CAPÍTULO IX
EL CUBIL DEL DESTRIPADOR

NO PODÍA HACER nada más que esperar. Infectado por la fiebre de impaciencia de Holmes, tratando de ocupar las horas, estudiaba la situación pretendiendo aplicar los métodos que había visto a Sherlock emplear.

Su identificación del Destripador como uno de cuatro individuos, vino a compartir mis meditaciones, pueden estar seguros, pero otros elementos del acertijo me producían cierta confusión: el aserto de Mycroft de que su hermano no contaba con todas las piezas, y el deseo de Holmes de empeñar la lucha con el «tigre» que vagaba por las callejuelas de Londres. Si el Destripador era una de cuatro personas con quien no se hubiese encontrado Holmes, ¿en dónde encajaba el «tigre»? ¿Y por qué era necesario localizarlo antes de pedirle cuentas al Destripador?

Mucho me hubiese regocijado si hubiera sabido que, en ese momento, yo era el que poseía la llave. Pero estaba ciego tanto a la llave como a su significado, y cuando adquirí ese conocimiento, lo único que me produjo fue humillación.

Así malgastaba las horas, mohíno, con un solo lapso en su monotonía. Esto ocurrió cuando un botones muy bien uniformado entregó una nota en Baker Street.

—Señor, un recado del señor Mycroft Holmes para el señor Sherlock Holmes.

—El señor Holmes está ausente en este momento —le contesté—. Puede dejar la nota.

Después de que despedí al botones, examiné el recado. Estaba metido en un sobre sellado de la Foreign Office. El Ministerio del Exterior era en donde trabajaba Mycroft.

Los dedos me cosquilleaban por abrir el sobre, pero no lo hice, por supuesto. Me embolsé la misiva y proseguí con mis zancadas. Las horas pasaban sin ningún signo de Holmes. A veces me aproximaba a la ventana y contemplaba la neblina que estaba cubriendo a Londres. Me hice observar a mí mismo lo favorable que sería esta noche para el Destripador.

Esto, evidentemente, se le habría ocurrido también al maniaco. Con verdadero dramatismo, casi pisándole los talones a mi pensamiento, llegó un recado de Holmes, que me entregó un rapazuelo. Lo abrí con dedos temblorosos mientras esperaba el chico.

Mi querido Watson:

Dele al mensajero media corona por su molestia, y búsqueme con verdadera urgencia en la «morgue» de la calle Montague.

Sherlock Holmes

El rapazuelo, de rostro inteligente, estoy seguro de que nunca había recibido una pourboire tan generosa. Me sentí tan aliviado que le regalé una corona.

Sin perder ni un segundo, ya me encontraba en un coche, urgiéndole al cochero al través de la niebla, espesa como sopa de chícharos, que ensombrecía las calles. Afortunadamente, el auriga tenía los instintos de una paloma mensajera. En un lapso notablemente corto me indicó:

—La puerta de la derecha, señor. Camine en línea recta y cuidado con las narices o se las rompe contra la maldita verja.

Di con la entrada tras algo de tentaleo, entré, crucé el patio y hallé a Holmes junto a la mesa del mortuorio.

—Todavía otra, Watson —fue su saludo ominoso.

El doctor Murray y el imbécil se encontraban también presentes. Murray permanecía junto a la mesa, en silencio, pero Michael-Pierre se agazapaba contra la pared, con gran temor pintado en el semblante.

Como Murray permanecía inmóvil, Holmes frunció el ceño murmurando con voz cortante.

—Doctor Murray, ¿usted no duda de la capacidad del doctor Watson para ayudarlo?

—No, no —contestó con viveza Murray y retiró la sábana.

Pero ¡vaya que se me puso a prueba! Era el trabajo de carnicería más increíble que ninguna mente sana pudiera concebir llevado a cabo sobre un cuerpo humano. El Destripador había operado con una habilidad de demente. Por decencia, me abstengo de anotar los detalles, salvo por mi suspiro de estupefacción ahogada.

—¡Falta un seno, Holmes!

—En esta ocasión —repuso sombríamente Holmes—, nuestro loco se llevó un trofeo.

No pude aguantarlo más; me bajé de la plataforma y Holmes hizo lo mismo.

—¡En nombre de Dios, Holmes —exclamé— es preciso detener a esa bestia humana!

