CAPÍTULO X
EL TIGRE DE EL ÁNGEL Y LA CORONA

ESPERO SINCERAMENTE, mi estimado amigo, que acepte mis excusas.

Estas palabras de Holmes fueron las más bienvenidas que yo nunca hubiera recibido. Estábamos de regreso en la calle, entre la neblina, caminando, pues no había ningún coche que pasara esa noche por el barrio de Whitechapel.

—Estuvo usted completamente justificado, Holmes.

—Por lo contrario. Demostré una petulancia infantil que le cae mal a un hombre maduro. No tiene ni la menor defensa el echarles la culpa a los otros por nuestros propios errores. Esos informes que usted extrajo con tanta facilidad de Polly, yo debí haber tenido la suficiente inteligencia para obtenerlos desde hace tiempo. Usted en realidad mostró una capacidad de hacer mi trabajo mejor que yo lo había hecho.

Todo lo cual resultaba especioso; empero, las alabanzas de Holmes salvaron mi amor propio.

—No puedo aceptar las felicitaciones, Holmes —protesté—. A mí no se me ocurrió que Klein fuera el indicado como su eslabón faltante.

—Eso —insistió Holmes con exceso de generosidad— fue porque usted no utilizó sus percepciones en la debida dirección. Andábamos en busca de un hombre fuerte, un hombre brutal y sin remordimientos. Klein se ajustaba a esto, no sólo según lo que me había dicho, sino de acuerdo con lo que había observado yo en la taberna. Hay otros en Whitechapel que se le asemejan mucho, pero es verdad que el otro dato señala directamente a él.

—¿La compra reciente de la taberna? Cuando usted lo explica, todo se convierte en muy sencillo.

—Ahora es fácil de explicarse lo que sucedió, con sólo un pequeñísimo margen en favor de equivocarse. Klein vio una oportunidad en la persona de Michael Osbourne. Tanto Michael como, sin la menor duda, la prostituta Ángela, de quien se enamoró, eran individuos débiles, controlados fácilmente por este hombre dominante. Fue Klein el que ideó el casamiento infame que arruinó a Michael.

—Pero ¿con qué objeto?

—¡Chantaje, Watson! El proyecto fracasó cuando Michael se puso firme y rehusó su cooperación. Klein salvó la combinación únicamente por buena suerte, estoy seguro. En esa forma le fue posible extorsionar suficiente dinero para comprar El Ángel y la Corona, y ha aumentado sus economías desde entonces.

—Pero queda todavía tanto sin respuesta, Holmes. Michael… reducido a un estado de imbecilidad. Su esposa Ángela con espantosas cicatrices y a la que todavía nos falta hallar, según recuerdo.

—A su tiempo, Watson, a su tiempo.

Mi confusión no hacía más que aumentar debido al tono de segura confianza de Holmes.

—Su condición actual, puede estar seguro, es el resultado de la cólera de Klein por la negativa de Michael a tomar parte en el plan de chantaje. No cabe la menor duda de que fue Klein el que le propinó a Michael la golpiza brutal que le causó la imbecilidad. Cómo quedó desfigurada Ángela, no es tan evidente; pero sugiero que acudió a la defensa de Michael.

En ese momento salimos de la niebla para entrar en una bolsa de visibilidad, y vimos la verja del mortuorio. Me estremecí.

—Y ahora, Holmes, ¿se propone llevar el cuerpo de esa pobre muchacha a El Ángel y la Corona?

—Difícilmente, Watson —murmuró distraído.

—Pero me dijo que le presentaría a Klein su trabajito.

—Eso sí lo haremos, se lo prometo.

Meneando la cabeza, seguí a Holmes al través del mortuorio hasta la hostería, en donde encontramos al doctor Murray curándole un ojo a un hombre que se entregó a actos violentos en alguna taberna.

—¿Está por aquí Michael Osbourne? —le preguntó Holmes.

El doctor Murray se veía desencajado. Exceso de trabajo en la tarea sin agradecimiento de cuidar a los que no tenían quien los cuidara: se podían apreciar los resultados.

—Hace poco tiempo no hubiera reconocido ese nombre…

—¡Por favor! —lo interrumpió Holmes—, el tiempo es importantísimo, doctor Murray. Lo debo llevar conmigo.

—¿Esta noche? ¿Ahora?

—Ha habido algunas novedades, doctor. Antes del amanecer, el Destripador quedará atrapado. Hay que saldar cuentas con el ser bestial responsable por el baño de sangre de Whitechapel.

El doctor Murray estaba tan pasmado como yo.

