CREO QUE HOLMES hubiese desafiado la pistola de Klein, si no hubiera sido porque el propietario de El Ángel y la Corona fue seguido inmediatamente en el cuarto de la señora Osbourne por un hombre en quien reconocí a uno de los rufianes que nos habían atacado a Holmes y a mí. Bajo las bocas de fuego de dos armas, a fuerza Holmes tuvo que dominarse y contenerse.
La cólera de Max Klein se convirtió en satisfacción maligna.
—Amárralos —le ordenó con un gruñido a su compinche—, y el que trate de resistir se gana una bala en la cabeza.
El rufián arrancó las cuerdas de los cortinajes de la ventana, y con rapidez le ató las manos tras la espalda a Holmes, en tanto que yo permanecía impotente. Después hizo lo mismo conmigo, yendo un poco más lejos bajo las órdenes de Klein.
—Sienta a nuestro buen doctor en ese sillón y amárrale los tobillos a las patas. —No entendí por qué Klein me habría de considerar como amenaza más grande que Holmes. Todo el valor que poseo se ve moderado, mucho me temo, por un gran deseo de vivir los años que me han sido concedidos por el Todopoderoso.
Mientras su compinche cumplía con sus instrucciones, Klein se volvió a Holmes.
—¿Se figuró usted que podría entrar en mi casa sin que lo descubriéramos, señor Holmes?
Con toda tranquilidad le contestó Holmes.
—Tengo curiosidad por saber cómo se dieron cuenta de que habíamos entrado.
Klein soltó una risotada brutal.
—Uno de mis hombres tenía que rodar hacia afuera algunos barriles vacíos. Nada espectacular, le concedo, señor Holmes, pero lo he atrapado como quiera que sea.
—Atraparme, según usted dice —replicó Holmes—, y conservarme, Klein, puede ser un caballo de otro color.
Me resultaba muy evidente que Holmes estaba tratando de ganar tiempo. Pero no servía de nada. Klein examinó mis ataduras y dijo:
—Usted vendrá conmigo, señor Holmes. Yo trataré con usted en privado. Y si sospecha que recibirá ayuda de abajo, sufrirá una desilusión. Vacié mi establecimiento; ya está cerrado.
El rufián indicó a Ángela Osbourne con una mirada llena de preocupación.
—¿Es prudente dejar a este tipo con ella? Pudiera soltarlo.
—No se atrevería —masculló Klein riéndose de nuevo—. No, si sabe lo que le conviene. Todavía le concede valor a su vida miserable.
Eso demostró ser deprimentemente verdadero. Después de que se llevaron a Holmes y Michael Osbourne, Ángela Osbourne se mostró impenetrable a toda persuasión. Le hablé con una elocuencia tan urgente como me fue posible, pero solamente me miraba con fijeza y desesperación, lamentándose:
—Oh, no me atrevo, no me atrevo.
Así pasaron varios de los momentos más largos de mi vida, en tanto que luchaba en contra de mis ataduras, pensando para mí mismo que Holmes todavía salvaría la situación.
Entonces llegó el instante más terrible de todos.
Se abrió la puerta.
La silla en que me encontraba amarrado estaba situada en tal forma, cuando oí que la hoja se abría para dentro, que me era imposible divisar quién se hallaba allí. Sin embargo, Ángela Osbourne si podía ver el vano. A mí sólo me era posible lanzar una mirada en dirección suya para obtener algún indicio.
Se levantó de la silla. El velo se le deslizó y contemplé con toda claridad las espantosas cicatrices del rostro. Todas las fibras de mi ser se encogieron ante la inaudita mutilación que le infligiera Klein; pero se volvía más repulsiva aún por la expresión desesperada con que miraba al intruso en la puerta. Luego habló:
—¡El Destripador! ¡Oh, Dios de los Cielos! ¡Es Jack el Destripador, el Destripador!
Confieso con vergüenza que mi primera reacción fue de alivio. El hombre avanzó hasta dentro de mi radio de visión, y cuando distinguí la figura delgada, aristocrática, en traje de noche, chistera y capa, exclamé poseído de agradecimiento:
—¡Lord Carfax! ¡Ha llegado providencialmente!
La espantosa verdad se me apareció un momento después, cuando divisé el brillante cuchillo en su mano. Me miró, pero sólo por un segundo, y sin mostrar signo de reconocimiento. Y fui testigo de la locura en aquel rostro noble: un hambre, una urgencia de destruir de bestia feroz…
A Ángela Osbourne se le veía incapaz de gritar. Permanecía sentada, poseída de un terror helado, en tanto que el Destripador se precipitaba hacia ella y le arrancaba el vestido. Apenas pudo balbucear una oración antes de que lord Carfax le hundiera el arma en el pecho desnudo. Sus torpes intentos de disección será mejor que no los describa; basta con decir que no se aproximaban a la habilidad de las mutilaciones anteriores, porque le faltaba tiempo.
Cuando el cuerpo de Ángela Osbourne cayó al suelo en medio de un charco de sangre, el loco se apoderó de uno de los quinqués de petróleo y apagó la llama. Destornillando la parte de la mecha, procedió a derramar el petróleo. Sus intenciones resultaban demasiado claras. Corrió por todo el cuarto, como algún demonio brotado del infierno, dejando combustible tras sí, y luego salió al corredor, de donde volvió con una lámpara vacía que tiró el piso en una lluvia de vidrios.
Y entonces se precipitó hacia el otro quinqué y con él encendió el charco de petróleo a sus pies.
Cosa extraña, no huyó; hasta en ése, el peor momento de mi existencia, me pregunté cuál sería la razón. Según prosiguieron las cosas, su yo maniaco demostró ser mi salvación y su destrucción. Subían las llamas, siguiendo el río de petróleo hasta el corredor; entonces él se lanzó contra mí. Cerré los ojos y consigné mi alma a su Creador. Para estupefacción mía, en vez de acuchillarme me cortó las ligaduras.
Con los ojos dilatados enormemente tiró de mí para ponerme en pie y pasó por entre las llamas en dirección de la ventana más cercana. Traté de luchar con él, pero con su fuerza de maniaco me arrojó con salvajismo contra la ventana y el cristal se despedazó.
Fue entonces que profirió aquel grito que ha resonado con sus ecos al través de mis pesadillas, desde aquella época.
—¡Conserve este mensaje, doctor Watson! —vociferó—. ¡Dígale al mundo entero que lord Carfax es Jack el Destripador!
Con esto, me empujó al través de la ventana. Las llamas habían alcanzado mis ropas, y recuerdo que en forma ridícula les palmoteaba al ir cayendo del primer piso a la calle. Luego, un impacto tremendo contra el empedrado. Me figuré que oía a alguien que llegaba corriendo, y misericordiosamente la inconsciencia se apoderó de mí.
Ya no supe más.