LO QUE DEJÓ USTED de ver, Watson, fue la figura de Joseph Beck que salía de la taberna, en cuanto la muchacha dio pruebas de su intención de ir a otra parte. Usted sólo tenía ojos para mí.
Era lamentablemente claro, desde luego, que yo había sido el culpable, no él, pero no había ni el menor vestigio de esto en su voz. Traté de atenuar el reproche, pero interrumpió mis excusas.
—No, no —me dijo—, fue mi estupidez, no la suya, la que dejó que el monstruo se nos escapara de entre los dedos.
Con la barbilla en el pecho, Holmes proseguía:
—Cuando salí de la taberna, la muchacha estaba dando la vuelta a la esquina. A Beck no se le veía por ninguna parte, y yo sólo podía suponer que se había ido en otra dirección o estaba agazapado en alguno de los vanos de las puertas cercanas. Escogí la última suposición. Seguí a la muchacha al otro lado de la esquina y escuché unos pasos que se aproximaban, echándole un vistazo a un hombre con capa que entraba tras de nosotros. Sin soñar siquiera que pudiese ser usted, pues la figura de usted y la de Beck no difieren en mucho, supuse que sería el prestamista. Me oculté a mi vez y usted me pasó. Entonces oí los gritos y pensé que habla acechado al Destripador con éxito. Ataqué, y descubrí mi error imperdonable.
Habíamos terminado con nuestro té de la mañana, y Holmes zanqueaba su aposento de la calle Baker lleno de furor. Yo le seguía sus movimientos con tristeza, deseando poseer la facultad de borrar de la pizarra todo aquel incidente, no tan sólo por Polly, sino para apaciguar la mente de mi amigo.
—Entonces —continuó Holmes frenético—, mientras nosotros estábamos preocupados con nuestros errores, el Destripador atacó. ¡Vaya con el orgullo de ese demonio! —vociferó—, ¡el desprecio, la absoluta confianza en sí mismo con que lleva a cabo sus crímenes! ¡Créame, Watson, atraparé a ese monstruo aunque sea lo último que haga en toda mi vida!
—Parecería, pues —le dije, tratando de desviar sus amargos pensamientos—, que Joseph Beck ha sido exonerado, por lo menos del asesinato de anoche.
—¡Claro que sí! Beck no podía en absoluto haber llegado a su domicilio, limpiarse la sangre, desnudarse y ponerse un camisón de noche antes de que lo alcanzáramos. —Holmes tomó su pipa y sus pantuflas, y luego las dejó disgustado—, Watson —masculló—, lo único que hemos logrado es eliminar a un sospechoso de entre los millones de Londres. Con esa proporción, tendremos éxito en descubrir a nuestra presa tal vez durante el próximo siglo.
No pude hallar nada qué contestar para refutarlo. Pero entonces, de pronto, Holmes echó para atrás los hombros y me dirigió una mirada acerada.
—Sin embargo, basta ya de esto, Watson. Vamos a imitar al Fénix. Vístase. Le haremos otra visita al mortuorio del doctor Murray.
En el curso de una hora, ya estábamos frente al portal de la calle Montague que daba entrada al sombrío establecimiento. Holmes examinó la vía de un lado para otro.
—Watson —me pidió—, me gustaría una descripción más detallada de este vecindario. En tanto que yo entro, ¿no tendría usted la amabilidad de investigar las calles adyacentes?
Ansioso de hacer algo para subsanar mi torpeza demostrada la noche anterior, accedí de muy buena voluntad.
—Cuando haya terminado, de seguro que me hallará en el albergue —y Holmes desapareció por la puerta de la «morgue».
Descubrí que la vecindad de la calle Montague no presentaba tiendas comerciales comunes y corrientes. El extremo más lejano estaba ocupado por una fila de bodegas cerradas con llave y que no ofrecían ninguna señal de vida.
Pero cuando le di vuelta a la esquina, llegué a una escena más activa. Vi un puesto de verduras, en donde una señora regateaba con el dueño respecto al precio de una col. La tienda contigua era un expendio de tabaco y cigarrillos. Un poco más allá estaba una tabernilla con un anuncio sobre la puerta que representaba un coche.
