(Lunes 13 de agosto, a las 12:15)
La biblioteca era una habitación extraordinariamente grande, severa y cómodamente amueblada a estilo jacobino, con grandes anaqueles de libros que llegaban desde el suelo hasta el techo. En las paredes del este y del oeste había ventanas, y en la del norte, una gran arcada que conducía al acuario.
Leland estaba sentado al escritorio con un volumen de la colección Eumorphopoulos sobre las rodillas. En un rincón, alrededor de una mesa de juego, estaban mistress McAdam y Tatum jugando una partida de naipes. No había nadie más en la estancia, y los tres levantaron la cabeza con curiosidad cuando nosotros entramos, pero no hicieron ningún comentario.
Stamm nos condujo a través de la biblioteca hasta el primer acuario. Esta habitación era aún mayor que la anterior, y tenía una enorme claraboya, además de grandes ventanas en las dos paredes laterales. Más allá, detrás de otra arcada, había un segundo acuario similar al primero, y aún más lejos, un vivero con ventanas en tres lados.
En el acuario en que estábamos había tres filas de enormes tanques de peces: dos a lo largo de las paredes y una en medio. Había más de ciento, que variaban en volumen desde veinticinco a quinientos litros de capacidad.
Stamm comenzó por el que estaba más próximo a la puerta, a la izquierda, a comentar sus tesoros vivientes. Nos señaló varios tipos de platypaecylus maculatus, pulcher, ruber auratus, sanguineus y niger; varios xiphoprorus, hellerii, mollinisia latipiuna, con sus costados moteados del color de la madreperla; y mollis negras, perfectamente criadas para conservar el color negro original. Su colección del género barbus era muy extensa, y tenía bellos ejemplares del opalescente oligoloepis; el rosado conchonieus, la laaeristriga dorada, negra y carmínea; la pentazona negra, el ticto plateado y muchos otros más. Después venían las especies del género rasbora.
En la fila de tanques del centro, Stamm nos señaló con orgullo varios ejemplares del género ciclidae. También nos mostró el enigmático symphysodon, del cual se sabe tan poco respecto a las diferencias de los sexos y sus costumbres.
—Estoy trabajando en esta especie —nos dijo Stamm con satisfacción, señalándonos unos animales de color verde azulado—. Están estrechamente emparentados con el pterophyllum y son únicos en su género. Aún tengo que sorprender a los viejos ictiólogos.
—¿Ha conseguido usted criar el pterophyllum? —preguntó Vance con interés.
—He sido uno de los primeros ictiólogos del país que ha descubierto ese secreto… Mire —señaló un enorme tanque que contenía, por lo menos, quinientos litros de agua—. Esta es la explicación. Mucho sitio para que puedan nadar, y una temperatura cálida.
Había muchos bellos ejemplares en el tanque.
Continuó a lo largo de la pared de la izquierda, hablando con orgullo y elocuencia de sus peces, con el entusiasmo de un fanático. Antes de acabar el circuito, nos había mostrado una serie de ejemplares raros, de algunos de los cuales poseía centenares.
—Y aquí están los peces que realmente me interesan.
Este segundo acuario era tan grande como el primero y contenía el mismo número de tanques, pero dispuestos de una manera diferente.
—Aquí, por ejemplo, tenemos al monodactylus argentus.
—En agua salada, por supuesto —observó Vance.
—Sí —Stamm le dirigió una curiosa mirada—. Muchos de los tanques de esta habitación contienen peces de mar, y empleo para ellos agua salada. Aquí está el toxotes jaculator y el mujil oligolepis.
Vance miró el tanque que Stamm le indicaba.
—El mujil oligolepis se parece al barbo, pero tiene dos dorsales, en lugar de una.
—Eso es —Stamm le volvió a mirar con curiosidad—. Parece que usted también ha pasado algunos ratos estudiando los peces.
—Sí; me he ocupado un poco —repuso Vance, continuando su camino.
—Aquí se encuentran algunos de los mejores que poseo —dijo Stamm, acercándose a una serie de tanques en el centro de la habitación.
Y nos mostró la colossoma nigriptinnis, mitossona duriventris y metynnis roosevelti.
—¿Cómo consigue usted tener estos caracini en tan buen estado aparente? —le preguntó Vance.
—Ese es mi secreto —repuso Stamm con una sonrisa de astucia—. Temperaturas elevadas, tanques grandes, alimentos vivos… y otras cosas —añadió enigmáticamente, volviéndose a otra serie de tanques.
—Pero aquí tenemos otros de los cuales se sabe aún menos —se metió las manos en los bolsillos y miró los tanques con satisfacción—. Estos son la gasteropelecus sternicola, la nargiella strigata y la thoracocharax securis. Los que se llaman a sí mismos expertos le dirán que estas especies no se pueden criar en cautividad y que sus costumbres son muy poco conocidas. ¡Naderías! Yo lo hago perfectamente. Aquí hay uno interesante —señaló un tanque especialmente atractivo—; el tetrodon cucutai. Miren —sacó uno de los peces en una pequeña red, y el animal se infló y tomó el aspecto de una bola—. Es una idea curiosa —comentó Stamm—. Hincharse para que no se lo puedan tragar a uno.
