LOS DÍAS SIGUIENTES fueron sumamente insoportables. Durante todas nuestras relaciones, nunca había visto a Holmes tan intranquilo y tan difícil de convivir con él.
Después de nuestra entrevista con lord Carfax, Holmes dejó de comunicarse conmigo. No tomaba en cuenta mis insinuaciones. Entonces se me ocurrió que me había mezclado mucho más en este caso que en ninguna de las otras investigaciones que hubiera compartido con él. A la luz del caos que había logrado crear, mi castigo parecía justo. Así que me retiré a mi acostumbrado papel de espectador, y esperé pacientemente los acontecimientos.
Fueron lentos para presentarse. Holmes se había convertido en algo semejante al Destripador. En un personaje de la noche. Se desaparecía de la calle Baker a la caída de las sombras, para no volver sino al amanecer a pasarse el día meditando en silencio. Yo me quedaba en mi propia habitación, sabiendo que la soledad era esencial para él en tales momentos. Su violín se lamentaba a intervalos. Cuando ya no podía soportar sus chirridos, me hundía en el bienvenido estruendo de las calles de Londres.
Sin embargo, a la tercer mañana, su aspecto me aterró.
—¡Holmes, por amor de Dios! —exclamé—. ¿Qué le ha pasado a usted?
Traía una feísima contusión, amoratada, abajo de la sien derecha. Le hablan arrancado la manga izquierda de la chaqueta, y una herida en la muñeca denotaba haber sangrado copiosamente. Caminaba cojeando, y estaba tan mugroso como cualquiera de los rapaces callejeros que enviaba con frecuencia en misiones misteriosas.
—Una disputa en una calleja oscura, Watson.
—¡Permítame que le cure esas heridas!
Fui a tomar mi maletín de mi alcoba y regresé. Me mostró los ensangrentados nudillos de la mano derecha.
—Traté de atraer a nuestro enemigo a campo descubierto, Watson. Y lo conseguí. —Obligando a Holmes a que se sentara en un sillón, principié mi examen—. Lo conseguí, pero fracasé.
—Se arriesga usted peligrosamente.
—Los asesinos, dos de ellos, se abalanzaron hacia mi cebo.
—¿Los mismos que nos atacaron?
—Sí. Mi objeto era atrapar a uno, pero mi revólver se atoró, ¡maldita suerte!, y ambos se escaparon.
—Descanse, Holmes. Recárguese. Cierre los ojos. Quizá le debiera dar un calmante.
Hizo un gesto de impaciencia.
—Estos rasguños no son nada. Lo que me duele es mi fracaso. Tan cercano y, con todo, tan lejos. Si me hubiera sido posible detener a uno de estos rufianes, hubiese logrado arrancarle el nombre de su jefe prontamente, le garantizo.
—¿Tiene usted la impresión de que son esos brutos los que están perpetrando las carnicerías?
—¡Santo cielo, no! Son valentones, fuertes y saludables, muy distintos de la criatura depravada que nosotros buscamos. —Holmes se movió nerviosamente—. Otro, Watson, un tigre sediento de sangre es el que anda suelto en la jungla de Londres.
El nombre temido me pasó por la cabeza.
—¿El profesor Moriarty?
—Moriarty no está mezclado en esto. He comprobado sus actividades y el lugar por donde actúa. Está ocupado en otro sitio. No, no es el profesor. Estoy seguro de que nuestro hombre es uno de cuatro posibles.
—¿A cuáles cuatro se refiere usted?
Holmes se encogió de hombros.
—¿Qué importa, supuesto que soy incapaz de ponerle la mano encima?
La tensión física había empezado a imponérsele. Holmes se recargó en el sillón, y con los ojos entrecerrados dejó vagar los ojos por el techo. Pero la fatiga no se extendió a sus vivas facultades mentales.
—Este «tigre» al que usted se refiere —le dije—, ¿en qué se beneficia con andar matando a infelices prostitutas?
—El asunto está más embrollado que eso, Watson. Hay varios hilos oscuros que se enredan y dan vueltas en este laberinto.
—El tonto repulsivo de la hostería —murmuré.
La sonrisa de Holmes no era nada placentera.
