CAPÍTULO III
WHITECHAPEL

—A PROPÓSITO, HOLMES, ¿qué pasó con Wiggins? —le hice la pregunta ya tarde, a la siguiente mañana, en las habitaciones de Baker Street.

Habíamos tomado una simple cena de ambigú la noche anterior, en la estación, después de nuestro regreso del castillo Shires, y entonces Holmes había dicho:

—El joven pianista norteamericano, Benton, toca esta noche en el Albert Hall. Lo recomiendo calurosamente, Watson.

—Yo no estaba enterado de que Estados Unidos hubiera producido algún gran talento para el piano.

Holmes se había echado a reír.

—¡Vamos, vamos, mi buen amigo, deje tranquilos a los norteamericanos! Ha pasado más de un siglo ya para ahora, y les ha estado yendo bastante bien por allá.

—¿Desea que lo acompañe? Me agradará sobremanera.

—Le estaba sugiriendo el concierto para usted. Tengo unas cuantas investigaciones que me bullen en la cabeza, que es mejor que se hagan por la noche.

—En ese caso, prefiero la butaca junto al fuego y uno de sus fascinantes libros.

—Le recomiendo uno que he adquirido recientemente. La cabaña del tío Tom, por una dama estadounidense llamada Stowe. Un libro lúgubre, escrito para incitar a la nación a que corrija una gran injusticia. Creo que fue una de las causas de la guerra entre los Estados. Quizá más tarde me reúna con usted para tomar una copa.

Sin embargo, Holmes regresó sumamente tarde, después de que yo me había metido en la cama. No me despertó, así que nuestro encuentro siguiente fue en el desayuno. Confiaba en recibir su versión del trabajo nocturno, pero no me ofreció ninguna. Ni tampoco parecía tener prisa para proseguir con el asunto pendiente, descansando perezosamente en su bata color gris rata, disfrutando su té y llenando el cuarto con la humareda pesada de su pipa de barro.

Se produjo un estruendo en las escaleras, y una docena de los pilluelos más sucios y harapientos de Londres se precipitaron en el aposento. Era la increíble banda callejera, a la que él llamaba variadamente: departamento de policía privada de la calle Baker y los irregulares de la calle Baker.

—¡Firmes! —ordenó Holmes, y los rapazuelos se pusieron en fila y presentaron sus pequeños rostros en lo que evidentemente consideraron que era una postura militar.

—Ahora bien, ¿la han hallado?

—Sí señor —contestó uno de la banda.

—¡Fui yo, señor! —interpuso otro con viveza, sonriéndose y enseñando huecos en donde faltaban tres dientes.

—Muy bien —aprobó Holmes con énfasis—, pero trabajamos como unidad. Nada de gloria individual. Uno para todos y todos para uno.

—Sí señor —contestó el coro.

—El informe, pues…

—Está en Whitechapel.

—En la calle Great Heapton, cerca del paso a nivel. La calle es muy estrecha allí, señor.

—Muy bien —repitió Holmes—. Aquí está la paga y retírense.

A cada rapaz le dio un chelín. Se marcharon felices, como habían llegado, y pronto escuchamos sus voces agudas desde abajo.

Ahora Holmes le vació los residuos a su pipa.

—¿Wiggins? Oh, le fue muy bien. Se alistó en las fuerzas de Su Majestad. La última carta de él me llegó de África.

—Era un jovenzuelo muy listo, según me acuerdo.

—Así son todos ellos. Y la existencia de estos pilletes en Londres no disminuye nunca. Pero debo llevar a cabo una investigación. Vámonos ya.

No se necesitaba ninguna hazaña de inteligencia para predecir nuestro destino. Así que no me sorprendió en absoluto cuando nos encontramos enfrente del aparador de una casa de empeño en Great Heapton, en Whitechapel. La calle, como Holmes había deducido y lo confirmaron los chicuelos, era estrecha, con edificios elevados al lado opuesto de la tienda. Cuando llegamos, el sol estaba apenas dibujando una línea en el vidrio, en el cual se leía esta inscripción:

Joseph Beck

Préstamos

Holmes señaló hacia lo exhibido en el aparador.

