20. EL ESLABÓN FINAL

(Lunes 13 de agosto, a las 17)

Vance volvió apresuradamente por el camino de cemento hacia el estanque, siguiéndole de cerca todos los demás, sin saber adónde nos conducía y con una vaga idea de su objeto. Pero había algo en su tono y en su dinamismo que se apoderaba de los demás. Creo que Markham y Heath, como yo, presentían que el final de aquel terrible caso estaba próximo, y que Vance, por algún sutil contacto con la verdad, había hallado el camino que nos llevaría a la culminación.

A la mitad del camino se detuvo Vance y se metió entre los arbustos de la brecha, haciéndonos señas de que le siguiéramos.

—Tengan cuidado de que no los vean desde la casa —nos dijo por encima del hombro, dirigiéndose hacia el panteón.

Cuando llegó ante la grande y pesada puerta de hierro, miró con cuidado a su alrededor y hacia la cima de la colina, y con un rápido movimiento sacó del bolsillo la llave del sepulcro. Abrió la puerta y la empujó despacio, para evitar, supuse, todo ruido innecesario. Por segunda vez aquel día entrábamos en la atmósfera húmeda y pesada de la tumba de Stamm, y Vance cerró cuidadosamente la puerta. Un rayo de luz de la lámpara del sargento rasgó las tinieblas, y Vance la tomó de su mano.

—La necesito un momento —dijo, y con ella en la mano se acercó a la tétrica pila de ataúdes de la derecha.

Vance movió su luz lentamente a lo largo de las filas de cajas, con sus corroídas guarniciones de bronce y sus placas de plata con nombres e inscripciones medio borradas. Trabajaba sistemáticamente, frotando con la mano libre el moho de las placas de plata, para poder leer lo que había en ellas. Cuando llegó a la fila más baja, se detuvo frente a un ataúd de aspecto particularmente vetusto, y se agachó.

—Sylvanus Anthony Stamm (mil setecientos noventa-mil ochocientos setenta y uno) —leyó en voz alta— pasó la luz por toda la tapa del féretro y lo tocó en varios puntos con los dedos.

—Este debe de ser —murmuró—. Tiene muy poco polvo y es el más viejo. La descomposición del cuerpo debe de ser completa, y los huesos habrán cedido, dejando espacio para otras cosas —se volvió a Heath—. Sargento, ¿quieren, usted y Snitkin, poner ese ataúd en el suelo? Me gustaría ver lo que hay dentro.

Markham, que se había mantenido a un lado, observando a Vance con atención y duda, se adelantó apresuradamente.

—No puedes hacer eso, Vance —protestó—. No puedes abrir de esta manera un ataúd. Pueden exigirte responsabilidades…

—Ahora no estamos para tecnicismos, Markham —repuso Vance con voz amarga e imperiosa—. Vamos, sargento, ¿está usted conmigo?

Heath se adelantó sin vacilar.

—Estoy con usted. Creo saber lo que vamos a encontrar.

Markham miró a Vance un momento; luego se apartó a un lado y se volvió de espaldas. Sabiendo lo que esta aquiescencia muda quería decir en un hombre del carácter estricto y escrupuloso de Markham, sentí una gran admiración por él.

El ataúd fue transportado desde su fila al suelo de la cripta, y Vance se inclinó sobre la tapa.

—¡Ah! Faltan los tornillos.

Cogió la tapa y con un ligero esfuerzo la apartó a un lado.

Con la ayuda del sargento la quitó del todo. Debajo se hallaba el forro de cinc, cuya tapa también estaba suelta, y Vance la levantó con facilidad y la dejó en el suelo. Luego alumbró el interior.

Al principio creí que lo que veía era alguna misteriosa criatura, de cabeza enorme y cuerpo fláccido, y respiré, sin querer, profunda y ruidosamente. Estaba asustado. ¡Más monstruos! Mi instinto fue correr a la luz del sol, alejarme de aquel espectáculo horrible.

—Este es un traje como el que he visto hoy, Markham —dijo la voz tranquilizadora y natural de Vance.

Lo alumbró de arriba abajo con la lámpara.

—Un traje de buzo para poca profundidad, como los que se usan en las pesquerías de perlas. Ahí está el casco y sus tornillos, y el traje de lona engomada de una pieza —se inclinó y tocó la tela gris—. Sí, claro; cortado por delante, para salir de él más de prisa, sin necesidad de destornillar el casco ni de desatar los lazos de las piernas —metió la mano por debajo del traje de buzo y sacó un par de guantes de goma y unas botas con suela de latón—. Y aquí tenemos unos guantes y unas botas iguales a las que yo he traído —ambas cosas estaban cubiertas de barro saco—. Con esto se hicieron las misteriosas huellas del fondo del estaque.