Pronto me atrajo la atención una entrada abierta en el otro lado de la calle. Una gran cantidad de gruñidos surgía de allí. Se escuchaba como si estuvieran matando a un escuadrón de puercos. Según resultó, ése era precisamente el caso. Entré al través de un antiguo arco de piedra, salí a un patio y me encontré en un matadero. Cuatro puercos vivos estaban acorralados en una esquina; el matancero, joven fuertemente musculado con un sangriento delantal de cuero, estiraba a un quinto hacia un gancho suspendido. Con actitud encallecida, levantó al animal y lo encadenó de las patas traseras al gancho. Rechinó una polea enmohecida al tirar de la cuerda. Hizo un nudo rápido y el puerco chilló y se debatió como si supiera su destino.
Mientras observaba yo aquello con cierta repugnancia, el carnicero tomó un cuchillo largo y sin titubeos lo hundió en el pescuezo del puerco. Los chillidos se convirtieron en gorgoritos y el joven se retiró para evitar el chorro de sangre oscura. Luego se acercó y le abrió el pescuezo al animal y después descendió desde la cola hasta los cachetes.
No fue la carnicería, sin embargo, la que me hizo desviar la mirada. Mis ojos se sentían atraídos por lo que me parecía más horrible aún: la vista del idiota, la criatura a quien tanto Sherlock Holmes y su hermano Mycroft habían identificado como Michael Osbourne. Estaba agazapado en un rincón del matadero, olvidado de todo lo que no fuera el trabajo del matancero. La operación parecía fascinarlo. Sus ojos devoraban el cadáver sanguinolento del animal en una forma que solamente puedo describir como obscena.
Terminado su trabajo preliminar, el joven retrocedió y me favoreció con una sonrisa.
—¿Deseaba un trozo de carne, señor?
—¡No, gracias! —Pasaba por aquí…
—Y oyó los chillidos. Forzosamente es usted un extraño por aquí, señor, pues si no, ni se preocupa. El vecindario está acostumbrado a estos ruidos. —Volvióse hacia Michael Osbourne—. ¿Verdad, tonto?
El imbécil se sonrió y asintió con la cabeza.
—El tonto es el único que me acompaña. Me sentiría muy solitario sin él.
—Su trabajo no lo ejecuta ciertamente en verdaderas condiciones de limpieza —le reproché con disgusto.
—¡Limpieza, me dice! —Con una risita ronca como graznido—. Hombre, las gentes de por aquí tienen algo más para asquearse que una poca de mugre en su carne de puerco…, ¡seguro que sí tienen! —Guiñó los ojos—. Las muchachas, especialmente. Están demasiado ocupadas por las noches conservando de una sola pieza su propio pellejo.
—¿Se refiere al Destripador?
—Claro que sí, señor. Ha puesto muy nerviosas a las muchachas a últimas fechas.
—¿Conocía usted a la joven que asesinaron anoche?
—Sí la conocía. Le di dos y medio chelines la otra noche por una echada rápida. Pobre muchachita; no tenía para la renta y yo soy así de generoso, no puedo soportar ver a una de ellas zanqueando las calles malditas entre la niebla por falta de cama.
Cierto instinto me hizo proseguir la conversación insípida.
—¿Tiene usted la menor idea de la identidad del Destripador?
—Por amor de Dios, señor, pudiera ser Su Señoría propia, si vamos a eso. Tiene que aceptar que es un dandy, ¿o no?
—¿Por qué dice eso?
—Lo veremos entonces de este modo. Yo, con la sangre, estoy en mi elemento, en mi profesión, cómodo con ella se puede decir, ¿o no?
—¿Qué quiere decir?
—Señor, la forma en que el Destripador las destaza tiene que mancharlo. Pero nadie ha visto nunca a alguien manchado que se aleje corriendo de esos asesinatos, ¿verdad?
—Creo que no —asentí yo, más bien asombrado.
—¿Y por qué no, señor? Porque un petimetre usa una capa y puede ocultar muy bien la sangre. ¿No diría usted eso? Bueno, tengo que ocuparme de mi animal.
Huí del fuerte olor de aquel sitio. Pero llevaba, conmigo la imagen de Michael Osbourne en cuclillas en su rincón, dirigiéndole al matancero unos ojos anhelantes. Sin que me importara lo que Holmes hubiese dicho, aquel despojo de humanidad continuaba siendo mi principal sospechoso.
