Desde Sternberg hacia el norte el viaje transcurre por aguas frías. El rostro de Berta no se aparta de mí. Pensar que está casi todo el día en la ribera del río, absorbiendo el agua con los ojos y sin cruzar una palabra con nadie, ese pensamiento, o mejor dicho, esa imagen se va cubriendo de un tono azul, azul frío, y me trae a la memoria filas de gente callada con pesados bultos a la espalda. Debería dejar esta ruta, ir a verla y quitarle esa fantasía de la cabeza. Es mejor deambular conmigo que hundirse allí. Digo «debería», pero todo me retiene, todo es incierto, desde hace años no salgo de este círculo, y ahora que el tren ya no puede acercarme a ella, la añoro más.
Hace un año, nada más separarme de Berta, me encontré en este trayecto con una mujer alta que era su vivo retrato. Estaba sentada enfrente de mí leyendo un libro. Enseguida me sentí unido a ella. No me equivoqué, era uno de los nuestros. Cuando me dirigí a ella, hizo un extraño gesto de rechazo. Era sorda. Yo no evito a las personas sordas. Tengo una buena amiga que vive cerca de aquí y está completamente sorda.
Le escribí en un papel, en mi idioma materno, mi nombre y el de mi ciudad. Ella me contestó al instante, con una caligrafía clara: «Somos vecinos, me llamo Rosa Tag y soy de Stroznic». Si no hubiese sido por su minusvalía, habríamos tenido una larga conversación. Una conversación en un tren a veces es mejor que un coñac. En una ocasión estuve con mi padre en un establo cerca de Stroznic, pero no llegué a entrar en la ciudad.
—¿Dónde estuvo durante la guerra? —seguí escribiendo.
—En Siberia —contestó.
Enseguida comprendí: era de buena familia. Cuando los rusos nos invadieron en los años cuarenta, deportaron a los ricos a Siberia. Casi todos enfermaron y fallecieron allí, y los que lograron sobrevivir volvieron lisiados a causa del frío. Me gustan las mujeres sordas, pero me cuesta abrazarlas. Por alguna razón, me parecen como niñas, indefensas.
Le escribí el nombre de Berta y contestó: «No recuerdo». Yo observaba su rostro. He aprendido que la observación es una especie de fotosíntesis. Cuando observo, todo mi ser se despierta como al escuchar buena música.
A pesar de todo, no pude contenerme y le confesé que se parecía mucho a mi novia Berta, que había vuelto a su ciudad natal, Zaleszczyki. Su respuesta me impresionó:
—Mi madre nació en Zaleszczyki.
—Ahora estamos unidos el uno al otro, y no por casualidad —le escribí.
—Si tuviera dinero, también yo volvería —respondió.
—No hay que dejarse arrastrar por falsas ilusiones —la reprendí—. Las ilusiones son más peligrosas que el coñac. Hay que hacer el bien, sin pedir cuentas ni esperar recompensa alguna.
Las palabras que había escrito me estremecieron y quise retractarme. Odio la retórica. Enseguida recordé que esas eran las palabras que mi padre me solía decir. Hace años tenía quejas de él. Ahora la relación con él es tranquila, y en los andenes cada vez veo a más gente que se le parece.
El tren se detuvo en Gründorf. Le besé la mano como se hacía antes. Ahora siento no haberle preguntado dónde vivía. Debería haberla invitado a comer en la cafetería. No se deja a una mujer sin un bonito gesto.
Para mí Gründorf es un cruce de caminos. Cada vez que llego allí me lleno de ganas de vivir, tal vez sea por mi confidente, la señora Braun, una mujer alta y fuerte que se mueve como alguien acosado. Su nerviosismo me llamó la atención desde el primer momento, y le pregunté como un idiota:
—¿De dónde le vienen estos movimientos tan rápidos?
—De mi padre —dijo.
—¿Y quién era su padre?
—Un judío —murmuró—. Mi madre no.
Desde entonces somos amigos. Su marido es un lugareño que trabaja en los bosques, y ella lleva la cantina. Sólo le he visto una vez. La expresión de su cara es contenida y tensa como la de alguien que va a fustigar a un animal indomable. Una vez ella me confesó que bebía demasiado.
Cuando está de buen humor me habla de los días de la guerra, de cómo vivía en un barracón junto al aserradero, iba escrupulosamente a la iglesia y se pasaba las noches rezando a los iconos. Tenía miedo de los delatores, y aún los sigue temiendo. En la zona existe un gran odio hacia los judíos, y aunque no haya ni uno solo, todos hablaban de ellos como si estuviesen ahí.
Hace años, en un momento de complicidad, le confesé que estaba siguiendo los pasos de Nachtigal y le pedí ayuda. Conocía bien la región y sabía quién había participado en la guerra y quién había estado en la retaguardia. Los sábados por la tarde y los domingos se reunían en su cantina gentes de todas partes, discutían, se emborrachaban y recordaban cosas de la guerra. A veces la señora Braun confirmaba mis sospechas de que un hombre llamado Nachtigal se encontraba en la zona y era uno de los asesinos. A cambio de la información le daba dinero o algún regalo. En una ocasión se confesó ante mí: «Aprecio mucho tus regalos, despiertan en mí el sentimiento judío». No la creí. Y últimamente he dejado de creer en las noticias que me da. En los últimos años, al igual que su marido, se ha dado a la bebida, y desde entonces delira, convierte las suposiciones en hechos, mezcla el pasado con el presente y me cuenta historias que no han ocurrido. Pero no puedo enfadarme con ella. En momentos de enardecimiento se atreve a reconocer que su lealtad a los judíos es absoluta y que, aunque es judía sólo a medias, se siente completamente judía, y me asegura que algún día dejará esta maldita región, subirá al expreso y se irá a Israel.