—Me temo, mi querido Watson, que usted le haya puesto el dedo al hilo equivocado.
—¡No puedo creer que Michael Osbourne no se encuentre mezclado en esto en alguna forma!
—Mezclado, sí. Pero…
No terminó, porque en ese momento el timbre sonó abajo. La señora Hudson ya estaba abriendo la puerta. Holmes manifestó:
—He estado esperando a un visitante; es puntual, Watson. Mi chaqueta, por favor, no quiero aparecer como cualquier pendenciero de la calle que ha llegado a que lo curen.
Para cuando se la había endosado, encendiendo su pipa, la señora Hudson introducía en nuestro estudio a un joven rubio, bien parecido. Consideré que andaría por la mitad de sus treintas. Seguramente que era un hombre bien nacido; excepto por una mirada de asombro solapada, no hizo ninguna referencia al aspecto de Holmes.
—Ah —exclamó Holmes—, el señor Timothy Wentworth, según creo. Sea usted bienvenido, señor. Tome el asiento junto al fuego. El aire es húmedo y frío esta mañana. Éste es mi amigo y colega, el doctor Watson.
El señor Timothy Wentworth hizo una zalema para aceptar la presentación y tomó el sillón ofrecido.
—Su nombre es famoso, señor —empezó—, como lo es el del doctor Watson. Me siento muy honrado en conocerlos. Pero estoy sumamente ocupado en París, y me desprendí de allá solamente debido a mi estimación por un amigo, Michael Osbourne. Me he quedado sorprendido por su desaparición de París sin avisarme. Si puedo hacer algo para ayudar a Michael, consideraré que el cruce del Canal valía la pena a pesar de todos sus inconvenientes.
—Lealtad muy admirable —comentó Holmes—. Quizá nos podamos esclarecer el uno al otro, señor Wentworth. Si usted nos dice lo que sepa sobre la permanencia de Michael en París, yo le completaré el final de su historia.
—Muy bien. Conocí a Michael hace unos dos años, cuando nos matriculamos juntos en la Sorbona. Me figuro que congeniamos debido a que somos totalmente opuestos y por lo tanto nos complementamos en muchas cosas. Soy un poco retraído; en verdad, mis amigos me consideran tímido. Por otra parte, Michael estaba poseído de un carácter fogoso, a veces alegre, a veces frisando con la violencia, cuando sentía que se había abusado de él. Nunca dejó que existiera la menor duda respecto a su opinión sobre cualquier asunto; sin embargo, haciendo concesiones por nuestros defectos, nos llevábamos muy bien. Michael fue muy bueno conmigo.
—Y también usted para él, señor, no tengo ni la menor duda —añadió Holmes—, pero dígame, ¿qué supo usted de su vida personal?
—Éramos muy francos uno con otro. Pronto supe que era el hijo segundo de un noble inglés.
—¿Estaba amargado o triste por su categoría de segundón?
El señor Timothy Wentworth frunció el entrecejo mientras consideraba su respuesta.
—Debería de contestar que sí, y con todo, no. Michael tenía una tendencia a hacer explosión, digamos, y a cometer extravagancias. Su educación y trasfondo le prohibían una conducta semejante, y hacían que le surgiera por dentro una especie de culpabilidad. Necesitaba justificar esa culpabilidad, y su posición como hijo segundo era algo contra lo cual rebelarse. —Nuestro visitante se detuvo algo cohibido—. Me temo que me esté explicando mal.
—Por lo contrario —le aseguró Holmes—, se expresa con admirable claridad. ¿Y puedo suponer, no es así, que Michael no abrigaba ninguna acritud en contra de su padre o de su hermano mayor?
—Estoy seguro de que no la abrigaba. Pero también puedo entender la opinión contraria del duque de Shires. Juzgo al duque como a un hombre de espíritu orgulloso, hasta arrogante, preocupado con el honor de su nombre.
—Lo juzga exactamente como es. Pero le suplico que prosiga.