—A mí me parece muy humana —observó Vance—. Todos nuestros políticos hacen lo mismo.
—Nunca se me había ocurrido —confesó Stamm, y continuó enseñándonos su colección—. Estos peces mariposas los traje yo mismo del África occidental —nos señaló un tanque que contenía unos peces bastantes grandes y de forma casi hexagonal—. Y aquí tengo una pareja de luciocephallas pulcher.
Vance miró a los peces con atención y detenimiento.
—Había oído hablar de ellos —dijo—. Están emparentados con la sanabanditae, creo. Pero no creí que nadie los pudiera criar.
—Nadie más que yo —afirmó Stamm—. Y puedo añadir que no son ovíparos, sino vivíparos.
—Asombroso —murmuró Vance.
Stamm dirigió nuestra atención a una serie de pequeños tanques individuales, colocados sobre un estante.
—Piranhas —dijo—. Son una especie rara y feroz; miren esos dientes. Creo que son los primeros que han venido vivos a Estados Unidos. Yo mismo los traje de Brasil, en vasijas separadas, desde luego; juntos se hubieran destrozado. Tenía una pareja de cerca de veinte pulgadas de longitud. Aquí tenemos una colección de caballos marinos, hippocampus punetunlatus, mejores que los que existen en el acuario de Nueva York. Y aquí hay un pez peligroso, el gymotue carapo. Tengo que guardarlo aparte. Se le llama la anguila eléctrica; pero, en realidad, aunque tienen el cuerpo parecido al de las anguilas, son de otra especie.
Vance miró los ejemplares. Eran de aspecto feroz y repulsivo.
—Me han dicho —comentó— que pueden electrocutar a un hombre.
—Así dicen —repuso Stamm.
En este punto, Tatum y mistress McAdam entraron en la habitación.
—¿Y si hiciéramos un combate? —dijo Tatum—. Teeny y yo estamos aburridos.
Stamm vaciló.
—Ya me han hecho gastar ocho de mis mejores bettas —dijo—. Bueno; está bien.
Se acercó a la pared del este, donde había varios tanques pequeños, que contenía cada uno un pez. Del techo pendía, de tres delgadas cadenas, un globo lleno de agua, a una altura de cinco pies sobre el suelo. Tomó una pequeña red y trasladó dos de los peces, uno azul y otro rojo, al globo.
Los dos animales se observaron con precaución antes de atacar. Luego su color se hizo más brillante, se acercaron y empezaron a dar vueltas paralelas, subiendo uno al lado del otro hasta la superficie y bajando luego hasta el fondo del globo. Aquellas maniobras preliminares continuaron durante algunos minutos. Después, con la rapidez del relámpago, comenzó el combate. Se lanzaron furiosamente el uno contra el otro, arrancándose las escamas, mutilándose las colas y mordiéndose los costados. Tatum apostaba por el rojo, pero nadie le prestaba atención. El azul se agarró a una agalla del otro, que, a su vez, cuando consiguió librarse, hizo presa en la boca de su adversario. Era un espectáculo terrible pero magnífico.
Vance miró a Tatum.
—¿Le gusta esto? —le preguntó.
—Demasiado flojo —se quejó Tatum—. Prefiero las riñas de gallos; pero cuando no hay otra cosa mejor…
Leland entró en la habitación sin que le oyésemos y se colocó detrás de Vance.
—Creo que es una diversión brutal —dijo con sus ojos ardientes fijos en Tatum—. Una bestialidad.
El betta rojo estaba ya en el fondo del globo, mutilado y casi enteramente desprovisto de sus escamas, y el otro le atacaba, dispuesto a darle el golpe de gracia. Leland, rápidamente, cogió una pequeña red, se acercó al globo, sacó de él al pez vencido y lo puso en un pequeño estanque de agua curativa. Luego se volvió a la biblioteca.
Tatum se encogió de hombros y cogió a mistress McAdam de un brazo.
—Vamos, Teeny; jugaremos a prendas. Supongo que Leland aprobará ese juego.
—Una compañía muy agradable —murmuró Stamm.
Cuando llegamos a la arcada del otro extremo, nos invitó a entrar en su vivero; pero Vance ladeó la cabeza.
—Hoy, no. Muchas gracias.
—Tengo también algunos ejemplares muy interesantes de sapos, el Alytes obsteíricans, el primero que ha venido a este país de Europa —dijo Stamm.
—Ya lo veremos otra vez —replicó Vance—. Lo que más me interesa por el momento son sus peces diablos conservados. Veo allí algunos tipos fascinadores.
Debajo de una de las grandes ventanas había varios estantes, y sobre ellos, varios jarros de cristal de diversos tamaños, y Stamm nos condujo inmediatamente a ellos.
—Aquí tenemos un pequeño ejemplar —dijo, señalándonos uno conservado en un depósito de forma cónica—. El omosudis lovi. Miren esos dientes.
