CAPÍTULO V
EL CLUB DIÓGENES

A LA MAÑANA siguiente desperté para encontrarme con que Holmes ya se había levantado y paseaba en el cuarto. Sin hacer la menor referencia al incidente de la noche anterior, me pidió:

—Watson, me pregunto si estuviera usted dispuesto a tomar unas cuantas notas para mí.

—Tendré mucho gusto en hacerlo.

—Le presento mis disculpas por rebajarlo al papel de amanuense, pero tengo una razón especial para desear que los detalles de este caso queden anotados de una manera ordenada.

—¿Alguna razón especial?

—Muy especial. Si tiene su tiempo libre, iremos esta tarde a visitar a mi hermano Mycroft, en su club. Una consulta puede producirnos fruto. En cierto modo, usted lo sabe bien, los talentos analíticos de Mycroft son superiores a los míos.

—Sé muy bien el gran respeto que le tiene.

—Por supuesto, la suya es lo que pudiéramos llamar una capacidad sedentaria, supuesto que detesta cualquier movimiento. Si se inventara un sillón callejero que lo transportara a uno de la oficina a la casa y de regreso otra vez, Mycroft sería el primero en comprarlo.

—Me acuerdo que es un hombre de rutina rígida.

—Por tanto, tiene la tendencia a reducir todos los problemas, humanos o de otra clase, a las dimensiones de un tablero de ajedrez. Eso es demasiado restringido para mi gusto, pero sus métodos son a veces estimulantes, en los análisis más amplios.

Holmes se frotó las manos.

—Y ahora, vamos a hacer una lista de nuestros actores. No necesariamente en el orden de su importancia, tenemos en primer lugar al duque de Shires.

Holmes estuvo recapitulando durante una hora, en tanto que yo tomaba notas. Luego se paseó por el apartamiento en tanto que yo volvía a arreglar mis notas con una apariencia de orden. Cuando hube acabado, le entregué el siguiente résumé. Contenía, informes de los cuales yo no había tenido conocimiento anterior, datos que Holmes había reunido en la noche.

El duque de Shires (Kenneth Osbourne).

Actual tenedor del título y de las propiedades que se remontan a 1420. Vigésimo descendiente de la línea. El duque vive tranquilamente, dividiendo su tiempo entre sus tierras y una casa en la ciudad, en Berkeley Square, en donde se dedica a su carrera de pintor. Tuvo dos hijos de una esposa que murió hace diez años. Nunca se ha vuelto a casar.

Lord Carfax (Richard Osbourne).

Hijo mayor de Kenneth. Heredero en línea del ducado. Tuvo una hija, Deborah. Pero la tragedia lo hirió cuando su esposa murió durante el parto. Una institutriz atiende a la niña en las propiedades de Devonshire. El lazo de afecto entre el padre y la hija es fuerte. Lord Carfax demuestra profundas tendencias humanitarias. Dedica generosamente tanto su dinero como su tiempo a la hostería de la calle Montague, en Londres, santuario de indigentes.

Michael Osbourne

Hijo segundo de Kenneth. Fuente de vergüenza y pesadumbre para su padre. De acuerdo con los testimonios obtenidos, Michael resintió amargamente su posición inferior como hijo segundo que no heredaba, y se embarcó en una vida licenciosa. Decidido a deshonrar el titulo que no estaba a su alcance, según se dice, se casó con una mujer de la calle, aparentemente sin más objeto ni razón que la de obtener sus fines. Este acto reprobable tuvo lugar cuando era estudiante de medicina en París. Lo expulsaron de la Sorbona muy poco después. Se desconoce su destino en lo subsecuente, así como su dirección actual.

Joseph Beck

Prestamista y posee una tienda en Great Heapton. De importancia dudosa, sobre la base de los informes que se han obtenido ya.

Doctor Murray

Médico entregado a su profesión que supervisa el depósito de cadáveres de la calle Montague, y está muy dedicado al albergue contiguo que él creó.

Sally Young

Sobrina del doctor Murray. Le da todo su tiempo a la hostería. Enfermera y trabajadora social, fue ella la que empeñó el estuche de cirujano en la tienda de Beck. Cuando se le interrogó, suministró informes con toda libertad y parecía que no ocultaba nada.

Pierre

Un imbécil, al parecer inofensivo, que aceptaron en el albergue, en donde ayuda en pequeñas tareas de servicio. El estuche de cirujano se encontró en su posesión, y fue empeñado por la señorita Young para beneficio suyo. Se supone que vino de Francia.

