CAPÍTULO II
EL CASTILLO EN EL PÁRAMO

EN SU VIDA POSTERIOR, como lo he dejado escrito en alguna otra parte, mi amigo Sherlock Holmes se retiró del paso afiebrado de Londres para cultivar abejas en South Downs. Así terminó su carrera sin ninguna pena en absoluto, dedicándose a esa actividad doméstica con el mismo empeño que le había permitido seguirles la pista a tantos de los criminales más inteligentes del mundo.

Pero en la época en que Jack el Destripador recorría las calles y encrucijadas de la capital, Holmes era una criatura muy de la vida urbana. Todas sus facultades se encontraban a tono con las incertidumbres de las alboradas y crepúsculos de Londres. El olor siniestro de un callejón del Soho le podía hacer vibrar las aletas de la nariz, en tanto que la fragancia de primavera, que flotara en una campiña rural, le producía somnolencia.

Por tanto, fue con sorpresa y placer que advertí su interés en el escenario que pasábamos en tanto que el expreso nos conducía aquella mañana con rumbo a Devonshire. Contemplaba al través de la ventanilla con aire concentrado, y luego, de pronto, enderezó sus delgados hombros.

—¡Ah, Watson! El aire delgado del invierno que se aproxima, es estimulante.

Por lo que toca a mí, no me lo parecía en esos momentos, porque un cigarro atroz entre los dientes de un escocés viejo y agrio, que había abordado el tren con nosotros, apestaba el compartimiento. Pero Holmes no parecía percatarse de ello. En el exterior, las hojas estaban cambiando de color y relámpagos de tonalidad otoñal desaparecían a nuestra vista.

—Esto es Inglaterra, Watson. Otro Edén, semiparaíso.

Reconocí la cita, y me sorprendí doblemente. Conocía desde luego el rastro sentimental de mi amigo, pero muy raras veces permitía que se mostrase al través del conjunto de su naturaleza científica. Sin embargo, el orgullo de su nacimiento en el británico es una característica nacional, y Holmes no se había escapado de ella.

A medida que nuestra jornada se acercaba a su destino, su aspecto alegre iba desapareciendo; se puso pensativo. Estábamos en los páramos, esas amplias extensiones de limo y cieno que se aferran como grandes costras al rostro de Inglaterra. Como si la naturaleza insistiera en disponer la escena en forma adecuada, el sol había desaparecido tras unos gruesos nubarrones, y parecía que nos habíamos hundido en un lugar de eterno crepúsculo.

Pronto nos encontramos sobre el andén de una pequeña estación provincia, en donde Holmes se metió las manos en los bolsillos y sus ojos profundos se abrillantaron como lo hacían tan a menudo cuando se le presentaba un problema.

—¿Se acuerda del asunto de los Baskervilles, Watson, y de la maldición que ensombrecía sus vidas?

—¡Muy bien que me acuerdo!

—No estamos lejos de sus propiedades. Pero, por supuesto, vamos en dirección opuesta.

—Afortunadamente. Aquel perro del infierno todavía me hostiga en sueños.

Estaba perplejo. Por lo regular, cuando Holmes estaba sumergido en un caso, contemplaba lo que lo rodeaba con una idea fija, dándose cuenta de una ramita doblada, en tanto que se olvidaba del sitio en que se encontraba. En esos instantes, los recuerdos no formaban parte de ello. Ahora se movía intranquilo, como si se arrepintiera de haber permitido que un impulso lo enviara en este viaje.

—Watson —me indicó—, vamos a arreglar que nos renten un cochecillo y terminemos con este asunto.

El jaco que conseguimos tenía sin duda parientes entre los que corrían sueltos en los páramos, pero la bestezuela era bastante tratable, y trotó con asiduidad por el camino entre el villorrio y la propiedad de los Shires.

Después de un rato, las torrecillas del castillo Shires surgieron a nuestra vista, añadiendo al escenario su tono de melancolía.

—Los cotos de caza se encuentran más allá —me explicó Holmes—, el duque posee un terreno muy variado. —Examinó el campo ante nosotros, y añadió—. Dudo mucho, Watson, que encontremos a un anfitrión regocijado y con mejillas rubicundas en ese temible montón de piedras.

—¿Por qué dice eso?