—Tiene usted mucha gente que lo acompaña en esa plegaria, amigo Watson.

—¿Le ha sido de alguna ayuda Scotland Yard?

—Más bien, Watson —me contestó ceñudo—, ¿le he sido yo de alguna ayuda a Scotland Yard? Muy poca, me temo.

Nos despedimos de Murray y del imbécil. En la neblina que se arremolinaba, me estremecí:

—Esa ruina que fue Michael Osbourne en alguna ocasión… ¿Fue fantasía mía o se agazapaba allí como perro fiel de Murray que espera un puntapié por alguna falta?

—O como un perro fiel —me corrigió—, que se da cuenta del horror de su amo y busca compartirlo. Está usted obsesionado con Osbourne, Watson.

—Tal vez lo esté. —Forcé la mente a que se regresara—. Holmes, ¿le fue posible detener al mensajero que echó a correr?

—Le seguí las huellas por varias cuadras, pero conocía los laberintos de Londres tan bien como yo. Lo perdí.

—¿Y de qué manera se pasó el resto del día, si puedo preguntarle a usted?

—Una parte de él en la biblioteca de Bow Street, tratando de imaginarme un dechado mediante una proyección hipotética del cerebro del loco.

Comenzó a caminar con lentitud al través de la niebla, conmigo a su lado.

—¿Adónde vamos, Holmes?

—A una sección particular de Whitechapel. Establecí un esbozo, Watson, una especie de posición de todos los asesinatos conocidos del Destripador, colocándolo encima de un mapa de la zona que cubren. Me pasé varias horas estudiándolo. Estoy convencido de que el Destripador trabaja desde un lugar central, una habitación, un santuario desde donde sale a vagar y regresa.

—¿Se propone buscar?

—Sí. Veremos si las suelas de los zapatos nos proporcionan algo en que nos han fallado las butacas.

—¡Vaya si costará trabajo con esta neblina!

—Es verdad, pero tenemos ciertas ventajas de nuestra parte. Por ejemplo, he puesto énfasis al interrogar a los testigos.

Esto me dejó estupefacto.

—¡Holmes! ¡No sabía que hubiese ninguno!

—De cierta clase, Watson, de cierta clase. En varias ocasiones, el Destripador ha trabajado peligrosamente, muy cerca de que lo detengan. En realidad, sospecho que con toda deliberación arregla sus asesinatos en esa forma, por menosprecio y desafío. Usted se acordará de nuestro encuentro con él.

—¡Bien que me acuerdo!

—De todos modos, he decidido por el rumor de sus pisadas fugitivas, que se mueve por el perímetro de un círculo hacia el centro. En ese centro es en donde buscaremos.

De esa manera nos hundimos, en esa noche ahogada de niebla, con rumbo a los sumideros de Whitechapel, adonde llegan los desperdicios humanos de la gran ciudad. Holmes se movía con una seguridad que hablaba de su familiaridad con aquellas profundidades malolientes. Íbamos en silencio, excepto cuando Holmes me preguntó:

—A propósito, Watson, confío en que habrá pensado en echarse un revólver en su bolsillo.

—Fue lo último que hice antes de venir a reunírmele.

Primero nos aventuramos en lo que resultó ser un fumadero de opio. Pugnando por respirar en aquella atmósfera recargada, seguía a Holmes que avanzaba en la fila de literas en donde yacían los adictos envueltos en sus sueños miserables. Holmes se detenía aquí y allá para una inspección más cuidadosa. A algunos les murmuraba una palabra y, a veces, recibía otra en respuesta. Cuando nos retiramos, parecía como si no hubiese obtenido nada de valor.

De allí procedimos a una serie de tabernuchas en donde se nos acogía con un silencio malhumorado. También aquí Holmes hablaba sotto voce con algunos de los individuos que nos encontrábamos, de tal modo que yo estaba seguro de que conocía a algunos de ellos. De vez en cuando, una moneda o dos pasaban de su mano a una palma sucia. Pero seguíamos adelante.

Habíamos salido del tercer tugurio, más horripilante que los otros, cuando ya no me pude contener más.

—Holmes, el Destripador no es una causa. Es un resultado.

—¿Un resultado, Watson?

—De tales lugares de corrupción como éstos.

Holmes se encogió de hombros.