—Una boca típica de dragón —murmuró Vance—; pero no es tan terrible como parece. Otro pez que no tiene la tercera parte de su tamaño, el chiasmodon niger, lo vence y se lo come.
—Es cierto —Stamm miró rápidamente a Vance—. ¿Quiere decir algo esa observación?
—Sí —Stamm no apartaba los ojos de Vance—. Y tengo otro aquí.
—Creo que Greef me habló de dos:
—No lo sé —repuso Vance—. ¿Y esto qué es?
Stamm se volvió de mala gana y miró el recipiente sobre el que Vance había colocado el dedo.
—Otro de los llamados peces dragones —dijo—. El lamprotaxus flagellibarba.
Era un monstruo de horrible aspecto, verde y negro.
Stamm nos mostró otros muchos ejemplares: el indiacantus fasciola, un dragón serpiente, de cuerpo seminegro y cola dorada; el lynophrwne arborifer, de boca muy grande y barba de aspecto fungoso; el photocarnus spiniceps, cuya cabeza es la mitad de su longitud total, con una boca enorme y dientes desiguales; el lamiognatus saceostomo, con las mandíbulas más largas que todo el resto del cuerpo, y otras variedades repulsivas y luminosas del pez dragón…
—Una colección fascinadora —comentó Vance, apartándose de las vasijas—. Con tal cantidad de peces dragones aquí, no es extraño que la antigua superstición del estanque persista.
Stamm se detuvo; era evidente que las últimas palabras de Vance le habían sobresaltado; empezó a decir algo, pero lo pensó mejor y continuó andando sin pronunciar una palabra.
Cuando volvimos a entrar en la biblioteca, Vance miró con curiosidad las diversas plantas que había, en macetas, en la habitación.
—Veo que también tiene usted algunos ejemplares de plantas raras —observó.
Stamm asintió con indiferencia.
—Sí; pero no me interesan mucho. Se los traje a mi madre en uno de mis viajes.
—¿Necesitan algún cuidado especial?
—Sí; muchas de ellas se han secado. Hace por aquí mucho frío para la vegetación tropical, supongo, aunque está siempre la biblioteca a una temperatura muy alta y tiene mucho sol.
Vance se detuvo al lado de uno de los tiestos y lo estuvo estudiando un momento. Luego se acercó a otra planta que parecía un árbol enano con muchos frutos de color amarillo pálido.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—No lo sé. La traje de Guam.
Vance se acercó a otro arbusto bastante grande, colocado en una jardinera junto al poyo de la ventana en que Leland estaba leyendo. La planta era de hojas grandes y oblongas, parecidas a las de los árboles de caucho que se crían en Europa con propósitos ornamentales, pero más cortas y más anchas.
Vance estuvo un momento mirándola.
—¿Ficus elástica? —preguntó.
—Así lo creo —replicó Stamm. Era evidente que le interesaban más los peces que las plantas—. Sin embargo, es un tipo curioso, quizá híbrido, y seguramente injerto. Además, nunca ha dado capullos color de rosa. La traje de Birmania hace tres años.
—Es asombroso cómo ha prosperado —Vance se inclinó sobre la jardinera, la miró con atención y tocó con el dedo la tierra de que estaba llena—. ¿Necesita algún abono especial?
—No; cualquiera que sea bueno, mezclado con la tierra parece que es suficiente.
En este punto Leland cerró su libro, miró a Vance, se puso en pie y se metió en el acuario.
Vance sacó el pañuelo y se limpió la tierra húmeda del dedo.
—Ahora nos vamos, pues es casi hora de comer. Volveremos o nos comunicaremos con usted esta tarde. Y tendremos que abusar de su hospitalidad un poco más de tiempo. No queremos que nadie salga de aquí aún.
—No hay inconveniente —repuso, amablemente, Stamm, viniendo hasta la puerta del vestíbulo—. Creo que voy a montar una cabria para sacar aquella roca del estanque esta tarde. Para hacer un poco de ejercicio….
Y, saludando alegremente con la mano, se volvió con sus amados peces.
Cuando regresamos al salón, Markham se volvió a Vance, enfadado.
—¿Para qué hemos perdido todo este tiempo con los peces y las plantas? —demandó—. Hay cosas serias que hacer.
Vance asintió con gravedad.
—He estado haciendo cosas muy serias, Markham. Durante la última media hora me he enterado de muchas cosas importantes.
Markham le miró un momento y no dijo más.
Vance tomó su sombrero.
—Vamos; hemos concluido aquí, por el momento. Os convido a comer en mi casa. El sargento puede arreglarse solo hasta que regresemos —se dirigió a Heath, que estaba junto a la mesa fumando en silencio—. Y, a propósito, sargento: quiero que haga usted una cosa esta tarde.
Heath le miró sin variar de expresión, y Vance continuó:
—Haga que sus hombres registren la finca y los alrededores de los agujeros, que miren entre los árboles y los arbustos. Me gustaría mucho que encontrase una carretilla o algo así.
Los ojos ensombrecidos de Heath se fijaron en Vance y se animaron. Se quitó el cigarro de los labios, y una expresión comprensiva se extendió sobre su ancha faz.
—Entendido —dijo.