La mujer de rostro desfigurado

No identificada.

Holmes recorrió el résumé con un fruncimiento de cejas insatisfecho.

—Si esto no consigue más —masculló—, nos demuestra el poco camino que hemos adelantado, y lo lejos que tenemos todavía que andar. No da la lista de las víctimas, que subrayan nuestra necesidad de apresuramiento. Ha habido cinco carnicerías que se conocen, y cualquier tardanza de nuestra parte añadirá otra a la lista. Así que si se viste usted, Watson, conseguiremos un coche y nos iremos al Club Diógenes.

Holmes permanecía absorto en pensamientos profundos mientras traqueteábamos sobre el empedrado, pero me arriesgué a perturbarlo por algo que se me vino de pronto a la cabeza.

—Holmes —le dije—, cuando íbamos saliendo del castillo del duque de Shires, usted mencionó que lord Carfax había fallado por dos motivos. Me parece que me he dado cuenta de uno de ellos.

—¡No me diga!

—Se me ocurre que no preguntó absolutamente nada de cómo el estuche de cirujano había llegado a su poder. Por tanto, resulta lógico que ya lo sabía.

—Excelente, Watson.

—A la luz de esta omisión, ¿estamos justificados en suponer que fue él quien se lo envió a usted?

—Tenemos por lo menos derecho a sospechar que sabe quién lo hizo.

—Entonces, acaso lord Carfax es nuestra clave para la identidad de la mujer desfigurada.

—Enteramente posible, Watson. Sin embargo, reconocer una clave como tal y saberla utilizar son dos cosas distintas por completo.

—Debo confesar que la segunda falla de Su Señoría se me ha escabullido.

—¿Recordará que, en presencia de lord Carfax, dejé caer el estuche y desparramé su contenido en el piso? ¿Y que él cortésmente recogió los instrumentos?

—¡Sí!

—Pero tal vez dejó de advertir la habilidad práctica con que los volvió a colocar, cada uno en su lugar adecuado, sin el menor titubeo.

—¡Caray, por supuesto!

—Y ahora que se acuerda de esto, ¿qué informes adicionales le proporciona respecto a Su Señoría?

—Que si bien no presume de ningunos conocimientos o experiencias en cirugía, sí está muy familiarizado con esos instrumentos.

—Precisamente. Hecho que deberemos de conservar en nuestros archivos mentales para futuras referencias. Pero ya estamos aquí, Watson, y Mycroft nos aguarda.

¡El Club Diógenes! Me acordaba muy bien de él, aunque no había entrado en sus salones discretos sino una sola vez. Había sido cuando Mycroft había pasado a los hombros de su hermano más activo el curioso asunto del Intérprete Griego, el cual tuve el honor y la satisfacción de registrar para placer del considerable cuerpo de admiradores de Holmes.

El Club Diógenes estaba formado por individuos que preferían buscar soledad en el corazón de la clamorosa ciudad, y para beneficio de ellos. Es un sitio lujoso, con amplias butacas, comida excelente y todas las otras cosas indispensables para la comodidad de las gentes. Los reglamentos están redactados para el objeto básico del club, y se aplican estrictamente reglamentos que tienen por objeto desestimular, ¡no, prohibir!, toda sociabilidad. No se permite hablar, salvo en el Salón de los Extraños, en el que se nos introdujo silenciosamente. En realidad, está prohibido que cualquier miembro advierta la presencia de otro. Se cuenta una anécdota —apócrifa, estoy seguro— de un miembro que sucumbe a causa de un ataque al corazón, en su butaca, y que se descubrió que había expirado solamente cuando otro miembro observó que el Times que sostenía el pobre hombre era de hacía tres días.

Mycroft Holmes nos esperaba en el Salón de los Extraños, habiendo salido, según me informaron después, de su puesto gubernamental a la vuelta de la esquina en Whitehall. Esto, pudiera añadir yo, era una interrupción inaudita de sus costumbres fijas.

Con todo, ninguno de los hermanos, al encontrarse, parecía tener alguna prisa para ocuparse del asunto pendiente. Mycroft, un hombre grande y cómodo con tupido cabello gris y facciones pesadas, tenía muy poco parecido con su hermano menor. Le tendió la mano exclamando:

—¡Sherlock, estás muy bien! Parece que te conviene andar de un lado a otro rebotando por Inglaterra y el Continente. —Desviando la mano carnuda hacia mí, Mycroft prosiguió—: Watson, he oído que usted se escapó de las garras de Sherlock mediante el matrimonio. ¿Acaso Sherlock no lo ha vuelto a capturar?