—No comprendo. ¿Me quiere decir que el Destripador es el instrumento de un malvado todavía más grande?

—En un sentido, ¿ha visto usted a Lestrade recientemente?

—Estuvo aquí hace una hora. Indudablemente andará por allá afuera en la niebla, en algún sitio.

—Dígale, si vuelve, que me siga a El Ángel y la Corona.

—Pero ¿por qué se va a llevar a Michael Osbourne?

—Para enfrentarlo con su esposa —contestó Holmes, impacientemente—. ¿En dónde está? ¡Estamos perdiendo un tiempo precioso!

—Lo hallará en el cuartito al extremo del mortuorio. Allí es en donde duerme.

En efecto, allí estaba, y Holmes lo movió suavemente para despertarlo.

—Ángela lo está esperando —le dijo.

No hubo ni el menor rayo de comprensión en aquellos ojos vacíos; pero con la confianza de un niño nos acompañó, saliendo a la neblina. Ahora estaba tan espesa que dependíamos completamente del sentido de sabueso de Holmes para continuar por nuestro camino. Y tan siniestra estaba la atmósfera de Londres esa noche, que yo casi esperaba de un momento a otro sentir la mordida de una daga en medio de las costillas.

Pero era muy fuerte mi curiosidad. Me atreví a una pregunta:

—Holmes, supongo que usted espera hallar a Ángela Osbourne en El Ángel y la Corona

—Estoy seguro de ello.

—Pero ¿qué objeto se logra encarándola con Michael?

—La mujer puede estar renuente a confiarnos todo, y obtendremos cierta ventaja si de pronto la enfrentamos con su marido.

—Comprendo —le dije, aunque no fuera así por completo, y me quedé silencioso otra vez.

Al fin me llegó el sonido de una mano que palpaba la madera, y oí a Holmes que me decía:

—Aquí, es, Watson. Ahora buscamos.

Una ventana que brillaba débilmente indicaba que aquél era el domicilio de alguien.

—¿Fue la puerta de enfrente la que tocó?

—Sí, pero debemos hallar otra. Deseo llegar a las habitaciones de arriba sin que nos vean.

Seguimos explorando a lo largo de la pared y dándole la vuelta a la esquina. Luego una ligera brisa movió la niebla, aclarándola.

Holmes había pensado en pedir prestada una linterna sorda durante nuestra visita a la hostería, aunque no la hubiera utilizado durante nuestra caminata. Hubiese podido llamar la atención de alguien hacia nosotros. Ahora nos sirvió bien, revelando una puerta posterior que, aparentemente, se utilizaba para la entrega de barriles de cerveza y cajas de vinos. Holmes empujó la hoja y extendió la mano hacia adentro.

—Han roto el pestillo a últimas fechas —murmuró, y entramos cautelosamente.

Estábamos en una bodega. Podía percibir el ruido sordo de la taberna, pero parecía que no se había advertido nuestra presencia. Holmes descubrió rápidamente una escalera. La subimos con cuidado, nos deslizamos por una puertecilla de escotillón y nos encontramos al final de un corredor iluminado débilmente.

—Espéreme aquí con Michael —susurró Holmes. Volvió muy pronto—. ¡Vengan!

Lo seguimos hasta una puerta cerrada; una línea de luz brillaba en nuestros pies. Holmes nos empujó contra la pared, y tocó en la hoja. Hubo un movimiento rápido en el interior. La puerta se abrió y una voz femenina inquirió:

—¿Tommy?

La mano de Holmes se tendió y se apretó contra el rostro.

—No grite, señora —le pidió con un murmullo imperativo—. No deseamos hacerle ningún daño, pero tenemos que hablar con usted.

Holmes aflojó con prudencia la presión de la mano. La voz de la mujer preguntó:

—¿Quiénes son ustedes? —con cierto temor explicable.

—Yo soy Sherlock Holmes. Le he traído a su esposo.

Escuché una exclamación de ahogo.

—¿Ha traído a Michael… aquí? ¿Por qué, en nombre de Dios?

—Era lo más prudente.

Holmes entró en el cuarto y me hizo señas de que lo siguiera. Tomando a Michael del brazo, así lo hice.

Dos lámparas de petróleo estaban encendidas, y en aquella luz vi a una mujer que usaba un velo que no escondía por completo una cicatriz horrible. Era indudablemente Ángela Osbourne.

A la vista del imbécil —su marido—, se apoyó en el brazo del sillón en que estaba sentada y medio se levantó. Pero luego se hundió de nuevo y permaneció con la rigidez de un cadáver, con las manos muy apretadas.

