CAPÍTULO XII
EL FIN DE JACK EL DESTRIPADOR

EL PRIMER ROSTRO que surgió ante mí fue el de Rudyard, el amigo que se había encargado de mi clientela. Me hallaba en mi cuarto de la calle Baker.

—Fue cosa de milagro, Watson —me dijo, tomándome el pulso.

Recobré el sentido del todo.

—¿Cuánto tiempo he dormido, Rudyard?

—Algo así como doce horas. Le administré un sedante cuando lo trajeron aquí.

—¿Y el estado en que me encuentro?

—Muy saludable, tomando en cuenta las circunstancias. Un tobillo roto, una muñeca dislocada; las quemaduras son sin duda dolorosas, pero superficiales.

—Holmes… ¿En dónde está? ¿Lo han…?

Rudyard hizo un ademán. Allí estaba Holmes, sentado con rostro grave al otro lado de mi cama. Se le veía pálido, pero aparentemente sin otros daños. Sentí un gran agradecimiento interior.

—Bueno, debo marcharme —continuó Rudyard. A Holmes le dijo—: Vea que no hable demasiado, señor Holmes.

Se fue Rudyard, manifestándome que volvería a curarme las quemaduras, y advirtiéndome que no abusara de mis fuerzas. Pero aun con mis dolores y mis molestias, no pude dominar mi curiosidad. Holmes, me temo, no se encontraba en mejores condiciones a pesar de su inquietud por mi estado. Así que pronto estaba ya contando lo que había ocurrido en el cuarto de la pobre Ángela Osbourne luego que Klein lo había obligado a salir de allí.

Holmes asintió, pero podía ver que luchaba con una decisión. Finalmente me dijo:

—Viejo amigo, mucho me temo que hayamos corrido nuestra última aventura juntos.

—¿Por qué me dice eso? —le pregunté poseído de congoja.

—Porque su buena esposa nunca más volverá a confiarme su bienestar.

—¡Holmes! —exclamé—. ¡No soy un chiquillo!

Meneó la cabeza.

—Debe volver a dormirse.

—Usted sabe que eso no puede ser sino hasta que me cuente cómo logró escaparse de Klein. En sueños, después de que me pusieron la inyección sedante, vi sus restos destrozados…

Me estremecí con violencia, y él colocó su mano sobre la mía con una rara demostración de afecto.

—Mi oportunidad se presentó cuando las llamas llegaron a la escalera —empezó Holmes—. Klein rebosaba júbilo junto a mí, y estaba precisamente levantando su arma cuando las llamas nos alcanzaron. Él y su compinche murieron en el fuego cuando toda aquella parte se incendió. El Ángel y la Corona es una ruina destechada.

—¡Pero usted, Holmes! ¿Cómo…?

Holmes sonrió y se encogió de hombros.

—Nunca hubo ni la menor duda de que me podía zafar de mis ligaduras —prosiguió—. Usted conoce mi habilidad. Lo único que faltaba era la oportunidad, y el fuego me la proporcionó. Desdichadamente no me fue posible salvar a Michael Osbourne. Parecía que la muerte era bienvenida para él, ¡pobre tipo!, y se resistió a mis esfuerzos para sacarlo; en realidad, se arrojó a las llamas y me vi obligado a abandonar su cuerpo para salvar mi vida.

—Una verdadera bendición en el fondo —mascullé—. ¿Y esa bestia infame, Jack el Destripador?

Los ojos grises de Holmes se veían velados por la tristeza; se diría que sus pensamientos se hallaban en otra parte.

—Lord Carfax murió también. Y también porque ésa fue su voluntad, estoy seguro, como su hermano.

—Naturalmente. Prefería la muerte por inmolación propia y no el lazo del verdugo.

Yo continuaba con la impresión de que su mente vagaba por otros rumbos. Con voz muy grave murmuró:

—Watson, respetemos la decisión de un hombre honorable.

—¡Hombre honorable! De seguro que está usted bromeando. Ah, comprendo. Se refiere a sus momentos lúcidos. ¿Y el duque de Shires?

Holmes tenía la barbilla hundida en el pecho.

—Soy el portador de espantosas noticias respecto al duque, también. Se ha suicidado.

—Comprendo. No pudo soportar la terrible revelación de los crímenes de su hijo mayor. ¿Cómo supo eso usted, Holmes?