—Estoy casado y sigo siendo muy feliz —le aseguré—. Mi esposa se encuentra de visita con una tía por el momento.

¡Y el largo brazo de Sherlock se extendió inmediatamente!

La sonrisa de Mycroft era cordial. Para ser hombre insociable, poseía un talento curioso para hacerlo a uno sentirse a sus anchas. Nos había salido al encuentro en la puerta, y ahora nos conducía hacia un ventanal que daba sobre una de las calles más concurridas de Londres. Lo seguimos, y los hermanos permanecieron en pie, uno al lado del otro, contemplando la escena que pasaba.

—Sherlock —empezó Mycroft—, no he estado en este cuarto desde tu última visita, pero los rostros en el exterior nunca cambian. Por el aspecto de esa calle, bien pudo haber sido ayer.

—Y con todo —murmuró Sherlock—, sí ha cambiado. Las viejas intrigas han cambiado y han nacido nuevas.

Mycroft señaló.

—Ésos dos tipos en la acera, ¿estarán mezclados en algún complot?

—¿Te refieres al encendedor de faroles y al tenedor de libros?

—Precisamente.

—Yo diría que no. El farolero está consolando al contador porque lo despidieron recientemente.

—Estoy de acuerdo. El tenedor de libros hallará sin duda otro empleo, pero lo perderá muy pronto y se encontrará de nuevo en mitad de la calle.

Me vi obligado a interrumpir.

—Vamos, vamos —les dije, y me oí repitiendo mis antiguas objeciones—. ¡Esto es demasiado!

—Watson, Watson —se burló Mycroft—, después de todos estos años con Sherlock, no esperaba de usted tal miopía. Hasta de esta distancia, seguramente advertirá las manchas de tinta, tanto negra como roja, en los dedos del primer individuo. Y con la misma seguridad, el sello ocupacional del tenedor de libros.

—Observe también —añadió el más joven de los Holmes— el manchón de tinta en el cuello, en donde rozó la camisa con la pluma, así como la falta de planchado del resto de su traje.

—De lo cual, ¿será difícil, mi estimado Watson —interpuso Mycroft con una bondad que me irritó—, deducir el descuido del hombre en su trabajo y, por tanto, un jefe disgustado?

—Un jefe no sólo disgustado y colérico, sino que no perdona —añadió Sherlock—, como se demuestra con el periódico en el bolsillo de la chaqueta del contador, abierto en la sección de empleos. Por tanto, se encuentra desocupado.

—¡Pero usted dijo que hallaría un puesto! —le reproché agriamente a Mycroft—. Si el tipo es tan ineficaz, ¿por qué lo habría de tomar en cuenta un nuevo jefe?

—La mayor parte de ellos no lo harían, pero muchos de los anuncios en el periódico están marcados claramente para investigación. Tal energía en buscar un nuevo empleo deberá de ser recompensada después de todo.

Levanté los brazos en alto.

—¡Concedo, como de costumbre! Pero que el otro individuo sea un farolero, ¿de seguro que no es más que una suposición?

—Un poco más técnica —aceptó mi amigo Holmes—; pero advierta el sitio que se encuentra luido en la parte interior de la manga de la derecha, extendiéndose hasta arriba del puño.

—Indicación infalible del encendedor de faroles —completó Mycroft.

—Al extender su pértiga para alcanzar el farol —explicó Sherlock— roza con el extremo inferior de la vara esa parte de la manga una y otra vez. Realmente elemental, Watson.

Antes de que pudiera contestar, el humor de Holmes cambió, y se volvió del ventanal frunciendo el ceño.

—¡Ojalá nuestro problema actual se resolviera con tanta facilidad! Ésa es la razón por la que estamos aquí, Mycroft.

—Dame los detalles —replicó su hermano con una sonrisa—. Es preciso que mi tarde no se pierda del todo.

Veinte minutos después estábamos sentados, ya silenciosos, en las cómodas butacas del Salón de los Extraños. Mycroft fue el que rompió el silencio.

—Tu cuadro está bien delineado, Sherlock, hasta donde llega. Pero seguro que serás capaz de resolver el enigma.

—No tengo la menor duda de ello, pero hay muy poco tiempo. Es muy urgente prevenir nuevos crímenes. Dos mentes son mejores que una. Tú puedes bien divisar algún punto que me economizará uno o dos días de investigaciones.

