19. LAS HUELLAS DEL DRAGÓN

(Lunes 13 de agosto, a las 13)

En nuestro camino a casa de Vance nos sorprendió una súbita tormenta. Nubes oscuras se habían amontonado por el Oeste, aunque no habían parecido muy amenazadoras, y pensé que pasarían hacia el sur. Pero el chaparrón fue terrible y estuvo a punto de detenernos. Sin embargo, cuando llegamos a casa de Vance, un poco después de la una y media, la tormenta había pasado, y el sol brillaba otra vez, y pudimos comer en la terraza.

Durante la comida, Vance evitó deliberadamente hablar del caso, y Markham, después de un par de inútiles intentos de entablar conversación, se encerró en malhumorado mutismo.

Poco después de las dos, Vance se levantó de la mesa y nos anunció que nos dejaba por algunas horas.

Markham le miró con exasperada sorpresa.

—Pero, Vance —protestó—, no podemos dejar las cosas como están. Tenemos que hacer algo inmediatamente. ¿Adónde vas?

—Me voy de compras —repuso Vance, avanzando hacia la puerta.

Markham se levantó de un salto.

—¡De compras! ¿Qué diablos vas a comprar ahora?

Vance se volvió a mirar a Markham, sonriendo.

—A comprar un traje.

Markham rugió; pero antes que pudiera expresar su indignación en forma articulada, Vance añadió:

—Te telefonearé más tarde a la oficina.

Y con un desesperante saludo desapareció por la puerta.

Markham se volvió a sentar, enfadado y silencioso. Acabó de beber su vino, encendió otro cigarro y se marchó a su oficina en un taxi.

Yo permanecí en el piso, tratando de reanudar mis descuidadas labores. Incapaz, sin embargo, de concentrar mi atención en números ni balances, volví a la biblioteca y me dediqué a dar la vuelta al mundo en la radio de Vance. Cogí una bella sinfonía de Brahms, de un concierto de Berlín. Después de escuchar la Akademische Fest-Ouverture y la Sinfonía en mi menor, cerré el aparato y traté de resolver un problema de ajedrez que Vance me había propuesto hacía pocos días.

Vance regresó un poco después de las cuatro de la tarde. Llevaba un paquete de moderado tamaño y muy bien envuelto en papel oscuro, que dejó sobre la mesa central del despacho. Parecía estar más serio que de costumbre y apenas me saludó.

Currie le había oído venir, y se disponía a llevarse su bastón y su sombrero, cuando Vance dijo:

—Déjelos aquí, pues volveré a salir inmediatamente. Pero póngame el contenido de este paquete en un maletín pequeño.

Currie tomó el paquete de encima de la mesa y se metió con él en el dormitorio.

Vance se dejó caer en su silla favorita, frente a la ventana, y encendió uno de sus Regies.

—Markham no ha vuelto todavía, ¿eh? —murmuró, como hablando consigo mismo—. Le he telefoneado desde la tienda que viniera a reunirse conmigo aquí a las cuatro —miró su reloj—. Se ha enfadado un poco conmigo por teléfono…, mas espero que vendrá. Es muy importante.

Se levantó y comenzó a pasearse por la habitación, y yo comprendí que algo grave ocupaba su mente.

Currie volvió con la maleta y se quedó en la puerta esperando órdenes.

—Llévela abajo y póngala en el coche —le dijo Vance sin apenas levantar los ojos.

Poco después de haber regresado Currie de cumplir su mandato, el timbre de la puerta hizo detenerse a Vance en sus paseos.

—Debe de ser Markham —dijo.

Pocos momentos después, Markham entraba en la biblioteca.

—Bueno; ya estoy aquí —anunció de malos modos y sin una palabra de saludo—. He respondido a tu seca llamada, aunque Dios sabe por qué.

—No he pretendido ser seco —dijo Vance, conciliador.

—¿Y has tenido éxito en la elección de tu traje? —le preguntó Markham con sarcasmo y mirando por toda la habitación.

Vance asintió.

—Sí; pero no me he traído toda la nueva indumentaria, sino sólo los guantes y los zapatos; los tengo en el coche ahora.

Markham esperó sin hablar; algo en el tono y los modales de Vance desmentía la significación trivial de sus palabras.

—La verdad es, Markham —continuó Vance—, que creo, es decir, espero, haber hallado la explicación a los horrores que han acontecido durante los últimos días.

—¿En un traje nuevo? —preguntó Markham con ironía.

Vance inclinó la cabeza.

—Sí, sí; eso precisamente. En un traje nuevo. Y si es verdad lo que pienso, la cosa es más endemoniada de lo que nos figurábamos. Pero no hay otra explicación racional. Es lo inevitable desde el punto de vista científico. Pero hay que resolver el problema prácticamente, y mi teoría coincide con los hechos conocidos.