Le di vuelta a la cuadra y entré en la «morgue» por la verja de la calle Montague, llevando en la mente el lugar contiguo. No había nadie en el mortuorio, excepto los muertos. Atravesando su estrecha longitud, me detuve cerca de la mesa que se reservaba para los huéspedes recientes. En ella yacía una forma cubierta con una sábana blanca. La estuve contemplando durante unos cuantos momentos y luego, movido por la piedad, le descubrí el rostro.
Concluidos sus sufrimientos, las facciones marmóreas de Polly reflejaban una completa aceptación de lo que había encontrado en el más allá. No me considero un hombre sentimental, pero sí creo que hay cierta dignidad en la muerte, sin que importe de dónde venga. Ni soy profundamente religioso. Con todo, susurré una pequeña plegaria por la salvación del alma de esta desdichada chiquilla. Después de lo cual, me retiré.
Encontré a Holmes en el comedor de la hostería, en compañía de lord Carfax y de la señorita Sally Young. Esta última me dirigió una sonrisa de bienvenida.
—Doctor Watson, ¿le puedo traer una taza de té?
Decliné su oferta con mis agradecimientos, y Holmes habló vivamente.
—Llega fortuitamente, Watson. Lord Carfax está a punto de darnos algunos informes. —Su Señoría pareció un poco dudoso—. Puede usted hablar ante mi colega con confianza completa, milord.
—Muy bien. Como iba a comenzar a contarles, señor Holmes, Michael salió de Londres a París hará un par de años. Me suponía que iba a llevar una vida licenciosa en esa ciudad, que es de las más licenciosas, pero traté a pesar de ello de conservar contacto con él, y me sorprendió tanto como me regocijó el saber que había entrado en la Sorbona para estudiar medicina. Seguimos estando en correspondencia, y me puse optimista respecto a su futuro. Parecía haberle dado vuelta a una hoja nueva. —En este punto y sazón, los ojos de Su Señoría se bajaron, y una gran tristeza invadió su rostro sensitivo—. Pero luego ocurrió el desastre. Me quedé alelado al saber que Michael se había casado con una mujer de la calle.
—¿La conoció usted, milord?
—¡Nunca, señor Holmes! Debo confesar que no tenía suficiente estómago para un encuentro cara a cara. Sin embargo, es mucha verdad que me le hubiese enfrentado a la mujer si hubiese llegado a presentarse la oportunidad.
—Entonces, ¿cómo sabe usted que era una prostituta? Su hermano de seguro que no incluyó ese dato entre sus detalles cuando le informó a usted del casamiento.
—Mi hermano no me informó. Recibí esa noticia en una carta de uno de sus compañeros de estudios, una persona a quien nunca había conocido, pero cuya palabra escrita reflejaba un sincero interés en el bienestar de Michael. Este caballero puso en mi conocimiento la profesión de Ángela Osbourne, sugiriéndome, si me preocupaba por el futuro de mi hermano, que me fuera a París inmediatamente y tratara de arreglar sus asuntos antes de que se destruyeran sin remedio.
—¿Le informó usted a su padre de todo esto?
—¡En verdad que no! —exclamó lord Carfax vivamente—, desafortunadamente mi corresponsal se ocupó de ello. Había despachado dos cartas por la posibilidad de que no se hiciera caso de una, supongo.
—¿Cómo reaccionó su padre?
—Casi ni necesita usted hacer esa pregunta, señor Holmes.
—¿No se reservó el duque su juicio hasta que se presentaran las pruebas necesarias?
—No lo hizo. La carta era claramente verídica; no la puse en duda, en absoluto. En cuanto a mi padre, estaba en consonancia perfecta con lo que había esperado siempre de Michael. —Lord Carfax hizo una pausa y el dolor le fue invadiendo el rostro—. No olvidaré con facilidad la renunciación. Sospechaba que mi padre había también recibido una carta, y me apresuré a ir a su casa, aquí en la ciudad. Se encontraba frente a su caballete cuando llegué; al entrar en el taller, su modelo cubrió su desnudez con una bata y mi padre dejó los pinceles y me vio con toda calma, diciéndome:
—Richard, ¿qué te trae a esta hora del día?
Vi junto a su paleta el sobre con el timbre postal francés, y señalándoselo:
—Eso. Supongo que viene de París.
—Tienes razón. —Tomó el sobre pero no sacó lo que contenía—. Es inadecuado. Debería traer una orla negra.
—No lo comprendo a usted, Su Gracia —le contesté.
Dejó la carta con frialdad.
