II

Le arrastraron hasta que su corazón comenzó a acelerarse, hasta que boqueó en busca de aliento y se empapó de sudor. Al oeste de una hilera oscura de acacias vio tres edificios con tejados rojos, pero como apenas se aventuraba a ir más allá de la aldea, no estaba seguro de quien vivía allí. Le condujeron hasta el interior del bosque de acacias, donde se detuvieron y recuperaron la respiración. Gao Yang advirtió que sus ropas estaban empapadas de sudor por debajo de las axilas y alrededor del diafragma, y eso hizo que se ganaran su respeto y su lástima.

Gao Jinjiao apareció en el bosque, dirigiéndose a ellos con susurros:

—Está en la habitación… Le he visto por la ventana… tumbado en el kang completamente dormido…

—¿Có-cómo vamos a atraparle? —preguntó el policía tartamudo a su compañero—. ¿Le ha engañado el jefe de la aldea para hacerle salir? No va a ser una tarea fácil. Ha servido en el ejército.

Ahora ya sabía a quién estaban buscando. Se trataba de Gao Ma, tenía que ser Gao Ma. Miró al jefe de la aldea y pensó que le habría golpeado si hubiera podido.

—No, nos precipitaremos sobre él. Si fuera necesario, siempre podemos reducirlo con las porras.

—Oficiales, ya no me necesitan más, así que sigo mi camino —dijo Gao Jinjiao.

—¿Có-cómo que ya no le necesitamos más? Tiene que vigilar a este —espetó mirando a Gao Jinjiao.

—No puedo hacerlo, oficial. Si se escapa, ustedes dirán que ha sido por mi culpa.

El policía tartamudo se limpió el sudoroso rostro con la manga.

—Gao Yang —dijo—, ¿va-vas a intentar escapar?

Sintiéndose repentina y perversamente desafiante, Gao Yang gruñó entre dientes:

—¡Me va a tener que vigilar!

El policía sonrió, mostrando dos relucientes incisivos.

—¿Ha-ha oído eso? ¡Ha-ha dicho que se va a escapar! El monje puede evadirse, pero el templo permanece en su lugar.

Sacando un manojo de llaves del bolsillo, manipuló durante unos instantes las esposas. ¡Zas! De repente se abrieron. Dedicó una sonrisa a Gao Yang, que ya se estaba frotando las moradas muñecas mientras le inundaba una profunda sensación de agradecimiento. Una vez más, las lágrimas nublaron sus ojos. Deja que corran, se consoló a sí mismo. Sé que no estoy llorando.

Observó el rostro del policía con una mirada cargada de ilusión.

—Camarada —dijo—, ¿eso significa que puedo irme a casa?

—¿A casa? Por supuesto que te mandaremos a casa, pero no ahora.

El policía señaló a su compañero, que caminaba detrás de Gao Yang, y le empujó contra un árbol con tanta fuerza que se golpeó la nariz contra la rugosa corteza. Entonces, antes de que supiera qué estaba pasando, sus brazos se extendieron hacia delante hasta que rodearon el tronco, donde el policía tartamudo volvió a ponerle las esposas. Ahora se encontraba abrazado a un árbol tan grande que no podía verse las manos. Él y el árbol eran sólo uno. Enrabietado por el giro que habían dado los acontecimientos, golpeó la frente contra el tronco, haciendo que las hojas se agitaran y las cigarras salieran volando, empapándole el cogote con su fría orina.

—¿No decías que te ibas a es-escapar? —se burló el policía—. ¡Pues venga! A-arranca el árbol de raíz y llévatelo.

Mientras Gao Yang se esforzaba por moverse, una espina se le clavó en el vientre —hasta el fondo de sus entrañas, le pareció, ya que en ese momento se le hicieron un nudo—. Para apartarse de ella, tuvo que echarse hacia atrás todo lo que sus brazos le permitían y dejar que las esposas se le clavaran en las muñecas. Entonces, doblando la espalda y dejando caer la cabeza, pudo asegurar que la espina de color negro rojizo había dejado de clavársele. Una serie de fibras blancas colgaba de su extremo y una sola gota de sangre, también de color negro rojizo, brotó de la pequeña herida. Ahora que la entrepierna de sus pantalones estaba casi seca, notó los bordes crujientes de una mancha de orina que se extendía alrededor de los fondillos de los pantalones como si tuviera la forma de una nube. También observó que su tobillo derecho estaba hinchado y descolorido; un trozo de piel muerta se amontonaba alrededor de los bordes de la hinchazón, como si fuera la traslúcida piel de una serpiente que acabara de mudarse.

Apartó el cuerpo de la espina y contempló con repugnancia las botas de cuero negro del policía, que brillaban por debajo de las salpicaduras de barro. Si ellos hubieran llevado zapatos de paño, pensaba, mi tobillo no estaría completamente hinchado. Trató de flexionarlo, pero eso sólo hizo que el dolor de huesos rotos ascendiera por su pierna. ¡Aunque los ojos se inunden, se recordó a sí mismo Gao Yang, puede que broten las lágrimas, pero eso no significa que estés llorando!

