—UNO HACE LO QUE PUEDE —nos decía el doctor Murray unos cuantos momentos más tarde—, pero, en una ciudad del tamaño de Londres, es como tratar de barrer el mar con una escoba. Un mar de pobreza y desesperanza.
Habíamos salido de la «morgue», cruzando un patio interior enlosado. Nos hizo pasar por otra puerta y entrar en una atmósfera pobre pero más alegre. El albergue era viejo. Se había construido originalmente como establo, un edificio largo, bajo, de piedra, con los lugares para los pesebres claramente señalados. De nuevo se habían gastado cubetas de enjalbegado, pero el eterno olor del ácido fénico se hallaba mezclado con un efluvio ligeramente menos desagradable de medicinas, legumbres que hervían y cuerpos sin bañar. El edificio se extendía hacia adelante a la manera de un ferrocarril, y los compartimientos se habían acondicionado en unidades más grandes, dobles y a veces triples de un tamaño original, y puestos a servir debidamente. Unos tarjetones los identificaban como dormitorios para mujeres y para hombres. Había un dispensario y una sala de espera con bancos de piedra. Adelante de nosotros había un letrero: A la capilla y al comedor.
Se habían corrido cortinas al través de la entrada al dormitorio de las mujeres, pero el de los hombres permanecía abierto, y algunos desamparados lamentables dormían en catres de hierro.
En la clínica, tres pacientes aguardaban a ser atendidos, en tanto que el dispensario se encontraba ocupado por un hombrón embrutecido que se veía como si acabara de limpiar una chimenea. Estaba sentado con un gesto regañón en el rostro. Tenía los ojos fijos en la joven bonita que lo curaba. Uno de sus pies descomunales descansaba en un banquillo, y se lo acababan de vendar. La muchacha se levantó de donde estaba de rodillas y se hizo a un lado de la frente un mechón oscuro de cabello.
—Se cortó terriblemente con un pedazo de vidrio roto —le explicó al doctor Murray. Éste se inclinó para examinar el vendaje, dándole a aquel pie no menos atención que la que hubiese recibido en cualquier consultorio de la calle Harley. Se enderezó y habló con amabilidad.
—Debe regresar mañana para que le hagan otra curación, mi amigo. No deje de venir.
El idiota carecía de la menor gratitud.
—No me puedo poner el zapato. ¿Cómo voy a poder andar?
Habló como si el doctor fuera el responsable, con tal grosería que no me pude contener.
—Si no hubiera andado borracho, buen hombre, quizá hubiese evitado el vidrio roto.
—¡Vamos, vamos, jefe —contestó con atrevimiento—, uno tiene que tomarse una pinta de vez en cuando!
—Dudo mucho de que se limite usted a una pinta.
—Aguarde aquí unos cuantos momentos —interpuso el doctor Murray—. Haré que Pierre le traiga un bastón. Siempre tenemos aquí unos cuantos para casos de emergencia.
Volviéndose a la joven, continuó:
—Estos caballeros son el señor Sherlock Holmes y su colega el doctor Watson. Señores, ésta es la señorita Sally Young mi sobrina y mi buen brazo derecho. No sé lo que la hostería haría sin ella.
Sally Young nos extendió una mano delgada, primero a uno y luego al otro.
—Me siento honrada en conocerlos —murmuró con soltura—. He oído ambos nombres antes de ahora. Pero nunca me imaginé que conocería a personajes tan famosos.
—Es usted demasiado bondadosa —le contestó Holmes.
Su tacto al incluirme a mí, una mera sombra de Sherlock Holmes, fue muy gracioso de su parte y le hice una zalema.
Entonces habló el doctor Murray.
—Voy yo mismo por el bastón, Sally. ¿Quieres continuar la visita con el señor Holmes y con el doctor Watson? Acaso les guste ver la capilla y la cocina.
—Por supuesto que sí. Vengan por aquí, por favor.
El doctor Murray se encaminó en dirección de la «morgue», y nosotros seguimos a la señorita Young. Pero únicamente por una distancia muy corta. Antes de que llegáramos a la puerta, Holmes le manifestó de repente:
—Nuestro tiempo está limitado, señorita Young. Quizá la visita pueda terminarse en otra ocasión. Hoy estamos aquí debido a razones profesionales.
La joven no pareció sorprenderse.
—Comprendo, señor Holmes. ¿Hay algo que pueda hacer yo?
—Tal vez sí lo haya. Hace algún tiempo que usted empeñó cierto artículo en una Casa de préstamos en la calle Great Heapton. ¿Se acuerda de ello?
Sin el menor titubeo replicó:
—Por supuesto. No hace tanto tiempo de eso.
—¿Tuviera usted alguna objeción para informarnos de cómo obtuvo el estuche y por qué lo empeñó?
—Ninguna. Le pertenecía a Pierre.
