17. EL SEGUNDO ASESINATO

(Lunes 13 de agosto, a las 11:15)

Salimos de la helada y húmeda cripta a la luz cálida del sol, y hallamos algo benigno y tranquilizador en la vista de los árboles y los arbustos, en las cosas íntimas y familiares de la vida.

—Creo que con esto bastará por ahora —dijo Vance con voz curiosamente apagada, mientras cerraba la pesada puerta y se guardaba la llave en el bolsillo. Con una profunda arruga en la frente emprendió el camino de regreso a la casa—. ¡Manchas de sangre y una gardenia!

—Pero, Vance —protestó Markham—, ¿y aquellas señales sobre el cuerpo de Greef? Seguramente que Greef no estuvo anoche en el estanque; sus vestidos estaban secos del todo y sin señales de haberse mojado.

—Ya sé lo que piensas —le interrumpió Vance—, y tienes razón. Aunque Greef haya sido asesinado en el panteón, no puede decirse lo mismo de Montague. Esta es la parte más confusa… Pero esperemos un poco antes de especular.

Hizo un ligero gesto, como recabando silencio, y continuó su camino por encima de la albardilla del filtro.

Cuando llegamos al otro lado del estanque y nos disponíamos a subir la escalera en dirección a la casa, se me ocurrió levantar la cabeza. En el balcón del tercer piso estaba mistress Stamm, con los codos apoyados en la barandilla y la cabeza oculta en las manos. Detrás de ella estaba la imperturbable mistress Schwartz.

De súbito llegaron hasta nosotros, a través de las ventanas abiertas de la biblioteca, las notas cacofónicas de una danza popular, ejecutada fortissimo en el piano, y pensé que Tatum estaba tratando de despejar la especie de sudario que pesaba sobre la casa. Pero la desagradable música cesó tan súbitamente como había comenzado, y en aquel momento Vance, que nos precedía al subir la escalera, se volvió como quien ha llegado a una decisión en un problema intrincado y difícil.

—Será mejor no decir nada a nadie de nuestra visita al panteón. Todavía no ha llegado el momento oportuno —sus ojos, inquietos, se posaron sobre Markham—. Aún no puedo atar cabos, pero algo horrible va a ocurrir aquí, y no sabemos lo que podría acontecer si se supiera lo que acabamos de descubrir.

Miró, pensativo, su cigarro, como tratando de llegar a otra decisión, y por fin añadió:

—Creo, sin embargo, que podemos hablar de ello con Leland… El sabe que hemos hallado la llave del panteón… Sí, será mejor que se lo digamos a Leland, y siempre hay posibilidad de que pueda ofrecernos alguna explicación.

Cuando entramos en la casa, Leland estaba en el vestíbulo, cerca de la escalera. Se volvió rápidamente y nos miró con inquietud.

—He tenido que marcharme de la biblioteca —nos explicó, como si su presencia en el vestíbulo necesitase una explicación—. Tatum se ha puesto a tocar el piano, y me temo que he estado un poco duro con él.

—Supongo que Tatum lo podrá soportar bien —murmuró Vance—. De todas maneras, me alegro de que esté usted aquí, puesto que quiero preguntarle una cosa sobre Tatum.

Se dirigió hacia el salón.

—¿Acompañó por casualidad Tatum a Stamm en alguna de sus expediciones pesqueras o en busca de tesoros? —inquirió cuando todos estuvimos sentados.

Leland levantó la cabeza, con una mirada de asombro.

—Es curioso que pregunte usted eso —dijo, y su voz, aunque tranquila, era un poco más aguda que de costumbre—. La verdad es que Tatum estuvo con nosotros en la isla de los Cocos; creo que un tío suyo puso dinero en la empresa. Pero no pudo resistirlo. Se resintió mucho en aquel clima letal; bebe demasiado. Le probamos en los trabajos submarinos, pero tampoco sirvió. Era una carga para la expedición, y por fin le mandamos en un ballenero a Costa Rica, donde tomó otro barco para Estados Unidos.

Vance no habló más sobre el asunto. Sacó la pitillera del bolsillo, eligió un Regie y lo encendió.

—Hemos estado en el panteón de los Stamm, mister Leland —dijo sin levantar la vista.

Leland le miró de reojo, se quitó la pipa de los labios y dijo con indiferencia:

—Me lo había figurado. Yo nunca he estado dentro. Supongo que será como todos.