—¿No le produce a usted indignación?

—Por supuesto que tendría por muy bienvenido un cambio, Watson. Quizá en algún tiempo futuro, más ilustrado, se producirá. Mientras tanto, yo soy un realista. La utopía es un lujo sobre el cual no tengo tiempo de soñar.

Antes de que le pudiera contestar, empujó otra puerta para abrirla y nos encontramos en un burdel. El relente de perfumes baratones por poco me tambalea. El cuarto en el que entramos era un salón, con media docena de hembras, desnudas en parte, sentadas en actitudes lúbricas, esperando al que surgiera de la neblina.

Con toda ingenuidad yo desviaba los ojos de las invitadoras sonrisas y de las posturas lascivas que nos saludaron por todas partes. Holmes se puso a la altura de las circunstancias con su ecuanimidad acostumbrada, prestándole atención a una de las muchachas, una cosita pálida que estaba sentada cubierta apenas por un vestido, un poco entreabierto descuidadamente.

—Buenas noches, Jenny.

—Buenas noches, señor Holmes.

—Esa dirección de un doctor que le di. ¿Lo fue a ver?

—Sí señor. Me dio un certificado de buena salud.

Se corrió una cortina y apareció una madama gordinflona, con ojos como uvas, que nos miraba.

—¿Qué lo trae en una noche como ésta, señor Holmes?

—Estoy seguro de que lo sabe, Leona.

Su rostro se puso con un ceño molesto.

—¿Por qué piensa que mis muchachas andan afuera, en las calles? ¡No es así! No deseo perder a ninguna de ellas.

Una mujer regordeta, con exceso de pintura, habló con rabia:

—Si no es una vergüenza, ¡vaya! Una pobre muchacha traída a mal traer por los polizontes todo el tiempo.

Otra de ellas comentó:

—Casi me había conseguido un cliente, seguro, que vive en el Pacquin. Iba a subir las escaleras, con corbata blanca y capa, y se detiene cuando me ve. Luego este policía sale de entre la neblina. «Vamos, jovencita, largo para tu cuna. Ésta no es una noche para andar vagabundeando». —Y la mujer escupió colérica en el piso.

La voz de Holmes era tranquila cuando dijo:

—El caballero huyó, ¿presumo?

—Se subió a su cuarto, pero sin llevarme.

—¡Vaya sitio para que viva un caballero!, ¿no diría usted?

La mujer se limpió la boca con el dorso de la mano.

—Puede vivir en donde le venga en gana, ¡maldito sea!

Holmes ya se iba dirigiendo hacia la puerta. Al pasar junto a mí, me murmuró:

—Venga, Watson. ¡Aprisa, aprisa!

De vuelta a la niebla, me tomó de la mano y comenzó a tironearme hacia adelante.

—¡Ya lo tenemos, Watson! ¡Estoy seguro de ello! Visitas, comentarios, una pregunta… y descubrimos la pista de un demonio que puede hacer muchas cosas. ¡Pero hacerse invisible no es una de ellas!

Un verdadero regocijo se advertía en cada una de las palabras mientras Holmes me llevaba tras sí.

Unos cuantos momentos más tarde me encontré tropezando en un tramo de escalones muy estrecho, apoyándome contra la pared de madera.

El esfuerzo de la cacería había cansado al mismo Holmes, y al ir subiendo me decía:

—Este Pacquin renta cuartos, Watson. Whitechapel abunda en sitios como éste. Afortunadamente, yo estaba familiarizado con el nombre y la dirección.

Miré hacia arriba y me percaté de que estábamos llegando a una puerta entreabierta. Subimos hasta arriba y Holmes se precipitó hacia adentro. Yo lo seguía.

—¡Qué maldita suerte! —exclamó—, ¡alguien ha estado aquí antes que nosotros!

Nunca, en todos nuestros días juntos, había yo visto a Holmes presentar semejante imagen de frustración amarga. Estaba a la mitad de un cuarto pequeño, amueblado escasamente, con el revólver en la mano y llameantes los ojos grises.

—Si éste era el cubil del Destripador —manifesté—, ha huido ya.

—¡Y definitivamente, sin duda!

—Quizá Lestrade le siguiera también la pista.

—¡Apuesto a que no! Lestrade debe de andar trastabillando por alguna callejuela.

