(Lunes 13 de agosto, a las 9:30)
Llegamos a la finca de Stamm antes de las diez. Inmediatamente después de llamar a Vance, Markham salió de su despacho y se detuvo en casa para recogemos. El asesinato de Montague se había apoderado de la imaginación de Markham, y la noticia de la desaparición de Greef fue un irresistible estímulo para su actividad. Según nos explicó mientras conducía el coche, veía en aquel nuevo episodio el primer elemento tangible del asunto, y había dejado todas sus demás ocupaciones para hacerse cargo personalmente de él.
—He sospechado de Greef desde el principio —nos dijo—. Ese hombre tiene algo siniestro, y siempre me ha causado la impresión de que tenía algo que ver con el asesinato de Montague. Ahora que se ha escapado podemos continuar la investigación con un objeto determinado.
—Yo no estoy tan seguro —replicó Vance; tenía las cejas fruncidas y fumaba pensativo—. El caso no se presenta sencillo ni aún ahora. ¿Por qué habría de atraer Greef las sospechas sobre sí escapándose? No teníamos prueba alguna contra él y debía comprender que huyendo pondría en movimiento a toda la Policía de la ciudad. Es estúpido, Markham, terriblemente estúpido, y Greef no me ha causado la sensación de ser estúpido.
—El miedo —comentó Markham.
—Greef no tiene miedo a nadie —le interrumpió Vance—. Hubiera sido más lógica la huida en cualquier otro miembro de la partida… Es muy confuso todo esto.
—A pesar de todo, se ha fugado —insistió Markham—; pero ya nos dirán más cosas cuando lleguemos.
—No cabe duda.
Y Vance se sumió en el silencio.
Cuando llegamos a casa de Stamm, el sargento nos saludó malhumorado a la entrada.
—¡La hemos hecho buena! —quejóse—. El único individuo de quien yo tenía sospechas se ha escapado.
Heath nos llevó al salón y se plantó agresivamente delante de la chimenea.
—Será mejor que le informe primero —dijo, dirigiéndose a Markham— de todo lo que hemos hecho desde ayer. Hemos buscado lo mejor que nos ha sido posible a esa mistress Bruett, pero no hemos hallado ni rastro de ella. Además, hace cuatro días que no ha salido ningún barco para América del Sur, de manera que supongo falsa la historia del viaje que nos contó Stamm. Hemos registrado todos los hoteles que nos han parecido apropiados, sin resultado alguno. Y lo más extraño es que no está en la lista de pasajeros de ninguno de los buques que han llegado de Europa durante las dos últimas semanas. ¿Qué le parece? Esa dama tiene algo de sospechoso y habrá de explicar muchas cosas cuando la encontremos.
Vance sonrió con condescendencia.
—No quisiera entibiar su entusiasmo profesional, sargento, pero me temo que no va usted a poder encontrar a esa señora. Es demasiado nebulosa.
—¿Qué quieres decir? —intervino Markham—. Ese automóvil que estaba en el camino del Este a la hora indicada en aquella nota…
—Es muy posible —le interrumpió tranquilamente Vance— que la señora en cuestión no estuviera en él… Realmente, sargento, no me molestaría pensando en ella.
—Pues yo la estoy buscando y continuaré buscándola —repuso el testarudo Heath; luego prosiguió informando a Markham—. No hemos descubierto sobre Montague nada más de lo que sabíamos. Siempre mezclado en alguna intriga con mujeres. Parece que tenía dinero; vivía muy bien y gastaba mucho; pero trabajaba poco y nadie sabe de dónde le venían los fondos.
—Y del coche que esperaba en el camino del Este el sábado por la noche, ¿tenemos alguna noticia? —preguntó Markham.