—Sí —asintió Vance. Levantó la cabeza y estuvo fumando algunos momentos—. Con una o dos cosas de interés, sin embargo. Había un poco de sangre en el suelo y la gardenia que Greef llevaba anoche en el ojal. Por lo demás, nada de particular hemos notado.

Leland se enderezó en su silla, y luego se inclinó hacia adelante. Después se puso en pie. Era evidente que estaba profundamente conmovido. Estuvo durante varios segundos mirando al suelo.

—¿No han encontrado ustedes nada más, nada de naturaleza inusitada? —preguntó al fin con voz forzada y sin levantar la vista del suelo.

—No —replicó Vance— nada más. ¿Cree usted que habremos descuidado algo? No hay nichos escondidos.

Leland levantó la cabeza e hizo un vigoroso gesto de negación.

—No, desde luego, no. Mi pregunta no tenía ninguna significación. Es que me ha impresionado lo que usted me cuenta. No puedo imaginarme lo que puedan suponer sus descubrimientos.

—¿No puede usted ofrecernos alguna explicación? Le agradeceríamos mucho cualquier idea.

Leland parecía estar atónito.

—No, nada les puedo sugerir. Lo haría con mucho gusto…

Su voz se extinguió sin acabar la frase, y volvió a mirar otra vez al suelo, como ponderando las posibilidades de la situación.

—Y a propósito —continuó Vance—, aquel ruido que oyó usted anoche, como si se frotase un trozo de metal con otro, según dijo usted, ¿no pudo ser el crujir de los goznes de hierro de la puerta del panteón?

—Es muy posible —repuso Leland sin apartar la mirada de la alfombra, y añadió—: El sonido parecía venir de esa dirección.

Vance estudió algunos momentos, sin hablar, a su interlocutor, y luego dijo:

—Muchas gracias… Me gustaría hablar un poco con Tatum. ¿Quiere usted hacer el favor de rogarle que venga? Y no le diga nada, ni a él ni a ninguno de los otros, por el momento, de lo que acabamos de saber.

Leland se movió con inquietud, estudió a Vance con atención y dijo:

—Como usted quiera —vaciló—. Ha encontrado usted la llave en la habitación de Tatum, ¿cree usted quizá que fue él quien estuvo anoche en el panteón?

—No lo podría decir —repuso Vance con frialdad.

Leland echó a andar para salir de la habitación; pero junto a las cortinas de la puerta se detuvo y se volvió.

—¿Puedo preguntar si han dejado ustedes abierta la puerta del sepulcro?

—He tomado la precaución de volverla a cerrar —le informó Vance. Hizo una pausa, y añadió—: Tengo la llave en el bolsillo y pienso conservarla mientras dure esta investigación.

Leland le estuvo mirando un momento en silencio.

—Me alegro —dijo al fin—. Creo que es lo más prudente.

Se volvió y atravesó el vestíbulo en dirección a la biblioteca.

Cuando Tatum entró en el salón, todos vimos que estaba de un humor violento y retador. No nos saludó y se quedó junto a la puerta, mirándonos con ojos ardientes y cínicos.

Vance se levantó cuando él entró, y acercándose a la mesa del centro, hizo una señal perentoria de que se acercase. Cuando el hombre llegó a la mesa, Vance sacó del bolsillo la llave del sepulcro y se la puso delante de los ojos.

—¿Ha visto usted alguna vez esta llave? —le preguntó.

Tatum miró la llave, la estudió y se encogió de hombros.

—No; nunca la he visto —replicó terminantemente—. ¿Tiene algún misterio?

—Un poco de misterio —le dijo Vance, tomando la llave y volviendo a ocupar su asiento—. La hallamos esta mañana en la habitación de usted.

—Quizá es la llave de la situación —dijo Tatum con tono de burla y entornando los ojos.

—Sí, sí, desde luego… —Vance sonrió ligeramente—. Pero, como ya le he dicho, la hemos hallado en su dormitorio.

Tatum estuvo un minuto fumando sin moverse. Luego levantó la cabeza y se quitó el cigarrillo de los labios. Observé que sus dedos estaban firmes como el acero.