—Bueno, entonces vino la alianza de Michael con aquella mujer. —El disgusto de Timothy Wentworth resultaba aparente por su tono—, Michael la conoció en alguna de las ratoneras de Pigalle. Me contó su encuentro al siguiente día. No me preocupé por ello, considerándolo como un simple retozo. Pero ahora veo que el retiro de Michael de nuestra amistad comenzó en esa época. Fue lento si se mide por horas y días, pero bastante rápido si lo contemplo ahora en el recuerdo, desde el momento en que me narró la aventura y la mañana en que empacó sus cosas y me confesó que se había casado con la mujer.
Yo interpuse un comentario.
—Debe usted de haber sufrido un choque fuerte, señor.
—La palabra choque no es la exacta. Me quedé estupefacto. Cuando hallé frases con que reprochárselo, me gruñó que me ocupara de mis asuntos y me dejó. —Aquí apareció un profundo pesar en los ojos azules y honrados del joven—. Fue el fin de nuestra amistad.
—¿No lo volvió a ver? —murmuró Holmes.
—Traté de hacerlo y lo vi brevemente en dos ocasiones. Los rumores sobre cosas como ésas, por supuesto, no se pueden conservar secretos: poco tiempo después a Michael lo expulsaron de la Sorbona. Cuando supe eso, me empeñé en buscarlo. Lo hallé viviendo en un cuchitril infecto de la margen izquierda del Sena. Estaba solo, pero supuse que su esposa estaba habitando con él. Se encontraba medio borracho y me recibió con hostilidad: un hombre totalmente distinto del que yo había conocido. No podía lograr penetrar hasta él, así que dejé algún dinero sobre la mesa y me salí. Dos semanas después me lo encontré en la calle, cerca de la Sorbona. Su apariencia me afectó en extremo. Era como si un alma perdida hubiese regresado a contemplar con melancolía la oportunidad que había desechado. Sin embargo, le quedaba algo de su actitud de reto. Cuando intenté hablarle, me lanzó un gruñido de menosprecio y se escabulló.
—¿Debo entender, entonces, que usted nunca ha visto a su esposa?
—No, pero había rumores respecto a ella. Se murmuraba que la mujer tenía un confederado, un hombre con quien había tenido relaciones tanto antes como después de su matrimonio. Empero, no tengo conocimientos exactos sobre eso. —Hizo una pausa, como meditando sobre el trágico destino de su amigo. Luego alzó la cabeza y habló con mayor ánimo—. Creo que a Michael lo forzaron en alguna forma a ese matrimonio desastroso, que él de ningún modo buscó deliberadamente arrojar esa mancha en su nombre ilustre.
—Y yo creo —le indicó Holmes— que lo puedo tranquilizar a ese respecto. Llegó a mi poder, últimamente, el estuche de instrumentos de cirujano de Michael, y descubrí al examinarlo que había cubierto cuidadosamente con un pedazo de terciopelo su escudo de armas.
Los ojos de Timothy Wentworth se dilataron.
—¿Se vio obligado a desprenderse de sus instrumentos?
—El punto que quiero demostrar —continuó Holmes— es que este acto en sí de ocultar su escudo indica no sólo vergüenza, sino un esfuerzo por proteger el nombre que se le ha acusado que trata de hundir en el deshonor.
—Es intolerable que su padre no quiera creer eso. Pero ahora, señor, le he dicho todo lo que sé, y tengo muchos deseos de escuchar lo que usted tenga que contarme.
A Holmes se le notaba visiblemente renuente a contestar. Se levantó de su asiento y le dio una vuelta rápida al cuarto. Después se detuvo.
—No hay nada que pueda usted hacer por Michael —masculló.
Wentworth parecía listo a saltar.
—¡Pero hicimos un trato!
—Algún tiempo después de que usted lo vio, Michael tuvo un accidente. En la actualidad, apenas si es algo más que un poco de carne sin mentalidad, señor Wentworth. No se acuerda nada de su pasado, y probablemente jamás recuperará la memoria; pero está bien cuidado. Como ya he dicho, no hay nada que usted pueda hacer por él, y al sugerir que no lo vea, estoy tratando de economizarle nuevos pesares.
Timothy Wentworth bajó el ceño hacia el suelo, considerando el consejo de Holmes. Me alegré cuando lo oí suspirar y decir:
—Muy bien, señor Holmes, entonces esto ha terminado. —Wentworth se puso en pie y extendió la mano—. Pero si hay algo que yo pueda hacer en alguna ocasión, señor, le ruego que se comunique conmigo.