—Nada —el sargento estaba disgustado—. No hemos podido hallar a nadie en Inwood que lo haya visto ni oído. Y el guardia que estaba de servicio a la entrada de la Avenida de Payson dice que después de las nueve de aquella noche no vino ningún coche en dirección de Inwood. Estuvo de guardia desde las ocho, y hubiera visto cualquier automóvil que bajase de por aquí… De todas maneras —añadió—, pudo bajar la cuesta con las luces apagadas.
—O —agregó Vance— puede no haber salido de Inwood.
Markham le dirigió una rápida mirada.
—¿Qué quieres decir con esa observación?
Vance hizo un ligero gesto y se encogió de hombros.
—¿Es que en todas mis observaciones ha de haber doble intención? No he hecho más que ofrecer una explicación a las evoluciones de este misterioso vehículo.
Markham gruñó algo de mal humor.
—¿Alguna otra noticia, sargento?
—Interrogamos a los sirvientes, una cocinera y una doncella, y volvimos a examinar al criado —Heath hizo una mueca de desagrado—. Pero todo lo que hemos conseguido de ellos son las mismas murmuraciones que estamos oyendo desde hace un par de días. No saben nada, y podemos quitarlos de la lista.
—El criado —dijo Vance— no deja de tener algunas posibilidades, sargento. Quizá no sepa nada; pero con unos ojos como los suyos no se puede estar libre de sospechas.
Heath miró a Vance de soslayo.
—Tiene usted razón, mister Vance —repuso—; pero es demasiado hábil para mí.
—No he querido decir, sargento —corrigió Vance—, que se haya usted de limitar a él para la solución del caso. No hacía más que indicar que el ictiólogo Trainor está lleno de ideas… Pero ¿qué nos dice usted de la misteriosa desaparición de Alex Greef? Es lo que más me fascina.
Heath se irguió e hizo una profunda inspiración.
—Se nos ha escapado durante la noche, y lo ha hecho con sin igual maestría. Yo estuve de guardia hasta las once, cuando todo el mundo se retiró a sus habitaciones. Luego me marché a mi casa, dejando de guardia a Snitkin. Había un hombre en la puerta del Este y otro en la principal, que han estado en sus puestos toda la noche. Hennessey vigilaba el límite sur de la finca, y otro detective guardaba el camino de Bolton. A las ocho y media de esta mañana he vuelto yo, y Greef había desaparecido. He llamado por teléfono a su casa y a su despacho, pero no le han visto en ninguno de los dos sitios.
—¿Y quién le ha informado a usted de su desaparición? —preguntó Vance.
—El criado. Salió a mi encuentro cuando llegué…
—¡Ah! El criado —Vance meditó un momento—. Oigamos la relación de sus propios labios.
—Lo prefiero.
Heath salió de la habitación y regresó pocos minutos después con Trainor. Este tenía la cara cenicienta y con profundas ojeras, como si hiciera muchas noches que no dormía; la flaccidez de su cara parecía una máscara plástica.
—Fue usted, Trainor —le preguntó Vance—, el primero que descubrió la ausencia de mister Greef.
—Sí, señor, en cierto modo —evitaba mirar directamente a Vance—. Cuando mister Greef no se presentó a almorzar, mister Stamm me envió a su habitación para que le llamase…
—¿A qué hora fue eso?
Alrededor de las ocho y media, señor.
—¿Estaban todos los demás en el comedor a esa hora?
—Todos. Era más temprano que de costumbre; pero la señorita y mister Leland estaban levantados desde antes de las siete, y los demás aparecieron poco después. Todo el mundo, menos mister Greef.
—¿Y se retiraron todos temprano a sus habitaciones anoche?
—Sí, señor; muy temprano. Yo apagué las luces de abajo alrededor de las once.
—¿Quién fue el último que se retiró?
—Mister Stamm. Había vuelto a beber mucho, y perdone usted que lo diga. Pero no es el momento oportuno para ocultar nada, ¿no es así, señor?