—El estuche estaba allí, Watson. ¿Ve dónde da el sol?

No tuve más remedio que asentir con la cabeza. Por más que estuviera acostumbrado a la precisión sin errores de su juicio, la prueba definitiva no dejaba nunca de asombrarme.

Ya dentro de la tienda, nos saludó un hombrecillo grueso de edad mediana, con bigotes muy engomados que terminaban en punta. Joseph Beck era el arquetipo del comerciante alemán, y sus esfuerzos por producir un efecto prusiano resultaban ridículos.

—¿Puedo servirles en algo, señores? —Su inglés tenía un acento muy marcado.

Presumo que, en ese vecindario, nos encontrábamos en un nivel de clientes un poco más alto que el acostumbrado; posiblemente esperaba adquirir una prenda de gran valor. En realidad, hasta tronó los talones poniéndose en actitud de firmes.

—Un amigo —empezó Holmes— me hizo un obsequio a últimas fechas, un estuche de cirujano comprado en su tienda.

Los ojillos saltones de Herr Beck demostraron cautela.

—¿Si?

—Pero uno de los instrumentos faltaba en el estuche. Me agradaría completar el juego. ¿Tiene usted algunos instrumentos quirúrgicos entre los que pueda escoger el que me falta?

—Mucho me temo que no le pueda ser útil en nada, señor. —El prestamista aparecía claramente desilusionado.

—¿Se acuerda del juego al que hago referencia?

Ach, sí, señor. Se efectuó hace una semana, y tengo muy pocos de esos artículos. Pero el juego estaba completo cuando la mujer lo desempeñó y se lo llevó. ¿Le dijo que faltaba un instrumento?

—No lo recuerdo —contestó Holmes con indiferencia—, el punto está en que usted no me puede ser útil ahora.

—Lo siento, señor. No tengo ningún instrumento de cirugía de ninguna clase.

Holmes fingió mal humor.

—¡Todo este camino hasta aquí para nada! Me ha causado un gran inconveniente, Beck.

El hombre lo contempló con asombro.

—Está usted siendo irracional, señor. No veo cómo sea yo responsable de lo que haya ocurrido después de que el estuche salió de mi establecimiento.

Holmes se encogió de hombros.

—Supongo que no —aceptó al desgaire—. Pero es una molestia. He venido desde muy lejos.

—Pero señor, si le hubiera usted preguntado a la pobre criatura que desempeñó el estuche…

—¿La pobre criatura? No comprendo.

La severidad del tono de Holmes atemorizó al hombre. Con el instinto de complacer del comerciante, se apresuró a excusarse.

—Perdóneme, señor. Mi corazón se compadeció de la mujer. En realidad, le vendí el estuche a un precio muy generoso. Su rostro terriblemente desfigurado me ha perseguido.

—Ah —murmuró Holmes—, ya veo. —Estábase dando media vuelta con desilusión aparente cuando resplandeció su rostro de gavilán—. Se me ocurre una idea. El hombre que empeñó el estuche… si pudiera entrar en contacto con él.

—Lo dudo, señor. Hace ya bastante tiempo.

—¿Qué tanto?

—Tendría que consultar mi libro.

Frunciendo el ceño, sacó un libro de la parte de abajo del mostrador y lo hojeó.

—Aquí está. Vamos, ha sido hace casi cuatro meses. ¡Cómo vuela el tiempo!

—Sí —convino Holmes secamente—. ¿Tiene usted el nombre y la dirección del hombre?

—No era un hombre, señor. Era una dama.

Holmes y yo nos miramos uno al otro.

—Ya comprendo —murmuró Holmes—. Muy bien, aun después de cuatro meses, podría valer la pena hacer un esfuerzo. ¿Cuál es su nombre, por favor?

El prestamista estudió el libro.

—Young. La señorita Sally Young.

—¿Su dirección?

—Hostería Montague Street.

—Curioso lugar de residencia —exclamé.