—Puede estar usted seguro de ello.
Después de que el joven se hubo marchado, Holmes se quedó en pie en silencio, contemplando por la ventana a nuestro visitante que se retiraba. Cuando habló, lo hizo en un tono tan bajo de voz que apenas si logré pescar sus palabras.
—Cuanto más graves son nuestras faltas, Watson, más se apega a nosotros un verdadero amigo.
—¿Qué fue eso, Holmes?
—Un pensamiento pasajero.
—Bueno, pues debo decir que la versión del joven Wentworth cambia mi opinión de Michael Osbourne.
Holmes regresó al fuego para atizarlo un poco.
—Pero yo estoy seguro de que sus rumores tienen más significación que sus hechos.
—Confieso que no lo sigo a usted.
—El rumor de que la mujer, la esposa de Michael, tenía un cómplice, arroja más luz en el problema. Ahora bien, ¿qué pudiera ser este hombre, Watson, más que un eslabón faltante? ¿Nuestro tigre que azuza a los asesinos en contra nuestra?
—Pero ¿cómo lo supo?
—Ah, sí. ¿Cómo descubrió que yo estaba sobre su pista antes de que lo supiera yo mismo? Me parece que le haremos una nueva visita al duque de Shires, en su casa de aquí de la ciudad, en Berkeley Square.
Sin embargo, no estábamos destinados a efectuar esa visita. En aquel momento sonó otra vez la campanilla abajo, y oímos a la señora Hudson de nuevo contestar la llamada. Siguió un gran estruendo; el visitante había pasado junto a nuestra patrona e iba subiendo los escalones de dos en dos. Se abrió nuestra puerta y apareció un joven delgado, de rostro lleno de barros y un aire de reto. Sus maneras eran tales que extendí la mano automáticamente hacia un atizador.
—¿Quién de ustedes es el señor Sherlock Holmes?
—Yo, muchacho —contestó Holmes, y el joven le tendió un paquete envuelto en papel de estraza.
—Entonces, esto se le debe de entregar a usted.
Holmes tomó el paquete y lo abrió sin ceremonia.
—El escalpelo faltante —exclamé yo.
Holmes no tuvo ocasión de responder. El mensajero se había escurrido y Holmes se dio media vuelta con rapidez.
—¡Espere! —le gritó—. ¡Debo hablar con usted! ¡No le haré ningún daño!
Pero el muchacho había desaparecido. Holmes se precipitó fuera del cuarto. Yo me lancé a la ventana, y divisé al joven que huía calle abajo, como si lo persiguiesen todos los demonios del infierno. Sherlock Holmes se apresuraba tras él.
* * *
El investigador de Ellery
investiga de nuevo.
—¿RACHEL?
La joven dirigió la vista por encima del hombro.
—¡Grant! ¡Grant Ames!
—Se me ocurrió darme una vuelta por aquí.
—Muy amable de su parte.
Rachel Hager llevaba puestos un par de pantalones de mezclilla y un suéter muy ajustado. Tenía piernas largas y cuerpo delgado, pero con suficientes curvas. La boca llena y amplia, y los ojos de un castaño muy raro, y las naricillas respingadas. Parecía una madona que se hubiera golpeado contra una puerta.
Esta paradoja agradable no se le escapó a Grant Ames III. No se asemejaba en nada a la del otro día, pensó, y señaló a lo que había estado haciendo en el traspatio.
—No sabía que cultivara usted rosas.
Su risita reveló unos dientes preciosos.
—Lo intento, sí lo intento, pero en cuanto a lograrlo… ¿Qué lo trae a usted a estos sitios agrestes de New Rochelle? —Se quitó los guantes y se retiró de la frente un mechón de cabellos. El matiz era un café ratón, pero Grant estaba seguro de que, embotellado, atraería a muchas clientes al mostrador de los cosméticos.
—Andaba paseando. Apenas si tuve la oportunidad el otro día de saludarla en la casa de Lita.
—Llegué por casualidad. No me podía quedar.
—Advertí que no nadó para nada.