—Así es, Trainor —Vance estudiaba al otro con la mayor atención—. Cualquier pequeño detalle puede ser de importancia vital para nosotros, y estoy seguro de que mister Stamm no interpretará sus informes como deslealtad.
Pareció como si el hombre se tranquilizase.
Gracias, señor.
—Y ahora, Trainor, hablemos de esta mañana. A las ocho y media mister Stamm le envió a que llamase a mister Greef, ¿y luego?
—Subí a su habitación y llamé. No obtuve respuesta y volví a llamar. Después de haber llamado varias veces, me inquieté un poco… Han ocurrido aquí cosas muy extrañas…
—Sí, sí; cosas muy extrañas, Trainor. Pero continúe. ¿Qué hizo usted entonces?
—Empujé la puerta —los ojos del hombre giraron en sus órbitas; pero no nos miró a ninguno de nosotros—. Estaba abierta; entré y miré en la habitación… Observé que no había dormido nadie en la cama y sentí una impresión particular…
—No es necesario que nos cuente usted sus impresiones —Vance empezaba a impacientarse—. Díganos lo que hizo.
—Entré en la habitación y me aseguré de que mister Greef no estaba allí. Luego volví al comedor e indiqué a mister Stamm que deseaba hablar con él a solas. Salió al vestíbulo y le informé de la ausencia de mister Greef.
—¿Qué dijo mister Stamm?
—No dijo nada, señor; pero su cara tomó una expresión rara. Permaneció al pie de la escalera con las cejas fruncidas, y al cabo de pocos momentos me empujó a un lado y subió corriendo a la habitación de mister Greef. Yo volví al comedor y continué sirviendo el desayuno.
Heath tomó la palabra en este punto.
—Yo estaba en el vestíbulo cuando bajó Stamm —dijo—. Ciertamente, tenía un aspecto raro, pero cuando me vio se me acercó y me contó en el acto la desaparición de Greef. Yo hice algunas investigaciones e interrogué a los hombres que habían estado de guardia, pero ninguno de ellos ha visto salir a nadie de la finca. Luego telefoneé a mister Markham.
Vance pareció estar profundamente preocupado.
—Asombroso —exclamó, encendiendo un cigarrillo; cuando lo tuvo encendido, continuó preguntando al criado—: ¿A qué hora se retiró mister Greef anoche?
—No podría decirlo exactamente —el hombre se ponía cada vez más nervioso—. Pero fue uno de los últimos.
—¿Y a qué hora se retiró usted?
El criado se movió, tendió la cabeza hacia adelante y tragó con dificultad.
—Poco después de las once, señor —repuso, con una voz forzada—. Cerní la casa tan pronto como este señor —señaló a Heath— se marchó. Luego me fui a mi dormitorio.
—¿Dónde está su dormitorio?
—En este mismo piso, a la espalda de la casa, señor, al lado de la cocina.
La entonación peculiar de su voz me preocupaba.
Vance se hundió más profundamente en su silla y cruzó las piernas.
—Y dígame, Trainor, ¿qué oyó usted anoche después de retirarse a su alcoba?
El criado hizo un movimiento de pánico, respiró con fuerza y empezaron a temblarle los dedos. Tardó varios segundos en contestar.
—Oí —hablaba con una precisión curiosa y mecánica— que alguien descorría el cerrojo de la puerta lateral.
—¿La puerta que conduce a los escalones del estanque?
—Sí, señor.
—¿Oyó usted algo más? ¿Pasos?
Trainor ladeó la cabeza.
—No, señor; nada más —los ojos del hombre se pasearon vagamente por la habitación—. Nada más, hasta una hora después, poco más o menos.
—¡Ah! ¿Y qué oyó usted entonces?
—Oí que corrían el cerrojo.
—¿Qué más?
Vance se había levantado y miraba al otro severamente.
Trainor retrocedió un paso y aumentó el temblor de sus dedos.
—Oí que alguien subía muy despacio la escalera.
—¿Hacia qué habitación?