—¿Y qué? —preguntó con exagerada indiferencia—. Probablemente encontrarán ustedes muchas cosas raras en los rincones de esta casona —se volvió a Vance con una sonrisa dura que apenas alteraba las comisuras de sus labios—. Ya sabe usted que yo no vivo aquí; soy sólo un huésped. ¿Acaso he de asustarme o ponerme nervioso porque han hallado ustedes una llave vieja y oxidada en mi habitación?

—No; nada de eso —le aseguró Vance—. Se porta usted de la manera más conveniente.

—¿Y adónde nos lleva eso?

El tono de Tatum era despectivo.

—En sentido figurado, al panteón.

Vance hablaba con desacostumbrada amabilidad.

Tatum se sorprendió, al parecer.

—¿Qué panteón?

—El panteón de la familia Stamm.

—¿Y dónde está eso?

—Al otro lado del estanque, oculto entre los árboles, más allá del paso de cemento.

Otra vez se volvieron a entornar los ojos de Tatum, y el contorno de su cara se convirtió en una rígida máscara defensiva.

—¿Está usted tratando de hacerme caer en una trampa? —preguntó con voz metálica.

—No, de ninguna manera. No hago más que contestar a su pregunta… ¿No sabe usted nada del panteón?

Tatum levantó los ojos y sonrió.

—Nunca lo he visto ni he oído hablar de él —de pronto se irguió, aplastó su cigarro y fijó en Vance una mirada truculenta—. ¿Qué idea tiene usted? —preguntó. Me pareció que por fin habían cedido sus nervios—. ¿Trata usted de echarme la culpa de alguna cosa?

Vance estudió a su hombre con indiferencia durante un rato, y luego ladeó la cabeza.

—¿Tampoco sabe usted nada de una gardenia? —preguntó con dulzura.

Tatum entornó aún más los ojos.

A Vance parecieron desconcertarle por un momento aquellas palabras; pero al cabo de un instante su cara se animó.

—No —dijo—; la gardenia no estaba en su habitación. Pero la presencia de la gardenia de Greef en su alcoba no sería nada alarmante, a menos que, naturalmente, le hubiera hecho algo malo a Greef.

Otra sonrisa dura e irónica contrajo los labios de Tatum.

—Le han hecho algo malo; lo mismo que le hicieron a Montague. Greef no era hombre que se escapase de nadie, y hay mucha gente aquí que le vería con gusto en el otro mundo.

—Y usted es uno de los que se alegrarían, ¿verdad? —preguntó, muy suavemente, Vance.

—Desde luego —Tatum proyectó la mandíbula hacia adelante—. Pero eso no quiere decir que yo lo haya hecho.

—No; eso no quiere decir que haya sido usted —Vance se levantó e hizo con la mano un gesto de despedida—. Nada más, por el momento. Pero si yo estuviera en su lugar, refrenaría mis impulsos musicales. Leland podría decidir que estaba usted también maduro para morir.

Tatum sonrió con desprecio.

Y con un gesto de desdén, salió de la estancia.

—Un carácter duro —comentó Markham cuando el otro no le podía oír.

—Duro, pero astuto.

—A mí me parece —dijo Markham, levantándose y paseando nerviosamente por el salón— que si supiéramos quién ha sacado la llave del sepulcro del baúl de mistress Stamm, sabríamos mucho más de la tragedia que ha ocurrido aquí anoche.

Vance movió la cabeza.

—Dudo que la llave haya estado en ese baúl desde hace muchos años. Quizá no haya estado nunca allí, Markham. El escondite de la llave y los secretos pueden ser otras tantas alucinaciones de mistress Stamm…, alucinaciones estrechamente relacionadas con la del dragón…

—Pero ¿por qué estaba la llave en la habitación de Tatum? Tatum me pareció que decía la verdad al afirmar que nunca la había visto hasta ahora.

Vance dirigió a Markham una rápida y curiosa mirada.

—Ciertamente, sus palabras eran convincentes…

Markham se detuvo y miró a Vance.

—No veo medio de lidiar con este caso —dijo con desaliento—. Todos los factores que tratamos de tocar resultan una especie de fatamorgana. N6 hay nada tangible. La situación elude hasta las teorías.

—No te desanimes. No es tan oscuro como parece. Toda la dificultad está en que hemos atacado el asunto desde un punto de vista demasiado racional y ordinario. Tratamos de reducir a un procedimiento corriente una cosa extraordinaria y siniestra. Hay elementos particulares…

—¡Al diablo, Vance! —exclamó Markham con desacostumbrada pasión—. Supongo que no volverás a la teoría absurda e increíble del dragón.