—Entonces vamos a ver precisamente lo que tienes. O más bien, precisamente lo que no tienes. A tus piezas les falta mucho para estar completas.

—Por supuesto.

—Y con todo, han tocado un sitio sensitivo en alguna parte, como lo atestigua el ataque rápido contra ti y Watson. A menos que desees considerarlo como coincidencia.

—¡Claro que no!

—Ni yo tampoco —masculló tirando del lóbulo de la oreja—. Por supuesto, no es ninguna hazaña cerebral identificar al misterioso Pierre con su nombre verdadero.

—Seguramente que no —replicó Holmes—. Es Michael, el hijo segundo del duque de Shires.

—En cuanto a los graves daños causados a Michael, puede ser que el padre no sepa nada de ellos. Pero lord Carfax sí sabe ciertamente de la presencia de Michael en el albergue, y está fuera de duda que reconoció a su hermano menor.

—Me doy perfecta cuenta —prosiguió Holmes—, de que lord Carfax no ha sido franco por completo.

—Me interesa. El manto filantrópico es un disfraz admirable para toda diablura. Lord Carfax pudo muy bien haber sido el responsable de que Michael fuera entregado a los cuidados del doctor Murray.

—También —completó rápidamente Holmes— por su maltrato.

—Posiblemente. Pero debes hallar las otras piezas, Sherlock.

—¡El tiempo, Mycroft, el tiempo! Ése es mi problema. Es preciso que identifique con rapidez el hilo de la madeja y me apodere de él.

—Creo que debes forzar en alguna forma la mano de Carfax.

—¿Puedo preguntar algo? —interpuse.

—Claro que sí, Watson. No tenemos la menor intención de excluirlo a usted.

—Yo puedo ayudar en muy poco, pero desde luego que identificar a Jack el Destripador es nuestro interés primordial. Por tanto, les pregunto: ¿creen que conocemos al asesino? ¿Es el Destripador una de las personas con las cuales hemos estado en contacto?

Sherlock Holmes se sonrió.

—¿Tiene usted algún candidato para ese honor dudoso, Watson?

—Si me viera obligado a escoger, nombraría al imbécil. Pero debo confesar que erré con mucho al no imaginármelo como a Michael Osbourne.

—¿Sobre qué bases lo condena?

—Nada tangible, mucho me temo. Pero no puedo olvidar el tableau que contemplé al ir saliendo de la «morgue» de la calle Montague. El doctor Murray, como recordarán, le ordenó a Pierre que cubriera el cadáver de la infeliz. No hubo nada concluyente en sus actos, pero su manera hizo que se me pusiera carne de gallina. Parecía fascinado por el cadáver mutilado. Al extender la sábana, sus manos pasaron amorosamente sobre el cuerpo helado. Diríase que estaba enamorado de la carnicería.

Hubo una pausa, durante la cual los hermanos valorizaron mi contribución. Luego Mycroft manifestó gravemente.

—Usted ha presentado un punto muy pertinente, Watson. Yo diría solamente que es difícil, como lo sabe, interpretar las acciones generadas por una mentalidad dañada. Sin embargo, su reacción instintiva puede valer más que toda la lógica que utilicemos.

—La observación es digna de que se considere —añadió Sherlock.

Tuve la impresión, sin embargo, de que ninguno de los dos le hizo mucho caso a mi declaración, y que se limitaban meramente a ser amables.

Mycroft se puso pesadamente en pie.

—Es preciso que recojas más hechos, Sherlock.

Su hermano apretó las manos.

Se me había ocurrido que todo este episodio con Mycroft no se compaginaba con el Sherlock Holmes que yo había conocido, de pisada segura, de plena confianza en sí mismo. Estaba reflexionando en el asunto, cuando Mycroft continuó, hablando mansamente:

—Creo que conozco la fuente de tu confusión, Sherlock. Debes despreocuparte de ella. Has sido demasiado subjetivo en lo que se relaciona con este caso.

—No alcanzo a comprender —murmuró Holmes con frialdad ligera.

—Cinco de los asesinatos más espantosos del siglo, y quizá otros que seguirán. Si te hubieras ocupado del caso mucho antes, hubieses podido impedir algunos de ellos. Eso es lo que te devora, te corroe. El ácido de la culpabilidad puede embotar al más agudo y fino de los intelectos.

Holmes no tuvo ninguna contestación para eso. Meneó la cabeza con impaciencia y me dijo:

—Venga, Watson, la partida está entablada. Vamos al acecho de una bestia salvaje.