Markham estaba en pie junto a la mesa, con las dos manos apoyadas en ella y estudiando a Vance con una mirada interrogadora.

—¿Cuál es la teoría y cuáles son los hechos a que se ha de ajustar?

Vance ladeó lentamente la cabeza.

—La teoría puede esperar —dijo sin mirar a Markham—. Y los hechos no pueden comprobarse aquí —se enderezó, arrojó su cigarrillo a la chimenea y tomó su sombrero y su bastón—. Vamos; el coche nos espera —hizo un esfuerzo para hablar con frivolidad—. Nos vamos a Inwood, y te agradecería mucho que te abstuvieras de hacerme preguntas por el camino.

Nunca olvidaré el viaje de aquella tarde hasta la finca de Stamm. No se dijo nada en el trayecto; pero yo sentía que se aproximaban sucesos terribles y finales. Una sensación de misterio y de excitación me dominaba; y creo que Markham experimentaba las mismas sensaciones, pues permaneció inmóvil, mirando por la ventanilla del coche con ojos que no se fijaban en ninguno de los objetos inmediatos que pasábamos.

La temperatura era casi insufrible. La terrible tormenta que nos sorprendiera en nuestro viaje hacia la casa de Vance, no había aclarado ni refrescado la atmósfera. Una niebla pesada flotaba en el aire, y, además de la sofocante humedad, el calor parecía haber aumentado.

Al llegar a la residencia de Stamm, el detective Burke nos abrió la puerta. Cuando avanzamos por el vestíbulo, Heath, que acababa de entrar por la puerta lateral, se adelantó presuroso a nuestro encuentro.

—Se han llevado el cuerpo de Greef, y tengo a la gente ocupada en las tareas usuales en estos casos, pero no poseo ninguna información nueva para ustedes. Estamos ante un muro sin ventanas.

Vance le dirigió una mirada significativa.

—¿No tiene usted nada más que decirme, sargento?

Heath asintió, sonriendo.

—Esperaba a que usted me lo preguntase. Hemos hallado la carretilla.

—¡Magnífico!

—Estaba en aquel grupo de árboles que hay al lado del Camino del Este, a unos cincuenta pies más acá de los agujeros. Cuando regresé, me lo dijo Hennessey, y fui yo mismo a echar un vistazo. Ya conoce usted aquel espacio abierto y arenoso que hay entre la Cañada y el Refugio de los Pájaros. Sabiendo la idea que usted tenía, registré todo aquel terreno con mucha atención y hallé la señal de una rueda estrecha y una serie de depresiones que podían ser muy bien huellas de pies. De manera que me parece que tiene usted razón.

Markham miró severamente de Heath a Vance.

—¿Razón en qué? —preguntó con enojo.

—En uno de los detalles relacionados con la muerte de Greef —le contestó Vance—. Pero espera a que comprobemos las cosas que nos han llevado hasta el episodio de la carretilla…

En este momento Leland, con Bernice Stamm a su lado, salió de entre las cortinas del salón. Parecía estar un poco embarazado.

Miss Stamm y yo no podíamos soportar el ruido —explicó—, y hemos dejado a los demás en la biblioteca para venir al salón. Fuera hace demasiado calor; la casa es más soportable.

Vance interrumpió las palabras del otro como si no tuvieron importancia alguna.

—¿Está ahora todo el mundo en la biblioteca?

—Todo el mundo, menos Stamm. Ha pasado la mayor parte de la tarde instalando una cabria al otro lado del estanque. Piensa sacar hoy la roca. Me ha pedido que le ayudase, pero hace demasiado calor, y no estoy de humor para esa tarea.

—¿Dónde está Stamm ahora?

—Se ha ido a la carretera a contratar un par de hombres que le manejen la cabria.

Bernice Stamm se movió hacia las escaleras.

—Me voy a mi habitación a descansar un rato —dijo con un curioso temblor en la voz.

Los ojos turbados de Leland la siguieron cuando desapareció lentamente por la escalera. Luego se volvió a Vance.

—¿Puedo ser de utilidad? Probablemente hubiera ayudado a Stamm a sacar la peña, pero la verdad es que deseaba hablar de varias cosas con Bernice. Toma todo esto mucho más trágicamente de lo que ella misma quiere admitir. Está a punto de no poder resistir más, y he pensado que debía acompañarla tanto como me fuera posible.

Vance le estudió con mirada penetrante.

—¿Ha ocurrido hoy algo que haya podido aumentar la inquietud de miss Stamm?

Leland vaciló antes de contestar.

—Su madre me mandó llamar poco después de comer. Había visto a Stamm bajar al estanque y me rogó que le hiciera volver a la casa. Estuvo bastante incoherente sobre las razones que tiene para desear que esté aquí. Todo lo que he podido conseguir que me diga es que le acecha algún peligro en el estanque.

