(Lunes 13 de agosto, a las 10:30)
—¿Qué quieres decir?
Pero Vance ya estaba en camino hacia la puerta exterior, y sin responder, bajó rápidamente los escalones y se puso al volante de su coche. Markham y Heath, en silencio y, según me pareció, un poco aturdidos, le siguieron, y yo los imité. Las maneras de Vance, al mencionar los agujeros, me hicieron sentir frío en la medula, y me pregunté, vagamente, sin admitir del todo la horrible deducción, qué pensaba hallar en el lugar donde habíamos descubierto el cuerpo de Montague.
Corrimos velozmente por el camino del Este con dirección a la cañada. Cuando llegamos frente a los agujeros, Vance frenó y saltó a tierra. Le seguimos hasta el pie de las rocas, y él se encaramó a la pared del agujero en que hallamos los restos de Montague.
Miró un momento por el borde y se volvió hacia nosotros con gesto grave. No dijo nada; sólo nos indicó el agujero con un gesto. Heath estaba ya trepando por la roca, y Markham y yo estábamos junto a él. Luego sobrevino un momento de tenso silencio; estábamos demasiado horrorizados por el espectáculo para hablar.
Heath se dejó deslizar por la roca con una mezcla de rabia y de temor reflejados en su severo semblante.
Markham, junto a la pared de roca, parecía una personificación del horror y del asombro. A mí me costó trabajo, en la pacífica atmósfera de la tranquila mañana de verano, ajustar mis emociones a aquella cosa horrible que acababa de percibir.
Allí, en las profundidades del agujero, yacía el cuerpo contorsionado y muerto de Alex Greef. Su posición, como la de Montague, era violenta y sugería la idea de que había sido arrojado desde una altura a aquella estrecha sepultura de piedra. En, el lado izquierdo de la cabeza tenía una ancha herida y se veían equimosis negras en su cuello. No llevaba chaleco, y su americana abierta dejaba ver el pecho. Tenía la camisa rota, como el bañador de Montague, y allí estaban las tres grandes rasgaduras en la carne, como si la garra de un monstruo le hubiera dado un zarpazo desde el cuello. En el momento en que vi el cuerpo de Greef, mutilado en la misma forma que el de Montague, todas las leyendas del dragón acudieron a mi memoria y me helaron la sangre.
Markham apartó su mirada del infinito y la posó en Vance.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —le preguntó, con voz ronca.
Los ojos de Vance estaban fijos en, la punta de su cigarrillo.
—No lo sabía —repuso con suavidad—. Pero después que Stamm nos dijo cuál fue el comentario de su madre cuando se enteró de que Greef había desaparecido, me pareció oportuno venir aquí.
¿No tratarás de hacerme creer que los delirios de esa loca deben ser tomados en serio?
—No, Markham —repuso Vance—. Pero sabe muchas cosas, y sus predicciones, hasta ahora, han sido acertadas.
—Pura coincidencia —protestó Markham—. Seamos prácticos.
—Quienquiera que haya matado a Greef era práctico, sin duda —observó Vance.
—Pero ¿en qué situación nos hallamos ahora? —Markham estaba a la vez desconcertado e irritado—. El asesinato de Greef complica el caso. Ahora tenemos dos terribles problemas en lugar de uno.
—No, no, Markham —Vance regresaba lentamente al coche—. A mí no me parece así. Todo es el mismo problema, más claro ahora que antes. Hay algo que empieza a tomar forma: el dragón.
—¡No digas tonterías!
Markham casi rugió su protesta.
—No son tonterías —Vance se sentó en el automóvil—. Las huellas en el estanque, las huellas de garras en el cuerpo de Montague y ahora en el de Greef, y, sobre todo, los curiosos pronósticos de mistress Stamm, han de explicarse antes que podamos eliminar la teoría del dragón. Una situación desconcertante.
Markham se abandonó a un indignado silencio, mientras Vance ponía en marcha el coche. Luego dijo, con sarcasmo:
—Creo que tendremos que tratar este caso por procedimientos antidragontinos.
—Eso depende enteramente de la clase de dragón que te imagines —repuso Vance, conduciendo el coche hacia la casa.
Cuando llegamos, Heath se puso al teléfono y participó al doctor Doremus nuestro segundo fúnebre hallazgo. Cuando colgó el auricular, se volvió a Markham con un gesto de desaliento.
—No sé cómo trabajar en este caso —dijo con tono de súplica.
