A LA MAÑANA siguiente, debo de confesarlo, Holmes me irritó.
Cuando desperté, él ya estaba levantado y vestido. Al instante vi, por la condición enrojecida de sus ojos, que había dormido muy poco; en realidad, sospeché que había estado fuera toda la noche. Pero no le pregunté nada.
Para mi regocijo, estaba dispuesto a conversar, más bien que a hundirse en uno de esos humores reticentes, de los cuales apenas si surgían algunos sonidos crípticos.
—Watson —comenzó sin preliminares—, hay una taberna notoria en Whitechapel.
—Hay muchas.
—Muy cierto, pero ésa a la que me refiero, El Ángel y la Corona, excede hasta los placeres escandalosos que ofrece el distrito. Está situada en el corazón de los terrenos en que vagabundea el Destripador, y tres de las prostitutas asesinadas fueron vistas en ese lugar muy poco antes de su muerte. Mi intención es prestarle una viva atención a El Ángel y la Corona. Esta noche me permitiré una pequeña francachela allí.
—¡Magnífico, Holmes! Si me puedo limitar a cerveza …
—Usted no, mi querido Watson. Todavía me estremezco al pensar en lo cerca de la muerte a que lo he conducido yo.
—Pero vea, Holmes…
—Estoy decidido —me contestó con firmeza—. No tengo la menor intención de encararme con su buena esposa, cuando regrese, con la desastrosa noticia de que el cadáver de su esposo se puede encontrar en la «morgue».
—Creo que me porté bastante bien —le reproché enardecido.
—Claro que sí se portó. Sin usted, yo bien pudiera estar ocupando una mesa en el establecimiento del doctor Murray. Pero ésa no es justificación para arriesgar su seguridad por segunda vez. Quizá mientras estoy ausente el día de hoy, su clientela pudiera utilizar sus servicios.
—Mi clientela está muy bien atendida, gracias. Celebré un arreglo con alguien que me sustituye.
—Entonces, ¿le pudiera sugerir algún concierto, un buen libro que leer?
—Soy perfectamente capaz de ocupar mi tiempo fructuosamente —le aseguré con frialdad.
—Por supuesto que sí, Watson —murmuró él—. ¡Bueno, debo irme! Espere a que cuando me vea, a mi regreso, se lo prometo, lo pondré al tanto del asunto.
Con lo cual se marchó, dejándome en ebullición a una temperatura apenas un poco más baja que el té de la señora Hudson.
Mi determinación de desafiar a Holmes no se formó de inmediato; pero antes de que terminara mi comida de la mañana, ya estaba perfectamente formada. Pasé el día leyendo una curiosa monografía de los anaqueles de Holmes, sobre el posible uso de las abejas en las intrigas de asesinato, lo mismo haciendo que contaminaran su miel como que atacaran en enjambre a su víctima. El trabajo era anónimo, pero reconocí el estilo conciso de Holmes. Luego, a la caída de las sombras, planeé mi correría de la noche.
Llegaría a El Ángel y la Corona en el papel de un parrandero lúbrico, seguro de que no me haría notar demasiado, supuesto que muchos de los empedernidos habitués de Londres tenían la costumbre de frecuentar tales sitios. Por tanto, me apresuré rumbo a mi casa y me puse un traje de noche. Completando mi atuendo con un sombrero de copa y una capa, me examiné en el espejo y descubrí que tenía un aspecto más brillante del que me hubiera atrevido a esperar. Metiéndome un revólver cargado en el bolsillo, salí a la calle, le hice señas a un coche y le di la dirección de El Ángel y la Corona.
Holmes no había llegado todavía.
Era un lugar horrible. El cuarto del público estaba repleto de los vapores que despedían muchas lámparas de petróleo. Nubes de humo de tabaco colgaban del aire como precursoras de tempestad. Y en las toscas mesas se amontonaba una variedad de individuos como la que nunca me había encontrado. Indios de rostro perverso, con licencia de los fleteros que ahogan el Támesis; orientales inescrutables, suecos y africanos y europeos desharrapados para no hablar de muchos ingleses nativos, todos dispuestos a disfrutar de los tugurios del vicio de la ciudad más grande del mundo.
Estos tugurios estaban provistos con hembras de todas las edades y condiciones. La mayoría con aspecto lamentable por su deterioro físico. Solamente unas cuantas se veían atractivas, jóvenes qué apenas acababan de poner un pie en esa senda hacia abajo.
Fue una de éstas la que se me aproximó después de que había hallado una mesa, pedido una cerveza, tomando asiento para examinar la desvergonzada escena. Era de buen ver, pero el brillo maligno de sus ojos y sus modales duros la marcaban.
