba de detenerle a raíz de los incidentes del ajo.

Zhu le cogió de la mano y le condujo a una habitación oscura donde las plumas de gallina y las hojas de ajo cubrían el suelo casi por completo y una tinaja de escabeche llena de posos de boniato descansaba en una esquina.

—Métete ahí —dijo Zhu.

Sin inmutarse por el hedor, Gao Ma se introdujo en la tinaja y se agachó. El nivel de los posos se elevó hasta el borde, y salía espuma ruidosamente. Estaba metido hasta el cuello en el líquido, pero el maestro Zhu le sumergió hasta que el escabeche le cubrió la boca.

—No hagas el menor ruido —dijo Zhu—, y contén la respiración.

A continuación cubrió la cabeza de Gao Ma con una calabaza usada, y luego deslizó una magullada tapa sobre la tinaja, de manera que quedara únicamente una pequeña abertura.

Los pasos sonaron por todo el patio. Gao Ma levantó la cabeza para escuchar. Podría asegurar que la policía ya había llegado a la cochiquera.

—Es-estás escondido en la po-pocilga. No pienses que no voy a en-encontrarte. Sa-sal de ahí.

—¡Sal o abrimos fuego!

—Camaradas, ¿qué estáis haciendo aquí? —les preguntó Zhu.

—¡A-atrapando a un co-contrarrevolucionario!

—¿En mi pocilga?

—Aparta. Ya nos ocuparemos de ti después de que lo hayamos atrapado —gritaron los policías—. Sal de aquí o abrimos fuego. Estamos autorizados a matarte si te resistes a ser detenido.

—Camaradas, ¿qué broma es esta?

—¿Qui-quién está bromeando? —dijo el tartamudo—. Voy a entrar para mirar personalmente.

Apoyando las manos sobre el pequeño muro, entró de un salto en la pocilga, después se dirigió hacia los cultivos cubiertos e introdujo la cabeza en ellos, donde fue recibido por un par de avispas que le picaron en la boca.

—Camaradas —dijo el maestro de escuela Zhu—, ¿por quién me han tomado, por un espía nacionalista? ¿De verdad creen que les iba a engañar? He escuchado disparos y, cuando mis cerdos comenzaron a gritar, salí para comprobar qué estaba pasando, justo a tiempo para ver a una figura oscura corriendo como el diablo hacia la pared sur.

—Ayudar a un fugitivo es una felonía —dijo el policía—. Quiero que te quede claro ese punto.

—Lo sé —replicó Zhu.

—¿Có-cómo te llamas? —preguntó el tartamudo.

—Zhu Santian.

—¿Y di-dices que viste a una figura oscura corriendo hacia la pared sur?

—Exactamente.

—¿A qué te dedicas?

—Soy maestro.

—¿Eres miembro del par-partido?

—Pertenecía al Partido Nacionalista antes de la Liberación.

—¿Al Partido Nacionalista? En aquellos tiempos sí que se vivía bien. Te lo advierto, si estás mi-mintiendo, te van a acusar, y no te va a servir de nada ser del partido.

—Lo entiendo.

Los policías salieron de la pocilga y corrieron hacia la pared sur en busca de la figura oscura. Gao Ma sabía que el callejón que se extendía detrás de la pared sur iba a dar a una fábrica de fideos junto a la cual corría una acequia de agua putrefacta y estancada.

El maestro Zhu retiró la calabaza podrida de la cabeza de Gao Ma y dijo con premura:

—Sal de ahí. Dirígete hacia el este por el callejón.

Gao Ma salió de un salto del viscoso líquido. Estaba cubierto de hojas de boniato podridas y un líquido rojo oscuro resbalaba por sus piernas y brazos. La habitación se llenó de un intenso hedor. De nuevo, se inclinó como si quisiera arrodillarse delante del maestro de escuela Zhu como muestra de su gratitud.

—Déjate de ceremonias —dijo Zhu—. ¡No te detengas!

Completamente empapado, Gao Ma fue recibido en el patio por un viento helador mientras abría la puerta del maestro de escuela Zhu, y se dirigió hacia el este por un estrecho callejón que, después de unos cincuenta pasos, se abría a un callejón más amplio que se extendía de norte a sur. Hizo una pausa en la intersección, temeroso de que le estuviera esperando una dura bota de cuero, fuera cual fuera el camino que tomara. El amplio callejón aparentemente estaba desierto. Permaneció unos segundos delante de una valla de bambú cuya altura no le superaba la cintura, dio un paso hacia atrás para impulsarse y dio un salto, pasó por encima de ella y aterrizó en un campo de cilantro de aproximadamente dos palmos de altura y de color verde esmeralda que desprendía una fragancia dulce. Aquello era maravilloso. Pero no había tiempo para pararse a contemplarlo, así que saltó por encima de él y se dirigió hacia el este siguiendo una acequia, tan rápido como sus piernas se lo permitieron. El viejo y canoso Gao Pingchuan, invidente, agazapado entre sus manos y rodillas, estaba atendiendo sus calabazas. Otra valla de bambú bloqueaba su paso, así que de nuevo tuvo que pasar por encima de ella. Aunque esta vez no tuvo tanta suerte. Las esposas que colgaban de su muñeca se quedaron atrapadas en un tallo de sorgo, que se partió en dos.

—¿Quién anda ahí? —gritó Gao Pingchuan.

Gao Ma no se paró, sino que entró en otro callejón que se extendía de norte a sur, donde un grupo de mujeres sentadas a la sombra de un árbol en el extremo sur disfrutaba de una ruidosa visita. Como una hilera de casas unidas bloqueaba su paso hacia el este, se desvió hacia el norte y alcanzó aproximadamente en un minuto la ribera arenosa de un río. Después de penetrar en un bosque de sauces rojos, se dirigió instintivamente hacia el este. El enmarañado bosque era como un laberinto, donde las ramas crecían a cada paso, y sus extremidades servían de hogar a millones de orugas venenosas de color marrón claro a las que la gente del lugar llamaba «trepadoras punzantes». Bastaba con tocar sus pequeñas barbas para que la piel se pusiera roja y se hinchara, produciendo un picor terrible. Gao Ma no se dio cuenta de que se había topado con las orugas hasta que las dejó atrás. Estaba demasiado ocupado saltando por encima de las espinosas enredaderas y se sintió tan contento cuando llegó al banco de arena que no advirtió sus aguijones. Incluso entonces, corriendo descalzo sobre las enredaderas, no sentía el menor dolor.

Su repentina entrada en el bosque de sauces hizo que las liebres salieran de sus escondrijos, y aunque corrían a su lado, no tardó en distanciarse de ellas. Mientras alcanzaba el final del bosque de sauces, apareció a su izquierda un puente de adoquines un tanto tambaleante que se apoyaba sobre unos puntales de madera. Construido para las carretas de caballos, servía para unir el límite oriental de la aldea con los campos. Temeroso de ser visto, acortó a través de un trozo de campo plagado de zanjas excavadas por los ladrones de la aldea y se dirigió corriendo hacia los bosques donde las moreras y las acacias crecían codo con codo. Las acacias acababan de echar flores y el aire estaba envuelto en su fragancia. Siguió corriendo, aunque tenía la sensación de que las piernas eran pesas de plomo, la vista se le nublaba, la piel le escocía dolorosamente y respiraba de manera entrecortada. Los nudosos troncos de los árboles —la blanca morera y la acacia marrón— formaban una red peligrosa y prácticamente impenetrable. En cuanto el camino se abría, se cerraba por el árbol siguiente, y en uno de sus repentinos bandazos se golpeó contra el suelo.