Quedaban dos kilómetros y medio hasta Weinberg, pero antes de subir al pueblo tenía que visitar a Lotte, la prima del rabino Simmel. Después de la guerra volvió a su pueblo natal y se encontró con que el cementerio había sido asaltado, las lápidas profanadas y la hierba cubría las tumbas. De inmediato alquiló una pequeña casa cerca del cementerio y comenzó a arreglarlo y a restaurarlo. Al igual que su anciano primo, no volvió a salir del pueblo.
Con el paso de los años su rostro había ido cambiando y ahora tenía el aspecto de una campesina: baja y fuerte, con la frente morena y parca en palabras. Cuando aparezco en la puerta, retrocede y una sonrisa balbuciente sobresalta su rostro.
—¿Qué tal estás, Lotte? —pregunté.
—Bien —dijo, y su sonrisa se volvió más balbuciente aún.
—Hace mucho frío en Steinberg —dije.
—Aquí también hace frío.
Así aproximadamente empiezan y terminan nuestras conversaciones. Es difícil sacarle una palabra. A veces, si se lo pido, me enseña el cementerio. El terreno está lleno de flores y parece un rincón exótico.
—¿Qué tal está mi primo? —esa vez me sorprendió.
Me quedé sin respiración, pero enseguida me recuperé y mentí:
—Estupendamente.
—¿Aceptarías un vaso de té?
—Con mucho gusto.
Se fue a prepararme el té y yo inspeccioné la casa. Era una vieja casa de pueblo con un techo bajo de gruesas vigas que se tocaban con la cabeza. Era sólo una habitación cuadrada con un viejo horno de ladrillo en el centro y a cierta distancia una mesa de madera, dos bancos y una vieja cómoda a un lado. Al parecer eran todas sus pertenencias.
Antes me hablaba del huerto, de la vaca Lili, de su buen carácter y de la leche tan buena que daba. Si me presentaba a finales del verano, me preparaba un pequeño paquete con pepinos y tomates. Con el paso de los años las palabras se han ido consumiendo en su boca y el contacto con los demás es aún más escaso de lo que era.
Cuando me sirvió el vaso de té, dije: «Muchas gracias», pero no reaccionó. Me di cuenta de que mi presencia no le resultaba cómoda. Estaba encogida enfrente de mí sin decir una palabra. Si no hubiese sido tan hermética le habría hablado de la muerte de su anciano primo. Me resulta difícil evaluar las reacciones de la gente poco habladora. Temía un ataque repentino y no le conté nada. Afortunadamente no siguió preguntando y me alegró que no lo hiciera.
Hace un año se quejó de que unos vándalos habían derribado la tapia y habían profanado las lápidas. Estaba muy furiosa, y se notaba que si alguno irrumpía en su terrero no dudaría en atacarle con un hacha.
—¿Y cómo están los vecinos este año? —pregunté con prudencia.
—Bien —dijo. Por entonces tenía sesenta y seis años, pero no lo parecía. Tenía los pies en el suelo.
Luego, como sin venir a cuento, me contó que en primavera Lili se había puesto enferma, se había doblegado y se negaba a ponerse en pie. Temió por su vida y llamó al veterinario. La examinó y sentenció al instante que tenía una grave enfermedad infecciosa y había que sacrificarla inmediatamente. Suplicó, pero sus súplicas no sirvieron de nada. El veterinario ordenó a los inspectores ejecutar la sentencia. Esa misma noche Lili murió. Al día siguiente, cuando los inspectores fueron a matarla, sólo encontraron su cadáver.
—Fue un milagro, ¿no crees? —la sonrisa balbuciente volvió a su rostro.
—Así es —dije improvisadamente.
—Si hubiesen venido a sacrificarla no les hubiese dejado. Un animal debe morir en el lugar donde solía vivir. No se le debe sacrificar con otros animales —su voz temblaba.
—Tienes razón —ratifiqué.
—Los veterinarios son personas crueles, no hay que hacerles caso —dijo, y se echó a llorar.
—A Lili le ocurrió un milagro —dije intentando consolarla—. Se fue tranquila y sin sufrimientos innecesarios.
—Sufrió —me interrumpió—, sufrió mucho.
—Pero no la mataron los criminales.
—Tienes razón. Fuimos amigas durante muchos años. Me resulta difícil vivir sin ella. En verano íbamos juntas al prado —cierto asombro se agitaba en su cara, como si hubiera comprendido algo que no sabía hasta ese momento. Su boca se cerró de pronto y no añadió nada más. El mismo balbuceo hermético que me había recibido al llegar a su casa cubrió su rostro.