El cuarto estaba todo en desorden, debido a la prisa que tenía el Destripador de escaparse. Mientras buscaba palabras para menguarle el desencanto a Holmes, éste me tomó del brazo, sombrío.

—Si duda que el maniaco opera desde este tugurio, Watson, mire allí.

Al fijar la vista en el punto que me señalaba el dedo, lo descubrí. El horroroso trofeo, el seno que faltaba del cadáver en la «morgue» de la calle Montague.

He visto bastantes violencias y muertes, pero esto era algo peor. Aquí no había acaloramiento, no había cólera; solamente horror, y mi estómago se rebelaba contra él.

—Me voy, Holmes. Lo esperaré abajo.

—Tampoco tiene caso qué me quede yo. Lo que hay que ver aquí, se ve con toda rapidez. Nuestra presa es demasiado astuta para dejar algún indicio.

En ese momento, posiblemente porque mi pensamiento buscaba una diversión, me acordé del recado.

—A propósito, Holmes, un botones llevó una nota a la calle Baker esta tarde, para usted, de su hermano Mycroft. Con esta excitación lo había olvidado. —Le entregué el sobre y lo abrió.

Si esperaba que me diera las gracias, me engañaba. Después de leer la misiva, Holmes levantó hacia mí unos ojos fríos.

—¿Le agradaría oír lo que escribe Mycroft?

—¡Claro que sí!

—La nota dice:

Querido Sherlock:

Algunos informes me han llegado, en forma que te explicaré más tarde, los cuales serán de valor para ti. Un individuo llamado Max Klein es el propietario de una taberna de Whitechapel que ostenta el nombre de «El Ángel y la Corona». Sin embargo, Klein compró el tugurio recientemente, hará algo así como cuatro meses.

Tu hermano, Mycroft.

Me Sentía demasiado confuso para sospechar de qué lado soplaba el viento. Me hice esa concesión, por lo menos, porque muchísimo más puede ser explicado únicamente aceptando una estupidez de abismo. De todos modos, exclamé:

—Oh, sí, Holmes, yo ya sabía eso. Me lo contó la muchacha con quien estuve hablando durante mi visita a El Ángel y la Corona.

—¡No me diga! —me soltó Holmes con voz peligrosa.

—Un tipo temible ese Klein. Se me ocurrió que no le había tomado mucho tiempo para imprimir su personalidad al establecimiento.

Holmes hizo explosión, levantando los puños.

—¡Santo Dios que está en los cielos! ¡Estoy metido hasta la rodilla con idiotas!

El viento que no me habla sospechado me golpeó con su ráfaga. Se me cayó la mandíbula y permanecí con la boca abierta. Por fin pude decir:

—Holmes, no comprendo.

—¡Entonces, no hay esperanzas para usted, Watson! Primero, obtiene los informes exactos que me hubieran permitido resolver este caso, y luego se los guarda alegremente. Después se le olvida darme la nota que contiene el mismo hecho vital. ¡Watson, Watson! ¿De parte de quién está usted?

Si había estado confuso antes, ahora lo estaba por completo, en medio del mar. No era posible ninguna protesta, y una actitud de reto, defensa de mi propia estima, estaba fuera de lugar.

Pero Holmes no era hombre para ensañarse en un punto.

—¡El Ángel y la Corona, Watson! —exclamó precipitándose a la puerta—. No, a la «morgue» primero. ¡Vamos a ofrecerle a ese demonio una muestra de su propio trabajo!

* * *

Ellery recibe noticias del pasado.

SONÓ EL TIMBRE de la puerta.

Ellery dejó el diario. Indudablemente que sería el borrachín. Discutió consigo mismo respecto a contestar, miró con remordimiento hacia la maquina de escribir y se encaminó al vestíbulo a abrir la puerta.

No era Grant Ames, sino un mensajero de la Western Union. Ellery firmó y leyó el telegrama sin firma.

SIGNO DE INTERROGACIÓN ME HACES EL FAVOR POR AMOR DE DIOS DE CONECTAR TU TELÉFONO SIGNO DE INTERROGACIÓN SIGNO DE ADMIRACIÓN ME VOY A VOLVER LOCO SIGNO DE ADMIRACIÓN.