—Las personas de linaje antiguo tienden a reflejar el color de lo que los rodea. Recordará que no vimos ni un solo rostro alegre en el Baskerville Hall.

No disentí de esto, porque mi atención estaba fija en el gris ceñudo del castillo Shires. Hubo un tiempo en que estuvo completo con fosos y puente levadizo. Sin embargo, las generaciones más modernas han llegado a depender para la defensa de su vida y salud de la policía local. Los fosos se habían rellenado, y las cadenas del puente levadizo no habían chirriado durante muchos años.

Fuimos introducidos en un salón frío y cavernoso por un mayordomo que tomó nuestros nombres como Caronte que comprobara nuestro pasaje por la laguna Estigia. Pronto supe que la predicción de Holmes había sido exacta. El duque de Shires era un individuo tan aborrecible y frío como el que nunca me hubiese encontrado.

Era de estatura baja y producía la impresión de estar tísico. Pero era sólo ilusión. Con un examen más detenido observé un rostro bastante sanguíneo y adiviné una fuerza ágil en su cuerpo de apariencia débil.

El duque no nos invitó a sentarnos. En lugar de ello nos manifestó con brusquedad:

—Tuvieron suerte en hallarme aquí. En una hora más estaré en camino para Londres. Paso muy poco tiempo aquí en el campo. ¿Qué asunto los trae?

El tono de Holmes no reprodujo de ningún modo las malas maneras del noble.

—No le ocuparemos a Su Gracia más tiempo del absolutamente indispensable. Vinimos meramente a traerle esto.

Le ofreció el estuche de cirujano, el cual lo habíamos envuelto en papel oscuro, sellándolo con lacre.

—¿Qué es? —inquirió el duque, sin moverse.

—Le sugiero a Su Gracia que lo abra e indague por sí mismo —replicó Holmes.

Con un fruncimiento de cejas, el duque quitó la envoltura.

—¿En dónde obtuvo esto?

—Lamento que tenga que solicitar de Su Gracia que lo identifique primero como propiedad suya.

—Nunca lo había visto antes en mi vida. ¿Cuál razón pudo usted haber tenido para traérmelo? —El duque había levantado la tapa y contemplaba los instrumentos con lo que parecía ciertamente pasmo verdadero.

—Si hace a un lado el forro, hallará impresa en el cuero la razón que tuvimos.

El duque siguió la sugerencia de Holmes, todavía con el entrecejo fruncido. Yo lo vigilaba atentamente cuando clavó la vista en el escudo, y entonces fue a mí a quien me tocó quedarme pasmado. Su expresión cambió. La más pálida de las sonrisas le rozó sus labios delgados, los ojos se le abrillantaron y consideró el estuche con una mirada que únicamente puedo describir como de intensa satisfacción, casi de triunfo. Luego, con la misma rapidez, la mirada desapareció.

Miré hacia Holmes, en busca de alguna explicación, sabiendo que no había dejado pasar inadvertida la reacción del caballero. Pero los ojos agudos aparecían velados, y el rostro era una máscara.

—Estoy seguro de que la pregunta de Su Gracia ha quedado ya contestada —murmuró Holmes.

—Por supuesto —replicó el duque con tono indiferente, como si hiciera a un lado un asunto sin consecuencia—. El estuche no me pertenece.

—Entonces, quizá Su Gracia nos informaría sobre quién es el dueño.

—Mi hijo, presumo. Perteneció sin duda a Michael.

—Proviene de una casa de empeño de Londres.

Los labios del duque se plegaron en una sonrisa cruel.

—No me cabe la menor duda.

—Entonces, si nos diera la dirección de su hijo…

—El hijo al que me refiero, señor Holmes, está muerto. Mi hijo más joven.

Holmes habló con suavidad.

—Lamento oírle decir eso, Su Gracia. ¿Murió de alguna enfermedad?

—Una enfermedad muy seria. Ha muerto hace ya seis meses.

El énfasis que el caballero le ponía a la palabra «muerto», me llamó la atención por lo raro.

—¿Era médico su hijo? —le pregunté.

—Estudió la profesión, pero fracasó en ella, como fracasó en todo. Luego murió.

De nuevo aquel énfasis extraño. Miré hacia Holmes, pero se me figuró que estaba más interesado en los muebles pesados del salón en bóveda; desviaba la vista vivamente de aquí para allá, y tenía las finas y musculosas manos cogidas a la espalda.