Los policías, uno con la pistola desenfundada, el otro sujetando una porra negra, avanzaron sigilosamente hasta el patio de Gao Ma, donde la pared oriental se había desmoronado hasta el punto de que los ladrillos apenas llegaban al metro de alto; casi pudieron pasar por encima de ella sin necesidad de trepar. Dentro del patio, un par de ailantos, «los árboles del cielo», con las hojas mustias, se elevaba sobre la base de la pared occidental, creando charcos de sombra donde se cobijaba un puñado de gallinas que se marchitaba bajo el sol abrasador que golpeaba sobre las pilas de ajo podrido como la plata fundida. Una sensación de náusea invadió a Gao Yang. Después de la caída en picado del precio del ajo que se había producido el mes pasado, empezó a asociar las largas y lustrosas plantas con una plaga de gusanos sobre una montaña de estiércol; la náusea reorientó su mente en esa dirección.

Un puchero oxidado de acero descansaba boca abajo en la ventana de una de las casas de tejado rojo y Gao Yang vio cómo el policía que sujetaba la porra negra —el que tartamudeaba— se situaba junto a ella e introducía su cuello para comprobar que Gao Ma dormía en su kang. El jefe de la aldea, Gao Jinjiao, apoyó el cuerpo en un árbol y lo golpeó rítmicamente con la espalda. Las gallinas, cuyas blancas plumas tenían incrustaciones de barro, reposaban sobre una mata de hierbas bajo el achicharrante sol, estirando las alas para empaparse de su energía. «Las alas de las gallinas absorben los rayos, así que va a llover dentro de tres días». Ese era un pensamiento reconfortante. Estirando el cuello, Gao Yang echó una mirada al cielo a través de las ramas. Estaba despejado de nubes y su azul era intenso; los rayos de sol de color púrpura golpeaban el suelo, haciendo que las gallinas se despertaran y separaran la hierba con sus patas. El compañero del policía tartamudo se encontraba justo debajo de él, con el resplandeciente revólver de color azul metalizado preparado. Tenía la boca cerrada para contener la respiración.

Gao Yang bajó la cabeza, y vio cómo las gotas de sudor frío resbalaban por el árbol hasta llegar al suelo. Los policías intercambiaron unas cuantas miradas y, a continuación, comenzó el tira y afloja: tú primero; de eso nada, tú primero. Gao Yang sabía muy bien de qué iba todo aquello. Entonces, aparentemente, llegaron a un acuerdo, porque el policía tartamudo se arremangó el cinturón y su compañero apretó tanto los labios que Gao Yang sólo pudo ver una fina y reluciente hendidura en su rostro. Una larga y lánguida ventosidad resonó debajo del árbol de Gao Jinjiao. Los policías se pusieron tensos como gatos a punto de saltar sobre un ratón.

—¡Corre, Gao Ma, corre! Es la policía.

En el instante en que el grito salió de su boca, sintió que el frío invadía su cuerpo y le castañetearon los dientes. Era a causa del miedo, no cabía duda. Del miedo y del arrepentimiento. Apretando sus temblorosos labios, miró hacia el frente. El policía tartamudo se giró y tropezó con el puchero oxidado, haciendo que cayera al suelo. Su compañero, mientras tanto, entró precipitadamente en la sala, pistola en mano, y el tartamudo le siguió inmediatamente. Se oyó un golpe y luego el sonido de algo que golpeaba contra la pared.

—¡Manos arriba!

—¡Pon las manos arriba!

Los ojos de Gao Yang estaban inundados de lágrimas. No estoy llorando, se aseguró. No estoy llorando. Lo único que podía ver era un par de esposas como las que él llevaba alrededor de las poderosas muñecas de Gao Ma. Tenía las manos entumecidas y pesadas, aunque no podía vérselas al otro lado del tronco del árbol para confirmar lo que sentía. La sensación era que la sangre le dilataba tanto las venas que estaban a punto de liberar chorros de líquido rojo oscuro.

Tras una breve pero estruendosa refriega, la ventana se abrió de golpe y a través de ella se asomó una figura tenebrosa. Era Gao Ma, vestido sólo con unos calzoncillos de color oliva. Tropezó con el puchero volcado, pero pudo avanzar a gatas ayudado por sus pies. Sus movimientos eran torpes: mientras su trasero apuntaba hacia el cielo, los pies y las manos se apoyaban en el suelo, parecía un bebé que acababa de aprender a gatear.

Los labios de Gao Yang se separaron y desde lo más profundo de su cráneo escuchó una voz, parecida a la suya, aunque un tanto diferente, decir: no te estás riendo, ¿lo sabes? No lo estás haciendo.

* * *

El arco iris se fue desvaneciendo, el cielo adquirió un color gris azulado y el sol resplandecía con fuerza.

¡Zas!

El policía tartamudo saltó a través de la ventana y clavó su bota en el puchero que estaba volcado en el patio. Se cayó al suelo apoyando las manos y las rodillas, con un pie enganchado en el puchero y el otro apoyado contra él; una mano estaba libre y la otra agarraba la porra negra. Su compañero salió corriendo por la puerta.