—Sí, meih Herr. Está en el corazón de Whitechapel. Lugar peligroso en estos tiempos.

—En verdad que sí. Buenos días —se despidió Holmes cortésmente—. Ha sido usted muy amable.

Al irnos alejando de la casa de préstamos, Holmes se echó a reír suavemente.

—Este Joseph Beck es un tipo que debe ser manejado con mucha habilidad. Uno lo puede conducir a una gran distancia, pero no lo puede empujar ni un centímetro.

—Me parece que cooperó con eficacia.

—Sí, con mucha. Pero el menor olor de asunto oficial en nuestra investigación, hubiera dado lugar a que no nos diera ni siquiera la hora.

—Su teoría, Holmes, de que retiraron el escalpelo como un simple gesto simbólico, ha quedado demostrada como correcta.

—Tal vez, aunque el hecho no es de gran valor. Pero ahora lo que corresponde hacer es una visita al albergue de la calle Montague y a la señorita Sally Young. Estoy seguro de que usted se ha formado opiniones respecto a la situación de las dos mujeres que andamos buscando, ¿eh?

—Por supuesto. La que empeñó el estuche se encontraba claramente en circunstancias financieras muy apremiantes.

—Es una posibilidad, Watson, aunque no una certeza.

—Si no es así, ¿por qué empeñó el juego de instrumentos?

—Me siento inclinado a pensar que fue un servicio que le prestó a otra persona. Alguien al que no le era posible o no quería presentarse personalmente en la casa de empeño. Un estuche de cirujano es un artículo que nadie espera que le pertenezca a una dama. ¿Y en cuanto a la mujer que desempeñó la prenda?

—No sabemos nada de ella excepto que había recibido algunos daños en la cara. Quizá es una víctima del Destripador que se escapó de una muerte segura en sus manos, ¿no?

—Magnífico, Watson. Una hipótesis admirable. Sin embargo, el punto que me llamó la atención incluye algo un poco diferente. Usted recordará que Herr Beck se refirió a la que desempeñó el estuche como una mujer, en tanto que habló en un tono más respetuoso de la otra como de una dama. Por consiguiente, tenemos motivos para suponer que la señorita Sally Young es una persona que merece respeto.

—Por supuesto, Holmes. Las deducciones se me habían escapado, seré franco al confesarlo.

—La desempeñadora pertenece sin duda a una clase inferior. Pudiera bien ser una prostituta. Por supuesto que este barrio abunda con estas infortunadas.

Montague Street se encontraba a no gran distancia, a menos de veinte minutos de caminata desde la casa de empeño. Resultó ser un trecho que comunicaba Purdy Court y Olmstead Circus, siendo este último un refugio muy bien conocido de los mendigos de Londres. Dimos vuelta en Montague Street y habíamos caminado unos cuantos pasos cuando Holmes se detuvo.

—¡Ah!, ¿qué tenemos aquí?

Mis miradas siguieron a las suyas arriba de un arco de piedra antigua, que ostentaba una sola palabra, Mortuorio. Yo no me considero especialmente sensitivo, pero al dirigir la vista en las profundidades sombrías de la entrada como túnel, me invadió la misma depresión de espíritu que había experimentado al divisar por primera vez el castillo de los Shires.

—Ésta no es ninguna hostería, Holmes —le dije—. ¡A menos que a un santuario para los muertos pueda llamársele así!

—Vamos a suspender nuestros juicios hasta que no investiguemos —me contestó, y abrió una puerta chirriante que conducía a un patio empedrado.

—Aquí se percibe el olor de la muerte, sin duda —murmuré.

—Y muerte muy reciente, Watson. De otro modo, ¿por qué estaría nuestro amigo Lestrade en este sitio?

Dos hombres se veían conversando en el lado lejano del patio, y Holmes había identificado a uno de ellos con mayor rapidez que yo. Era en verdad el inspector Lestrade, de Scotland Yard, todavía más delgado y con mayor apariencia de hurón de lo que yo lo recordaba.