El duque de Shires nos tendió el estuche.

—Como ésta no es mi propiedad, señor, se la devuelvo. Y ahora, si me lo permiten, me debo preparar para mi viaje.

Me encontraba sorprendido por la conducta de Holmes. Había aceptado sin rencor el tratamiento altivo del duque. Holmes no tenía la costumbre de permitir que la gente le caminara por encima con botas claveteadas. Su reverencia fue deferente en tanto que decía:

—No lo detendremos por más tiempo, Su Gracia.

El duque continuó con su conducta grosera. No hizo el menor movimiento para llamar al mayordomo con la campanilla. Con lo que tuvimos que buscar nuestro camino lo mejor posible bajo su mirada fija.

Esto se convirtió en una racha de buena fortuna, íbamos cruzando el noble vestíbulo hacia el portal exterior, cuando dos personas, un hombre y una niña, llegaron por una entrada lateral.

En contraste con el duque, no se mostraron hostiles.

La niña, chicuela de nueve o diez años de edad, sonrió con tanta brillantez como su carita pálida pudo permitírselo. El hombre, como el duque, era delgado de formas. Sus ojos líquidos y rápidos, que interrogaban, eran curiosos únicamente. Su parecido con el duque de Shires no dejaba lugar más que para una conclusión. Éste era el otro hijo.

No me pareció que su llegada fuera particularmente de sorpresa, pero tuve la impresión de que desconcertó a mi amigo Holmes. Se paró de golpe, y el estuche de cirujano que llevaba se cayó al suelo con un ruido de acero contra piedra que produjo ecos en aquel amplio vestíbulo.

—¡Qué torpeza la mía! —exclamó, y luego procedió con mayor torpeza al cerrarme el paso cuando intentaba recoger los instrumentos.

El hombre, con una sonrisa, se acercó vivamente.

—Permítame, señor —murmuró y se puso de rodillas.

La niña reaccionó casi con la misma rapidez.

—Déjame ayudarte, papá.

El hombre dibujó una sonrisa.

—Seguro que sí, mi cariñito. Los dos ayudaremos a este caballero. Tú me entregarás los instrumentos, pero con cuidado, para que no te cortes.

Permanecimos silenciosos en tanto que la niñita le pasaba los brillantes objetos a su padre, uno por uno. Su afecto por ella era conmovedoramente visible, pues sus ojos oscuros apenas si se retiraban de ella en tanto que colocaba los instrumentos en sus lugares correspondientes.

Cuando el asunto terminó, el hombre se puso en pie. Pero la chicuela continuaba buscando en las losas sobre las que nos encontrábamos.

—El último, papá. ¿Por dónde se fue?

—Parece que faltaba, queridita. No creo que se haya caído del estuche. —Miró interrogativamente a Holmes, el cual salió de aquel estudio de abstracción en que se había sumido.

—En verdad que sí faltaba, señor. Gracias y perdone mi torpeza.

—No hubo ningún daño. Confío en que los instrumentos no se hayan maltratado. —Le entregó el estuche a Holmes, que lo tomó con una sonrisa.

—¿Tengo, por casualidad, el honor de dirigirme a lord Carfax?

—Sí —le contestó el hombre moreno, agradablemente—. Y ésta es mi hija Deborah.

—Permítame que le presente a mi colega, el doctor Watson. Yo soy Sherlock Holmes.

El nombre pareció impresionar a lord Carfax; los ojos se le agrandaron por la sorpresa.

—El doctor Watson —murmuró devolviendo la presentación, pero sus ojos permanecieron clavados en Holmes—. Y usted, señor… me siento honrado, en verdad. He leído sus hazañas.

—Su Señoría es muy amable —replicó Holmes.

Los ojos de Deborah refulgieron. Hizo una reverencia:

—También yo me siento honrada en conocerlos, señores. —Hablaba con una dulzura conmovedora. Lord Carfax contemplaba la escena con orgullo. Y, sin embargo, yo sentía cierta tristeza.

—Deborah —le dijo gravemente—, debes señalar éste como un acontecimiento en tu vida: el día en que conociste a dos hombres famosos.

—En verdad que lo haré, papá —replicó la niña con solemnidad. No había oído hablar de ninguno de nosotros dos, yo estaba completamente seguro.