—Procedí directamente de la taberna incendiada a su residencia de Berkeley Square. Lestrade me acompañó. Llegamos tarde, demasiado tarde. Ya había recibido las noticias de lord Carfax. Y entonces se atravesó con el verduguillo que llevaba oculto en el bastón.

—¡Una muerte nobilísima!

Me pareció que Holmes asentía con el ademán; apenas si fue una simple inclinación de la cabeza. Parecía profundamente deprimido.

—Un caso nada satisfactorio, Watson, ¡nada satisfactorio! —comentó. Y se quedó callado.

Me di cuenta de su deseo de terminar la conversación, pero yo no estaba dispuesto a ello. Se me había olvidado mi tobillo roto y el dolor de mis quemaduras.

—Pues no veo el porqué, Holmes. ¡El Destripador ha muerto!

—Sí —murmuró—. Realmente, Watson, debe usted descansar —y se dispuso a levantarse.

—No puedo descansar —le aseguré mañosamente—, hasta que todas las piezas se ajusten en su lugar. —Hundióse de nuevo con resignación—. Hasta yo mismo puedo deducir la secuencia de los últimos acontecimientos que condujeron al incendio. El Destripador, que se ocultaba tras una fachada filantrópica como lord Carfax, no conocía la identidad o la dirección de Ángela Osbourne o de Max Klein. ¿Estoy en lo justo?

Holmes no contestó nada.

—Cuando descubrió usted su cubil —continué—, estoy seguro de que sabía también quién era.

Aquí Holmes asintió.

—Entonces fuimos al albergue, y aunque no lo vimos allí, él sí nos vio y nos oyó; eso, o llegó poco después y supo lo de El Ángel y la Corona por el doctor Murray, que no hubiera tenido ninguna razón válida para guardarse ese informe. Lord Carfax nos siguió y descubrió la entrada para las barricas como lo hicimos nosotros.

—Lord Carfax nos precedió —me corrigió Holmes bruscamente—. Recordará que encontramos el cerrojo acabado de romper.

—Acepto la corrección. Debe de haber sido capaz de moverse al través de la niebla de las callejas con mayor seguridad que nosotros. No hay la menor duda de que lo interrumpimos cuando estaba acechando a Ángela Osbourne, que estaba señalada como la siguiente víctima. Debe de haber estado aguardando en algún vano del corredor cuando nosotros entrábamos en la habitación de la señora Osbourne.

Holmes no opuso objeción a esto.

—Entonces, percatándose de que usted lo había descubierto, determinó terminar su infame carrera en la llamarada de loco desafío que le sugería su yo monstruoso. Sus palabras finales para mí fueron: «¡Conserve este mensaje, doctor Watson! ¡Dígale al mundo entero que lord Carfax es Jack el Destripador!». Sólo un ego maníaco pudo haber dicho eso.

Holmes se puso en pie.

—De cualquier manera, Watson, Jack el Destripador ya no será una amenaza en las callejas. Y ahora que hemos desobedecido las órdenes de su doctor durante bastante tiempo, insisto en que duerma.

Y con eso me dejó solo.

* * *

Ellery visita el pasado.

ELLERY DEJÓ EL manuscrito de Watson pensativamente. Apenas si oyó el clic de la cerradura y el ruido de la puerta al abrirse.

Levantó la vista y se encontró con su padre parado en el vano de la puerta del estudio.

—¡Papá!

—¿Qué tal, hijo? —masculló el inspector con una sonrisa retadora—. No me fue posible aguantar aquello de allá por más tiempo. Así que aquí estoy.

—Bienvenido a la casa.

—Entonces, ¿no estás molesto?

—Aguantaste más tiempo del que yo esperaba.

—Te ves como los propios infiernos. ¿Qué sucede, Ellery?

Ellery no contestó.

—¿Cómo te parece que me veo? —le preguntó su padre.

—Muchísimo mejor que cuando te embarqué personalmente.

—¿Estás seguro de que estás bien?

—Estoy perfectamente.

—¡No me salgas con eso! ¿Sigue todavía verde tu novela?

—No, va muy bien. Todo está muy bien.

Pero el viejo no estaba satisfecho. Se sentó en el sofá, cruzó las piernas y le dijo:

—Cuéntame todo lo que haya.