Esas noticias se me figuraron sorprendentes, pero Holmes no movió ni un músculo.
—El pobre tipo que ha perdido la cabeza.
—Un caso lastimoso, terrible —comentó la joven.
—Uno sin ninguna esperanza, me atrevería a afirmar —declaró Holmes—, lo conocimos hace unos cuantos minutos. ¿Podría usted explicarnos algo de su pasado?
—No sabemos nada de él con anterioridad a su llegada aquí. Pero esa llegada, debo decirlo, fue dramática. Pasé por la «morgue» una noche, ya tarde, y me lo encontré parado a un lado de uno de los cadáveres.
—Haciendo, ¿qué, señorita Young?
—No estaba haciendo nada en absoluto, simplemente parado junto al cadáver, en un estado de confusión que con seguridad habrá usted advertido. Me le aproximé y se lo traje a mi tío. Ha estado aquí desde entonces. La policía evidentemente no lo andaba buscando, pues el inspector Lestrade no ha mostrado el menor interés en él.
Aumentó mi estimación hacia la señorita Sally Young. Aquí había valor, en verdad. Una muchacha que podía pasar en la noche por un depósito de cadáveres, ver a una figura de gárgola como la de Pierre parada allí junto a uno de los cuerpos, ¡y no huir toda llena de terror!
—Eso no puede servir de criterio —comenzó Holmes y se detuvo.
—¿Decía usted, señor?
—Un pensamiento casual, señorita Young. Proceda, por favor.
—Llegamos a la conclusión de que alguien había guiado a Pierre hasta la hostería, dejándolo aquí, como las madres solteras dejan a sus niños a la puerta de un santuario. El doctor Murray lo examinó y averiguó que en alguna ocasión había recibido un daño terrible, como si alguien lo hubiese golpeado brutalmente. Las heridas en la cabeza habían cicatrizado, pero no se pudo hacer nada para despejar las brumas que oscurecían su cerebro permanentemente. Ha demostrado ser inofensivo y patéticamente empeñoso de ayudar en este sitio del que ha hecho su domicilio. Nosotros, por supuesto, nunca soñaríamos con enviarlo de nuevo a un mundo en donde no puede subsistir.
—¿Y el estuche de cirujano?
—Traía un bulto que contenía ropa. El estuche se encontraba en él, única cosa de valor que poseía.
—¿Qué les contó de sí mismo?
—Nada. Habla solamente con mucho esfuerzo, simples palabras que apenas si son inteligibles.
—¿Pero su nombre… Pierre?
Rióse y un atractivo tinte de color le subió a las mejillas.
—Me tomé la libertad de bautizarlo. La ropa traía marbetes franceses. Y un pañuelo de color con escritura francesa bordada en la tela. Por eso, y no por otra razón, comencé a llamarlo Pierre, aunque estoy segura de que no es francés.
—¿Cómo sucedió que fue a empeñar el estuche? —indagó Holmes.
—Pues muy sencillamente. Como le dije, Pierre no trajo virtualmente nada consigo, y nuestros fondos del albergue están muy restringidos. No estábamos en posibilidad de surtir a Pierre debidamente. Así que pensé en el estuche de cirugía. Era claramente de valor, y él no podía tener ninguna necesidad de él. Le expliqué lo que me proponía hacer, y para mi sorpresa asintió violentamente con la cabeza. —Hizo aquí una pausa para reírse—. La única dificultad fue en hacerlo que aceptara el producto. Deseaba que se juntara con el fondo general de la hostería.
—Entonces, todavía es capaz de emoción. Al menos de gratitud.
—Desde luego que sí —replicó Sally Young cordialmente—. Y ahora, señor, quizá usted conteste a una pregunta mía. ¿Por qué está interesado en el estuche de cirujano?
—Me fue enviado por una persona desconocida.
Los ojos se le agrandaron.
—¡Así, pues, alguien lo desempeñó!
—Sí. ¿Tiene usted alguna idea de quién pudo haber sido esa persona?
—Ni la menor. —Después de una pausa pensativa, continuó—: No tiene que haber necesariamente ninguna relación. Quiero decir, alguien pudo haber visto el estuche, comprándolo de oportunidad.
—Uno de los instrumentos faltaba cuando me llegó a mí.
—¡Es curioso! Me preguntó qué pudo haberle sucedido.
—¿El juego estaba completo cuando usted lo empeñó?
—Claro que sí.
—Gracias, señorita Young.
En ese momento la puerta ante nosotros se abrió; un hombre entró. Y aunque lord Carfax no era quizá la última persona que yo esperaba ver, ciertamente que no era la primera.
—Milord, nuestros caminos se cruzan de nuevo —exclamó Holmes.
Lord Carfax mostró estar tan sorprendido como yo. En realidad, parecía completamente perturbado. Fue Sally Young la que rompió el silencio.