La superstición del dragón, que se vuelve a apoderar de ella, sin duda. Después he hablado con la enfermera y he telefoneado al doctor Holliday, que ahora está arriba con ella.

Vance mantuvo la mirada fija en Leland y no habló inmediatamente.

—Hemos de rogarle que permanezca aquí algún tiempo —dijo al fin.

Leland sostuvo la mirada de Vance.

—Estaré en la terraza del norte cuando me necesiten.

Respiró profundamente y se marchó.

Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de él, Vance se dirigió a Burke.

—Quédese en el vestíbulo hasta que volvamos y no deje que nadie se acerque al estanque.

Burke saludó y se acercó a la escalera.

—¿Dónde está Snitkin, sargento?

—Después que vino la ambulancia por el cadáver de Greef, le dije que esperase en el Camino del Este…

Vance se dirigió a la puerta.

—Ahora nos vamos al estanque, pero nos llevaremos el coche hasta el paso de cemento y nos acercaremos por aquel lado.

Markham le miró con extrañeza, pero no dijo nada y le siguió hasta el coche.

Fuimos por el Camino del Este hasta la puerta, donde recogimos a Snitkin, y luego retrocedimos hasta el paso de cemento, donde Vance se detuvo. Cuando salimos todos del coche, Vance sacó de él la maleta de mano que había puesto allí Currie por orden suya. Luego nos condujo por el paso hasta la parte baja del ángulo nordeste del estanque. A nuestra izquierda, cerca del filtro, había montado una cabria y un rollo de cuerda gruesa a su lado. Pero Stamm, evidentemente, no había regresado aún.

—Stamm es un individuo que sabe hacer las cosas —comentó Vance—. Hay que ver qué bien ha colocado esa cabria. Pero hará falta mucha fuerza para sacar la peña del estanque. Buen ejercicio, sin embargo; excelente para el equilibrio físico.

Markham estaba impaciente.

—¿Me has traído aquí para discutir las ventajas del ejercicio físico?

—¡Mi querido Markham! Quizá te he traído para algo más útil aún. ¡Quién sabe!…

Estábamos en pie al final del paso de cemento. Vance tomó su maleta y cruzó con ella los quince pies, poco más o menos, que nos separaban del borde del estanque.

—Hagan el favor de quedarse un minuto donde están —nos dijo—. Tengo que hacer un pequeño experimento.

Atravesó la hierba y llegó hasta la parte fangosa. Cuando estuvo a pocos pies del agua, se agachó y colocó el maletín delante de sí. Su cuerpo nos lo ocultaba en parte, de manera que ninguno de nosotros podía ver lo que estaba haciendo con él. Aquella parte, que siempre estaba fangosa debido a su contacto con el agua, lo estaba entonces más que de costumbre, por la abundante lluvia que había caído en las primeras horas de la tarde.

Desde donde yo estaba, vi cómo Vance abría la maleta. Metió la mano en ella y sacó algo. Luego se acercó más al borde del agua y se apoyó sobre una mano. Al cabo de un momento se enderezó y vi que metía otra vez la mano en el maletín. Otra vez se inclinó y apoyó todo el peso de su cuerpo sobre las dos manos extendidas.

Markham se movió un poco hacia un lado, para ver mejor las actividades a que Vance se entregaba; mas, al parecer, no consiguió nada, pues se encogió de hombros, suspiró y se metió las manos en los bolsillos con un movimiento de exasperación. Heath y Snitkin miraban plácidamente y sin manifestar la menor emoción.

Luego oí que cerraba el maletín. Se puso de rodillas sobre él durante varios momentos, como si inspeccionara el borde del agua. Después se levantó, puso la maleta a un lado y encendió despacio un cigarrillo. Se volvió con movimientos vacilantes y nos llamó.

Cuando llegamos hasta él, nos señaló la superficie del fango, cerca del agua, y nos dijo con voz alterada:

—¿Qué ven ustedes?

Nos inclinamos sobre la pequeña sección de tierra que nos indicaba y vimos señaladas en el barro dos huellas familiares para todos nosotros. Una era la señal de una grande y escamosa pezuña; y otra, la impresión de una garra de tres dedos.

Markham las miraba con curiosidad.

—¡Vance! ¿Qué significa esto? Son las mismas huellas que hallamos en el fondo del estanque.

Heath, con su serenidad alterada por un momento, levantó los ojos a la cara de Vance, pero no hizo ningún comentario.

Snitkin se arrodilló en el barro e inspeccionó las huellas con atención.

—¿Qué opina usted de ellas? —le preguntó Vance con interés.