—No lo sé, señor.
Vance le miró con indiferencia durante varios segundos; luego se volvió a sentar en su silla.
—¿Quién pensó usted que podía ser?
—Se me ocurrió que quizá mister Stamm había salido a dar un paseo.
Realmente, Trainor, si hubiera usted creído que era mister Stamm no estaría usted tan asustado.
—¿Mas qué otra persona pudo haber sido, señor? —protestó débilmente el criado.
Vance guardó silencio un rato.
—Ya hemos acabado por ahora, Trainor —dijo, por fin—. Haga el favor de indicar a mister Leland que quisiéramos verle.
—Sí, señor.
El criado salió, evidentemente contento de que se hubiera concluido el interrogatorio. Poco después* apareció Leland en el salón. Venía fumando su pipa, como de costumbre, y ríos saludó con su habitual reserva.
—Usted sabe, desde luego, mister Leland —comenzó Vance—, que Greef ha desaparecido. ¿Puede darnos alguna explicación?
Leland se dejó caer en una silla al lado de la mesa, con aire preocupado.
—No —dijo—. No veo que exista ninguna razón para que se haya escapado, y no es el tipo de hombre que huya de nada ni de nadie.
—Eso es precisamente mi impresión —repuso Vance—. ¿Ha hablado usted de ello con alguna de las otras personas que hay en la casa?
Leland asintió lentamente.
—Sí; hemos hablado de ello mientras desayunábamos y después. Todo el mundo parece estar asombrado.
—¿Ha oído usted algo durante la noche que pueda indicar la hora en que salió de la casa?
Leland vaciló antes de contestar.
—Sí —replicó al final—. Pero también he oído algo que parece indicar que no fue Greef quien salió.
—¿Se refiere usted a que corrieron el cerrojo de la puerta lateral una hora, poco más o menos, después de haberlo descorrido?
Leland levantó la cabeza sorprendido.
—Sí —dijo—. Eso precisamente. Poco después de medianoche salió alguien por la puerta lateral, pero más tarde alguien volvió a entrar en la casa por la misma puerta. No había conseguido dormirme y tengo los oídos de una finura especial…
—Trainor también oyó entrar y salir a alguien anoche —le dijo Vance—. Pero no nos ha podido decir a qué cuarto se dirigió el trasnochador. ¿Quizá pueda iluminarnos sobre el particular?
Volvió a vacilar Leland y ladeó despacio la cabeza.
—No, me temo que no. Mi habitación está en el tercer piso, y varias personas se movían en los pisos de más abajo. Puedo decir, sin embargo, que quienquiera que fuera el que regresó a la casa, tuvo un cuidado especial de no hacer ningún ruido innecesario.
Vance, que apenas había mirado a Leland durante todo el interrogatorio, se levantó y se paseó hasta la ventana.
—¿Está la habitación que usted ocupa —preguntó— en el lado de la casa que cae sobre el estanque?
Leland se quitó la pipa de la boca y se movió con inquietud en la silla.
—Sí. Frente a las habitaciones de mistress Stamm.
—¿Oyó usted a alguien fuera de la casa, después de abrirse la puerta lateral?
—¡Sí! —Leland se enderezó en su silla y volvió a llenar cuidadosamente su pipa—. Oí voces, como si dos personas hablasen en voz baja. Pero era sólo un ligero murmullo y no pude distinguir lo que decían ni quiénes eran.
—¿Podría usted decir si era un hombre o una mujer quien hablaba?
—No; me pareció que bajaban deliberadamente la voz para evitar ser oídos.
—¿Cuánto tiempo duró esa conversación?
—Sólo algunos segundos. Luego cesó.
—¿Como si las dos personas que la sostenían se alejasen de la casa?
—Exactamente.
Vance se volvió rápidamente y se encaró con Leland:
—¿Qué más oyó usted anoche, mister Leland?
Leland se entretuvo, antes de contestar, en encender su pipa.