Markham le miró un momento y luego movió la cabeza con un gesto de comprensión.
—Comprendo lo que le pasa, sargento —sacó un cigarro, le cortó cuidadosamente la punta y lo encendió—. Los métodos corrientes parece que no nos llevan a ninguna parte.
Estaba sumido en la mayor perplejidad.
Vance, de pie en medio del vestíbulo, miraba al suelo.
—No —murmuró, sin levantar la vista—. Los métodos corrientes son inútiles. Las raíces de estos dos crímenes están mucho más hondas. Son dos asesinatos diabólicos en más de un sentido, y están estrechamente relacionados con todos los factores siniestros que forman esta casa y sus influencias…
Cesó de hablar y volvió la cabeza hacia la escalera.
Stamm y Leland descendían del segundo piso, y Vance se acercó a ellos inmediatamente.
—¿Quieren hacer el favor de entrar en el salón, señores? Tenemos noticias para ustedes.
Un soplo de aire refrescaba la habitación; el sol no llegaba aún a aquel lado de la casa. Vance se acercó a una ventana y estuvo algunos momentos mirando al exterior. Luego se volvió hacia Stamm y Leland, que estaban junto a las cortinas.
—Hemos hallado a Greef. Está muerto en el mismo agujero en que estaba el cuerpo de Montague.
Stamm palideció perceptiblemente y contuvo el aliento. Pero la expresión de Leland no cambió. Se quitó la pipa de la boca.
—Asesinado, desde luego.
Sus palabras eran tanto una pregunta como una afirmación.
—Asesinado, desde luego —Vance repitió la frase con un gesto de asentimiento—. Con las mismas heridas que hallamos en Montague. Parece una repetición del caso anterior.
Stamm se tambaleó sobre sus pies, como si hubiera recibido un golpe físico.
Leland le cogió rápidamente por un brazo y le condujo a una silla.
—Siéntate, Rodolfo —le dijo con dulzura—. Tú y yo hemos temido eso desde que nos enteramos de la ausencia de Greef.
Stamm se dejó caer en la silla y permaneció con los ojos fijos y turbios. Leland se dirigió hacia Vance.
—Me he estado temiendo toda la mañana —dijo sencillamente— que Greef no se ausentó por su propia voluntad. ¿Se han enterado de alguna cosa más?
Vance negó con la cabeza.
—No, nada más. Ahora echaremos un vistazo a la habitación de Greef. ¿Sabe usted cuál es?
—Sí —se apresuró a contestar Leland—. Con mucho gusto los acompañaré.
Apenas habíamos pasado del umbral de la puerta del salón, cuando nos detuvo la voz ronca y convulsa de Stamm.
Vance le miró.
—¿Qué es ello? —le preguntó con extraña severidad.
—Algo que ocurrió anoche —Stamm oprimía con las manos los brazos del sillón y se mantuvo rígido mientras hablaba—. Después de retirarme a mi habitación, Greef vino y llamó a mi puerta. Le abrí y lo dejé entrar. Me dijo que no tenía sueño y que venía a tomar otra copa conmigo, si yo no tenía inconveniente. Hablamos una hora, poco más o menos.
—¿De qué? —le interrumpió Vance.
—De nada importante; generalidades sobre economía y las posibilidades que tendría una nueva expedición a los mares del Sur, la primavera próxima. Luego Greef miró su reloj. «Son las doce», dijo. «Creo que voy a dar un paseo antes de acostarme». Salió y le oí bajar al vestíbulo y abrir la puerta lateral; mi habitación está al final de la escalera. Yo estaba muy cansado y me dormí. Esto es todo.
—¿Y por qué ha tenido usted miedo de contarnos esto antes? —preguntó Vance con frialdad.
—No lo sé exactamente —Stamm aflojó la tensión de sus músculos y se recostó en la silla—. Anoche no pensé nada sobre ello. Pero cuando Greef dejó de aparecer esta mañana, me di cuenta de que yo fui la última persona que le vio y habló con él anoche. No vi razón alguna para mencionar el hecho esta mañana; pero después de lo que acaban de decirnos sobre el hallazgo de su cadáver, he creído que debía usted saberlo.
—Está bien —Vance le tranquilizó con un tono algo más suave—. Su sentimiento es el más natural, dadas las circunstancias.
Stamm levantó la cabeza y le obsequió con una mirada de agradecimiento.
—¿Quiere hacer el favor de decirle a Trainor que me traiga el whisky? —dijo, con voz débil.
—Con mucho gusto.