Ellery se encogió de hombros.

—Nunca debí de haber nacido como hijo de un policía. Muy bien, algo ha sucedido. Una mezcla de incidentes, pasados y presentes. Se aflojó un nudo muy antiguo.

—Habla de modo que se entienda.

—Grant Ames me lo soltó.

—Eso me lo dijiste.

—El manuscrito me absorbió. Una cosa condujo a la otra. Y aquí estoy.

—No comprendo nada.

Ellery suspiró.

—Supongo que tendré que contarte todo.

Y habló durante un largo rato.

—Y así es como está, papá. Ella cree absolutamente en su inocencia. Ha conservado esa opinión durante toda su vida. Supongo que no sabía qué hacer con ella hasta que, en su ancianidad, le llegó de pronto esta inspiración de meterme a mí en el asunto. ¡Inspiración!

—¿Qué vas a hacer?

—Acababa de decidirme a hacerle una visita, cuando tú te me presentaste.

—¡También yo pienso así! —El inspector Queen se levantó y tomó el diario de las manos de Ellery—. Del modo como lo veo, hijo, no tienes otra alternativa. Después de todo, ella se lo ha buscado.

Ellery se puso en pie.

—¿Por qué no lees el manuscrito mientras yo ando en ello?

—Precisamente es lo que voy a hacer.

* * *

Se dirigió hacia el norte, hasta Westchester, tomando la Ruta 22 para llegar a Somers. Pasó el elefante de madera en la intersección principal, el cual servía de recuerdo de que el Circo de Barnum y Bailey había invernado allí en alguna ocasión. En el condado de Putnam les dedicó un pensamiento a los héroes revolucionarios, confiando en que todos se encontraban en el paraíso de los héroes.

Pero ésas eran reflexiones de superficie. En lo profundo estaba meditando en la anciana que hallaría al final de su jomada. No eran pensamientos agradables.

Por fin llegó a una pequeña villa con un sendero de casa de muñecas, se bajó del coche y se encaminó renuentemente a la puerta de entrada. Se abrió inmediatamente a su toquido, como si hubiera estado en espera de él. Había medio deseado que no estuviera en casa.

—Deborah Osbourne Spain —la saludó—. ¿Cómo está?

Era muy vieja, por supuesto; debería andar en sus últimos ochentas, de acuerdo con sus cálculos. El manuscrito no había dado su edad en el día en que Holmes y Watson visitaron el castillo de los Shires, excepto en forma aproximada. Podía tener noventa.

Como muchas muy viejecitas, especialmente las de pequeña estatura y regordetas, tenía una apariencia de manzana seca, pero con cierto color todavía en las mejillas. Los pechos eran grandes para su tamaño, y caídos, como si estuvieran cansados del peso. Pero los ojos eran jóvenes, brillantes y directos, y fulguraban a pesar suyo.

—Pase usted, señor Queen.

—¿No podría llamarme Ellery, señora Spain?

—Es algo a lo que no me he podido acostumbrar —le contestó invitándolo a entrar en un salón al estilo de la época de la Reina Victoria, pensó Ellery. Era como penetrar en la Inglaterra del siglo XIX—. Digo, la costumbre norteamericana de una familiaridad inmediata. Sin embargo, tome ese sillón Morris, Ellery, si lo desea.

—Sí lo deseo. —Se sentó y lanzó una mirada en torno—. Veo que ha conservado la fe.

Ella se sentó en un sillón ducal, en el que se perdió.

—¿Qué otra cosa puede hacer una anciana inglesa? —preguntó con una débil sonrisa—. Bien sé… sí, se me oye desagradablemente anglófila. ¡Pero resulta tan difícil apartarse una de sus principios! En realidad, me encuentro muy cómoda aquí. Y una visita a New Rochelle, de vez en cuando, para admirar las rosas de Rachel, redondea mi vida.

—Rachel fue…

—Oh, sí, a solicitud mía.

—Exactamente, ¿cuál es el parentesco de la señorita Hager con usted?

—Es mi nieta. ¿Desea que tomemos té?

—Ahora no, si no le molesta, señora Spain —murmuró Ellery—, estoy lleno de preguntas hasta ahogarme. Pero primero que todo —se sentó en el borde del sillón, retirándose del respaldo—, usted lo vio. Conoció a los dos. A Holmes, a Watson. ¡Cómo la envidio!

