CAPÍTULO I
EL ESTUCHE DE CIRUJANO

Del Diario

de

John Watson, M.D.

TIENE USTED RAZÓN, Watson. El Destripador puede muy bien ser una mujer.

Era una refrescante mañana del otoño de 1888. Yo ya no estaba residiendo permanentemente en el No. 221-B de la calle Baker. Habiéndome casado, y estando de esa manera cargado con la responsabilidad de proveer para una esposa —responsabilidad sumamente deliciosa— regresé a practicar mi profesión. Por tanto, la relación íntima con mi amigo, el señor Sherlock Holmes, había disminuido a encuentros ocasionales.

Por parte de Holmes éstos consistían en lo que calificaba erróneamente como «imposición sobre su hospitalidad», cuando necesitaba mis servicios como ayudante o confidente. «Tiene usted un oído tan paciente, mi querido amigo», decía, preámbulo que siempre me producía placer, porqué significaba que acaso pudiera de nuevo tener el privilegio de compartir en el peligro y en la excitación de otra cacería. Y así permanecía intacto el hilo de mi amistad con el gran detective.

Mi esposa, la más comprensiva de todas las mujeres, aceptaba esta situación como Griselda. Los que me han sido constantes en mis narraciones inadecuadas de los casos detectivescos del señor Sherlock Holmes, la recordarán como a Mary Morstan, a la que conocí providencialmente cuando me vi mezclado, con Holmes, en el caso que he intitulado El signo de los cuatro. Como esposa dedicada, me dejaba pacientemente a mis propias ocupaciones en muchas largas noches, en tanto que yo estudiaba mis notas sobre los casos antiguos de Holmes.

Una mañana, en el desayuno, Mary me informó:

—Esta carta es de la tía Agatha.

Dejé el periódico.

—¿De Cornwall?

—Si, ¡pobrecilla! La soltería le ha convertido su vida en solitaria. Ahora el doctor le ha ordenado que se meta en cama.

—Nada serio, espero.

—No me da ni la menor indicación en ese sentido. Pero anda por sus últimos setentas y no podemos saber nunca.

—¿Está completamente sola?

—No. Tiene con ella a Beth, mi vieja nana, y a un hombre que atiende la casa.

—Una visita de su sobrina favorita le haría, ciertamente, más provecho que todas las medicinas.

—La carta incluye una invitación (una súplica, en realidad), pero yo titubeaba…

—Creo que deberías ir, Mary. Dos semanas en Cornwell te harían provecho a ti también. Te he notado un poco pálida últimamente.

Esta opinión mía era enteramente sincera, pero otro pensamiento, mucho más sombrío, le añadía color. Me atrevo a asegurar que, en aquella mañana de 1888, todo hombre responsable en Londres hubiera enviado a su esposa, o a su hermana o novia, fuera de la ciudad, si tuviese la oportunidad. Esto por una razón sencilla y terminante. Jack el Destripador vagaba por las calles nocturnas y los callejones oscuros de la metrópoli.

Aunque nuestra casa tranquila en Paddington se encontraba distante en muchos sentidos de Whitechapel, guarida habitual del maniaco, ¿quién pudiera estar seguro? La lógica se iba por la borda en todo lo relativo al temible monstruo.

Mary permaneció pensativa, doblando el sobre.

—No me gusta dejarte aquí solo, John.

—Te aseguro que estaré muy bien.

—Pero un cambio también te haría provecho, y parece que ha habido un paro en la clientela.

—¿Me estás sugiriendo que te acompañe?

Mary se echó a reír.

—¡Cielo santo, no! Cornwell te aburriría hasta las lágrimas. Más bien que empaques una maleta y te vayas a visitar a tu amigo Sherlock Holmes. Tienes una invitación permanente para ir a Baker Street, como lo sabes bien.

Mucho me temo que mis objeciones fueron débiles. Su sugerencia era atractiva por demás. Por tanto, con Mary lejos de Cornwell y hechos los arreglos indispensables por lo que toca a mi clientela, la transición se llevó a cabo desde luego, para satisfacción de Holmes, me atrevo a asegurar, así como para la mía.

Fue asombroso lo fácilmente que volvimos a los hábitos rutinarios que recordábamos tan bien. Aun cuando sabía que nunca más podría estar satisfecho con mi antigua vida, la renovada proximidad de Holmes era deliciosa. Lo cual me trae, en forma más bien indirecta, a la observación de Holmes que surgió de repente:

—No podemos pasar inadvertida en absoluto la posibilidad de un monstruo femenino.