—¿No deben venir en papel de luto todas las participaciones de muerte? En cuanto a mí respecta, Richard, esta carta me informa la defunción de Michael. En mi corazón, los funerales se han efectuado y el cuerpo está debajo de la tierra. —Sus palabras terribles me atontaron. Pero sabiendo que era inútil toda discusión, me retiré.
—¿No hizo ningún esfuerzo para comunicarse con Michael? —inquirió Holmes.
—No hice ninguno, señor. Para mí, estaba más allá de toda salvación. Sin embargo, unos dos meses después, recibí una carta anónima en la que se me decía que encontraría algo de interés si visitaba este albergue. Así lo hice, y no tengo para qué decirles lo que encontré.
—La carta, ¿la guardó usted, milord?
—No.
—¡Qué lástima!
Lord Carfax parecía estar luchando con cierta reticencia natural. Finalmente exclamó:
—Señor Holmes, no puedo expresarle el choque que recibí al encontrarme a Michael en su estado actual, víctima de un ataque tan salvaje que lo había convertido en lo que usted ha visto, una deforme criatura con apenas un fragmento de razón.
—¿Cómo procedió usted, si puedo preguntarle?
Lord Carfax se encogió de hombros.
—El albergue me parecía tan buen lugar para él como cualquier otro. Así que esa parte del problema estaba resuelto.
La señorita Sally Young había estado sentada guardando un silencio sorprendido, sin que sus ojos se desviaran ni un momento de la cara de Su Señoría. Lord Carfax se percató de ello. Con una sonrisa triste le dijo:
—Espero que usted me perdonará el no haberle presentado el caso antes. Lo consideré innecesario y, además, imprudente. Deseaba que Michael permaneciera aquí y, en verdad, no tenía ninguna ansiedad por confesarles su identidad a usted y a su tío.
—Comprendo —murmuró la muchacha mansamente—. Tenía el derecho de guardar su secreto, milord, aunque fuera por la simple razón de su ayuda tan generosa a la hostería.
El caballero pareció cohibido.
—Yo hubiera contribuido al mantenimiento de la hostería de todos modos, querida niña. Sin embargo, no niego que el refugio de Michael aquí aumentó mi interés. Por tanto, quizá mis motivos hayan sido tan egoístas como caritativos.
Holmes había estado estudiando cuidadosamente a lord Carfax mientras narraba esta historia.
—¿No llevó a cabo ningún otro esfuerzo en beneficio de su hermano?
—Uno solo —replicó Su Señoría—. Me he comunicado con la policía de París, así como con Scotland Yard, preguntándoles si hay en sus registros algo respecto al ataque que sufrió mi hermano. Sus archivos no revelaron ninguno.
—¿Así que allí lo dejó?
—¡Sí! —exclamó cansado—. ¿Y por qué no?
—Se hubiera podido presentar a esos delincuentes ante la justicia.
—¿De qué manera? Michael estaba convertido en un idiota sin esperanzas de alivio; dudo mucho que hubiera sido capaz de reconocer a sus asaltantes. Y aunque lo hubiese podido, ningún valor habría tenido su testimonio en un juicio.
—Comprendo —aprobó Holmes, gravemente; pero me di cuenta de que se encontraba muy lejos de estar satisfecho—, ¿y en cuanto a su esposa, Ángela Osbourne?
—Nunca la hallé.
—¿No sospechó que ella hubiese escrito la carta anónima?
—Supuse que ella lo había hecho.
Holmes se puso en pie.
—Deseo darle las gracias, Milord, por haber sido tan franco en estas difíciles circunstancias.
Eso le produjo una sonrisa triste.
—Le aseguro, señor, que no ha sido porque yo lo escogiera así. No tengo la menor duda de que habría logrado estos informes por otros conductos. Ahora, acaso, usted podrá dejar el asunto en esa forma.
—Mucho me temo que difícilmente.
El rostro de Carfax se convirtió en vehemente.
—Le aseguro, por mi honor, que Michael no ha tenido nada que hacer con los horribles asesinatos que han convulsionado a Londres.
—Usted me tranquiliza —replicó Holmes—, y yo le prometo, milord, que haré todo lo que esté en mi posibilidad para ahorrarle cualquier sufrimiento posterior.
Lord Carfax le hizo una reverencia y permaneció silencioso.