—No estoy seguro —dijo de mala gana—; pero me pareció oír un frotamiento áspero al otro lado del estanque, hacia el camino del Este.
—Muy interesante —Vance no apartaba su firme mirada de su interlocutor—. Haga el favor de describirme lo más aproximadamente lo que oyó.
Leland miró al suelo y estuvo algunos momentos fumando sin hablar.
—Primero —dijo— oí un ligero rumor, como si frotasen, uno con otro, dos trozos de metal; por lo menos, esta fue mi impresión. Luego todo quedó algunos minutos en silencio. Un poco más tarde se repitió el mismo ruido; y más tarde aún, pude distinguir un rumor prolongado y continuo, como si arrastrasen un cuerpo pesado sobre una superficie arenosa. Este ruido se fue apagando poco a poco hasta desvanecerse del todo. Y no oí nada más hasta una hora más tarde, cuando alguien entró en la casa por la puerta lateral y corrió el cerrojo.
—¿Le parecieron a usted extraños, en algún sentido, aquellos ruidos?
—No. Nos habían dicho que podíamos salir libremente, y al oír la puerta supuse que alguien habría salido a dar un paseo. Los otros ruidos, los que oí al otro lado del estanque, fueron muy vagos y podían explicarse de varias maneras. Sabía, desde luego, que había un hombre de guardia en la puerta del camino del Este, y pensé que sería él quien hacía los ruidos al otro lado del estanque. Hasta esta mañana, después de enterarme de la desaparición de Greef, no he concedido ninguna importancia a lo que oí durante la noche.
—Y ahora, enterado de la desaparición de Greef, ¿encuentra usted alguna explicación para esos ruidos?
—No, ninguna —Leland meditó un momento—. No eran ruidos familiares. Los sonidos metálicos podían haber sido causados por los goznes de la puerta; no es lógico que Greef la abriese para escapar, puesto que hubiera podido fácilmente saltarla o dar la vuelta. Además, los rumores parecían mucho más próximos a la casa de lo que está la verja; y de todas maneras, habiendo un hombre de guardia en ella, Greef no hubiera elegido aquel camino para escapar, pues hay muchos otros medios de salir de la finca si hubiera querido hacerlo.
Vance asintió, como si estuviera satisfecho, y se volvió a acercar a la ventana.
—¿Oyó usted, por casualidad —añadió—, un automóvil en el camino del Este?
—No —Leland ladeó enfáticamente la cabeza—. Puedo asegurarle que no pasó ningún automóvil por el camino del Este, en ninguna dirección, hasta la hora en que me quedé dormido, que serían las dos de la mañana.
—¿Le causó a usted, algún acto o palabra de Greef, la sensación de que pensaba marcharse?
—Todo lo contrario —repuso Leland—. Al principio protestó un poco porque le detenían aquí, y dijo que perdería algún negocio en su oficina esta mañana; pero al fin se resignó a ver cómo acababa el asunto.
—¿Tuvo discusiones con alguien anoche?
—No. Estaba de muy buen humor. Bebió un poco más que de costumbre y pasó la mayor parte del tiempo, después de cenar, discutiendo asuntos económicos con Stamm.
—¿Había algunas trazas de animosidad entre ellos?
—Ninguna en absoluto. Parecía haber olvidado completamente sus resentimientos de la noche anterior.
Vance se apartó de la ventana y se situó delante de Leland.
—¿Y cómo se portaron los demás huéspedes después de cenar?
—La mayor parte de ellos salieron a la terraza. Bernice y yo bajamos hasta el estanque, pero regresamos en seguida…; parecía que un sudario se extendía sobre él. Cuando volvimos, mistress McAdam, miss Steele y el joven Tatum estaban sentados en los escalones de la terraza y bebiéndose un ponche que Trainor les había hecho.
—¿Dónde estaban Greef y Stamm?