Era el mismo negocio críptico antiguo, y debo confesar que me sentí ligeramente molesto.

—¡Holmes! En nombre de todo lo que hay de más sagrado, no di ni la menor indicación de que ese pensamiento me cruzara por la imaginación.

Holmes sonrió, disfrutando el juego.

—Ah, pero confiese, Watson, que le cruzó.

—Muy bien, pero…

—Y está completamente equivocado si afirma que no dio ni el menor indicio de que su pensamiento siguiera ese curso.

—Pero si en realidad estaba aquí sentado tranquilo, inmóvil, leyendo el Times.

—Sus ojos y su cabeza se hallaban muy lejos de permanecer inmóviles, Watson. Mientras leía, los ojos estaban fijos en la columna de la extrema izquierda del periódico, la cual contiene una versión de la última atrocidad de Jack el Destripador. Después de unos momentos, desvió la mirada de la gaceta, frunciendo el ceño con cólera. Resultaba de todo punto evidente el pensamiento de que tal monstruo pudiera ser capaz de vagar por las calles de Londres con impunidad completa.

—Ésa es la verdad.

—Entonces, mi estimado amigo, sus ojos, buscando en dónde posarse, cayeron sobre el ejemplar del Strand Magazine que se encuentra a un lado de su silla. Sucede que está abierto en un anuncio en que la casa Beldell está ofreciendo vestidos de noche para damas a lo que se supone sean precios de oportunidad. Una modelo está mostrando uno de los trajes en el anuncio. Instantáneamente cambió su expresión; se hizo reflexiva. Una idea lo había asaltado. La expresión persistió al levantar usted la cabeza y fijar su mirada en el retrato de Su Majestad que cuelga sobre la chimenea. Después de un momento, su expresión se aclaró y movió la cabeza como para sí mismo. Había quedado satisfecho con la idea que le cruzara por la imaginación. Y en ese momento estuve yo de acuerdo. Él Destripador bien pudiera ser una mujer.

—Pero, Holmes…

—Vamos, pues, Watson. Su retiro de las listas le ha embotado las percepciones.

—¡Pero si cuando miré el anuncio en la revista Strand pude haber tenido una docena de pensamientos!

—Estoy en desacuerdo. Su mente se encontraba ocupada en su totalidad con el artículo del Destripador, y de seguro que el anuncio relativo a los vestidos de noche para damas se encontraba demasiado lejos de sus intereses ordinarios para distraerle los pensamientos. Por consiguiente, la idea que lo asaltó tenía que estar relacionada con sus reflexiones sobre el monstruo. Y usted comprobó esto al levantar los ojos al retrato de la reina sobre la pared.

—¿Le pudiera preguntar cómo eso indicaba mi pensamiento? —le dije con acritud.

—¡Watson! Con certeza que usted no vio ni a la modelo ni a nuestra graciosa reina como sospechosas. Por tanto, las estaba estudiando como mujeres.

—Concedido —repliqué—, pero ¿no pude con mayor posibilidad el estarlas considerando como víctimas?

—En ese caso su expresión hubiese reflejado la compasión, más bien que tomar el aspecto de un sabueso que se ha topado repentinamente con la pista.

Me vi forzado a aceptar y confesar la derrota.

—Holmes, otra vez se destruye a sí mismo con su propia volubilidad.

Holmes frunció sus tupidas cejas.

—No lo comprendo.

—¡Imagínese qué imagen crearía de usted si se negara a dar alguna explicación de sus sorprendentes deducciones!

—Pero a costa de sus narraciones melodramáticas de mis insignificantes aventuras —me reclamó secamente.

Levanté las manos para declararme vencido, y Holmes, que muy raras veces se permitía más que una sonrisa, en esta ocasión le hizo eco a mi carcajada cordial.

—Supuesto que el tema de Jack el Destripador se ha presentado —continué—, permítame otra pregunta más. ¿Por qué no se ha interesado en ese espantoso asunto, Holmes? Si no hubiera ninguna otra razón, al menos por hacerle un señalado servicio a la población de Londres.

Los dedos largos y delgados de Holmes hicieron un movimiento de impaciencia.

—Porque he estado muy ocupado. Como lo sabe bien, volví del Continente apenas a últimas fechas, en donde el alcalde de cierta ciudad me contrató para que le resolviera un problema muy curioso. Conociendo el giro de sus pensamientos, presumo que usted lo llamaría. El caso del ciclista sin piernas. Algún día le proporcionaré todos los detalles para sus expedientes.