Los ojos de Deborah Osbourne se clavaron muy lejos, contemplando lo pasado.

—Fue hace tanto tiempo. Pero, por supuesto, me acuerdo de ellos. La mirada del señor Holmes, aguda como una espada. Y tan reservado. Cuando puse la mano en la suya, estoy segura de que lo desconcerté. Pero fue muy amable. Los dos eran tan caballeros. Eso por encima de todo. En aquellos días, Ellery, el ser caballero era importante. Por supuesto, yo era una muchachita y los recuerdo como a gigantes alzándose hasta el cielo. Supongo que lo eran, en un sentido.

—¿Puedo preguntarle cómo llegó a sus manos el manuscrito?

—Después de que el doctor Watson lo escribió, el diario fue entregado a los herederos por el señor Holmes. Quedó en poder del albacea y bajo su responsabilidad. Era muy fiel a mis intereses y luego, cuando hube crecido, y poco antes de morir, me informó acerca del manuscrito. Se lo pedí y me lo envió. Su nombre era Dobbs, Alfred Dobbs. Pienso en él muy a menudo.

—¿Por qué aguardó tanto tiempo, señora Spain, antes de hacer lo que hizo?

—Por favor. Todo el mundo me llama abuelita Deborah. ¿No lo hará usted también?

—Pues sí la llamaré abuelita Deborah.

—No sé por qué aguardé tanto tiempo —respondió la ancianita—. La idea de solicitar que un experto comprobara mi convicción nunca se cristalizó en mi mente, aunque estoy segura de que ha estado allí durante largo tiempo. A últimas fechas, una sensación de que era preciso apresurarse me invadió. ¿Cuánto más podré vivir? Y me agradaría morir en paz.

La súplica implícita indujo a Ellery a ir en su ayuda.

—¿Su decisión de enviarme el manuscrito provino del manuscrito mismo?

—Sí. Después el señor Ames confió a Rachel lo de la investigación que usted le habla encomendado.

—La búsqueda de Grant obtuvo un fin, aunque no el que yo me esperaba. —Ellery se sonrió.

—¡Bendito sea! ¡Benditos los dos! Sé que no lo ayudó a usted en casi nada, Ellery. También sabía que usted me descubriría, del mismo modo en que el señor Holmes no tuvo la menor dificultad en indagar lo del dueño del estuche de cirujano. Pero todavía tengo la curiosidad de saber cómo lo hizo.

—Fue elemental, abuelita Deborah. Era obvio desde el principio que el remitente tenía algún interés personal en el caso. Así que llamé a un amigo mío, un genealogista. No tuvo la menor dificultad en seguirle a usted las huellas desde el castillo de Shires, siendo niña, hasta la custodia de la rama de la familia en San Francisco. Tenía además los nombres de las cuatro damitas de Grant, y estaba seguro de que alguno de ellos saltaría por cualquier parte. Desde su matrimonio con Barney Spain en 1906, mi experto llegó al matrimonio de su hija. Y ahí lo tenemos, el hombre con quien se casó su hija se llamaba Hager. Q. E. D. —Su sonrisa se transformó en una mirada de preocupación—. Está usted cansada. Podemos dejar esto para otro día.

—¡Oh, no, me encuentro muy bien! —Los ojos juveniles imploraban—. Era un hombre maravilloso, mi padre. Bueno, gentil. No era un monstruo. ¡No, no lo era!

—¿Está segura de que no desea recostarse?

—No, no, no sino hasta que me haya dicho…

—Entonces recárguese en su sillón, abuelita. Descanse y yo seré quien hable.

Ellery tomó entre las suyas la vieja mano marchita, y habló teniendo como fondo el tictac del gran reloj que se encontraba en un rincón con su péndulo, como un dedo mecánico, borrando los segundos del rostro del tiempo.

La frágil manecita entre las de Ellery se apretaba de vez en cuando. Luego dejó de hacerlo, y permaneció en las de Ellery como una hoja de otoño.

Después de unos instantes, se produjo un movimiento en los cortinajes del arco que daba al salón, y se presentó una mujer de mediana edad, con un vestido blanco de casa.

—Se ha quedado dormida —bisbiseó Ellery.

Le colocó la mano en el pecho y salió de puntillas del cuarto.