—¡Hola, mi encanto!, ¿le obsequias a una muchacha una ginebra con amargo?
Estaba a punto de declinar el honor, pero un mesero embrutecido que se encontraba por allí gritó:
—¡Ginebra y amargos para la dama! —y se encaminó hacia el mostrador. Al individuo sin duda le pagaban sobre la base del licor que las muchachas les sonsacaran a sus víctimas.
La hembra se dejó caer en una silla enfrente de mí, y puso su sucia mano sobre la mía. La retiré con apresuramiento. Eso le dibujó una sonrisa incierta en los pintados labios, pero su voz era acariciadora cuando me dijo:
—¿Eres tímido, patito? No necesitas serlo.
—Nada más entré por un trago rápido —le expliqué. La aventura ya no parecía tan atractiva.
—Claro, mi encanto. Todos los clientes entran por un trago rápido. Pero luego les sucede que encuentran lo demás que tenemos de venta.
El mesero regresó, dejó la ginebra y amargos y buscó entre las monedas que yo había colocado sobre la mesa. Estoy seguro de que se apropió algunas de más, pero no provoqué ninguna discusión.
—Mi nombre es Polly, mi encanto. ¿Cuál es el tuyo?
—Hawkins —le contesté con viveza—. Sam Hawkins.
—¿Hawkins, eh? —Rióse—. Bueno, por lo menos es un cambio del de Smythe. Le sangra a una el corazón al oír de tantos Smythe que vienen aquí.
Mi contestación, si en verdad tenía alguna, fue interrumpida por una explosión en otra parte del cuarto. Un marinero de tez oscura, de proporciones de gorila, lanzó un rugido de cólera y volteó una mesa en su deseo por llegar hasta otro cliente que, al parecer, lo había ofendido, un chino de estatura insignificante. Por un momento pareció probable que mataría al oriental, tan feroz así era el aspecto del marinero.
Pero entonces otro hombre se interpuso. Era de cejas tupidas, con un cuello gruesísimo y hombros y brazos como árboles, aunque no se emparejaba con las proporciones del marinero. El insospechado defensor del oriental le asestó un puñetazo al plexus solar del marinero. Era un golpe poderoso, y el ahogo del marinero pudo escucharse en todo el cuarto al doblar el cuerpo en dos. De nuevo el hombre más pequeño midió al gigante, y otra vez soltó un golpe en la mandíbula de la bestia. La cabeza del marinero rebotó para atrás, los ojos se le empañaron y, al derrumbarse, su asaltante estaba listo con un hombro inclinado y atrapó el cuerpo del individuo como si fuera un saco de harina. Con el peso equilibrado, el vencedor se dirigió hacia la puerta, cargando al marinero inconsciente como si no pesara más que un chiquillo. Abrió la puerta y arrojó el hombre a la calle.
—Es Max Klein —murmuró mi compañera con admiración—. Fuerte como un buey, sí. Max acaba de comprar esta taberna. Ha sido dueño de ella como por cuatro meses, y no permite que maten a nadie en ella; no, no lo permite.
El incidente había sido impresionante, en verdad, pero en ese momento algo me atrajo la atención. Apenas se había cerrado la puerta al través de la cual Klein había arrojado al marinero, cuando la utilizó un nuevo cliente, uno al que pensé que reconocía. Atisbé por entre el humo para asegurarme de que mi identificación era correcta. No había la menor duda. Era Joseph Beck, el prestamista, el que avanzaba hacia una mesa. Tomé nota mentalmente para informarle de este hecho a Holmes, y después me volví a Polly.
—Tengo una habitación muy buena, mi encanto —me murmuró ella con un tono seductor.
—Me temo que no esté interesado, madama —le contesté con tanta amabilidad como pude.
—Madama, ¡me dice! —exclamó con indignación—. Ni soy tan vieja, mi amigo. Soy bastante joven, se lo prometo. Joven y limpia. No tiene nada que temer de mí.
—Pero debe haber alguien a quien usted tema, Polly —continué, observándola con suma atención.
—¿Yo? Yo no le hago daño a nadie.
—Me refiero al Destripador.
Una nota de quejumbre surgió en su voz.
—Nada más está tratando de asustarme. ¡Bueno, pues no tengo miedo! —Le dio un trago a su bebida, moviendo los ojos de aquí para allá. Concluyeron por enfocarse en un punto sobre mi hombro, y me di cuenta de que habían estado dirigidos en esa dirección durante la mayor parte de nuestra conversación. Volví la cabeza, y contemplé al tipo más maligno que la imaginación pudiera concebir.