Y Vance se alejó por el vestíbulo.
Después de enviar a Stamm el criado, subimos la escalera. La habitación de Greef era la segunda, contando desde la de Stamm, y estaba en el mismo lado del pasillo. La puerta estaba abierta cuando entramos. Como Trainor nos había dicho, la cama estaba intacta y las persianas de las ventanas estaban aún cerradas. El dormitorio era parecido al de Montague, pero más grande y amueblado con más lujo. Algunos artículos de tocador estaban muy bien colocados sobre una mesita; al pie del lecho había una bata y un pijama; en una silla, al lado de la ventana, el traje de etiqueta de Greef, hecho un montón. En el suelo, al lado de una mesa, una maleta de piel, abierta.
La inspección de las cosas ele Greef nos ocupó muy poco tiempo. Vance abrió primero el ropero y encontró en él un traje de calle y otro de deporte; pero los bolsillos no tenían nada de importancia. Registramos el traje de etiqueta sin ningún resultado positivo; sus bolsillos sólo contenían una boquilla de ébano, una pitillera de seda y dos pañuelos de complicado bordado. En los cajones del tocador no había nada de Greef, y en el cuarto de baño sólo hallamos los artículos de tocador corrientes: un cepillo y pasta para los dientes; una máquina de afeitar, una botella de agua de Colonia y un pote de polvos de talco. La maleta tampoco nos proporcionó nada significativo.
Vance no dijo nada durante el registro, pero se leía una atenta ansiedad en su actitud. Ahora estaba de pie en medio de la habitación, con la cabeza inclinada y los ojos medio cerrados, pensando con agitación. Era obvio que estaba disgustado.
Lentamente levantó la cabeza, se encogió de hombros y se dirigió a la puerta.
—Me temo que no hay nada aquí que nos sirva de ayuda.
Me pareció advertir en su voz que se refería a algo específico, aunque innominado, que esperaba encontrar.
Markham debió de percibir también la entonación que me hizo suponer eso, pues le preguntó:
—¿Qué esperabas encontrar en esta habitación, Vance? Dime.
Este vaciló y se volvió lentamente hacia nosotros.
—No estoy del todo seguro… Pero no me preguntéis lo que es, pues no sabría cómo contestar.
Sonrió y salió de la habitación. Los demás le seguimos.
Cuando llegamos a la escalera, el doctor Holliday subía por ella. Nos saludó con reservada cordialidad, y estábamos a punto de continuar bajando la escalera, cuando Vance, como obedeciendo a un repentino impulso, se detuvo.
—Doctor —dijo—, ¿tendría usted inconveniente en que subiéramos con usted? Hay una cosa de vital importancia que quisiera preguntar a mistress Stamm. Procuraré no molestarla.
—Suban —repuso el doctor Holliday, emprendiendo la ascensión del tercer tramo de escalera.
Cuando la enfermera nos abrió la puerta, mistress Stamm estaba de pie junto a la ventana, mirando al estanque y con la espalda vuelta hacia nosotros. Cuando entramos en la estancia, la anciana se volvió lentamente, hasta que sus ojos inflamados quedaron fijos en nuestro grupo. Me pareció advertir una nueva luz en ellos, pero sus labios no sonrieron; su boca era a la vez dura y plácida.
Vance se acercó directamente a ella, deteniéndose sólo a pocos pies de distancia. Su expresión era severa y su mirada decidida.
—Mistress Stamm —dijo con voz tranquila pero terminante—: han ocurrido aquí cosas terribles. Y cosas más terribles aún van a ocurrir, a menos que usted nos ayude. Y estas otras cosas terribles serán de una naturaleza que no le gustará a usted, pero recaerán sobre personas que no son enemigos de los Stamm, y, por consiguiente, su dragón, el dragón que protege su casa, no tendrá nada que ver con ellas.
En los ojos que la anciana tenía fijos en Vance apareció una sombra de temor.
—¿Qué puedo hacer para ayudarle?
Su voz era hueca y monótona, como si se limitase a pensar las palabras y sus labios las pronunciasen automáticamente.
—¿Puede usted decirnos —continuó Vance, sin atenuar la severidad de su tono— dónde ha escondido la llave del panteón de la familia?
La mujer cerró los ojos y respiró profundamente. Quizá fue aprensión mía, pero me pareció que las palabras de Vance causaban en ella una impresión tranquilizadora. Luego abrió los ojos; cierta calma se reflejaba ahora en ellos.