Lestrade se volvió al ruido de nuestras pisadas. Una expresión de sorpresa le cruzó por el rostro.

—Señor Holmes, ¿qué anda haciendo aquí?

—¡Cómo me hace bien verlo a usted, Lestrade! —exclamó Holmes con una sonrisa cordial—. Es en verdad alentador darse cuenta de que Scotland Yard sigue la pista hacia el lugar adonde conduce el crimen.

—No hay necesidad de ponerse sarcástico —gruñó Lestrade.

—¿Se pone nervioso, hombre? Parece como si algo lo tuviera cogido de los cabellos.

—Si no sabe de lo que se trata, es que no leyó el periódico esta mañana —le reprochó Lestrade.

—En realidad, no lo leí.

El oficial de policía se volvió hacia mí.

—¡Doctor Watson, ya hacía mucho tiempo desde que nuestros caminos se cruzaron!

—Demasiado, inspector Lestrade. Confío en que estará bien…

—Una pequeña molestia de mi lumbago, de vez en cuando. Pero puedo sobrevivirlo. —Luego añadió sombríamente—. Por lo menos hasta que vea a este maniaco de Whitechapel llevado a la horca.

—¿Otra vez el Destripador? —inquirió Holmes con viveza.

—Ése mismo, sí, él mismo. El quinto ataque, señor Holmes. Usted ha leído por supuesto algo acerca de él, aunque no he oído que se nos haya presentado para ofrecer sus servicios.

Holmes no contestó nada a la pulla. En lugar de eso, sus ojos se desviaron en dirección mía.

—Nos estamos acercando, Watson.

—¿Qué fue eso? —exclamó Lestrade.

—El quinto, ¿dijo? Sin duda se refiere al quinto asesinato oficial.

—Oficial o no…

—Lo que quise decir es que no puede estar seguro. Ustedes han encontrado los cadáveres de cinco de las víctimas del Destripador. Pero a otras las pudo haber desmembrado haciéndolas desaparecer.

—¡Pensamiento muy alegre! —masculló Lestrade.

—La «quinta» víctima. Me agradaría ver el cadáver.

—Adentro. Ah, éste es el doctor Murray. Está encargado de aquí.

El doctor Murray era un hombre cadavérico, con un tinte de muerte y unas maneras mesuradas que me impresionaron favorablemente. Su actitud reflejaba la resignación interior que uno encuentra a menudo en los que tienen algo que ver con los muertos. Aceptó la presentación de Lestrade con una reverencia, manifestando:

—Oficio aquí, en efecto, pero preferiría que la posteridad se acordara de mí como director de la hostería. Me ofrece mayores oportunidades para servir. Los pobres miserables que vienen aquí no necesitan ninguna ayuda.

—Vamos a proseguir —lo interrumpió Lestrade, y nos condujo al través de una puerta. Nos recibió un fuerte olor a ácido fénico, olor que había llegado a conocer demasiado en el servicio de Su Majestad, en la India.

El aposento en que entramos demostraba lo poco que se hace siempre para conferirles dignidad a los muertos. Era más un pasadizo que un cuarto, cada centímetro de cuyos muros y techo carecía de cualquier gusto. Todo un lado consistía de una plataforma, en la que aparecían a intervalos unas toscas mesas de madera. La mitad de éstas estaban ocupadas por figuras inmóviles, cubiertas de sábanas, pero Lestrade nos condujo al extremo.

Allí estaba otra plataforma, con su mesa y su trozo de humanidad ensabanado. La plataforma era un poco más alta, y colocada de modo que bien hubiera podido parecer apropiado que ostentara un letrero que dijese: El cadáver de hoy.

—Annie Chapman —explicó Lestrade con rudeza—, la última víctima de nuestro carnicero. —Con eso, hizo la sábana a un lado.

Holmes era, en lo que toca al crimen, el más objetivo de los hombres, pero una compasión sombría le fue invadiendo las facciones. Y debo confesar que yo —acostumbrado a la muerte tanto en el lecho como en el campo de batalla— pie sentí enfermo. La muchacha había sido horriblemente herida, como un animal.