Increíblemente sucio, mostraba una horrible cicatriz de navaja al través de una mejilla. Eso le torcía la boca con una mueca burlona permanente, y la carne dañada en torno del ojo izquierdo se añadía a su aspecto espantoso. Nunca he visto tal malevolencia en un rostro humano.
—Mató a Annie, sí, el Destripador —susurró Polly—. La tasajeó de modo terrible a la pobrecilla… a Annie, que nunca hizo el menor daño a nadie.
Me volví hacia ella.
—¿Ese individuo brutal, con la cicatriz de navaja?
—¿Quién lo sabe? —Y luego exclamó—, ¿por qué tiene que hacer esas cosas? ¿Qué placer hay en meterle un cuchillo en la panza a una pobre mujer y en cortarle un seno y todo lo demás?
Sí, era el hombre.
Resulta difícil explicar mi absoluta certeza. En mi temprana vida, me permití por un tiempo jugar, como lo hacen los jóvenes, y hay una sensación que le llega a uno en ciertas ocasiones y que no está fundada en ningún razonamiento. Instinto, sexto sentido, llámenlo como gusten, llega y es imposible desdeñarlo.
Ésa fue la sensación que surgió en mí mientras estudiaba al individuo detrás de nosotros; tenía la mirada fija en la muchacha sentada junto a mí, y me era posible ver la asquerosa baba que le escurría de las comisuras de los labios.
Pero ¿qué hacer?
—Polly —le pregunté en voz baja—, ¿ha visto usted alguna vez a ese hombre?
—¿Yo, mi encanto? ¡Nunca! Tipo de aspecto feo, ¿verdad? —Luego, con la volubilidad que caracteriza a las mujeres perdidas, el humor de Polly cambió. Su atrevimiento natural, reforzado posiblemente por varias copas, se impuso sobre todo. Alzó el vaso de pronto.
—Salud, mi encanto. No quieres mi cuerpo de lirio, pero eres un buen amigo y te deseo buena suerte.
—Gracias.
—Una muchacha tiene que ganarse la vida, así que me voy. Otra noche…, ¿quizá?
—¡Quizá!
Se levantó de la mesa y se marchó, meneando las caderas. La seguí con la vista, creyendo que se aproximaría a otra mesa para nueva solicitud. Pero no fue así. En lugar de ello, paseó la vista por el cuarto y luego se movió con rapidez hacia la puerta. Había encontrado una pobre cosecha esa noche en El Ángel y la Corona, pensé, y recurría a las calles. Apenas había empezado a sentir algo de alivio, cuando el tipo repulsivo que se encontraba detrás de mi hombro se puso en pie de un salto y la siguió. Es fácil adivinar mi alarma. No pude pensar en ninguna otra cosa más que en tocar el arma en mi bolsillo, para tranquilizarme e irme a la calle tras el hombre.
Sentí una ceguera momentánea, teniendo que ajustar mi vista a la oscuridad después de la luz de la taberna. Cuando logré enfocar los ojos, afortunadamente, el hombre continuaba todavía visible. Avanzaba como ocultándose junto a la pared, al extremo de la calle.
Ahora estaba seguro de que me había embarcado en una aventura peligrosa. Era el Destripador e iba tras la muchacha que había tratado de inducirme a que fuera a su cuarto, y sólo estaba yo entre ella y una muerte espantosa. Empuñé mi revólver convulsivamente.
Yo lo seguía, caminando sobre las puntas de los pies, como un indio piel roja de las llanuras americanas. Le dio vuelta a la esquina, y temeroso tanto de perderlo como de encontrármelo, me apresuré tras él.
Volví la esquina, acezante, y atisbé con cautela. No había más que una farola de gas, lo que hacía doblemente difícil mi examen. Esforcé los ojos, pero mi presa había desaparecido.
El temor se apoderó de mí. Acaso el malvado había conducido a la pobre muchacha a algún sitio y estaba destazando su cuerpo joven. ¡Si hubiese tenido la previsión de traer una linterna sorda! Corrí en la oscuridad, y el profundo silencio de la calle fue roto únicamente por el sonido de mis pisadas.
Había la suficiente luz para advertirme que la calle se estrechaba en el otro extremo, conduciendo a un pasadizo. Me hundí en él, con el corazón en la garganta ante lo que pudiera encontrar.
De repente escuché un grito ahogado. Había chocado contra algo suave. Una voz llena de temor balbuceó:
—¡Piedad! ¡Oh, por favor, piedad!