—¿Conoce milord a estos caballeros?
—Tuvimos el gusto apenas ayer —repuso Holmes—. En la residencia del duque de Shires.
Lord Carfax recobró el habla.
—El señor Holmes se refiere a la casa de campo de mí padre. —Luego, volviéndose a Holmes, le dijo—: Que se me encuentre a mí en este lugar es más probable que a ustedes, caballeros. Me paso aquí una buena parte de mi tiempo.
—Lord Carfax es nuestro ángel del cielo —explicó Sally Young con alborozo—. Ha dado su dinero y su tiempo con tanta generosidad que el albergue le pertenece tanto como a nosotros. Casi no podría subsistir sin él.
Lord Carfax se ruborizó.
—Usted exagera un poco, señorita.
La joven colocó una mano afectuosa sobre su brazo, y los ojos le brillaron. Luego aquel fulgor disminuyó; su aspecto cambió en absoluto.
—Lord Carfax, hay otra. ¿Lo supo ya?
Asintió sombríamente.
—¡Me pregunto si llegará esto a su fin! Señor Holmes, por casualidad, ¿no está utilizando sus talentos en la cacería del Destripador?
—Veremos cómo sigue este asunto desarrollándose —murmuró Holmes con cierta brusquedad—. Ya le hemos quitado bastante de su tiempo, señorita Young. Confío en que nos veamos de nuevo.
Con eso hicimos una reverencia y nos retiramos, pasando por la «morgue» silenciosa, que ahora se encontraba desierta excepto por los muertos.
La noche había caído, y las farolas de Whitechapel punteaban las callejuelas vacías, haciendo más profundas las sombras en vez de amenguarlas.
Me levanté el cuello.
—En verdad, Holmes, tengo ganas de decir que un buen fuego y una taza de té caliente…
—¡En guardia, Watson! —gritó Holmes, pues sus reacciones eran más rápidas que las mías; y un instante después estábamos luchando por defender nuestras vidas. Tres rufianes habían salido de la oscuridad de un patio y se nos echaban encima.
Vi el reflejo de una hoja de cuchillo, al tiempo que uno de ellos ordenaba:
—¡Ocúpense del grandote ustedes dos!
A mí me dejaron con el tercero, pero era suficiente, armado como estaba. El salvajismo de su ataque no me dejó ninguna duda acerca de sus intenciones. Me di la vuelta para enfrentármele apenas a tiempo. Pero mi bastón se me resbaló de la mano, y me hubiera derrumbado con la hoja de aquella bestia en mi carne si él no se hubiese tropezado en su ansiedad por venir hacia mí. Se fue para adelante, agitando las manos en el aire, y yo obré por instinto, levantando la rodilla. Un dolor muy bienvenido me pasó por la cadera en el momento en que mi rótula entró en contacto con la cara de mi asaltante. Lanzó un aullido y se tambaleó hacia atrás, saliéndole la sangre a raudales por las narices.
Holmes había conservado su bastón y su dominio de sí. Con el rabillo del ojo contemplé su primer movimiento defensivo. Utilizando el bastón como espada, lo empujó recto y exacto al abdomen del individuo más cercano. La contera se hundió profundamente, provocando una exclamación de agonía y obligándolo a doblarse apretándose el vientre.
Eso fue todo lo que vi, porque mi asaltante se me echaba encima otra vez. Le afiancé la muñeca en la que empuñaba el cuchillo, y desvié la hoja que iba hacia mi garganta. Después nos encontramos estrechamente abrazados combatiendo con desesperación. Fuimos a caer despatarrados en el empedrado. Era un hombretón, muy bien musculado, y aunque yo pugnaba con todas mis fuerzas deteniendo el brazo, la hoja se acercaba a mi garganta.
Me encontraba yo a punto de consignar mi alma al Supremo Hacedor cuando un bastonazo de Holmes empañó los ojos de mi presunto asesino y lo derrumbó sobre mi cabeza. Con un esfuerzo levanté el peso del cuerpo del individuo y me esforcé por ponerme de rodillas. En ese momento se oyó un grito de cólera y dolor lanzado por uno de los asaltantes de Holmes, y otro vociferó:
—¡Ven Butch! ¡Estos tipos son un poco pesados! —Y, con eso, ayudaron a mi atacante a ponerse en pie y el trío corrió y desapareció entre las sombras.
Holmes se encontraba arrodillado junto a mí.
—¡Watson!, ¿está usted bien? ¿Le llegaron con el cuchillo?
—Ni siquiera un rasguño, Holmes.
—Nunca me lo habría perdonado si lo hubiesen herido.
—¿Y usted está bien, mi viejo?