Snitkin no replicó inmediatamente, sino que continuó examinando las marcas. Luego se puso lentamente en pie e hizo varios enfáticos gestos de asentimiento.

—Son iguales a las que yo copié —declaró—. Son inconfundibles —miró a Heath—. Pero yo no vi estas huellas aquí cuando hice los dibujos.

—No estaban aquí —le explicó Vance—; pero he querido que las vieran ustedes para cerciorarme de que son iguales a las otras. Las acabo de hacer yo mismo.

—¿Cómo las ha hecho y con qué? —demandó Markham.

—Con parte del traje que he comprado hoy. Con los zapatos y los guantes nuevos.

A pesar de su sonrisa, hablaba con gravedad.

Recogió su maletín y se volvió al pasillo de cemento.

—Ven, Markham —dijo—. Te explicaré lo que quiero decir; pero es mejor que nos volvamos al coche. Hay mucha humedad aquí, al lado del estanque.

Él entró en la espaciosa carrocería, y los demás hicimos lo mismo. Snitkin se quedó en el camino, con un pie apoyado en el estribo.

Vance abrió el maletín, metió la mano en él y sacó el más extraordinario par de guantes que yo había visto en mi vida. Eran de goma gruesa, con puños que se extendían unas seis pulgadas por encima de las muñecas, y aunque tenían una división para el pulgar, sólo ofrecían otras dos para los demás dedos. Parecían las garras de tres dedos de un monstruo.

—Estos guantes —explicó Vance— se llaman técnicamente guantes de buzo, de dos dedos, y están construidos de esta manera para cuando es necesario el uso de los dedos debajo del agua. Se adaptan a los trabajos submarinos más difíciles, y con uno de estos guantes he hecho las impresiones sobre la tierra al lado del estanque.

Markham se quedó mudo por el momento. Luego arrancó su mirada fascinada de los guantes y la fijó en Vance.

—¿Quieres decir que con un par de guantes como esos hicieron las huellas del fondo del estanque?

Vance asintió con la cabeza.

—Sí; y quedan explicadas las huellas de las garras del dragón… Y aquí está lo que hizo las señales de las pezuñas del dragón en el lecho del fondo del estanque.

Metió otra vez la mano en el maletín y extrajo un par de botas enormes y extrañas. Tenían suelas de latón sólido, caña de cuero grueso y correas con grandes hebillas para sujetarlas a los tobillos.

—Zapatos de buzo —explicó Vance—. Mirad las hendiduras de las suelas de metal para evitar los resbalones.

Volvió hacia arriba la suela de uno de los zapatos, y en ella, grabadas en el latón, había profundas rayas y dibujos parecidos a los que se ven en las cubiertas de los neumáticos de los automóviles.

Siguió un largo silencio. Aquella revelación de Vance había iniciado en todos nosotros una nueva serie de ideas. La cara de Heath estaba rígida y seria, y Snitkin miraba los zapatos con fascinada curiosidad. Fue Markham el primero en hablar.

—¡Dios mío! —exclamó en voz baja y como expresando sus propios sentimientos, sin dirigirse a persona determinada—. Empiezo a comprender. Pero ¿y el traje que ibas a comprar?

—Vi el traje cuando compré los zapatos y los guantes —replicó Vance, mirando, pensativo, la punta de su cigarro—. Pero no era necesario comprarlo, una vez que lo hube visto y me explicaron su funcionamiento. Necesitaba asegurarme…; era esencial hallar los eslabones sueltos de mi teoría. Pero necesitaba los guantes y los zapatos para hacer el experimento con ellos. Era preciso probar la existencia del equipo de buzo.

Markham inclinó la cabeza, pero había aún algo de asombro y de incredulidad en sus ojos.

—Ya veo lo que quieres decir —murmuró—. Hay un equipo de buzo completo por estos alrededores.

—Sí, sí; por aquí. Y tiene que haber también un tanque de oxígeno… Han de estar muy cerca…, en la misma finca.

—¡El equipo del dragón! —murmuró Markham, como si siguiera el hilo de sus pensamientos.

—Exactamente. Y ese equipo ha de estar cerca del estanque —tiró el cigarro por la ventanilla del coche—. No tuvo tiempo de llevarlo muy lejos. Tampoco lo pudo llevar a la casa. Hubiera sido peligroso. Y no lo podía dejar donde fuese posible descubrirlo por accidente… Estaban muy bien calculados estos crímenes…; un cuidadoso estudio de los detalles. Nada al azar, nada fortuito.

Se interrumpió de súbito, se levantó y descendió del coche.

—Ven, Markham. ¡Quizá! —su voz temblaba por la excitación contenida—. Es la única probabilidad. El equipo ha de estar ahí. No puede hallarse en ningún otro sitio. La idea es fúnebre…; pero quizá…, quizá…