—¡Estaré encantado de tenerlos! Pero ya está de regreso en Londres, Holmes, y el monstruo continúa aterrorizando a la ciudad. Me parecería justo pensar que usted se sintiera obligado…

Holmes frunció el ceño y gruñó:

—Yo no estoy obligado a nadie.

—Por favor, no me interprete mal…

—Lo siento, mi querido Watson, pero usted debiera conocerme lo bastante bien como para suponerse mi total indiferencia hacia un caso semejante.

—Aun a riesgo de aparecer más denso que la mayoría de mis vecinos…

—¡Considere! Cuando he tenido la oportunidad de escoger, ¿no he buscado siempre los problemas de carácter intelectual? ¿No me han atraído siempre los adversarios de estatura suficiente? ¡Jack el Destripador, vamos! Un esclavo cretino que vaga por las calles después de que oscurece, hiriendo al azar.

—Ha puesto en aprietos a la policía de Londres.

—Me atreveré a sugerir que eso puede demostrar más bien la ineficacia de Scotland Yard que ninguna inteligencia especial de parte del Destripador.

—Pero, sin embargo…

—El asunto puede terminar muy pronto. Me adelanto a decir que una de estas noches Lestrade se tropezará con el Destripador, en tanto que el maniaco se ocupa de cometer un asesinato, y en esa forma someterlo triunfalmente a la policía.

Holmes se mostraba molesto crónicamente con Scotland Yard por no estar a la altura de su propia eficacia rígida; a pesar de todo su genio, en tales ocasiones llegaba a una obstinación infantil. Pero cualquier ulterior comentario de mi parte quedó cortado por el timbre de la puerta de abajo. Hubo una ligera tardanza; luego oímos a la señora Hudson que subía, y fue con verdadero asombro que observé su entrada. Llevaba un paquete color café y una cubeta de agua, y su expresión era de temor verdadero.

Holmes soltó una risotada por segunda vez en el curso de esta mañana.

—Está bien, señora Hudson. El paquete aparece bastante inofensivo. Estoy seguro de que no necesitaremos el agua.

La señora Hudson lanzó un suspiro de alivio.

—Si es usted quien me lo dice, señor Holmes. Pero desde aquella última experiencia, no me arriesgaré con probabilidades.

—Y su diligencia merece ser alabada —comentó Holmes, tomando el paquete. Después de que la patrona se había ido, añadió—: Recientemente, la señora Hudson me trajo un paquete. Se trataba de algo en relación con un negocio desagradable que llevé a conclusión satisfactoria, y me lo enviaba un caballero vengativo que desestimaba la agudeza de mi oído. Yo podía escuchar con toda claridad el tictac del mecanismo, y le pedí que me trajera una cubeta de agua. El incidente produjo a la señora Hudson un sobresalto del cual no ha podido recuperarse.

—¡No me sorprende lo más mínimo!

—Pero ¿qué tenemos aquí? Hm… Aproximadamente treinta y ocho centímetros por quince. Diez centímetros de grueso. Meticulosamente envuelto en papel de estraza ordinario. El matasellos de Whitechapel. El hombre y la dirección escritos por una mujer que utiliza raras veces la pluma en el papel, me atrevería a opinar.

—Eso parece muy probable, por los rasgos tan torpes. Y están hechos ciertamente por la mano de una mujer.

—Entonces estamos de acuerdo Watson.

—¡Excelente! ¿Indagaremos todavía más en lo profundo?

—Por supuesto que sí.

La llegada del paquete había despertado su interés, para no mencionar el mío; sus ojos grises y profundos, bastante hundidos, se abrillantaron cuando quitó la envoltura y apareció un estuche plano, de cuero. Me lo presentó para que lo examinara.

—Bueno… pues…, ¿qué me dice de esto, Watson?

—Es un estuche de instrumentos de cirujano.

—¿Y quién pudiera tener mayor competencia para saberlo? ¿No diría usted también que es costoso?

—Sí. El cuero es de calidad superior, y exquisito el trabajo.

Holmes colocó el estuche sobre la mesa. Lo abrió y nos quedamos silenciosos. Era un juego normal y ordinario de instrumentos, metido cada uno de ellos en el hueco que le correspondía en el forro de terciopelo escarlata del estuche. Un espacio estaba vacío.

—¿Qué instrumento falta, Watson?