Con esto nos despedimos. Pero al salir del albergue, lo único que podía ver era a Michael Osbourne agazapado en el sucio matadero, fascinado por la sangre.
* * *
El investigador de Ellery informa.
Grant Ames III se encontraba tendido en el sofá de Ellery, equilibrando un vaso en el pecho, ¡exhausto!
—La emprendí siendo un empeñoso castor, y regreso convertido en una ruina.
—¿A causa de dos entrevistas?
—Una fiesta es una cosa… se puede uno escapar y esconder tras un arbusto en el patio. Pero a solas, atrapado precisamente entre cuatro paredes…
Ellery, todavía en pijama, se inclinaba sobre su maquina de escribir y se rascaba el principio de una barba magnífica. Tecleó cuatro palabras más y se detuvo.
—¿No produjeron ningún fruto las entrevistas?
—Dos huertos llenos, uno adornado de verde primaveral y el otro de morado otoñal. Pero con precios en la mercancía.
—El matrimonio pudiera ser su salvación.
El desocupado se estremeció.
—Si el masoquismo es uno de sus vicios, mi viejo, lo discutiremos. Pero más tarde, cuando recupere mis fuerzas.
—¿Está usted seguro de que ninguna puso el diario en su coche?
—Madge Short se figura que Sherlock es una nueva loción para peinarse. Y Katherine Lambert… ¿Sabe?, Kat no está mal como gatita del cuello para abajo. Pinta y se arregló un estudio en Greenwich Village. Muy vehemente. Pertenece al tipo del resorte enroscado. A cada momento está uno esperando a que la punta llegue a herirle en el ojo.
—Pueden haberle dado coba —le espetó Ellery brutalmente—. Usted no es un tipo difícil de engañar.
—Me di por satisfecho —replicó Grant con dignidad—. Les hice preguntas sutiles. Profundas. Inquisitivas.
—¿Cómo cuáles?
—Como ésta: «Kat, ¿pusiste un manuscrito dirigido a Ellery Queen en el asiento de mi coche en la fiesta de Lita, el otro día?».
—¿Y la respuesta?
Grant se encogió de hombros.
—Me llegó en la forma de una contra pregunta: «¿Quién es Ellery Queen?».
—¿Le he pedido que se vaya, recientemente?
—Amigo, tratemos de ser bondadosos uno para el otro. —Grant hizo una pausa para beber profundamente—, no le he informado como un fracaso total. Me he limitado a partir el campo en dos. Seguiré para adelante empeñosamente. Más allá del Bronx está New Rochelle.
—¿Quién vive allí?
—Rachel Hager. La tercera en mi lista. Y luego está Pagan Kelly, una pollita de Bennington a quien usted podría hallar en cualesquier manifestaciones de protestas fútiles y tontas.
—Dos sospechosas —comentó Ellery—. Pero no se precipite, vaya a cualquier otro sitio y medite su ataque.
—¿Me quiere decir que holgazanee?
—¿No es eso lo que hace mejor? Pero no aquí en mi apartamiento. Tengo que acabar esta novela.
—¿Terminó ya el diario? —le preguntó sin moverse.
—Estoy ocupado con mí propio misterio.
—¿Ha leído lo bastante como para descubrir al asesino?
—Hermano, no he descubierto al asesino en mi propia historia todavía —le contestó Ellery.
—Entonces lo dejaré a sus tareas. ¡Oh!, supongamos que nunca averiguamos quién le envió el manuscrito.
—Creo que podré sobrevivir.
—¿En dónde se consiguió su reputación? —le largó el joven con sarcasmo y se marchó.
El cerebro de Ellery oscilaba como un pie que se ha dormido. Las teclas de la máquina de escribir aparecían como a mil metros de distancia. Algunos pensamientos vagabundos empezaron a surgir en el vacío. ¿Cómo la estaría pasando papá en las Bermudas? ¿Cuáles serían las últimas cifras en las ventas de su libro que acababa de aparecer? No necesitaba preguntarse quién le había enviado el manuscrito por conducto de Grant Ames III. La respuesta a eso ya la sabía. Por tanto, mediante un procedimiento natural, comenzó a preguntarse acerca de la identidad del visitante de Sherlock Holmes que procedía de París (había curioseado más adelante).
Después de una pequeña pugna consigo mismo, que perdió, se dirigió a su alcoba. Recogió el diario del doctor Watson del suelo, en donde lo había dejado, y se extendió en la cama a leer.