La mujer lo acompañó a la puerta.

—Soy Susan Bates. Yo lo cuido. Se queda dormida en esa forma cada vez más a menudo.

Ellery asintió con la cabeza y se retiró de la casita y se subió a su coche y enderezó rumbo a Manhattan, sintiéndose mucho muy cansado. Y hasta muy viejo.

* * *

El diario de «El caso del Destripador».

Nota final

12 de enero de 1908

Holmes me incomoda. Confieso, porque estuvo fuera de Inglaterra durante un largo periodo, que me ocupé por mi cuenta, contra su deseo, de poner mis notas sobre Jack el Destripador en forma narrativa. Han transcurrido veinte años. Durante nueve de ellos, un nuevo heredero ha llevado el título de los Shires, siendo un pariente lejano que apenas pasa una parte de su tiempo en Inglaterra, y a quien importa muy poco el título o su historia ilustre.

Sin embargo, a mí me había invadido la convicción de que ya era tiempo de que se le informara al mundo de la verdad acerca del caso del Destripador, que ocupaba un sitio tan ilustre —¡si ésa es la palabra!— en la historia del crimen, y acerca de la lucha de Holmes para terminar con el reinado sangriento del monstruo en Whitechapel.

Cuando Holmes volvió del extranjero, le traté este asunto, expresándome con los términos más persuasivos que pude utilizar. Pero sigue firme en su negativa.

—No, no, Watson, deje que los huesos se sigan desmoronando en polvo. El mundo no se convertiría en más rico por la publicación de esta historia.

—Pero, Holmes, ¡todo este trabajo!

—Lo siento mucho, Watson. Pero ésa es mi última palabra en el asunto.

—Entonces —le dije sin poder ocultar bien mi disgusto—, permítame que le obsequie el manuscrito. Quizá podrá usted utilizar el papel para encender su pipa.

—Es un gran honor, Watson, y me siento emocionado —me contestó con regocijo—. Por mi parte, permítame que le regale los detalles de un asuntito que acabo de concluir con éxito. Usted le podrá aplicar su innegable flair por el melodrama, y ofrecerlo a sus editores sin tardanza. Tiene que ver con un marino sudamericano, que estuvo a punto de engañar a un sindicato financiero de Europa con un huevo de ave «roc». Quizá «El caso del Simbad peruano» lo resarza un poco de su desilusión.

Y así han quedado las cosas.

* * *

Ellery explica.

ELLERY LLEGÓ EXACTAMENTE a tiempo, al regresar. El inspector Queen acababa de terminar la lectura del manuscrito del Destripador del doctor Watson, y miraba el diario con muy poca satisfacción. Se volvió para fijar la vista con insistencia en Ellery.

—Está bien que no se haya publicado. Holmes tenía razón.

—También pensé yo eso —y Ellery se dirigió al bar—. ¡Maldito sea Grant! Se me olvidó pedir escocés.

—¿Cómo resultó?

—Mejor de lo que me esperaba.

—Entonces, ¿mentiste como un caballero? ¡Hiciste bien!

—No mentí.

—¿Qué?

—No mentí. Le dije, la verdad.

—Entonces no eras más que una cola de ratón. Deborah Osbourne amaba y creía en su padre. También cree en ti. Tu inteligencia es seguramente lo bastante torcida para haber desfigurado la verdad un poquitín.

—No tuve que desfigurar la verdad.

—¿Por qué no? ¡Contéstame a eso! Una viejecita…

—Simplemente, papá —lo interrumpió Ellery, hundiéndose en su sillón giratorio—, porque lord Carfax no era Jack el Destripador. No se necesitaba una mentira. El padre de Deborah no era ningún monstruo. Tenía razón acerca de él durante todo el tiempo. Ella lo sabía, y yo lo sabía…

—Pero…

—Y también lo sabía Sherlock Holmes.

Se produjo un silencio bastante prolongado, durante el cual el pater trató de alcanzar a su filius y no lo consiguió.

—¡Pero si todo está aquí, Ellery! —protestó el inspector.

—Sí, todo está.

—Richard Osbourne, este lord Carfax, atrapado con el cuchillo en la mano, destazando a su última víctima. ¡Vamos, Watson fue un testigo presencial, lo escribió todo!