—El escalpelo más grande.

—El cuchillo de las autopsias —comentó Holmes, haciendo un ademán con la cabeza y limpiando sus lentes—, y ahora, ¿qué nos dice éste estuche? —En tanto que examinaba el estuche y su contenido, con toda minucia, proseguía—: Para empezar con lo obvio, estos instrumentos pertenecían a un médico a quien le tocó una época mala.

Obligado como de costumbre a confesar mi ceguera, exclamé:

—Mucho me temo que resulte mucho más obvio para usted que para mí.

Preocupado con su examen, Holmes me contestó abstraído:

—Si le aquejaran a usted los infortunios, Watson, ¿cuál sería la última de sus propiedades para enviarla al empeño?

—Mi instrumental médico, por supuesto. Pero…

—Precisamente.

—¿En dónde advierte usted que este estuche fuera empeñado?

—Hay una prueba doble. Observe aquí con mi lente.

Fijé la vista en el sitio que me indicaba.

—Una manchita blanca.

—Polvo limpiador. Ningún cirujano limpiaría sus instrumentos con esa sustancia. A éstos los trató como simple cuchillería alguien que se preocupaba únicamente con su apariencia.

—Ahora que me la señala usted, Holmes, debo convenir en ella. Y, ¿cuál es la segunda prueba?

—Estas marcas a lo largo del dorso del estuche. Ya casi se encuentran borradas, pero si las examina con cuidado verá que constituyen un número. Uno semejante al que un prestamista pondría a un artículo dejado en prenda. Obviamente el duplicado del número que aparece en la boleta.

Sentí que la ira se levantaba en mi rostro. Ahora todo me resultaba demasiado evidente.

—¡Entonces el estuche fue robado! —exclamé—. Robado a un cirujano, y se dispuso de él en un empeño, ¡por una pitanza! —Mis lectores me perdonarán mi indignación, estoy seguro; era muy difícil para mí aceptar la alternativa: que el médico practicante se hubiera separado de los instrumentos de su noble profesión.

Sin embargo, Holmes me desilusionó muy pronto.

—Mucho me temo, mi querido Watson —me indicó, casi con regocijo—, que no distinga los aspectos más finos de la evidencia. Los prestamistas pertenecen a una raza muy astuta. Forma parte de su oficio no solamente valorizar los artículos que les llevan a empeñar, sino también a la persona que los ofrece. Si el prestamista que concedió su largesse por este estuche de cirujano, hubiera abrigado la menor sospecha de que había sido robado, no lo hubiese expuesto en el aparador de su tienda, como por supuesto advierte usted que ha hecho.

—¡Cómo por supuesto no lo hago! —protesté yo con petulancia—. ¿Cómo es posible que sepa usted que el estuche ha estado expuesto en un aparador?

—Examine con atención —murmuró Holmes—. El estuche permaneció abierto en un sitio expuesto al sol; ¿no nos dice eso el terciopelo descolorido de la superficie interior de la tapa? Además, el carácter acentuado de lo descolorido nos indica el tiempo como apreciable. Seguramente que eso nos indica un aparador de tienda.

No pude menos que asentir con un movimiento de cabeza. Como siempre, cuando Holmes explicaba sus sorprendentes observaciones, aparecían como un juego infantil.

—Es una lástima —proseguí yo— que no sepamos en dónde está el empeño. Este regalo curioso pudiera valer la pena una visita.

—Tal vez a su tiempo, Watson —contestó Holmes con una risita seca como graznido—. El empeño de que se trata se encuentra fuera de la gran circulación. Mira al sur, en una calle estrecha. El negocio del prestamista no está muy floreciente. También, es de origen extranjero. ¿Advierte todo eso?

—¡No veo nada de eso! —repuse irritado de nuevo.

—Por lo contrario —me contradijo, juntando las yemas de los dedos y mirándome bondadosamente—, usted ve todo, mi querido Watson, lo que no hace es observar. Déjeme tomar mis conclusiones en orden. Estos instrumentos no llegaron a manos de ninguno de los numerosos estudiantes de medicina de la ciudad de Londres, el cual ciertamente hubiese sido el caso si el empeño estuviera en una calle muy transitada. Por tanto, supongo que se encuentra situado fuera de la gran circulación.

—Pero ¿por qué en el lado que mira al sur de una calleja?