Holmes terminó las cortesías al decir:

—Hemos venido aquí, milord, a devolver este estuche al duque de Shires, a quien creía que era el dueño legítimo.

—Y descubrió que estaba equivocado.

—Efectivamente. Su Gracia pensó que posiblemente hubiera pertenecido a su finado hermano, Michael Osbourne.

—¿Finado? —Era más que una pregunta, un comentario cansado.

—Eso fue lo que se nos dio a entender.

Ahora la tristeza apareció claramente en el rostro de lord Carfax.

—Eso puede ser verdad o puede no serlo. Mi padre, señor Holmes, es un hombre rígido que no perdona nunca, lo cual sin duda usted dedujo. Para él, el buen nombre de Osbourne se yergue por encima de todo. Conservar el escudo de los Shires libre de toda mancha es una verdadera pasión para él. Cuando desconoció a mi hermano menor hará cosa de seis meses, declaró a Michael muerto. —Hizo una pausa para suspirar—. Mucho me temo que Michael continúe muerto, por lo que corresponde a mi padre, aun cuando pueda estar vivo todavía.

—¿Sabe usted por sí mismo si está vivo o muerto su hermano?

Lord Carfax frunció el ceño, asemejándose notablemente al duque. Cuando habló, pensé que tenía cierta evasividad en su voz.

—Permítame decir, señor, que no tengo ninguna prueba fidedigna de su muerte.

—Comprendo —replicó Holmes. Luego bajó la vista hacia Deborah Osbourne \ sonrió. La chiquilla se adelantó y puso su manita entre las suyas.

—Me simpatiza usted mucho, señor —le dijo con gravedad.

Fue un momento encantador. Holmes se veía cohibido por esta confesión de corazón abierto. La manita continuaba entre las suyas.

—Concedido, lord Carfax, que su padre es un hombre indoblegable. A pesar de todo, ¡desconocer a un hijo! Una decisión como ésa no se toma a la ligera. La falta de su hermano debe en verdad haber sido muy seria.

—Michael se casó en contra de los deseos de mi padre. —Lord Carfax se encogió de hombros—. No tengo la costumbre, señor Holmes, de discutir los asuntos de mi familia con extraños, pero… —y acarició la refulgente cabeza de su hija—. Deborah es mi barómetro de caracteres.

—Me figuré que Su Señoría iba a preguntar en qué se basaba el interés de Holmes en Michael Osbourne, pero no lo hizo.

También Holmes aparecía como si hubiera esperado tal pregunta. Cuando no se la presentaron, le tendió el estuche quirúrgico.

—Quizá a milord le agrade tener esto.

Lord Carfax tomó el estuche con una reverencia silenciosa.

—Y ahora mucho me temo… debemos marcharnos. —Holmes contempló hacia abajo desde su gran estatura—. Adiós, Deborah. El haberte conocido es la cosa más agradable que nos haya sucedido al doctor Watson y a mí en muchísimo tiempo.

—Espero que regrese de nuevo, señor —contestó la niña—. Queda esto tan solitario cuando mi papá no está aquí.

Holmes habló muy poco cuando regresábamos al pueblo. Apenas si contestó a mis comentarios, y no fue sino hasta que íbamos de regreso a Londres cuando inició la conversación. Mostrando en sus delgadas facciones el aspecto de abstracción que yo conocía tan bien, me indicó:

—Hombre muy interesante, Watson.

—Quizá —le respondí con acidez—, pero también tan repulsivo como no haya conocido a otro o me interese encontrarme. Los hombres de su calibre (¡muy pocos, gracias a Dios!) son los que manchan la reputación de la nobleza británica.

Mi indignación divirtió a Holmes.

—Me estaba refiriendo al filius más bien que al pater.

—¿El hijo? Aprecié, por supuesto, el cariño evidente de lord Carfax por su hija…

—Pero le pareció que era muy informativo.

—Ésa fue precisamente mi impresión, Holmes, aunque no vea cómo se dio cuenta de ella. No tomé parte en la conversación.

—Su rostro es como un espejo, mi querido Watson —me explicó.

Hasta él mismo aceptó que hablaba con libertad de los asuntos personales de su familia.

