Llevo desde el final de la guerra siguiendo el mismo itinerario: un recorrido largo y tortuoso que se extiende desde Nápoles hasta el frío norte, una línea de trenes regionales, tranvías, taxis y coches de caballos. Las estaciones del año pasan ante mis ojos como un espejismo. Estudié esta ruta sobre mi cuerpo. Ahora conozco cada fonda y cada albergue, cada restaurante y cada cantina, todos los medios de transporte que te conducen a los rincones más remotos. Ahora puedo sentarme en una cantina e imaginarme, por ejemplo, lo que pasa en la lejana Hansen, cómo cae la nieve y cubre suavemente las estrechas callejuelas, el café Antón, donde ya por la mañana temprano sirven panecillos recién hechos, café y mermelada de cereza. Precisamente en esos lugares olvidados de Dios me esperan pequeños placeres que activan mi memoria durante muchos días. Ya he aprendido que los pensamientos, sean lo nobles que sean, pasan como el viento, pero el sabor de un panecillo recién hecho y de la mermelada casera, por no hablar del de un cigarro, permanecen en ti mucho tiempo. Me basta a veces con imaginar el café Antón para apartar de mi mente los malos pensamientos. Los lugares pequeños, remotos, me agradan. Me alejo de las grandes ciudades como de la peste. Las ciudades me producen terror, o peor aún, melancolía.
La gente tiene casas confortables, tiendas y almacenes, pero yo tengo todo el continente. Me siento como en casa en todos los rincones abandonados. Conozco lugares que no se encuentran en ningún mapa, lugares de una sola casa y un solo árbol. Cuando comencé mis viajes me perdía, me confundía, me hundía y esperaba en vano. Hoy con un solo tañido soy liberado del laberinto. Conozco los medios de transportes de pueblo con todos sus entresijos. Qué conductor trabaja el lunes y cuál los días de fiesta. Quién está dispuesto a arriesgarse en una tormenta de nieve y quién es un holgazán sin remedio. En resumen: quién es amigo y quién no.
En el pequeño y maravilloso Herben, del que seguiré hablando en su momento, me espera cada año, el cinco de abril, el veterano conductor Marcelo. Al verlo desde la ventanilla del tren me embarga una gran alegría, como si volviera a mi olvidada ciudad natal. Hace más de veinte años que me espera en esa fecha. Cuando estoy en la puerta del vagón, corre hacia mí, me quita la maleta de la mano y me hace entrar directamente en su taxi. Desde el pequeño Herben vamos a un lugar llamado Herben Alto, es un viaje de dos horas y media. Durante el viaje me habla de todo lo que ha pasado en la ciudad, de sí mismo, de sus compañeros y por supuesto de su exmujer, que lleva mucho tiempo exprimiéndole. Y así cada año. Hay una extraña esperanza en esa repetición. Como si no nos esperase la aniquilación sino una continua renovación.
Los trenes me han hecho libre. De no ser por ellos, ¿qué hubiese sido yo en este mundo?: un insecto casero, una larva burocrática, y, en el mejor de los casos, el dueño de una tienda de pueblo, una especie de hombre-oruga que se levanta por la mañana, trabaja ocho o nueve horas y por la tarde, con las fuerzas que le quedan, cierra la tienda. Y cuando vuelve a casa, ¿qué se encuentra?: una mujer gruñona, un hijo ingrato y un montón de facturas. Detesto esas madrigueras oscuras llamadas casas. Cuando me subo a un tren, al instante me elevo sobre las alas del viento.
El tren es pesado y torpe por naturaleza, pero no siempre. En los terrenos abiertos, cuando toma velocidad, cambia de cara, se libera de su peso y vuela. Por las noches ese vuelo tiene un sabor especial. Duermes de otra forma. Durante los primeros años ese vuelo me producía vértigo, presión en el pecho y temor. Hoy entro en el tren como quien vuelve a casa. Si la cafetería es cómoda me quedó allí, y si no lo es busco un asiento junto a la ventanilla. Los vagones vacíos me divierten. Pensar que estoy solo en un vagón me causa un extraño placer. Hay algo que aborrezco: los sándwiches y los termos. Una persona en el tren mordisqueando un sándwich y bebiendo del vaso del termo se convierte para mí en un mendigo. Estoy dispuesto a pagar cinco dólares por un vaso de café, a condición de que me lo sirvan. Cuando me sirven un café, mi depresión se contiene durante una hora entera.
Otro tema es la música. En los últimos años han instalado en las cafeterías unos ensordecedores altavoces. Me gusta la música, pero tiene que ser suave. Detesto los tambores, me sacan de mis casillas. Durante los primeros años huía de la música clásica como de los entierros, pero poco a poco he aprendido a apreciar sus ocultas virtudes, la droga blanda que destila. Es una bebida de la que no se puede prescindir si uno se engancha a ella. Después de una hora de cuartetos soy otra persona. La música me calma los nervios indomables y reacciono, si se puede decir así, con tranquilidad y sin autocompasión.