Antes que Vance pudiera replicar, se oyó rumor de un coche que se detenía delante de la casa, y un minuto después Snitkin abría la puerta e introducía al doctor Doremus en el salón.

—Otro cadáver, ¿eh? —refunfuñó el médico forense, saludando con la mano—. ¿No podría usted tener todos sus muertos de una vez y al mismo tiempo, sargento? ¿Dónde está y qué ocurre? —sonrió a Heath con sardónico buen humor—. ¿El dragón otra vez?

Vance se levantó.

—Así parece —declaró.

—¡Qué! Bueno; ¿dónde está la nueva víctima?

—En el mismo agujero que la otra.

Vance tomó su sombrero y salió del vestíbulo. Doremus le siguió sin decir una palabra.

El sargento ordenó a Snitkin que se nos uniera, y otra vez dimos la vuelta a la casa por el Camino del Este. En el agujero, esperamos todos a que Doremus mirase por encima de la pared. Después de un breve examen, se deslizó hasta nosotros, con un gesto extraño y asustado. Había perdido completamente su escepticismo y petulancia.

—¡Dios mío, Dios mío! —repetía—. ¿Qué clase de caso es este? —apretó los labios e hizo un movimiento en dirección de Heath—. Sáquenlo —ordenó con voz alterada.

Snitkin y el sargento sacaron el cuerpo de Greef del agujero y lo tendieron en el suelo.

Después de examinarlo, Doremus se levantó y miró a Markham.

—Lo mismo que el de ayer. Exactamente las mismas heridas. Fractura de cráneo; las mismas rasgaduras en el pecho, e iguales contusiones en el cuello. Herido, golpeado en el lado izquierdo de la cabeza y estrangulado… Sólo que no hace tantas horas que está muerto —le hizo una mueca a Heath—. ¿Es esto lo que quería usted saber?

—¿Coinciden las doce de la noche pasada?

—Unas doce horas —dijo Doremus, inclinándose sobre el cuerpo de Greef y fijándose en el rigor mortis—. Sí —se enderezó otra vez y escribió la orden de que retirasen el cadáver. Al entregársela al sargento, le dijo—: No hallamos en la autopsia del otro individuo nada que altere lo que ya le había dicho; pero es mejor que lleven este inmediatamente al depósito, y tendré tiempo de hacérsela esta misma tarde —yo nunca había visto a Doremus tan serio—. Y me vuelvo hoy también por la avenida de Payson. Estoy empezando a creer en ese dragón de usted, sargento… ¡Qué extraño! —murmuraba cuando se dirigía a su coche—. Esa no es manera de matar a un hombre, y menos a dos… Ya he visto esas noticias del dragón en los periódicos de esta mañana. ¡Vaya una historia!

Soltó los frenos y se marchó por el Camino del Este hacia Spuyten Duyvil.

Dejando a Snitkin para que vigilase el cadáver de Greef, regresamos a la casa.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó Markham, con abatimiento, cuando entramos.

—A mí, la cosa me parece clara —le replicó Vance—. Voy a echarle un vistazo a la colección de peces de Stamm. Mejor será que vengan ustedes. Los peces tropicales son fascinadores —se volvió a Trainor, que había ocupado el puesto de Snitkin en la puerta—: Dígale a mister Stamm que deseo verle.

Trainor miró a Vance con temor; luego se enderezó, muy rígido, y se marchó.

—Oye, Vance —protestó Markham—: ¿para qué vamos a ver esos' peces? Tenemos un trabajo tan serio entre manos, y hablas de entretenerte con una colección de peces. Han sido asesinados dos hombres…

—Estoy seguro —le interrumpió Vance— de que encontrarás los peces altamente educativos.

En aquel momento salió Stamm de la biblioteca y se acercó a nosotros.

—¿Sería usted tan amable que nos quisiera servir de cicerone en su acuario? —le preguntó Vance.

Stamm mostró una sorpresa considerable.

—Sí, con mucho gusto —dijo con un tono de forzada cortesía—. Desde luego, desde luego; encantado. Vengan por aquí.

Y se volvió para meterse otra vez en la biblioteca.