—¿Tu argumento es, me parece, que Watson era un reportero capaz y exacto?

—Eso es lo que afirmo. Además, ¡tenía la evidencia de sus propios ojos!

Ellery se levantó y se le acercó a su padre; le quitó el manuscrito y regresó a su sillón.

—Watson era también humano. Era subjetivo en exceso. Vio lo que Holmes deseaba que viera. Informó lo que Holmes le dijo.

—¿Pretendes decirme que Holmes lo estaba engañando?

—Tienes mucha razón que lo pretendo. Lo tortuoso es que en este caso todas las palabras salidas de sus labios eran el Evangelio. Lo que cuenta es lo que no dijo.

—¡Muy bien! ¿Qué es lo que no dijo?

—Por ejemplo, en ningún momento llamó a Jack el Destripador por el nombre de Richard Osbourne o de lord Carfax.

—Estás empleando sutilezas —le reprochó el inspector.

Ellery hojeó el viejo diario.

—Papá, ¿no descubriste las inconsistencias del caso? De seguro que no quedaste satisfecho con el episodio del chantaje.

—¿El chantaje? Déjame ver…

—Sucedió en esta forma. Max Klein vio una oportunidad de chantajear maquinando un matrimonio entre Michael Osbourne y Ángela, que era una prostituta. Considerando el orgullo de nombre del duque de Shires, eso resultaba racional desde el punto de vista de Klein. Pero no dio resultado. El casamiento se convirtió en asunto público.

—¡Pero Klein confesó a Ángela que el proyecto había fracasado por completo!

—No, eso exactamente no. Le dijo, después de que había traído a la pareja a Londres, que el matrimonio ya no tenía ninguna importancia como fundamento para el chantaje. Había encontrado algo mejor. Klein perdió todo interés en Michael y en Ángela después de que descubrió esta nueva arma, mejor obviamente que el matrimonio.

—¡Pero el manuscrito nunca dice…!

—Papá, ¿quién era Klein? ¿Qué era él? Holmes se percató de su importancia desde el principio, hasta antes de que se identificara al individuo… cuando era el eslabón faltante de Holmes. Y cuando Holmes se encaró con Ángela, le sonsacó un informe verdaderamente vital. Para citarla en lo de Klein: «Oh, sí, nació aquí. Conoce todas las calles y callejones. Se le teme mucho en este distrito. Son pocos los que se atreven a disgustarlo u oponérsele».

—¿Y entonces…?

—Entonces, ¿cuál era el gran secreto que Klein había descubierto?

La identidad de Jack el Destripador —murmuró el inspector lentamente—. Un hombre como ése, que poseía un conocimiento íntimo de Whitechapel y de sus gentes…

—Por supuesto, papá. Eso es lo que tenía que ser. Y con el conocimiento de la identidad del Destripador, Klein se enriqueció chantajeando…

—… a lord Carfax…

—No recordarás que lord Carfax estaba tratando desesperadamente de localizar a Klein y a Ángela. Los chantajistas se enfrentan a sus víctimas.

—Puede ser que Carfax sabía todo el tiempo.

—Entonces, ¿por qué no actuó antes? ¡Porque apenas esa noche en la «morgue» supo que Klein y Ángela se encontraban en El Ángel y la Corona!

—Pero Carfax mató a Ángela, no a Klein.

—Lo cual es otra prueba de que no era la víctima del chantaje. Dedujo equivocadamente que la esposa de su hermano era la fuerza malvada del desastre de los Osbourne. Por eso la mató.

—Pero nada de eso es suficiente para cimentar…

—Entonces, procedamos a buscar más. Sigamos a Holmes y a Watson esa noche. Tú ya sabes lo que parece que aconteció. Veamos lo que sucedió realmente. En primer lugar, había dos hombres que le seguían la pista al Destripador esa noche: Sherlock Holmes y lord Carfax. Estoy seguro de que Carfax ya tenía sus sospechas.

—¿Qué indicación existe de que Carfax iba tras la pista del Destripador?

—Me gusta que me hayas hecho esa pregunta —le manifestó Ellery sentenciosamente—. Obrando de acuerdo con el informe que obtuvo en el burdel de madama Leona, Holmes procedió a la última parte de su búsqueda. Él y Watson llegaron al cuarto del Pacquin…

—Y Holmes dijo: «Si éste era el cubil del Destripador, ha huido ya».

