En adelante sólo marcha el expreso, hay mucha distancia entre una estación y otra, me hundo en los mullidos asientos y sé que esta es mi casa, que no tengo otra. Debo confesar que también hay varias sorpresas agradables en tanto trajín: una sombra familiar, un olor repentino y, a veces, una melodía que te arrastra como con hilos mágicos hacia la infancia. Si la suerte me sonríe, me encuentro en ese trayecto con uno de mis contrincantes. Por un momento intenta escabullirse de mí, pero no cedo y al final le atrapo en un rincón oscuro. Evidentemente me he equivocado. No está compitiendo conmigo, sino todo lo contrario, también está siguiendo los pasos de Nachtigal. Lleva años esperándolo. Es cierto que el último año se ha sentido cansado y ha dormido mucho, y en un momento de angustia se dirigió al consulado australiano y pidió el visado. Ahora se arrepiente. No se puede romper una promesa, y mucho menos un juramento. Le hablo de mis descubrimientos y de mis compañeros, que le están siguiendo a escondidas. Es evidente que algunos de ellos también son compañeros suyos. Por ejemplo, conoce a la señora Groton y, al igual que yo, la adora y le encanta su humilde pensión. Nos tomamos una copa, nos acaloramos y recordamos. Su ruta no es la misma que la mía, pero a veces llega casualmente a esta región. Ha permanecido durante unos años en Weinberg, pero ahora no puede soportar las expresiones antisemitas y prefiere vivir lejos de las estaciones. Mencionamos a Stark, por supuesto. Al oír su nombre hace una mueca y dice: «No aguanto a los comunistas judíos, su fervor me recuerda un fervor de otro tipo, el de quienes primero piensan en sí mismos y después en los demás». ¿Pero por qué lo magnificamos tanto?, ellos no existen, tan sólo son sombras, tan sólo son fantasmas. Tenemos una misión en la vida: debemos encontrar al asesino. Cuando lo encontremos, podremos emigrar en paz a Australia.
Por cierto, hace unos años me encontré en ese expreso con el sobrino de Rollmann: ¡qué gran parecido con su tío! Se dirigía a Francia. Tenía veintisiete años y todos los rasgos del comunista judío estaban ya marcados en su rostro: el brillo de los ojos, la dureza y el secreto. Quise retenerle un instante, pero no me prestó atención. No pude contenerme y grité:
—Conocía bien a tu tío Rollmann. Estuve con él en sus últimas horas. ¿Adónde vas?
—A París.
—¿Y dejas esta región?
—Aquí todo es absurdo y desolador. En Francia hay verdadera acción.
—¿Por qué no nos tomamos una copa en la cafetería?
—Tengo prisa. Esta noche es la reunión del Comité en París. Lo siento.
Ese rápido encuentro con el sobrino de Rollmann me hizo recordar de nuevo su rostro y su muerte. Los comunistas judíos siguen siéndolo hasta la muerte. Primero en la clandestinidad y luego en la cárcel. Y en la Unión Soviética no los mataban hasta que confesaban. Mi padre arriesgaba la vida vigilando todas las actividades en la Unión Soviética. Si un camarada protestaba contra la dirección del partido, era llamado ante el Comité, y allí confesaba y pedía perdón por sus errores. Mi madre no hablaba mucho, pero su rostro taciturno decía, no renegaremos de nuestra fe en un mundo mejor.
Desde que abandoné a Stark, su rostro no se ha apartado de mí. Sus ojos me gritan desde lejos, vuelve a mí, somos una pequeña familia dispersa y debemos cuidarnos los unos a los otros. Hice todo lo que estaba en mi mano, ahora ya no puedo más, pero mi fe en un mundo mejor sigue intacta. Sacrificamos lo mundano por el futuro, y yo estoy fuera del mundo y no me quejo. Dentro de varias generaciones nos recordarán y dirán: el comunismo judío era el verdadero comunismo. Todos se entregaban en cuerpo y alma, hasta el final. Le oigo hablar así. Y por las noches, cuando la oscuridad se va haciendo más densa, veo con claridad su rostro bien formado, y el sentimiento de culpa por haberle abandonado me hace encogerme en mi rincón.