Cuando entro en la cafetería compruebo lo que me dicen los altavoces, el camarero y los clientes. La cara desagradable de un camarero puede echarme del tren, pero si tiene un rostro apacible intento conquistarlo, le doy un billete o dos y entonces apaga los tambores y pone la emisora clásica. Los camareros veteranos ya me conocen. Saben que recibirán su recompensa.
Un vagón caliente y música son mejores que cualquier habitación de hotel. Los hoteles producen melancolía y desesperación, pero no el tren. El tren embriaga completamente cada uno de tus miembros. No puedo olvidar que mis contrincantes, mis enemigos, también pululan por los trenes y que debo tener mucho cuidado. Mis contrincantes son personas delgadas y de baja estatura, y no tienen la agilidad de los jóvenes sino la de quienes temen por su vida. Ves su fin en andenes abiertos y rápidamente se escabullen y desaparecen en el primer tren. Al igual que yo, son animales de tren bien adiestrados.
En más de una ocasión me dan ganas de acercarme a ellos y confesarles que no tengo nada que ver con esta contienda. Yo estoy dispuesto a cualquier pacto y a hacer una división del terreno, con la condición de que no haya competitividad ni animadversión. He dicho, estoy dispuesto, pero el caso es que aún no he hecho nada para ir a hablar con ellos. Hace unos años tropecé en la oscuridad con uno y le dije: «¿Por qué huyes de mí?, ¿qué te he hecho?», pero estaba tan asustado que palideció y no abrió la boca. Desde entonces no he cruzado una palabra con ellos. Lo único que sé es que no son muchos, seis o siete en total, y que al parecer llevan el mismo camino que yo. Una vez me encontré en un vagón vacío a uno de ellos, estaba acurrucado en su abrigo y agarraba su pequeña maleta con las dos manos como si fuera un niño dormido. Me dispuse a despertarle y a invitarle a un café, pero luego pensé que no se debe despertar a una persona dormida.
La verdad es que, de vez en cuando, me embarga cierta opresión, un miedo repentino o un rechazo incomprensible. Esos estados de ánimo, o como se llamen, al principio me paralizan. En más de una ocasión me he quedado encerrado en un hotel perdido porque la vida me parecía de pronto turbia y absurda. El invierno en estas zonas es gris y largo y por la mañana cualquier sitio que esté fuera de la cama es deprimente. Una vez creí que había comenzado una nueva guerra y me pasé en la cama dos semanas. Debo confesar que me gusta más dormir de día que de noche. En el hecho de pensar que el mundo está preocupado y tenso, y que yo estoy durmiendo en una cama amplia, tapado con tres suaves mantas, hay cierta venganza.
Con el paso de los años he aprendido a superar algunos de mis temores. Hoy me levanto y de inmediato me acerco al lavabo y empiezo a afeitarme. He comprendido que afeitarte te hace ser más optimista. Una hora delante del lavabo me devuelve el placer por los caminos y el recuerdo del vuelo sobre las ruedas. Nada más entrar en un tren comienzo a vivir, mis pies pisan un terreno seguro.
Si no fuera por mis negocios no saldría de las estaciones. En el tren hay de todo: música estupenda, paisajes cautivadores y una mujer en el momento oportuno. No hay nada como el amor en los trenes. A veces es un amor de una estación o dos. Lo más importante es que no volverás a ver nunca más a esa mujer. A veces te complicas y de pronto tienes, además de la maleta, un impulso pesado y adormilado que te hace necesitar sin dilación un café y un cigarro. Por eso me repito: un amor de dos estaciones, no más. Los amores esporádicos son útiles y no son dolorosos. Un amor de una estación o dos es un amor sin amarguras que se olvida rápidamente. Cualquier contacto más allá de eso ensucia los sentimientos, amenaza y deja un rastro de rencor. Lamentablemente las mujeres no comprenden eso, se hacen daño a sí mismas y, por supuesto, a mí.
He dicho que se olvida rápidamente y me retracto. Mi memoria es mi tragedia. Mi memoria es un pozo secreto que no pierde ni una gota, por utilizar una forma de hablar anticuada. Con ningún aparato se destruye. Mi memoria es una poderosa máquina que conserva años e imágenes. A veces creía que los caminos golpearían mi memoria: me equivocaba. Debo confesar que, con los años, mi memoria sólo se ha fortalecido. Si no fuera por mi memoria mi vida sería distinta, es de suponer que mejor. Mi memoria se llena hasta asfixiarme y chorrea sin pausa imágenes diurnas y nocturnas. Es un flujo malvado que se filtra también en mi sueño. Mi memoria tiene raíces en cada uno de mis miembros, cada choque y cada arañazo hacen que fluya de nuevo. Pero en los últimos años también he aprendido a superar ese mal. Una copa de coñac, por ejemplo, me aleja un rato de mis recuerdos, y me siento aliviado como después de un intenso dolor de muelas.