Markham miraba todo aquello como hombre aturdido por una revelación súbita.

—¡Y escondidos en un ataúd! —murmuró como hablando consigo mismo.

—Al parecer, era el único lugar seguro en toda la finca —dijo Vance—. Y eligió este ataúd a causa de su edad. Quedarían en él muy poco más que los huesos después de tantos años, y con una ligera presión sobre las costillas bastaba para hacer sitio seguro a este equipo —Vance hizo una pausa y continuó—: Esta clase de equipo no necesita una bomba y un tubo de goma. Todo lo que requiere es un tanque de oxígeno, que se puede sujetar sobre la plancha del pecho… Míralo.

Señaló hacia la parta baja del ataúd, y vimos, por primera vez, un cilindro de metal de unas dieciocho pulgadas de largo.

—Eso es el tanque. Puede colocarse horizontalmente sobre el pecho y no estorba ninguna de los movimientos del buzo.

Cuando levantó el tanque oímos un ruido metálico, como si hubiera chocado con otro objeto.

La cara de Vance se animó de súbito.

¡Ah!

Apartó el tanque a un lado y metió la mano en las profundidades del viejo féretro. Cuando la sacó llevaba en ella un hierro con ganchos. Tenía más de dos pies de largo, y en un extremo, tres agudos ganchos de hierro. Por un momento no me di cuenta del significado de aquel descubrimiento; pero cuando Vance tocó las puntas con los dedos y vi que estaban cubiertas de sangre, comprendí la horrible verdad.

Enseñándole su hallazgo a Markham, dijo con voz curiosamente apagada:

—Las garras del dragón…, las que rasgaron los pechos de Montague y de Greef.

Los ojos fascinados de Markham se quedaron fijos en el mortífero instrumento.

—No comprendo… aún…

—Esto era el factor que me faltaba en todo el problema —le interrumpió Vance—. No es que hubiera importado mucho, después de haber hallado el equipo del buzo y explicado las huellas del estanque, pero aclara la situación.

Volvió a arrojar el arma al ataúd y colocó la tapa en su lugar. A una señal suya, Heath y Snitkin colocaron la pesada cubierta de roble y volvieron el ataúd, con su contenido terrible y revelador, a su posición original en la fila más baja.

—Hemos acabado aquí, por el momento al menos —dijo Vance—, y salimos a la luz del sol. Cerró la puerta del mausoleo y se guardó la llave en el bolsillo. —Mejor es que volvamos a la casa ahora que tenemos la solución de los crímenes…

Se detuvo a encender un cigarrillo y miró al fiscal del distrito.

—¿Ves, Markham, cómo había un dragón complicado en el caso…, y un dragón feroz y resuelto, con un corazón vengativo e implacable? Podía vivir debajo del agua y tenía garras de acero con que desgarrar a sus víctimas. Pero, sobre todo, poseía la mente astuta y calculadora del hombre…, y cuando la mente de un hombre se pervierte puede ser más feroz que todas las demás criaturas de la tierra.

Markham asintió, pensativo.

—Estoy empezando a comprender, pero hay muchas cosas que necesitan explicación.

—Creo que podré explicarlas todas —replicó Vance— ahora que tengo la base completa.

Heath, con una profunda arruga entre las dos cejas, fijó en Vance una mirada en la que se mezclaban el escepticismo y la admiración.

—Si no tiene usted inconveniente, mister Vance —dijo por fin—, me gustaría que me explicase usted una cosa ahora mismo. ¿Cómo salió el buzo del estanque sin dejar huellas? No me dirá usted que tenía alas.

—No, sargento —Vance extendió la mano hacia el montón de tablas al lado de la tumba—. Ahí está la respuesta. También a mí me ha tenido desconcertado ese extremo hasta esta tarde, pero sabiendo que sólo pudo haber salido del estanque andando, comprendí que debía de existir una explicación simple y racional para la ausencia de huellas, sobre todo cuando he sabido que iba vestido con un equipo de buzo y con pesados zapatos de trabajo submarino. Al aproximarme al panteón hace pocos minutos, caía de pronto en la cuenta —sonrió ligeramente—. Lo debíamos haber visto hace mucho tiempo, pues nosotros mismos hemos ensayado el método, cuando anduvimos por el fondo del estanque. El asesino puso una de esas tablas entre el final del camino de cemento y el borde del estanque. La anchura de esa faja de terreno es, poco más o menos, la misma que la longitud de las tablas. Luego, cuando salió del estanque, dejó el madero en su sitio.