El expreso se detiene en Sternberg. Hay estaciones que me hacen correr directamente a la cantina, y en otras me apeo como si no fueran estaciones, sino lugares cubiertos de luz donde hay que dirigirse rápidamente a los andenes. Sternberg es una estación intermedia, rodeada de almacenes y con una agradable cantina al fondo. En esa cantina descubrí hace más de veinte años a mi amada Berta. Era una mujer alta y guapa que trabajaba en la caja. Al principio intentó evitar mi mirada, pero eso sólo confirmó mis sospechas: era de los nuestros. Le conté algunos de mis secretos, y ella me habló de sí misma. Aprendí a amar su cuerpo y a respetar su silencio. Había un episodio oscuro en su vida que no se atrevía a tocar, pero de lo demás hablaba con libertad, incluso con alegría. Sus movimientos eran ágiles, no como los de quien ha estado en los campos. Al principio me atemorizaban, pero con los años aprendí a respetarlos. Conozco los límites de la entrega, y no pido más. Alguien como nosotros, unido a muchas personas vivas y muertas, no le pide al prójimo demasiada entrega. Con esa convicción le propuse hace años matrimonio. Tenía treinta y cinco, estaba cansado de los trenes y mi cuerpo necesitaba un lecho permanente. Berta me miró con los ojos muy abiertos, como diciendo: ¿por qué vamos a imponernos ese yugo?, tú debes andar por los caminos y para mí es indispensable la soledad. La honestidad de su mirada me asombró. Desde entonces nos vemos una vez al año, a finales de mayo, más concretamente desde el veintitrés hasta finales de mes. Como todos, ha envejecido un poco, pero los hermosos rasgos de su cara no se han marchitado. Su amplia sonrisa parece decir: no permitiré que la melancolía me domine.
Si me hubiese acompañado en mis viajes me habría resultado más llevadero. A fin de cuentas, un tren nocturno no es más que un tren melancólico. Podíamos habernos divertido juntos en las estaciones. Es cierto que tenía obligaciones en las que no podía mezclar a Berta, y asuntos que requerían discreción. Sin embargo, eso era distinto. Intenté convencerla, pero sin éxito. Hace un año me sorprendió diciéndome:
—He decidido volver a mi ciudad natal, a Zaleszczyki.
—¿En qué estás pensando? —me alarmé.
—Debo intentarlo —dijo, sin muestras de alegría.
—Allí no hay judíos, sólo ucranianos y polacos.
A lo largo de los años me había insinuado varias veces que estaba pensando volver a su ciudad natal, hablaba de nostalgia y obligaciones, pero yo lo consideraba una locura pasajera y, en una ocasión la reprendí: «Nadie vuelve a una ciudad que es un cementerio. El dolor que una persona puede aguantar tiene un límite».
Durante toda la noche intenté convencerla de que no era el momento oportuno, de que el viaje era peligroso y era mejor posponerlo para otra ocasión, incluso le prometí que vendería algunas joyas e iría con ella. Por un momento creí que esas palabras la habían impresionado. Me ofreció un café y galletas, y me habló de bagatelas, entre otras cosas de un vagabundo que aparecía por la cantina, un judío de Galitzia. Por la mañana se cubría con el talit y rezaba. Yo no sabía que tan sólo hablaba para distraer la atención. El terrible trazado ya estaba listo en su cabeza.
A pesar de todo, volví a intentar persuadirla de que no hiciera ese viaje. Hablé de los compromisos que teníamos aquí, de las personas que nos necesitaban, como Stark y Mina, y de la obligación de encontrar a los asesinos y matarlos. Mientras estuviesen vivos, nuestra vida no sería vida. Y como siempre, se mezclaron las palabras superfluas con las palabras de verdad. Ahora sé que debería haberla acompañado, pero entonces, por alguna razón, estaba seguro de que mi vida en la región tenía un objetivo. Tenía la secreta esperanza de que al día siguiente hubiese cambiado de idea. Aún no sabía lo profundo que era el abismo.
Al día siguiente en la estación, mientras cada uno esperaba un tren distinto, me quedé sin palabras. Berta me habló como se habla a un hermano pequeño que sufre y ha perdido el rumbo. Había una intensa luz en sus ojos, como cuando se deja de temer a la muerte.
En primavera me enteré de que mi Berta había llegado a Zaleszczyki, había alquilado una habitación a una campesina y se pasaba casi todo el día sentada en la ribera del río. Por el momento no tenía intención de volver. Me lo contó un comerciante judío que fue a Zaleszczyki para visitar las tumbas de sus antepasados. Al preguntarle si estaba contenta, me contestó con una voz grave que me sobresaltó: «Muy contenta».
Ahora Sternberg ya no es Sternberg para mí, sino una especie de espacio en llamas en donde no se puede permanecer mucho tiempo. Pero, a pesar de todo, me acerqué a la cantina y le pregunté al dueño:
—¿Qué sabéis de Berta?
—Nada —fue su respuesta.
Me senté en el banco en donde nos sentábamos antes o después de cada viaje. Desde que me abandonó, mis ataduras a este mundo se han aflojado aún más.