—Note la colocación de la zona descolorida. Corre limpiamente a lo largo del borde superior del forro de terciopelo, y no en ninguna otra parte. Por tanto, el sol llegaba al estuche abierto solamente al encontrarse en el cénit, cuando los rayos no estaban obstruidos por los edificios del lado opuesto de la calle. Así que la tienda está situada en el lado sur de una calle estrecha.

—¿Y su identificación de que el empeñero sea de origen extranjero?

—Observe el número siete en la marca del dorso. La línea ascendente tiene un palito, y únicamente los extranjeros cruzan los sietes de esa manera.

Me sentí, como de costumbre, igual a un muchachito de quinto año que ha olvidado la letra del himno nacional.

—Holmes, Holmes —exclamé, meneando la cabeza—. Nunca dejaré de maravillarme…

Pero ya no me escuchaba. De nuevo se había inclinado sobre el estuche, metiendo las pinzas bajo el forro de terciopelo. Cedió y lo despegó.

—¡Ajá!, ¿qué tenemos aquí? ¿Un intento de ocultación?

—¿Ocultación? ¿De qué? ¿Manchas? ¿Rasguños?

Me señaló con un dedo largo y delgado.

—Eso.

—¡Vamos, un escudo de armas!

—Uno con el que debo de confesar que no estoy familiarizado. Por tanto, Watson, tenga la amabilidad de pasarme mi ejemplar del Burke’s Peerage.

Mi amigo continuaba estudiando el escudo, mientras yo me dirigía a los anaqueles de libros, y murmuraba para sí mismo:

—Impreso en el cuero del estuche. La superficie continúa en estado excelente. —Se enderezó—. Un indicio del carácter del hombre dueño del estuche.

—Era cuidadoso con sus propiedades, ¿acaso?

—Acaso… pero me refería a…

Se interrumpió. Le había entregado el Burke, y hojeaba con rapidez sus páginas.

—¡Ah, aquí lo tenemos! —Después de veloz escrutinio, Holmes cerró el libro, lo dejó sobre la mesa y se dejó caer en un sillón. Miraba fijamente en el espacio con sus ojos penetrantes.

—¡El escudo, Holmes! ¿De quién es?

—Le ruego que me perdone, Watson —me contestó Holmes, volviendo en sí con un sobresalto—. Shires. Kenneth Osbourne, el duque de Shires.

El nombre era bien conocido para mí, como en verdad lo era para toda Inglaterra.

—Un linaje ilustre.

Holmes asintió distraídamente.

—Las propiedades, si no me equivoco, están ubicadas en el condado de Devonshire, bien metidas en los páramos, en medio de cotos de caza muy bien estimados por los nobles deportistas. La mansión, que tiene la apariencia de un castillo feudal, posee una antigüedad de cerca de cuatrocientos años, y es un ejemplo clásico de la arquitectura gótica. Conozco poco de los Shires y de su historia, aparte del hecho patente de que el nombre nunca ha estado relacionado con el mundo del crimen.

—Así pues, Holmes —le indiqué—, hemos regresado a la cuestión original.

—En verdad que sí.

—La cual es ésta; este estuche de cirujano…, ¿por qué se lo enviaron a usted?

—Pregunta en verdad estimulante.

—Quizá se ha retardado alguna carta explicativa.

—Puede usted haber acertado con la respuesta, Watson —convino Holmes—. Por tanto, sugiero que demos al remitente un poco de tiempo, digamos hasta… —hizo una pausa para tomar un Bradshaw’s muy usado, esa admirable guía a los movimientos de los ferrocarriles ingleses— hasta las diez y treinta de mañana por la mañana. Si no nos ha llegado ninguna explicación para entonces, nos dirigiremos a Paddington Station para abordar el expreso de Devonshire.

—¿Por cuál razón, Holmes?

—Por dos razones. Un corto paseo por la campiña inglesa, con sus colores cambiantes en esta época del año, refrescaría grandemente a dos londinenses ahítos.

—¿Y la otra?

Su rostro austero resplandeció con la sonrisa más curiosa.

—En toda justicia —me indicó mi amigo Holmes—, el duque de Shires merece que se le devuelva su propiedad, ¿o no? —Y se puso en pie de golpe para apoderarse de su violín.

—¡Espere, Holmes! —exclamé—. Hay en esto todavía algo que no me ha dicho.

—No, no, mi querido Watson —masculló, pasando el arco ágilmente sobre las cuerdas—. Se trata sencillamente de un presentimiento que me ha invadido de que estamos a punto de embarcarnos en aguas muy profundas.