—¡Detente ahora mismo! —gritó—. ¡Detente o disparo!

Pero no llegó a disparar, ni siquiera cuando Gao Ma escaló por la derruida pared y escapó huyendo por la calle, espantando a las gallinas que descansaban bajo el sol de sus reductos de hierba, que se ocultaron tras él como si fueran una sombra que emitiera graznidos. La gorra del policía tartamudo voló mientras salía por la ventana y se posó y tambaleó en el alféizar antes de aterrizar sobre el trasero de su propietario. Desde allí cayó al suelo y rodó hasta que el otro policía le dio una patada y la lanzó a tres o cuatro metros mientras se giraba y saltaba por la pared, dejando a su compañero golpeando el puchero con la porra y llenando el aire de pedazos de metal y de un estruendo metálico.

Gao Yang podía ver perfectamente cómo el hombre sacaba el pie del puchero. Una imagen aislada pasó por su cabeza: la pierna de un policía. El policía recogió su gorra y se la encajó en la cabeza mientras seguía a su compañero por encima del muro.

Gao Ma atravesó el bosque de acacias con tanta rapidez que Gao Yang casi se desencaja el cuello siguiendo el avance de este mientras atravesaba a ciegas la arboleda a toda velocidad y se golpeaba contra los árboles cuando volvía la mirada por encima del hombro. Los árboles jóvenes se balanceaban, los viejos crujían. Gao Yang estaba frenético. ¿No puedes hacer que esas poderosas piernas y esos brazos musculosos avancen más rápido? ¡Muévete! ¡Están justo detrás de ti! Su ansiedad fue en aumento. Unos puntos de color blanco y amarillo brillaban de forma curiosa sobre la bronceada piel de Gao Ma a la sombra moteada de las acacias. Sus piernas parecían estar atadas, como si fuera un gran caballo amarrado con grilletes. Estaba agitando los brazos. ¿Por qué miras hacia atrás, maldito cabrón? Enseñando los dientes y con el rostro alargado y ojeroso, Gao Ma se parecía a su tocayo, Ma, el caballo.

Mientras seguía a su compañero a través de la arboleda, el policía tartamudo avanzaba cojeando como consecuencia de la lucha que había mantenido con el puchero. ¡Te está bien empleado! El dolor en el tobillo de Gao Yang era insoportable, como si se hubiera descoyuntado. ¡Te está bien empleado, maldito seas! El sonido de los dientes rechinantes se elevó desde lo más profundo de sus oídos.

—¡Detente, maldito seas, párate donde estás! ¡Un paso más y disparo! —advirtió el policía por segunda vez. Pero siguió sin disparar y, en lugar de hacerlo, se agazapó yendo de un árbol a otro, en busca de protección, con el arma preparada. El cazador estaba empezando a comportarse como si fuera la presa.

El extremo opuesto del bosque de acacias estaba limitado por una pared cuya altura llegaba al hombro, rematada por tallos de mijo trenzados. Gao Yang se retorció alrededor del árbol justo a tiempo para ver a Gao Ma incapaz de avanzar por la presencia del obstáculo. Sus perseguidores habían sacado las armas.

—¡No te muevas!

Gao Ma se apretó contra la pared. La sangre se filtró a través de los huecos que había en sus dientes. Una anilla de acero colgaba de su muñeca derecha; unida al otro extremo se encontraba su compañera, sujetada por una corta cadena. Se las habían arreglado para esposar sólo una de sus muñecas.

—¡Quédate aquí y no te muevas! ¡Si te resistes, sólo conseguirás que empeoren las cosas!

Se acercaron a él, hombro con hombro. El policía que tartamudeaba cojeaba más que nunca.

Gao Yang se agitó con tanta violencia que hizo que se movieran las hojas de los árboles. Dejó de mirar el rostro de Gao Ma a medida que se iba difuminando en la distancia. Las espaldas blancas de los policías, el rostro bronceado de Gao Ma y las hojas negras de las acacias se allanaron y se estamparon sobre la tierra amarilla.

Lo que sucedió a continuación cogió de sorpresa tanto a Gao Yang como a los policías: Gao Ma se agachó, cogió algo de tierra y la lanzó a sus caras. El suelo ceniciento les cubrió como si fueran nubes de polvo mientras levantaban de manera instintiva los brazos para protegerse los ojos y se caían de espaldas, recuperando su forma tridimensional. Gao Ma se giró con rapidez y ascendió la pared. Entonces se escucharon dos disparos y dos bocanadas de polvo salieron de la pared. Gao Ma gritó «¡Dios mío!», y cayó rodando al otro lado.

Gao Yang también gritó y se golpeó la cabeza contra el tronco del árbol. Los gritos agudos de una niña salieron del bosque de acacias que se extendía detrás de la casa de Gao Ma.

El suelo que había bajo la arboleda era árido y arenoso, y más allá había un banco de arena salpicado de sauces rojos que se inclinaban sobre el lecho de un río seco. En el otro lado se levantaba un segundo banco de arena, que daba a un recinto gubernamental rodeado de álamos blancos, y una carretera asfaltada que conducía a la sede provincial.