—Pero ¿lo hizo? Supongamos primeramente, que sea un estúpido. En ese caso se convierte en padre amantísimo con una cavidad oral grande.

—¿Pero si suponemos, con mayor dificultad, que no sea un estúpido?

—Entonces creó precisamente la impresión que deseaba, y que yo me inclino a creer. Me conocía por nombre y reputación, y a usted también, Watson. Dudo mucho que nos haya aceptado como a simples y buenos samaritanos que han recorrido todo este camino para devolver un viejo estuche de cirujano a su dueño legítimo.

—¿Lo haría eso soltar la lengua por necesidad?

—Mi estimado amigo, no nos dijo nada que no hubiera yo ya sabido o no hubiese podido averiguar con facilidad en los archivos de cualquier diario de Londres.

—Entonces, ¿qué fue lo que no reveló?

—Si su hermano Michael está muerto o vivo. Si continúa en contacto con su hermano.

—Presumo, por lo que dijo, que no sabe.

—Eso, Watson, pudo haber sido lo que él deseaba que usted presumiese. —Antes de que le pudiera contestar, Holmes prosiguió—: En realidad, no fui a Shires falto de informes. Kenneth Osbourne, el duque en línea, tuvo dos hijos. Michael, el más joven, por supuesto, no heredaba ningún título. El que esto le haya provocado celos en lo interior, no lo sé, pero se portó, en lo de adelante, en forma tal que mereció el mote, de los periodistas de Londres, de El Alocado. Usted dijo algo sobre la brutal rigidez de su padre, Watson. Por lo contrario, los datos revelan que el duque fue asombrosamente benigno con su hijo menor. El joven, por último, colmó la paciencia de su padre cuando se casó con una mujer de la profesión más antigua, es decir, con una prostituta.

—Empiezo a comprender —murmuré—. Por despecho o por odio, manchar el título que no podía heredar.

—Puede ser —comentó Holmes—. En todo caso, hubiera sido muy difícil para el duque suponer otra cosa.

—No lo sabía —confesé humildemente.

—Es muy humano, mi querido Watson, ponerse de parte con los de abajo. Pero resulta cuerdo descubrir con anticipación quién es exactamente el de abajo. En el caso del duque, me figuro que es un hombre difícil, pero lleva una cruz.

Entonces indiqué con cierta desconfianza.

—Entonces me imagino que mi estimación relativa a lord Carfax es también defectuosa.

—No lo sé, Watson. Poseemos muy pocos informes. Sin embargo, falló por dos motivos.

—No me di cuenta de ello.

—Ni él tampoco.

Mi mente estaba apuntando a una perspectiva más amplia.

—Holmes —le dije—, todo este asunto es mucho muy poco satisfactorio. ¿Seguramente que este viaje no tuvo como motivo el simple deseo, por su parte, de devolver un objeto perdido?

Dirigió la vista al través de la ventanilla.

—El estuche de cirujano se nos entregó en nuestra puerta. Dudo mucho de que nos hayan tomado por una oficina de pérdidas y hallazgos.

—Pero ¿quién lo envió?

—Alguien que quiso que lo tuviéramos en nuestras manos.

—Entonces, esperar es lo único que podemos hacer.

—Watson, decir que huelo aquí un propósito desviado resulta algo de fantasía. Pero el olor es muy fuerte. Acaso vaya usted a conseguir su deseo.

—¿Mi deseo?

—Me parece que recientemente sugirió usted que le diera una poca de ayuda a Scotland Yard en el caso de Jack el Destripador.

—¡Holmes…!

—Por supuesto, no hay pruebas que relacionen al Destripador con el estuche de cirujano. Pero el cuchillo para autopsias falta.

—La relación no se me ha escapado. ¡Vamos, esta misma noche pudiera hundirse en el cuerpo de alguna infortunada!

—Es una posibilidad, Watson. El retiro del escalpelo pudiera haber sido simbólico, una alusión sutil al acechador demoníaco.

—¿Por qué no se presentó el remitente?

—Podría haber un sinnúmero de razones. Colocaría al temor muy arriba en la lista. Ya sabremos la verdad a su tiempo.

Holmes se sumergió en la preocupación que yo conocía tan bien. Hubiese sido inútil de mi parte pretender indagar algo más, lo sabía. Me recargué en el asiento y me puse a mirar para afuera sombríamente por la ventanilla, mientras el tren se dirigía a Paddington.