—No me reconoce —murmuró con desesperación.

Michael Osbourne estaba silencioso junto a mí, contemplándola con ojos vacíos.

—Está bien que lo sepa, señora —comentó Holmes—. Pero el tiempo es corto. Es preciso que hable. Sabemos que Klein es el responsable por la condición de su esposo y por lo de usted. Cuénteme lo del interludio en París.

La mujer se apretó las manos.

—No malgastaré el tiempo presentando excusas por mí, señor. No hay ninguna. Como acaso pueda usted verlo, yo no soy como esas pobres muchachas de allá abajo que cayeron en su profesión vergonzosa por pobreza e ignorancia. Yo soy lo que soy debido a ese ser bestial, Max Klein.

”¿Desea saber acerca de París? Fui allá porque Max había arreglado un compromiso para mí con un acaudalado comerciante francés. Mientras eso sucedía, conocí a Michael Osbourne y él se enamoró de mí. Créame, señor, yo no tenía ninguna intención de degradarlo; pero cuando Max llegó a París, vio una oportunidad de utilizar al joven para sus propios fines. Nuestro casamiento era el primer paso en su proyecto, y me obligó a emplear mis artimañas. Michael y yo nos casamos a pesar de mis protestas llorosas.

»Luego, con Michael en sus garras, Max hizo funcionar su trampa. Se trataba del chantaje más escandaloso, señor Holmes. Pondría los acontecimientos en conocimiento del duque de Shires, dijo, y lo amenazó con revelar lo que era la esposa de su hijo, exhibiéndome ante el mundo, a menos de que Su Gracia pagase.

—Pero esto nunca sucedió —interpuso Holmes con los ojos muy brillantes.

—No. Michael tenía más fortaleza de la que Max se había esperado. Amenazó con matar a Max, y hasta hizo el intento. ¡Fue una escena terrible! Michael no tenía ni la menor probabilidad en contra de la fuerza brutal de Max. Derrumbó a Michael —con un golpe. Pero entonces la cólera de Max estalló, su naturaleza salvaje, y le aplicó a Michael la terrible golpiza que dio como resultado su condición actual. En verdad, aquello hubiera terminado con la muerte si es que yo no intervengo. Entonces Max se apoderó de un cuchillo de la mesa, y me puso como estoy según ven. El paroxismo de cólera se le desvaneció apenas a tiempo, evitando un doble asesinato.

—¿La golpiza a Michael y su lesión no lo hizo abandonar su proyecto?

—No, señor Holmes. Si así hubiera sido, estoy seguro de que Max nos deja en París. En lugar de eso, utilizando la suma considerable de dinero que le quitó a Michael, nos trajo de regreso a Whitechapel y compró esta taberna.

—Ese dinero, pues, ¿no era ganancia del chantaje?

—No. El duque de Shires era generoso con Michael hasta que lo desconoció. Max le quitó a Michael hasta el último céntimo que tenía. Luego lo encerró aquí, en El Ángel y la Corona, proyectando sin duda seguir adelante con el plan infame que le bullía en la mente.

—Nos dijo que los trajo de regreso a Whitechapel señora Osbourne —le preguntó Holmes—. ¿Es éste el domicilio de Klein?

—Oh, sí, nació aquí. Conoce todas las calles y callejones. Se le teme mucho en este distrito. Son pocos los que se atreven a disgustarlo u oponérsele.

—¿Cuál era su plan? ¿Lo conoce?

—Chantajear, estoy segura. Pero algo sucedió que lo frustró. Nunca supe qué fue. Entonces Max se me presentó sumamente alborozado. Me declaró que su fortuna estaba hecha, que ya no necesitaba a Michael para nada y pensaba asesinarlo. Le supliqué que no lo hiciera. Quizá fui capaz de tocarle alguna fibra de humanidad en su corazón; en todo caso, me siguió el humor, según lo explicó él, y llevó a Michael al albergue del doctor Murray, sabiendo que había perdido la memoria por completo.

—Esa buena fortuna que regocijaba a Klein, señora Osbourne, ¿de qué naturaleza era?

—Nunca lo supe. Yo le pregunté si el duque de Shires había convenido en pagarle una gran suma de dinero. Me cacheteó y me dijo que atendiera a mis asuntos.

—¿Desde entonces ha sido usted una presa en este sitio?

—Más bien voluntaria, señor Holmes. Max me ha prohibido salir de este cuarto, mucha verdad, pero mi semblante mutilado es mi carcelero real. —La mujer inclinó la cabeza con el velo—. Esto es todo lo que le puedo informar, señor.