Era Polly que se había pegado contra la pared en la oscuridad. Con el temor de que sus exclamaciones pudieran ahuyentar al Destripador, le puse la mano en la boca y le murmuré al oído.
—Está bien, Polly. No hay ningún peligro. Soy el caballero con quien estuviste sentada. Te seguí…
Recibí el golpe, por detrás, de un peso repentino y enorme que me empujó tambaleante a lo largo del pasadizo. Pero mi cerebro funcionaba todavía. Me había engatusado este demonio astuto a quien siguiera yo desde El Ángel y la Corona. Habíase escondido en algún rincón sombrío dejándome que lo sobrepasara. Ahora, colérico ante la perspectiva de verse privado de su víctima, me estaba atacando como bestia de la jungla.
Le contesté del mismo modo, luchando desesperadamente, tratando de sacar el revólver de mi bolsillo. Lo debí haber traído en la mano, y no estaba adiestrado para un combate cuerpo a cuerpo.
Por tanto, no podía igualarme con el monstruo que me había atacado. Me derrumbé bajo su empuje, muy agradecido de que la muchacha hubiese escapado. Sentí sus poderosas manos en torno de mi garganta, y agitaba desesperadamente mi brazo libre al pugnar todavía por sacar el arma del bolsillo.
Para estupefacción mía, una voz familiar gruñó:
—¡Ahora veamos qué clase de bestia he atrapado! —Aún hasta antes de que brillara una linterna sorda, me di cuenta de mi equivocación. El tipo de aspecto maligno, sentado detrás de mí en la taberna, había sido Holmes, disfrazado.
—¡Watson! —Estaba tan asombrado como yo.
—¡Holmes! ¡Santo cielo, amigo! Si hubiera logrado sacar mi revólver, ¡le pude haber disparado!
—¡Y bien que hubiera hecho, además! —graznó—. Watson, bien me puede considerar como a un asno. —Retiró su cuerpo ágil de mí y me tomó la mano para ayudarme a ponerme en pie. Sin embargo, sabiendo que era mi viejo amigo, sólo me pude asombrar de lo inteligente de su disfraz, pues aparecía totalmente distinto.
No tuvimos tiempo para nuevas recriminaciones. Cuando Holmes me estaba enderezando, un grito lamentable desgarró la noche. Su mano me soltó instantáneamente, y allá voy para abajo de nuevo. Una maldición brotó de su boca, una de las muy pocas exclamaciones de blasfemia que le hubiera escuchado.
—¡Me ganaron por la mano! —gritó perdiéndose en la noche.
Mientras me levantaba trabajosamente, los lamentos de terror de la mujer aumentaban en volumen. De repente se callaron, y el sonido de un segundo par de pies que corrían se añadió a los de Holmes.
Debo confesar que me mostré a una luz muy poco favorable en este asunto. En una ocasión fui el campeón de peso mediano de mi regimiento, pero aquellos días estaban en el pasado lejanísimo, y me apoyé contra el muro de ladrillo con náuseas y vértigos. En ese momento no habría sido capaz de responderle aunque fuese nuestra graciosa Soberana misma lo que estuviera pidiendo auxilio.
Se me pasó el vértigo, el mundo se enderezó, me regresé un poco tembloroso, buscando mi camino al través del silencio que reinaba ominosamente. Habría caminado como unos doscientos pasos, cuando una voz tranquila me detuvo.
—Aquí, Watson.
Me volví hacia mi izquierda y descubrí un claro en la pared.
De nuevo la voz de Holmes.
—Se me cayó mi linterna. ¿Tendría la bondad de buscarla, mi querido Watson?
Su tono tranquilo causaba doblemente escalofríos, supuesto que ocultaba una tremenda lucha interior. Yo conocía a Holmes; estaba estremecido hasta la médula.
La buena fortuna me acompañó en mi búsqueda de la linterna. Di un solo paso y la golpeé con el pie. La volví a encender y retrocedí tambaleante ante una de las escenas más horribles que hubiesen nunca encontrado mis ojos.
Holmes estaba de rodillas, con el espinazo doblado, la cabeza baja, un verdadero cuadro de desesperación.
—He fallado, Watson. Se debería de presentar acusación criminal contra mí por estupidez.
Apenas si lo oí, atontado como estaba por el espectáculo sangriento al que me enfrentaba. Jack el Destripador había ejecutado su locura obscena sobre la pobre de Polly. Le había arrancado a tirones la ropa de su cuerpo, quedando al descubierto la mitad de él. Una enorme herida le abría el abdomen, y los intestinos mutilados se encontraban expuestos como los de un animal sacrificado. Otra puñalada salvaje le había amputado el seno izquierdo, separándoselo casi del cuerpo. Aquella escena terrible flotaba ante mis ojos.