* * *

Ellery intenta.

ELLERY ALZÓ LA VISTA de la libreta.

Grant Ames, terminando su enésima copa, le preguntó:

—¿Y bien?

Ellery se levantó y se encaminó hacia un anaquel, frunciendo el ceño. Bajó un libro y buscó algo, en tanto que Grant esperaba. Colocó el libro de nuevo en el anaquel y regresó.

Christianson’s.

Grant no dio señales de entender.

—De acuerdo con la referencia que hay allí, Christianson’s era un conocidísimo fabricante de papel de aquel periodo. Su marca de agua aparece en el papel de la libreta.

—¡Eso lo demuestra, entonces!

—No necesariamente. De todos modos, no tiene ningún objeto el tratar de autenticar el manuscrito. Si alguien está buscando vendérmelo, yo no lo compro. Si es genuino, no me puedo permitir el lujo. Si es una falsificación…

—No creo que ésa haya sido la idea, mi viejo.

—Entonces, ¿cuál fue la idea?

—¿Cómo podría yo saberla? Supongo que alguien desea que usted lo lea.

Ellery se estiró la nariz, malhumorado.

—¿Está seguro de que lo pusieron en el coche durante la fiesta?

—Tuvo que ser así.

—Y estaba dirigido por una mujer. ¿Cuántas mujeres había?

Grant contó en los dedos.

—Cuatro.

—¿Alguna aficionada a los libros? ¿Coleccionistas? ¿Libreras? ¿Viejitas que huelen a lavanda y almizcle?

—¡Un cuerno, no! Cuatro pollitas tratando de aparecer seductoras. En busca de marido. Francamente, Ellery, no logro concebir a ninguna de ellas que pueda diferenciar a Sherlock Holmes de Aristófanes. Pero con sus talentos astutos, usted podría descubrir a la culpable en una tarde.

—Mire Grant, en cualquier otro momento le seguiré el juego. Pero como ya le dije, me encuentro en uno de mis compromisos periódicos. No tengo tiempo, simplemente.

—Entonces, ¿aquí se acaba, maestro? Por amor de Dios, ¡hombre!, ¿qué es usted?, ¿un coche de sitio? Le echo sobre las rodillas un misterio delicioso…

—Y yo —lo interrumpió Ellery con firmeza, colocando la libreta en las rodillas de Grant Ames— se lo devuelvo. Le haré una sugerencia. Salga de aquí, con el vaso en la mano, y descubra a su dama bromista.

—Pudiera hacerlo —se lamentó el millonario.

—Magnífico. Téngame al corriente.

—¿El manuscrito no lo convenció?

—Por supuesto que sí. —Con renuencia, Ellery recogió el diario y lo hojeó.

—¡Ése es mi viejo compañero! —exclamó Ames levantándose—, ¿por qué no lo deja aquí? Después de todo, viene dirigido a usted. Yo podría estarlo teniendo informado en intervalos…

—Que sean intervalos muy grandes.

—Muy bien. Lo molestaré lo menos que pueda.

—Todavía menos, si es posible. Y ahora, ¿me quiere hacer el favor de irse, Grant? Le hablo en serio.

—Yo lo veo sombrío, amigo. No hay modo de divertirse. —Ames se volvió hacia la puerta—. Ah, a propósito, pida más escocés. Se le ha acabado.

Cuando se quedó solo de nuevo, Ellery permaneció en pie, indeciso. Finalmente dejó el diario en el sofá y se encaminó a su escritorio. Fulminó con la vista las teclas, y las teclas le devolvieron la mirada. Sentóse en su sillón giratorio; tenía comezón en las posaderas. Acercó más la silla. Se estiró la nariz.

La libreta yacía inmóvil en el sofá.

Ellery metió una hoja de papel en la maquina de escribir. Levantó las manos, flexionó los dedos, meditó y comenzó a escribir.

Tecleó con rapidez, se detuvo y leyó lo que había escrito.

—«El Señor —murmuró Nikki— desdeña a un donador burlón».

—¡Muy bien! —exclamó Ellery—, ¡nada más otro capítulo!

Se levantó de un salto y corrió al sofá; tomó el diario, lo abrió y empezó a devorar el capítulo III.