—¡Caray, Grant, qué cumplido tan agradable! A la mayor parte de las muchachas no se le echa de ver más que cuando nadan. ¿Qué me dice de que vayamos al patio? ¿Desea beber? ¿Escocés, verdad?
—A veces, pero por el momento, me agradaría un té helado.
—¿Realmente? Regreso al instante.
Cuando volvió, Grant observó que cruzaba sus largas piernas en una silla de prado, demasiada baja para ser cómoda. Por alguna razón se sintió excitado.
—Precioso jardín.
De nuevo la sonrisa encantadora.
—Debiera verlo cuando se van los chiquillos.
—¿Los chiquillos?
—Los del orfanatorio. Traemos a un grupo una vez a la semana, y es algo salvaje. Pero respetan las rosas. Una muchachita nada más se queda sentada y contempla fijamente. Ayer le di un barquillo con nieve, y se le derritió en la mano. Era esa Mammoth Tropicana lo que admiraba. Trató de besarla.
—No sabía que trabajaba usted con chiquillos. —En realidad, Grant no tenía ni la menor idea de lo que hacía Rachel, y no le había importado un ardite hasta ahora.
—Estoy segura de que disfruto yo más que ellos. Estoy trabajando en mi doctorado, y tengo tiempo libre. Estaba pensando en el Cuerpo de Paz, pero hay tanto qué hacer aquí mismo en Estados Unidos, en la ciudad, para ser exactos.
—Es usted estupenda —se oyó Grant que le decía.
La joven levantó la vista con viveza, sin estar segura de haber oído bien.
—¿De qué me está usted hablando?
—Estoy tratando de recordar cuántas veces la he visto. La primera fue en Snow Mountain, ¿verdad?
—Creo que sí.
—Jilly Hart nos presentó.
—Yo me acuerdo porque me rompí el tobillo en aquella ocasión. Pero ¿cómo puede usted posiblemente acordarse? ¿Con su harén?
—No soy absolutamente irresponsable —le aseguró Grant con cierta tirantez.
—Quiero decir, ¿por qué se habría de acordar? ¿De mí? Nunca ha demostrado…
—¿Me quiere hacer un favor, Rachel?
—¿Cuál? —le preguntó Rachel con suspicacia.
—Regrese y póngase a hacer lo que estaba haciendo cuando llegué yo. Atienda a sus rosas. Me quiero quedar aquí y mirarla.
—¿Es ése su último método?
—Es muy extraño —masculló.
—Grant, ¿para qué vino usted aquí?
—¿Qué?
—Le pregunté que para qué había venido.
—¡Maldito sea yo si me puedo recordar!
—Apuesto a que sí puede —lo contradijo la muchacha con algo de seriedad—. Trate de hacerlo.
—Déjeme ver. ¡Oh! A preguntarle si había puesto un sobre de papel manila en el asiento de mi Jaguar, durante la fiesta de Lita. Pero ¡al diablo con eso! ¿Qué clase de fertilizante utiliza usted?
Rachel se puso en cuclillas. A Grant se le presentaron algunas visiones de Vogue.
—No tengo ninguna fórmula. Nada más me pongo á mezclar. Grant, ¿qué le pasa?
Bajó la vista a la encantadora manita morena que se le apoyaba en el brazo.
¡Dios Santo, ya sucedió!
—Si regreso a las siete, ¿tendrá puesto un vestido? —preguntó.
Se le quedó mirando con una luz de comprensión.
—Por supuesto, Grant —le contestó con ternura.
—¿Y no la molestará que la lleve de aquí para allá?
La mano le apretó.
—¡Eres un encanto!
—Ellery, la he encontrado, ¡ya la he hallado! —balbuceaba Grant por el teléfono.
—Hallado, ¿a quién?
—A la mujer.
—¿La que puso el sobre en el coche? —inquirió Ellery con un tono de voz muy peculiar.
—¿Que puso qué? —indagó Grant.
—El sobre, el diario…
—¡Oh! —Luego, un silencio—. ¿Sabe algo, Ellery?
—No, ¿qué?
—No descubrí nada.
Ellery regresó con el doctor Watson, encogiéndose de hombros.