—¿Es eso todo lo que desean saber? —preguntó.
—Nada más; pero es de la mayor importancia. Y le doy mi palabra de que nadie profanará la tumba de sus muertos.
La anciana estuvo algunos momentos mirando a Vance. Luego se acercó a un gran sillón colocado junto a la ventana y se sentó. Con movimientos lentos, pero decididos, se sacó del seno de su vestido de encaje negro un pequeño escapulario rectangular, sobre el cual pude ver la imagen medio borrada de un santo. Las puntadas que unían las dos telas por arriba estaban sueltas, de modo que el escapulario era en realidad una pequeña bolsa. Lo volvió y lo sacudió, y cayó en su mano una pequeña llave.
—Mistress Schwartz —ordenó dictatorialmente—, tome usted esta llave y vaya al baúl que tengo en el ropero.
Mistress Schwartz tomó la llave, abrió una pequeña puerta y desapareció en la semioscuridad de un cuarto.
—Ya estoy, señora —dijo desde dentro.
—Ahora abra el baúl y levante la bandeja —continuó mistress Stamm—. Levante toda la ropa blanca que ve usted ahí. En el rincón posterior de la derecha hay un joyero envuelto en un mantel de damasco. Tráigame la caja.
Al cabo de algunos momentos, durante los cuales Vance guardó silencio y estuvo mirando por la ventana hacia las rocas del otro lado del estanque, mistress Schwartz salió del ropero, llevando en la mano una bella caja veneciana, de unas ocho pulgadas de largo por seis de ancho, de tapa redondeada. Estaba forrada de terciopelo malva bordado de oro y guarnecida de aplicaciones de metal.
—Désela a este señor —mistress Stamm indicó a Vance con un gesto de la mano—. La llave del panteón está dentro.
Vance se adelantó y tomó la caja. La abrió. Markham se acercó a él y miró por encima del hombro. Después de un momento de inspección, Vance cerró la caja y se la devolvió a la enfermera.
—Puede usted volverla a dejar en su sitio —dijo con un tono y una mirada que constituían una orden. Luego se volvió a la madre de Stamm, saludó y dijo—: Nos ha ayudado usted mucho con esto, y estamos muy agradecidos a su confianza.
Una ligera y cínica sonrisa de satisfacción desfiguró la boca de mistress Stamm.
—¿Está usted completamente satisfecho? —preguntó con un dejo de sarcasmo y de triunfo.
—Sí, señora —le aseguró Vance, y se despidió en seguida.
El doctor Holliday se quedó con su paciente.
Cuando estuvimos otra vez en el pasillo y la enfermera hubo cerrado la puerta, Markham cogió a Vance por un brazo.
—Oye —le dijo con las cejas profundamente fruncidas—, ¿qué quiere decir esto? ¿Vas a dejar que te engañe con una caja vacía?
—No me ha engañado —contestó Vance—. Ella no sabe que la caja está vacía, sino que cree que la llave está en ella. ¿Por qué incomodarla diciéndole que no hay nada en la caja?
—Eso es lo que estoy tratando de averiguar —y antes que Markham pudiera continuar hablando, se volvió a Leland, que estaba observando la escena en silencio—. ¿Puede usted decirme dónde está la habitación de Tatum?
Habíamos llegado ya al rellano del segundo piso, y Leland se enderezó con curioso sobresalto; su aire habitual de fría reserva le abandonó por un momento.
—¿La habitación de Tatum? —repitió, como si dudase de lo que había oído. Pero se rehizo inmediatamente—. Está en este mismo piso —dijo—, entre la de Stamm y la de Greef.
Vance atravesó el pasillo hacia la puerta que Leland le indicaba. No estaba cerrada con llave, y Vance empujó la puerta y entró en la estancia. Los demás le seguíamos, interesados y silenciosos. Markham parecía aún más sorprendido que Leland al oír la súbita pregunta de Vance. Le miraba de una manera inquisitiva y estaba a punto de decir algo, pero se contuvo y esperó.
Vance permaneció en el centro de la habitación, mirando a su alrededor y dejando reposar sus ojos en cada una de las piezas del mobiliario.
Heath, con gesto duro y determinado, dijo sin esperar a que Vance hablase:
—¿Quiere usted que saque los trajes de este individuo y los registre?
Vance movió la cabeza, pensativo.
—No creo que sea necesario, sargento. Pero puede usted mirar debajo de la cama y en el suelo del ropero.