—¡Claro! —exclamó Heath, con avergonzada satisfacción—. Y la tabla es lo que dejó en la hierba aquella señal, como si hubieran dejado sobre ella una maleta muy pesada.

—Precisamente —convino Vance—; era, sencillamente, el extremo de la tabla…

Markham, que había estado escuchando con atención, interrumpió:

—Los detalles técnicos del crimen son perfectos, pero ¿y la persona que los perpetró? Hemos de tomar inmediatamente alguna medida.

Vance le miró tristemente y movió la cabeza.

—Inmediatamente, no, Markham. La cosa es demasiado oscura y complicada. Hay muchos factores sin resolver y muchos extremos que considerar. No hemos cogido a nadie in fraganti, y debemos, por consiguiente, evitar las precipitaciones, pues de otra manera todo nuestro trabajo sería inútil. Una cosa es saber quién es el culpable y cómo cometió los crímenes, y otra, probar el delito.

—¿Y qué propones que hagamos?

Vance pensó un momento antes de contestar. Luego añadió:

—Es una cuestión delicada. Quizá fuera lo mejor dar un paso atrevido, que pudiera producir la admiración que necesitamos; pero, ciertamente, no debemos emprender ninguna acción directa con demasiada rapidez, Hemos de discutir antes de llegar a una solución. Tenemos horas por delante antes que llegue la noche. Mejor es que volvamos a la casa. Podemos tomar allí los acuerdos necesarios y decidir cuál es el mejor camino.

Markham asintió con la cabeza, y nos pusimos en marcha hacia el coche.

Cuando salimos al Camino del Este, se nos acercó otro coche de la dirección de Spuyten Duyvil, y Stamm y otros dos hombres, con aspecto de obreros, descendieron de él y se nos acercaron.

—¿Algo nuevo? —preguntó Stamm, y sin esperar respuesta añadió—: Voy a sacar esa peña del estanque.

—Tenemos algunas noticias para usted —le dijo Vance—, pero no aquí. Cuando haya usted acabado el trabajo, venga a la casa; allí nos encontrará.

Stamm levantó ligeramente las cejas.

—Muy bien. Sólo necesitaré alrededor de una hora.

Se volvió y desapareció entre los árboles, seguido de sus dos operarios.

Rápidamente llegamos a la casa. Vance, en lugar de entrar por la puerta principal, se dirigió directamente a la terraza que dominaba el estanque.

Leland estaba sentado en una mecedora, fumando y mirando los riscos de enfrente. Apenas nos saludó cuando nos acercamos, y Vance, deteniéndose solamente para encender otro cigarrillo, se sentó a su lado.

—Ya hemos descubierto el juego, Leland —dijo con una voz que, a pesar de su indiferencia, era a la vez firme y sombría—. Sabemos la verdad.

La expresión de Leland no cambió.

—¿Qué verdad? —preguntó, casi como si el asunto no le interesase.

—La verdad sobre los asesinatos de Montague y de Greef.

—Siempre he sospechado que acabarían ustedes descubriéndolo —el dominio que sobre sí mismo tenía aquel hombre me dejó asombrado—. Los he visto hace poco en el estanque y creo saber lo que estaban haciendo allí. ¿Han visitado ustedes también el panteón?

—Sí —admitió Vance—. Hemos inspeccionado el féretro de Sylvanus Anthony Stamm. Hemos hallado el equipo de bucear, y un hierro con tres ganchos.

—¿Y el tanque de oxígeno? —preguntó Leland, sin apartar los ojos de los terraplenes de enfrente.

Vance asintió.

—Sí, también el tanque. Todo el procedimiento está claro. Creo que los crímenes están explicados.

Leland bajó la cabeza e intentó volver a llenar la pipa con dedos temblorosos.

—En cierto modo, me alegro —dijo en voz muy baja—. Quizá sea mejor para todos.

Vance fijó en él una mirada que me pareció de lástima.

—Hay una cosa que no acabo de comprender del todo, mister Leland —dijo por fin—. ¿Por qué telefoneó usted a la Policía después de la desaparición de Montague? No hizo usted más que despertar la sospecha del crimen, cuando todo hubiera podido pasar por un accidente.

Leland volvió lentamente la cabeza y, con las cejas fruncidas, pareció que meditaba sobre la pregunta que Vance acababa de hacerle. Por fin ladeó la cabeza.

—No sé exactamente por qué lo hice —replicó.

Los ojos penetrantes de Vance sostuvieron un momento la mirada del otro. Luego le preguntó:

—¿Y qué va usted a hacer, mister Leland?