Para mi pasmo, advertí lo que parecía ser desencanto ocupando el lugar de la compasión en el rostro de Holmes.

—La cara no está desfigurada —murmuró, como quejándose.

—El Destripador no mutila los rostros de sus víctimas —explicó Lestrade—. Les presta su atención únicamente a las partes más privadas del cuerpo.

Holmes se había vuelto frío y analítico. Ahora pudiera haber estado contemplando un ejemplar cualquiera en una sala de disección. Me tocó en el brazo.

—Observe la habilidad de este trabajo malvado, Watson. Comprueba lo que hemos leído en los periódicos. El criminal no corta o hiere al azar.

El inspector Lestrade se puso regañón.

—No hay ciertamente nada de hábil en ese corte al través del abdomen, Holmes. El Destripador utilizó un cuchillo de carnicero para eso.

—Antes el abdomen fue diseccionado, posiblemente con un escalpelo de cirujano —masculló Holmes.

Lestrade se encogió de hombros.

—Esa segunda herida, la del corazón, también fue hecha con un cuchillo de carnicero.

—El seno izquierdo quedó amputado con habilidad consumada, Lestrade —le aseguré estremeciéndome.

—La cirugía del Destripador varía. Su habilidad parece que depende del tiempo de que dispone. En algunos casos interrumpieron su trabajo demoníaco.

—Me veo obligado a cambiar ciertas ideas superficiales que me había formado, —Holmes parecía estar hablando consigo mismo más bien que con nosotros—. Un loco, con certeza. Pero inteligente. Tal vez muy brillante.

—¿Confiesa entonces, señor Holmes, que Scotland Yard no está luchando con un idiota cualquiera?

—Por supuesto que sí. Y tendré muchísimo gusto en darles cualquier ayuda que me permitan mis limitadas facultades.

Esto hizo que se abrieran mucho los ojos de Lestrade. Nunca antes había oído a Holmes amenguar sus talentos propios. El policía buscó alguna respuesta adecuada, pero al parecer tal fue su asombro que no pudo hallar ninguna.

Sin embargo, se recuperó lo suficiente como para dar salida a su constante queja.

—Y si usted tiene la suerte de atrapar a este demonio.

—No busco ningún crédito, Lestrade —le afirmó Holmes—. Puede estar seguro de que Scotland Yard cosechará la gloria. —Hizo una pausa, y entonces añadió con melancolía—. Si es que hay alguna. —Volvióse al doctor Murray—: Me pregunto si se nos pudiera permitir visitar su hotel, doctor.

El doctor Murray se inclinó.

—Lo tendría a mucho honor, señor Holmes.

En ese momento se abrió una puerta y apareció una figura patética. Había mucho de qué compadecerla, pero me sentí impresionado por la vaguedad total de sus ojos. Las facciones sin expresión, la mandíbula caída, la boca entreabierta, todo denotaba al idiota. El individuo se adelantó arrastrando los pies hacia la plataforma. Le dirigió una mirada de interrogación vacía al doctor Murray, que le sonrió como quien sonríe a un chiquillo.

—Ah, Pierre. Puede cubrir el cadáver.

Una chispa de interés surgió en aquel aspecto de vaguedad. No pude evitar el pensar en un perro fiel a quien un amo bondadoso le ordena algo. Luego el doctor Murray hizo un ademán, y nos retiramos de la plataforma.

—Yo ya me voy —nos indicó Lestrade, olfateando el ácido fénico con las narices fruncidas—. Si hay algún informe que necesite, señor Holmes —le dijo cortésmente—, no titubee en avisarme.

—Gracias, Lestrade —contestó Holmes, con igual cortesía. Los dos detectives habían evidentemente decidido concertar un armisticio hasta que se pudiera resolver ese asunto morboso.

Al ir saliendo del camero, lancé una mirada hacia atrás y vi a Pierre arreglando la sábana con mucho cuidado sobre el cadáver de Annie Chapman. Holmes, advertí, también miró en dirección del simplón, y algo fulguró en sus ojos grises.