—¡Pero tenía tan poco tiempo! ¿Cómo…?
Holmes resucitó y se puso en pie de un salto.
—¡Venga, Watson! ¡Sígame!
Con tanta brusquedad se salió del claro hacia la calle, que me quedé atrás. Recurrí a la reserva de fuerza que todo hombre posee en momentos de emergencia, y corrí como pude tras él. Iba todo el camino muy adelante de mí, pero no lo perdí, y cuando me le acerqué de nuevo, lo encontré golpeando sobre la puerta del empeño de Joseph Beck.
—¡Beck! —gritó Holmes—. ¡Salga! ¡Exijo que salga en este mismo instante! —Sus puños pegaban una y otra vez—, ¡abra esta puerta, o la haré pedazos!
Un rectángulo de luz apareció arriba. Se abrió una ventana; surgió una cabeza. Joseph Beck vociferó:
—¿Está usted loco? ¿Quién es usted?
La luz de la lámpara que sostenía en la mano reveló un gorro de dormir con borla roja y un camisón hasta el cuello.
Holmes retrocedió un poco y le gritó:
—Señor, soy Sherlock Holmes, y si no baja inmediatamente subiré hasta donde está y lo sacaré de los cabellos.
Como podrá comprenderse bien, Beck se encontraba agitado. Holmes continuaba con su disfraz, y eso de que lo despierten a uno de un sueño profundo para toparse con una figura tan espantosa que golpeaba en la puerta en mitad de la noche, no era ciertamente una experiencia para la cual la vida de comerciante hubiese preparado al prestamista.
Entonces traté de ayudar.
—Herr Beck, ¿usted se acordará de mí, verdad?
Me dirigió una mirada.
—Usted es uno de los caballeros…
—Y, a pesar de su apariencia, éste es el otro, el señor Sherlock Holmes, se lo aseguro.
El prestamista titubeaba, pero luego murmuró.
—Muy bien, bajaré.
Holmes zanqueaba de un lado para el otro con impaciencia hasta que la luz apareció en la tienda y se abrió la puerta.
—¡Venga Beck! —le ordenó Holmes con voz imperiosa y mortal, y el alemán obedeció, temeroso. La potente mano de mi amigo se estiró y el hombre se hizo para atrás, pero muy lentamente. Holmes le desgarró el frente del camisón, revelando un pecho desnudo y con aspecto de carne de gallina por el frío.
—¿Qué hace usted, señor? —preguntó el comerciante—. No comprendo nada de esto.
—¡Silencio! —le soltó Holmes; y a la luz de la lámpara de Beck examinó cuidadosamente el pecho del prestamista—, ¿adónde fue usted, Joseph Beck, después de que salió de El Ángel y la Corona? —inquirió Holmes soltando al hombre.
—¿Adónde fui? ¡Me vine a mi casa, a la cama!
—Tranquilizado por el tono más suave de Holmes, Beck se estaba poniendo ahora hostil.
—Sí —asintió Holmes, pensativo—, parece que así lo hizo usted. Regrese a su cama, señor. Lamento mucho el haberlo atemorizado.
Con esto Holmes se dio media vuelta sin ninguna ceremonia y yo lo seguí. Dirigí la vista hacia atrás cuando llegamos a la esquina, para ver a Herr Beck parado todavía enfrente de su tienda. Con la lámpara en alto, sobre su cabeza, se veía como una caricatura en camisón de dormir de esa noble estatua, La Libertad alumbrando al mundo, que el pueblo de Francia regaló a Estados Unidos, esa figura de bronce, grande y hueca, que ahora se yergue a la entrada de la ciudad de Nueva York.
Volvimos a la escena de la carnicería para encontrarnos con que el cuerpo de la pobre Polly ya había sido descubierto. Un ejército de los curiosos por morbosidad ahogaba la entrada de la calle, en tanto que las linternas de los funcionarios iluminaban más allá las tinieblas.
Holmes contemplaba sombríamente la escena, con las manos metidas en sus bolsillos.
—No hay razón válida ninguna para que nos identifiquemos, Watson —me dijo en un murmullo—. Provocaría únicamente una conversación sin beneficio con Lestrade.
No me asombró el que Holmes prefiriera no revelar nuestra parte en este terrible incidente de la noche. No se trataba meramente de que él tenía sus propios métodos; en esta circunstancia, su propia estimación estaba mezclada, y había resentido un golpe terrible.
—Vamos a escabullimos, Watson —prosiguió con amargura—, como los pobres idiotas en que nos hemos convertido.