—No hay ninguna contestación —murmuró Ellery. Le dio una propina al recadero y se dirigió en línea recta a cumplir con la orden del inspector.

Mascullando para sí, también conectó la rasuradora eléctrica y se dedicó a arar al través de sus barbas. Supuesto que sigue telefoneando, pensó, continúa todavía en las Bermudas. Puedo obligarlo a que permanezca una semana más.

El teléfono revivido tintineó. Ellery dejó la rasuradora y contestó. El buen viejo…

Pero no era su padre. Era la voz temblorosa de una anciana. De una muy anciana.

—¿El señor Queen?

—¿Sí?

—He estado esperando saber algo de usted.

—Debo presentarle mis excusas —contestó Ellery—. Mi intención era llamarla, pero el manuscrito del doctor Watson me sorprendió en momentos muy atareados. Estoy metido hasta las orejas en un manuscrito mío propio.

—Lo siento mucho.

—Yo soy quien lo siente, créame.

—Entonces, ¿no ha tenido tiempo de leerlo?

—Por lo contrario. Era una tentación que no pude resistir, con límite de tiempo o sin él. Sin embargo, he tenido que racionarme. Todavía me faltan dos capítulos.

—Quizá, señor Queen, con su tiempo tan limitado, será mejor que espere a que haya terminado su propio trabajo.

—No, ¡por favor! Mis problemas ya han sido resueltos, y tengo vivos deseos de esta conversación.

La culta voz de la anciana produjo un graznidito.

—No necesito mencionarle que mi pedido adelantado para su nueva obra de misterio ya lo envié, como siempre. O, ¿consideraría usted eso como adulación deliberada? ¡Confío en que no!

—Es usted muy amable.

Había algo bajo la dicción tranquila y precisa, la mesura, la disciplina, algo de que estaba seguro Ellery, posiblemente porque lo había estado aguardando… una tensión, como si la anciana estuviera casi a punto de estallar.

—¿Tuvo usted algunas dudas respecto a la autenticidad del manuscrito, señor Queen?

—Al principio, francamente, cuando Grant me lo trajo, pensé que era una falsificación. Pronto cambié de opinión.

—Debe haber considerado muy excéntrica mi manera de entregárselo.

—No después de haber leído el capítulo inicial —repuso Ellery—, comprendí por completo.

En la voz de la anciana se notó un temblorcillo.

—Señor Queen, él no lo hizo. ¡Él no era el Destripador!

Ellery trató de calmar su sufrimiento.

—Han pasado tantos años. ¿Importa acaso todavía?

—¡Sí importa, sí importa! Siempre importa la injusticia. El tiempo cambia muchas cosas, pero no ésa.

Ellery le recordó que no había concluido aún el manuscrito.

—Pero usted sabe. Tengo la sensación de que usted sabe.

—Me doy cuenta de la dirección en que apunta el dedo.

—Y sigue apuntando hasta el final. ¡Pero no es verdad, señor Queen! Sherlock Holmes estaba equivocado, ¡por una vez! No hay que echarle la culpa al doctor Watson. Se limitó a anotar el caso tal como se desenvolvió, según lo dictó el señor Holmes. Pero el señor Holmes fracasó, y cometió una gran injusticia.

—Pero el manuscrito no se publicó nunca…

—Eso no hace la menor diferencia genuina, señor Queen. Se supo el veredicto, la mancha quedó impresa indeleblemente.

—Pero ¿qué puedo yo hacer? Nadie puede cambiar al ayer.

—¡El manuscrito es todo lo que tengo, señor! ¡El manuscrito y esa mentira abominable! Sherlock Holmes no era infalible por sí mismo, únicamente. La verdad ha de estar oculta en alguna parte del manuscrito, señor Queen. Le estoy suplicando que la halle.

—Haré lo que pueda.

—Gracias, joven. Muchas gracias.

Con la comunicación bien cortada, Ellery dejó el aparato y le dirigió una mirada furibunda. Era una invención miserable. Él era un buen tipo que hacía obras buenas y era muy bondadoso con su padre, ¡y ahora esto!

Sentíase inclinado a desearle una erupción en la cabeza a John Watson, M.D., y a todos los Boswell adorables (¿en dónde estaba el suyo?); pero luego suspiró, recordando la voz temblorosa de la anciana y se sentó con el manuscrito de Watson de nuevo.