—Holmes no lo dijo, fue Watson. Holmes exclamó: «¡Alguien ha estado aquí antes que nosotros!». Hay un mundo de diferencia en las dos frases. Una fue la observación de un romántico. La otra, la de Holmes, la de un hombre habituado a leer una escena con la exactitud de una fotografía.

—Tienes un punto —aceptó el viejo Queen.

—Punto vital; pero hay otros.

—¿Que tanto Holmes como lord Carfax hallaron el cubil de Jack el Destripador prácticamente al mismo tiempo?

—Sí, y también que Carfax vio a Holmes y a Watson que llegaron al Pacquin. Esperó en el exterior y los siguió al mortuorio. Tuvo que ser así.

—¿Por qué?

—Para que Carfax obrara como obró, necesitaba dos datos: la identidad del Destripador, que consiguió en el Pacquin, y el sitio en donde hallaría a Ángela y a Klein, que oyó en la «morgue».

El inspector Queen se levantó y tomó el diario. Buscó, hojeándolo, y leyó:

—«¿Y esa infame bestia, Jack el Destripador?», preguntó Watson a Holmes.

Holmes le contestó: «Lord Carfax murió también…».

—Aguarda un momento —lo interrumpió Ellery—. Ninguna de esas citas fuera del contexto. Dame todo.

—Empiezo, pues:

»Los ojos grises de Holmes se veían velados por la tristeza; se diría que sus pensamientos se hallaban en otra parte.

»Lord Carfax murió también. Y también porque ésa fue su voluntad, estoy seguro, como su hermano.

—Eso ya está mejor. Ahora, dime, ¿se sentiría triste Holmes por la muerte de Jack el Destripador?

El inspector Queen meneó la cabeza y siguió leyendo:

»Naturalmente. Prefería la muerte por inmolación propia y no el lazo del verdugo.

—Palabras de Watson, no de Holmes. Lo que Holmes comentó fue:

»Respetemos la decisión de un hombre honorable.

—A lo cual Watson replicó:

»¿Hombre honorable? ¡De seguro que está usted bromeando! Ah, comprendo. Se refiere a sus momentos lúcidos. ¿Y el duque de Shires?

—Watson derivó una deducción injustificada de lo que había dicho Holmes. Vamos a citar a éste de nuevo:

»Procedí directamente de la taberna incendiada a su residencia de Berkeley Square, —refiriéndose a la del duque…— Ya había recibido las noticias de lord Carfax… Y entonces se atravesó con el verduguillo que llevaba oculto en el bastón».

—Y Watson exclamó:

»¡Una muerte nobilísima!

—Aquí Watson, de nuevo, se engañó debido a sus propias preconcepciones y su falta de comprensión de las frases de Holmes deliberadamente confusas. Mira, papá, cuando Holmes llegó a la mansión del duque de Shires en la ciudad, lo encontró muerto. Pero «él (el duque) había tenido noticias de lord Carfax». Y yo te pregunto, ¿cómo hubiera podido el duque haber recibido ya la noticia de lord Carfax? La deducción es muy clara, de que el duque había estado en su cubil de Pacquin, en donde se le encaró lord Carfax, después de lo cual se fue a su casa y se mató.

—¡Porque el duque era el Destripador! Y su hijo, sabiéndolo, se echó la culpa sobre sí para salvar la reputación de su padre.

—Ahora sí que lo descubriste —murmuró Ellery con suavidad—. Acuérdate de lo que Carfax recomendó a Watson: que difundiera en todo el mundo que él era Jack el Destripador. Deseaba estar seguro por completo de que la culpa recaería sobre sus hombros, no en los de su padre.

—Entonces Holmes tenía razón —comentó el inspector Queen—, no quería que se pusiera en claro el sacrificio de lord Carfax.

—Y la fe de Deborah en su padre ha sido vindicada después de tres cuartos de siglo.

—¡Caramba, pues es verdad!

Ellery tomó de las manos de su padre el diario de Watson una vez más, y lo abrió en la «Nota final».

—El caso del Simbad peruano —musitó—. Algo acerca de un huevo de ave «roc»… —Los ojos le brillaron—. Papá, ¿crees que Holmes estuviera tomando el pelo a Watson también con esto?

FIN