Heath encendió su lámpara de bolsillo y se puso a buscar a gatas. Después de una breve inspección, se levantó.
—Nada más que un par de zapatillas.
Se metió en el ropero y practicó otro registro.
—Zapatos, y nada más —anunció al salir.
Vance, mientras tanto, había registrado todos los cajones de un bargueño que estaba al lado de la ventana. Repitió la operación en el tocador. Con una expresión de desaliento se volvió a la mesa y encendió un cigarrillo. Otra vez sus ojos se pasearon por la habitación y se detuvieron en la mesilla de noche.
—Vamos a ver —murmuró, atravesando la estancia y abriendo el pequeño cajón de nogal.
—¡Ah!, ¿sí?
Metió la mano en el cajón y sacó un objeto que los demás no pudimos ver. Luego se acercó a Leland y extendió la mano.
—¿Es esta la llave del panteón, mister Leland? —le preguntó.
—Esta es —repuso, simplemente, Leland.
Markham se adelantó con la cara muy encendida.
—¿Cómo sabías que la llave estaba aquí? —preguntó, enfadado—. ¿Y qué quiere decir esto?
—Yo no sabía que la llave estaba aquí, mi querido amigo —repuso Vance con exagerada amabilidad—, ni tampoco sé lo que esto quiere decir. Pero me parece que voy a ver lo que hay dentro de ese panteón.
Cuando estuvimos otra vez en el vestíbulo, Vance se volvió a Leland con una mirada seria y severa.
—Usted hará el favor de quedarse aquí —dijo—, y no mencione a nadie el hecho de que hemos hallado la llave del panteón.
El tono de Vance ofendió, al parecer, a Leland, que saludó con toda su dignidad.
—Respetaré sus deseos —replicó y se metió en la biblioteca.
Vance salió inmediatamente de la casa. Le dimos vuelta por el Norte, descendimos la escalera del estanque, pasamos por la albardilla del filtro y nos metimos en el estrecho paso de cemento que conducía al Camino del Este. Cuando llegamos a un punto en el que estábamos enteramente a cubierto de toda observación, Vance se internó por entre los arbustos, con dirección al sepulcro. Sacó la llave del bolsillo, la metió en la cerradura y le dio la vuelta. Me asombró la facilidad con que giraba. Vance se apoyó contra la pesada puerta, que se abrió lentamente, crujiendo y chirriando sobre sus enmohecidos goznes.
Un olor a muerte y a humedad salió de la oscuridad interior.
—Deme usted su linterna, sargento —dijo Vance al pasar el umbral.
Heath obedeció con gusto, y entramos en el viejo panteón de los Stamm. Vance cerró la puerta con cuidado y paseó el rayo de luz por las paredes, el techo y el suelo. Aun en aquel cálido día de verano, la atmósfera de la tétrica y medio enterrada cripta era húmeda y fría. Las paredes eran de cemento, con adornos; el suelo, de mármol descolorido por la edad, y una pila de ataúdes cubría toda la parte sur, llegando desde el suelo hasta el techo.
Después de una ligera ojeada, Vance se arrodilló y examinó el suelo con cuidado.
—Alguien ha andado por aquí recientemente —observó.
Movió el círculo de luz sobre las losas de mármol hacia los ataúdes. En una de las losas había dos manchas oscuras.
Vance se inclinó sobre ellas, se humedeció un dedo y las tocó. Cuando retiró el dedo y lo aplicó a la luz de la lámpara, se veía en él una señal de color rojo oscuro.
—Esto es sangre, Markham —comentó secamente al enderezarse.
Volvió a mover la luz de atrás adelante por el suelo, recorriendo sistemáticamente las largas hileras de losas. De súbito se adelantó hacia una de las paredes, se inclinó y recogió unas cosas que yo ni siquiera había advertido, aunque mis ojos siguieron el recorrido de la luz.
—¡Esto sí que es interesante! —exclamó.
Abrió la mano bajo el círculo de luz intensa que proyectaba la lámpara de bolsillo.
Vimos todos una pequeña gardenia, aún blanca y de aspecto fresco, con sólo los bordes de los pétalos marchitos y un poco oscuros.
—La gardenia de Greef, supongo —Vance hablaba en voz queda y como sobrecogido por una impresión pavorosa y siniestra—. Recordarán ustedes que ayer por la tarde, cuando hablamos con él, llevaba una en el ojal de la solapa. ¡Y no la tenía cuando hemos hallado su cuerpo en aquel agujero esta mañana!