Leland miró su pipa, jugó con ella un momento y luego se levantó.

—Creo que lo mejor es, si no tiene usted inconveniente, que vaya a prevenir a miss Stamm. Será quizá más conveniente que se lo diga yo.

Vance asintió.

—Creo que tiene usted razón.

Apenas había Leland entrado en la casa y cerrado la puerta detrás de sí, cuando Markham se puso en pie de un salto e intentó correr detrás de él; pero Vance se adelantó rápidamente y le detuvo con mano firme.

—Quédate aquí, Markham —le dijo en tono terminante.

—No puedes hacer esto, Vance —protestó el fiscal, tratando de rechazarle—. No tienes derecho a estorbar a la justicia de esta manera. Ya lo has hecho otra vez, y no puede hacerse…

—Haz el favor de creerme, Markham —insistió Vance—; es lo mejor —luego abrió mucho los ojos con una mirada de asombro. ¡Todavía no comprendes! Espera, espera.

Y obligó a Markham a que se sentase otra vez.

Un momento después, salía Stamm en traje de baño de una de las casetas y pasaba por encima de la albardilla del filtro hacia la cabria instalada al otro lado. Los dos hombres que había encontrado ya tenían la cuerda atada al tambor y esperaban sus órdenes. Stamm cogió el otro extremo de la cuerda, se la echó al hombro, se metió en el agua y se acercó a la roca sumergida. Le vimos durante algún tiempo mientras ataba la cuerda a la roca y trataba de arrancarla, con la ayuda de los dos hombres que hacían funcionar la cabria. Dos veces resbaló la cuerda y una vez se torció la cabria.

Mientras los dos hombres la reparaban, Leland regresó lentamente a la terraza y se sentó de nuevo al lado de Vance. Estaba pálido y sombrío, y una gran tristeza había invadido sus ojos. Markham, que había hecho un ligero gesto de sobresalto al ver entrar a Leland, le miraba ahora con curiosidad. Los ojos de Leland se movieron hacia el estanque, donde Stamm estaba luchando con la cuerda.

—Bernice ha sospechado la verdad desde el principio —dijo Leland con una voz que apenas era más que un murmullo—. Creo, sin embargo, que está más tranquila ahora que sabe que ustedes han comprendido la verdad… Es valiente.

Por encima de las siniestras aguas del Estanque del Dragón llegó hasta nosotros un ruido retumbante y curioso, parecido a un trueno seco y lejano. Al dirigir instintivamente la vista hacia lo alto del terraplén, vi cómo toda la proyección de la roca que habíamos estado examinando el día anterior se inclinaba y se deslizaba hacia el lugar en que se encontraba Stamm, metido en el agua hasta el pecho.

Todo el terrible episodio ocurrió tan rápidamente, que aún hoy en día sus detalles están un poco confusos en mi mente. Cuando la gran masa de rocas empezó a deslizarse por el declive, arrastrando un gran número de piedras pequeñas detrás de sí, vi un momento a Stamm mirar hacia arriba y hacer frenéticos esfuerzos por apartarse del camino del alud que se le venía encima, y que la lluvia de aquella tarde debía de haber desprendido. Pero los brazos se le enredaron en la cuerda que estaba tratando de amarrar alrededor de la roca, y no pudo librarse de ello. Tuve una momentánea impresión de su cara aterrada, antes que la gran masa de piedras le hundiera debajo del agua.

Al mismo tiempo que el tremendo golpe, llegó a nuestros oídos un grito terrible, que partía del balcón que estaba encima de nuestras cabezas, y comprendimos que la vieja mistress Stamm había presenciado la tragedia.

Todos guardamos un temeroso silencio durante varios segundos. Luego percibí la voz suave de Leland que decía:

—Una muerte misericordiosa:

—Misericordiosa y justa —agregó Vance, aspirando profundamente el humo de su cigarro.

Los dos hombres de la cabria se lanzaron velozmente hacia el lugar en que Stamm estaba sepultado; pero era evidente que sus esfuerzos serían inútiles. La gran masa rocosa había cogido debajo a Stamm y no había esperanza de salvación.

Cuando pasó la primera impresión de la catástrofe, nos levantamos todos como de acuerdo. En el mismo instante se abrió la puerta de la casa, y el doctor Holliday, pálido y alterado, se acercó a la terraza.

—¿Está usted ahí, mister Leland? —vaciló como si no supiera qué decir más. Luego exclamó—: Mistress Stamm ha muerto de la impresión. Ha presenciado el accidente. Haga el favor de ir a darle la noticia a su hija.