Yo sé que son fantasías, que cuando esté sobria se olvidará de ellas, sin embargo me agrada oírlas. Una vez, llevada por el entusiasmo, me dijo:
—¿Qué haces aquí? No te comprendo. Aquí todo está corrompido. Coge el primer tren y vete a Israel.
—¿Y quién matará a Nachtigal?
—Yo —dijo—, yo lo haré en tu lugar.
Cada vez que se menciona Israel, me embarga la pena. Me encantaría ir allí, armarme de valor y volver aquí fortalecido. Creo que un mes en Israel me convertiría en una persona abierta y enérgica, me enseñaría a alejarme de los trenes y a vivir en los bosques. En los bosques aprendería a concentrarme, a espiar en silencio y a no desesperar. Silencio es precisamente lo que más necesito, y eso no se obtiene en los trenes. El tren, a fin de cuentas, no es más que un manojo de nervios.
Esta vez, nada más verme en la puerta de la cantina, gritó: «Aquí está mi tesoro», y me ofreció sopa de verduras y una tortilla de queso, pues sabe que me gustan. Yo, por mi parte, le regalé un pañuelo de seda. Se alegró mucho y enseguida empezó a hablarme de la gente y a contarme chismes, y entre otras cosas me dio una auténtica noticia: Nachtigal ha comprado una casa en Weinberg y la está reformando.
—Has dejado de creerme —intentó provocarme—, pero no he olvidado mi misión. Estoy siempre alerta y haciendo preguntas.
—Gracias —dije.
—No me des las gracias. Le debo algo al pueblo judío, ¿no crees?
Así es la señora Braun. En los últimos años no es fácil confiar en ella, pero cuando está sobria, vuelve a sus ojos cierta honestidad y te das cuenta de que su mirada atesora un gran dolor. En una ocasión me dijo: «Mi padre estaba disgustado conmigo porque no me esforcé en terminar la enseñanza media. Fue algo que le apenó mucho, incluso en su lecho de dolor estaba preocupado por eso. La verdad es que sí me esforzaba, pero no podía concentrarme. Estaba embobada con los chicos y no hacía los deberes, al final no quedó más remedio que matricularme en formación profesional. Para mi padre fue una tragedia. Mi madre, por el contrario, no lo sintió demasiado. Si no quiere estudiar, ¿por qué obligarla? La formación profesional no es algo de lo que haya que avergonzarse. Mi padre no estaba de acuerdo con ella, pero no discutió. Ahora comprendo su disgusto. Era una persona introvertida y no nos hacía partícipe de sus miedos, ni a mí ni a mi madre».
La señora Braun se gana mi corazón fácilmente y le perdono todas las cosas absurdas que dice, así como el dinero que le he prestado y no me ha devuelto. Está claro que no es un ángel, pero tiene un brillo interior especial.
Al día siguiente fui al mercado. Ese mercado me recuerda mi ciudad natal y las noches claras de verano, que se prolongaban hasta tarde. También aquí las noches son claras, pero no les encuentro ningún sentido.
Hace unos doscientos años vivían judíos en este mísero shtelt. Su recuerdo se ha borrado, pero en el mercado encontré algunas alhajas judías que me impresionaron mucho, y desde entonces procuro no perdérmelo. A veces me quedo una o dos semanas por la zona para volver al mercado del martes. Este secreto no se lo he contado a la señora Braun. Temo que si se enterara del valor de los objetos, se adelantaría a comprarlos. No es tonta.
En ese mercado perdido he encontrado a lo largo de los años copas, palmatorias, candelabros de Januká e incluso un libro de oraciones antiguo. Cuando le enseñé el libro a Stark se emocionó tanto que al final se echó a llorar. Stark es una criatura muy especial, un tipo de persona que ya no se encuentra.
Es mi peculiar forma de ganarme la vida. Compro alhajas cuyo valor nadie sabe calcular y las vendo a personas entendidas. Este secreto lo guardo bajo siete llaves. Tengo hábiles contrincantes que a veces se me adelantan, pero normalmente soy el primero. En mi bolsa hay una lista de los mercados de la región, y esa lista marca mi vida. Por culpa de los mercados me destrozo los pies yendo a lugares lejanos, pero tiene su recompensa: no hay mayor alegría que encontrar un objeto antiguo.
Una vez Stark me dijo: «Es arte sagrado. No se deben dejar esos preciados objetos en manos de extraños, hay atesorados en ellos recuerdos maravillosos». Desde que me dijo aquello, esos lugares olvidados de Dios me atraen aún más. A veces mi corazón me atormenta, pues ese fervor me hace olvidar mi principal objetivo: el asesino.