—¡No del todo, señora!

—¿Qué más?

—Queda el asunto del estuche de cirujano. También el de un mensaje sin firma que le informaba a lord Carfax del paradero de su hermano Michael.

—No tengo la menor idea, señor —comenzó…

—¡Por favor, no se muestre evasiva, señora! —la interrumpió—. Debo saber todo.

—¡Parece que no hay manera de conservar nada oculto de usted! —exclamó Ángela Osbourne—. ¿Qué es usted, hombre o demonio? ¡Si Max concibiera la menor sospecha de esto, me mataría!

—Nosotros somos sus amigos, señora. No sabrá absolutamente nada por nosotros. ¿Cómo descubrió usted que el estuche había sido empeñado con Joseph Beck?

—Tengo un amigo. Viene aquí con riesgo de su vida y habla conmigo y me ayuda en mis encargos.

—Sin duda el Tommy a quien esperaba usted cuando tocamos a su puerta.

—¡Por favor, señor Holmes, no lo mezcle a él en esto!

—Carezco de la menor razón para mezclarlo. Pero sí desearía saber algo más sobre él.

—Tommy les ayuda a veces en el albergue de la calle Montague.

—¿Lo envió usted allí originalmente?

—Sí, para saber noticias de Michael. Después de que Max lo condujo a la hostería, me escurrí una noche, con gran riesgo para mí, y puse en el correo la carta a que usted se refiere. Consideré que le debía a Michael eso por lo menos. Estaba segura de que Max nunca lo sabría, porque no alcanzaba a ver ningún modo mediante el cual lord Carfax pudiera descubrirnos, con la memoria de Michael perdida por completo.

—¿Y el estuche de cirujano?

—Tommy oyó a Sally Young discutir con el doctor Murray la posibilidad de empeñarlo. Se me ocurrió que pudiera ser un medio de interesarlo a usted a utilizar sus talentos, señor Holmes, para la aprehensión de Jack el Destripador. De nuevo me fue posible escabullirme, rescaté el estuche y se lo envié por correo.

—¿Fue deliberado el retirar el escalpelo para autopsias?

—Sí. Estaba segura de que usted comprendería. Luego, cuando no tuve noticia ninguna de que usted hubiese mostrado interés en el estuche, me entró la desesperación y le envié el escalpelo faltante.

Holmes se inclinó hacia adelante, mostrando muchísima atención en su rostro de gavilán.

Señora, ¿cuándo decidió que Max Klein era el Destripador?

Ángela Osbourne se llevó las manos al velo y se lamentó:

—¡Oh, no sé, no sé!

—¿Qué fue lo que la hizo a usted decidirse a pensar que él era el monstruo? —insistió Holmes, inexorable.

—¡La naturaleza de los crímenes! No puedo concebir a nadie, con excepción de Max, como siendo capaz de tales atrocidades. Su carácter maniaco. Sus temibles cóleras.

No estábamos destinados a saber ya nada más por Ángela Osbourne. La puerta se abrió y Max Klein saltó dentro del cuarto. Su rostro aparecía convulso, poseído de una pasión perversa que, según consideramos, apenas si podía dominar. Traía en la mano una pistola amartillada.

—Si alguno de ustedes mueve un solo dedo —gritó—, ¡lo mando a los infiernos!

Había muy poca duda de que así lo haría.

* * *

La última reverencia

del investigador de Ellery.

SONÓ el timbre de la puerta.

Ellery no le hizo caso.

Sonó de nuevo…

Continuó leyendo…

Por tercera vez…

Terminó el capítulo.

Cuando finalmente llegó allá, el visitante había renunciado y se marchaba. Pero dejó un telegrama bajo la puerta.

AMIGO DEL ALMA GUIÓN MIENTRAS BUSCABA UNA ESPINA SU INVESTIGADOR ENCONTRÓ UNA ROSA PUNTO YA NO BUSCARA MÁS PUNTO SU NOMBRE ES RACHEL HAGER PERO UN NOMBRE NO LE PUEDE HACER JUSTICIA PUNTO FUE A AQUELLA FIESTA SOLAMENTE PORQUE YO ESTABA ALLÍ COMA SIENDO UN HECHO QUE ESTA REVENTANDOME LOS BOTONES PUNTO EL CASAMIENTO ES LA SIGUIENTE PARADA PUNTO HEMOS PENSADO EN HIJOS PUNTO SALUDOS DE LOS DOS PARA USTED PUNTO.

GRANT

—Gracias a Dios que me he librado de él —manifestó Ellery en voz alta, y regresó a Sherlock Holmes.