—Y una muy astuta —añadió Mycroft haciéndonos una advertencia bien clara. Y luego—: Sherlock, buscas a una mujer con el rostro desfigurado por cicatrices. Además, una de las piezas clave que falta es la mal reputada esposa de Michael Osbourne. ¿Qué sugiere eso a la mente?

Holmes le clavó un ojo muy disgustado a su hermano.

—Debes en verdad imaginarte que he perdido mis facultades, Mycroft. Eso sugiere por supuesto que son una y la misma persona.

Y con esa frase, nos retiramos del Club Diógenes.

* * *

La némesis de Ellery investiga.

EL TIMBRE DEL APARTAMIENTO era un botón de rosa montado en hojas de marfil. Grant Ames lo oprimió, y el resultado fue una muchacha que llevaba puesta una pijama de descanso de color verde venenoso.

—Hola, Madge, sucedió que andaba por el vecindario y aquí estoy ahora.

El rostro de ella se animó. Aquella cara masculina, delgada y patricia, le recordaba un signo de dólares muy grande.

—¿Así que se le ocurrió venir a verme? —le manifestó, haciendo que se escuchara como a Einstein al formular por primera vez su teoría; y abrió la puerta tan de par en par que golpeó contra la pared.

Grant avanzó cautelosamente hacia adelante.

—Precioso nidito el que tiene aquí.

—No es más que un apartamiento ordinario y eficaz para una muchacha que trabaja. Espulgué el East Side, absolutamente lo espulgué. Y finalmente hallé éste. Es espantosamente caro, pero, por supuesto, una no podría atreverse a vivir en ninguna parte que no fuera el Upper East.

—No sabía que se hubiera dedicado a alguna carrera.

—Oh sí, en verdad. Soy una consultora. Usted bebe escocés, ¿verdad?

A un investigador le correspondía seguir investigando, pensó Grant. Entonces le preguntó:

—¿Y con quién consulta?

—Con las gentes que se ocupan de las relaciones públicas en la fábrica.

—De la que su padre es propietario, por supuesto.

—Por supuesto.

Madge Short era hija del dueño de Short’s Shapely Shoes, pero con tres hermanos y dos hermanas para compartir el botín. Meneó su cabecita pelirroja al tenderle el escocés con soda.

—¿Y la fábrica está situada?

—En Iowa.

—¿Usted va y viene?

—¡Tonto, hay una oficina en Park Avenue!

—¡Vaya que me sorprende usted, mi estimada amiga! Yo la veo en un papel diferente.

—¿Como novia? —Dos jóvenes pechitos erectos levantaron la verde tela venenosa como ofrendas votivas.

—¡Por Dios, no! —replicó Grant apresuradamente—. La miro más bien en el campo literario.

—¡Desde luego que está bromeando!

Grant había examinado el cuarto. No había libros a la vista, nada de revistas, tampoco, pero eso no era concluyente por necesidad.

—La veo a usted como leyendo mucho. Un poco como gusano de biblioteca, digamos.

—¿En este día y época? ¿Cuándo conseguiría una tiempo?

—Se puede encontrar por aquí y por allí.

—Sí leo algo. El sexo y el soltero.

—Yo soy muy aficionado a los detectives. El padre Brown. El obispo Cushing. —La escrutaba cuidadosamente en busca de sus reacciones. Era como vigilar las reacciones de un lechón sonrosado.

—También a mí me gustan.

—Con un conocimiento superficial —continuó Grant astutamente— de los filósofos: Burton, Sherlock Holmes.

—Uno de los hombres en aquella fiesta es un experto en Zen. —La duda empezaba a surgir. Grant cambió rápidamente de táctica.

—El bikini azul que usted llevaba puesto era muy picante.

—¡Qué bueno que le gustó, querido! ¿Qué dice de otro escocés?

—No, gracias —se rehusó Grant levantándose—. El tiempo se nos escurre tictaqueando y… bueno, ahí tiene… —No había en ella ni la menor esperanza.

Se derrumbó tras el volante del Jaguar.

¿Cómo lo hacían esos tipos? ¿Holmes? ¿Hasta Queen?

MIENTRAS TANTO, algo le oprimía las narices a Ellery, ahogándolo. Despertó y descubrió que era el diario con que se había metido en la cama. Bostezó, lo tiró en el suelo, y se sentó con los codos en las rodillas. El diario lo tenía entre los pies, así que se inclinó y lo recogió.

Y empezó a leer.