—Excepto por una espinilla golpeada. —Ayudándome a ponerme en pie, Holmes añadió de mal humor—. Soy un idiota. Un ataque era la última cosa que me esperaba. Los aspectos de este caso cambian rápidamente.
—No se culpe. ¿Cómo pudo haber sabido?
—Mi negocio es precisamente saber.
—Estaba lo suficientemente alerta como para vencerlos a su propio juego, cuando todas las ventajas estaban de su parte.
Pero Holmes no se consolaba.
—Soy lento, Watson, lento —se reprochó—. Venga, ya encontraremos un coche y lo llevaré a usted a casa, a la chimenea y al té caliente y sabroso.
Apareció un carruaje y nos recogió. Cuando íbamos de regreso a la calle Baker, Holmes masculló:
—Sería interesante saber quién los envió.
—Obviamente, alguien que desea nuestra muerte —repuse.
—Pero el que nos desea mal, quienquiera que sea, parece tener muy poco criterio para escoger a sus emisarios. Debió haber escogido cabezas frías. Su entusiasmo para la tarea amenguó su eficacia.
—Para nuestra buena fortuna, Holmes.
—Consiguieron por lo menos un objeto. Si antes había la menor duda, lo que es ahora me han hecho decidir, irrevocablemente, a permanecer en este caso. —El tono de Holmes era resuelto, en verdad, y rodamos el resto del viaje en silencio. No fue sino hasta que estábamos sentados ante la chimenea tomando nuestro té hirviente que habló:
»Después de que me separé de usted ayer, Watson, corroboré unos cuantos detalles pequeños. ¿Sabía usted que un desnudo (y trabajo bastante bueno, entre paréntesis), por un Kenneth Osbourne, está colgado en la Galería Nacional?
—¿Dijo Kenneth Osbourne? —exclamé.
—El duque de Shires.
* * *
Ellery obtiene éxito.
HABÍA ESTADO ESCRIBIENDO sin cesar durante toda la noche; el amanecer lo sorprendió parpadeante, barbón y hambriento.
Ellery se dirigió a la cocina, abrió el refrigerador y sacó una botella de leche y los tres emparedados que no se había comido la tarde anterior. Los devoró, con toda la leche, se secó la boca, bostezó, se estiró y se dirigió al teléfono.
—Buenos días, papá. ¿Quién ganó?
—¿Quién ganó qué? —inquirió el inspector Queen querelloso desde las Bermudas.
—El juego con las herraduras.
—Oh, eso. Me ganaron con herraduras preparadas. ¿Cómo está el tiempo en Nueva York? Horrible, espero.
—¿El tiempo? —Ellery miró hacia la ventana, pero las persianas venecianas estaban cerradas—. Si te he de decir la verdad, papá, no lo sé. Trabajé toda la noche.
—¡Y tú me enviaste acá a descansar! Hijo, ¿por qué no vienes a reunirte conmigo?
—No puedo. No se trata únicamente de este libro que he de terminar, sino que Grant Ames estuvo a verme ayer. Se bebió cuanto tenía de licor y me dejó un paquete.
—¡Oh! —comentó el inspector, reviviendo—. ¿Qué clase de paquete?
Ellery le dijo.
El viejo soltó una especie de ronquido de burla.
—¡Vaya con el asunto! Alguien te está jugando una broma. ¿Ya lo leíste?
—Unos cuantos capítulos. Debo confesar que está muy bien hecho. Fascinante, en realidad. Pero luego, viniendo de quién sabe de dónde, me llegó el relámpago y me regresé a la máquina de escribir. ¿Cómo esperas pasarte el día, papá?
—Friéndome en esta maldita playa, Ellery. Estoy tan aburrido que empiezo a morderme las uñas. Hijo, ¿no me permites que vuelva a la casa?
—Ni la menor probabilidad —le contestó Ellery—. Sigue friéndote. Te diré algo. ¿Cómo te agradaría leer un libro de Sherlock Holmes que no se ha publicado?
La voz del inspector Queen adquirió una nota de astucia.
—¡Ésa sí que es buena idea! Voy a llamar a la compañía de aviación para reservarme un asiento… puedo estar en Nueva York en muy poco tiempo…
—Eso sí que no. Te enviaré el manuscrito.
—¡Al cuerno con el manuscrito! —vociferó su padre.
—Hasta luego, papá —se despidió Ellery—. No se te olvide ponerte los anteojos oscuros en la playa.
Y cómete todo lo que te sirvan en tu plato.
Colgó apresuradamente, apenas a tiempo…
Consultó el reloj. Tenía el mismo aspecto sangriento de la máquina de escribir.
Se encaminó al cuarto de baño, tomó un regaderazo y regresó ya en pijama. Lo primero que hizo en su estudio fue desconectar el teléfono. Lo segundo fue apoderarse del diario del doctor Watson.
Me pondrá a dormir, se dijo para sí mismo, maliciosamente.