—Seguían en la biblioteca. Creo que no habían salido de la casa.
Vance estuvo un momento fumando en pensativo silencio y luego volvió a ocupar su silla, donde se recostó lánguidamente.
—Muchas gracias —dijo—. Con esto basta por ahora.
Leland se levantó.
—Si puedo servirles de algo… —comenzó, y luego se puso a contemplar su pipa y se marchó sin concluir la frase.
—¿Qué deduces de ello, Vance? —preguntó Markham, con un pensativo pliegue entre las cejas, cuando nos quedamos solos.
—Que no me gusta —Vance fijó los ojos en el techo—. Han estado ocurriendo muchas cosas raras en estos antiguos lugares. Y no era cosa propia de Greef salir a dar paseos por la noche.
En aquel momento alguien bajó corriendo la escalera y vimos cómo Stamm telefoneaba al doctor Holliday.
—Venga usted tan pronto como pueda —decía nerviosamente.
Luego, después de una pausa, colgó el auricular.
Vance se levantó y se acercó a la puerta.
—¿Puedo verle a usted un momento, mister Stamm?
Su petición era prácticamente una orden.
Stamm atravesó el vestíbulo y entró en el salón. Era obvio que estaba dominado por una excitación contenida. Le temblaban los músculos de la cara y sus ojos se movían con inquietud.
Antes que pudiera hablar, le interpeló Vance:
—Le hemos oído llamar al médico. ¿Se vuelve a sentir mal mistress Stamm?
—Lo mismo que antes —dijo Stamm—, y probablemente por culpa mía. Hace un rato subí a verla y le anuncié la desaparición de Greef, y ella empezó con sus alucinaciones. Dice que ha desaparecido porque el dragón se ha apoderado de él. Insiste en que ha visto al monstruo elevarse anoche del estanque y volar hacia Spuyten Duyvil.
—Muy interesante —Vance se apoyó en el borde de la mesa—^ ¿Y puede usted ofrecernos alguna explicación más racional de la desaparición de Greef?
—No puedo comprenderla —Stamm parecía hallarse completamente desconcertado—. Por lo que dijo ayer noche, no tenía intención de salir de aquí hasta que ustedes le dieran permiso para ello. Parecía estar satisfecho y conforme con aguardar.
—Y a propósito, ¿salió usted de la casa anoche?
Stamm le miró muy sorprendido.
—No salí después de cenar —dijo—. Greef y yo estuvimos charlando en la biblioteca hasta que él se retiró a su habitación. Yo me acosté muy poco después que él.
—Pues alguien —murmuró Vance— salió por la puerta lateral alrededor de la medianoche.
—¡Gran Dios! Debió de ser Greef, que se iba.
—Pero parece que alguien volvió a entrar por la misma puerta una hora después.
Stamm le miró con ojos vidriados y temblándole el labio inferior.
—¿Está usted seguro? —tartamudeó.
—Leland y Trainor oyeron cómo corrían y descorrían el cerrojo —repuso Vance.
—¿Leland lo oyó?
—Así nos lo ha dicho hace pocos minutos.
La expresión de Stamm cambió. Hizo con la mano un gesto de ignorancia.
—Probablemente salió alguno a tomar el aire.
Vance asintió con indiferencia.
—Es lo más fácil… Siento haberle molestado. Supongo que desea usted volver al lado de su madre.
Stamm asintió con aire de duda.
—Sí, si no tiene usted inconveniente. El doctor Holliday vendrá en seguida. Si me necesitan estaré arriba.
Y salió apresuradamente de la habitación.
Cuando se apagó el rumor de sus pisadas, Vance se levantó de súbito y arrojó su cigarrillo a la chimenea.
—Vamos, Markham —dijo con animación y dirigiéndose a la puerta.
—¿Adónde? —demandó Markham.
Vance se volvió en la puerta. Sus ojos tenían una expresión fría y dura.
—A los agujeros subglaciales.