(Domingo 12 de agosto, a las 13)
Era la una. Stamm insistió en disponer una comida para nosotros, y Trainor nos sirvió en el salón. Stamm y Leland comieron con los demás en el comedor. En cuanto estuvimos solos, Markham fijó en Vance una mirada inquieta.
—¿Qué deduces? —le preguntó—. No puedo comprender esas huellas en el fondo del estanque. Son terribles.
Vance movió la cabeza con desesperación. No cabía duda de que él también estaba turbado.
—No me gusta, no me gusta —su tono era de desaliento—. Hay algo siniestro en este caso, algo que, al parecer, se aparta de las ordinarias vicisitudes de la vida humana.
—Si no fuera por todas esas curiosas leyendas del dragón que rodea esta finca —dijo Markham—, probablemente hubiéramos desechado esas señales con la simple explicación de que el agua, al secarse sobre el fango, había deformado y agrandado unas huellas ordinarias.
Vance sonrió.
—Sí, quizá. Pero no hubiéramos sido científicos. Algunas de las huellas estaban en dirección de la corriente, y otras formaban ángulo recto con ella; pero su carácter no cambiaba en ningún caso. El agua se retiraba muy suavemente, y el barro del estanque es muy tenaz; ni siquiera borró la estructura escamosa de las huellas. Pero aunque pudiéramos explicar razonablemente las señales grandes, ¿qué me dices de esas asombrosas señales en forma de garras?
De súbito Vance se levantó de un salto, se acercó rápidamente a la puerta y levantó una de las grandes cortinas. Detrás de ella estaba Trainor con su gruesa cara espantosamente blanca y los ojos como si quisieran salírsele de las órbitas. En una mano llevaba las botas de Vance.
—Lo… siento, señor —tartamudeó—. Le oí hablar y no quise molestarle. Aquí tiene usted los zapatos.
—Está bien, Trainor —Vance volvió a su silla—. He sentido curiosidad por saber quién andaba detrás de las cortinas. Gracias por los zapatos.
El criado se adelantó obsequiosamente, se arrodilló y cambió las zapatillas de Vance por los zapatos. Sus manos temblaban perceptiblemente cuando ataba los cordones.
Cuando salió de la habitación con la bandeja y los platos de la comida, Heath le miró, amenazador.
—¿Qué andaba haciendo este individuo? —rezongó—. Algo le preocupa.
—Sin duda —afirmó Vance—. Aseguraría que es el dragón.
—Mira, Vance —Markham hablaba con dureza—: vamos a dejar de decir tonterías sobre el dragón. ¿Qué deduces de la nota que hemos hallado en el bolsillo de Montague y qué significa?
—Palabra de honor, Markham: no soy un caldeo —Vance se recostó en la silla y encendió otro Regie—. Aunque todo este asunto fuera un plan espectacular, con el solo objeto de facilitar la huida del histriónico Montague, no puedo suponer cómo se reunió con su enamorada sin dejar la menor señal del medio de que se valió para escapar del estanque. Es desconcertante.
—¡Al diablo! —el determinado sargento cortó la discusión—. El pájaro se ha escapado, ¿no es así, mister Vance? Y si no podemos hallar señales, es que sabe más que nosotros.
—Poco a poco, sargento. Es usted demasiado modesto. Admito que esa explicación sería la más sencilla, pero presiento que el asunto será mucho más complicado.
—Sin embargo —arguyó Markham—, esa nota de Bruett y la desaparición de Montague se complementan perfectamente.
—Convenido —asintió Vance—. Con demasiada perfección. Pero las huellas en el estanque y la ausencia de huellas en la orilla opuesta son dos elementos que no hay modo de armonizar.
Se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
—Luego tenemos el coche y la señora misteriosa. Me parece, Markham, que una breve conversación con miss Stamm nos sería de gran provecho. Traiga usted a ese criado, sargento.
Heath salió rápidamente de la habitación, y cuando vino Trainor, Vance le ordenó que llamase a miss Stamm. Pocos minutos después apareció ella.
Bernice Stamm no era precisamente una muchacha guapa; pero era, sin duda, muy atractiva, y a mí me dejó asombrado la serenidad de su aspecto después de lo que nos habían dicho sobre el estado en que se hallaba la noche anterior.
Vance le ofreció una silla; pero ella la rechazó cortésmente, diciendo que prefería estar en pie.
—Quizá le gustaría fumar un cigarrillo —dijo, ofreciéndole su pitillera.
Aceptó con una ligera inclinación de cabeza, y él ofreció su encendedor. Sus maneras me parecieron extrañamente distraídas, como si sus pensamientos y sus emociones estuvieran muy alejados de cuanto la rodeaba, y recordé la observación que sobre ella hiciera el sargento, diciendo que no parecía estar afectada por la tragedia en sí, sino por algo indirectamente relacionado con ella. Quizá causó a Vance la misma impresión, pues su primera pregunta fue:
—¿Qué siente usted exactamente respecto de la tragedia que ocurrió anoche aquí?
—Apenas sé qué contestarle —repuso ella con aparente franqueza—. Desde luego, me impresionó mucho. Creo que a todos nos impresionó.
Vance la estudió un momento.
—Pero su reacción debiera haber sido más profunda. Estaba usted prometida a Montague, según me han dicho.
Ella asintió, pensativa.
—Pero aquello era una gran equivocación. Ahora me doy cuenta… Si no fuera una equivocación —añadió—, hubiera sentido la tragedia mucho más de lo que la siento.
—¿Cree usted que esta tragedia ha sido accidental? —preguntó Vance con súbita brusquedad.
—¡Desde luego! —la joven fijó en él sus ojos inflamados—. No puede haber sido otra cosa. Ya sé lo que quiere usted decir; he oído todas las tonterías que se dicen sobre esta casa; pero es completamente imposible atribuir la muerte de Montague a otra cosa que a un accidente.
—¿No cree usted en ninguna de esas historias que se cuentan de un dragón que vive en el estanque?
Ella se echó a reír con genuina espontaneidad.
—No creo en cuentos de hadas. ¿Y usted?
—Yo sigo creyendo en las leyendas del Príncipe Encantador, aunque siempre me han inspirado sospechas. Es siempre bueno para ser cierto.
—No tengo la más ligera idea de lo que quiere usted decir.
—En realidad, no importa —replicó él—. Pero es un poco desconcertante no haber encontrado en el estanque el cuerpo del señor que anoche se arrojó a él.
—¿Qué?
—Que Montague ha desaparecido completamente.
Ella le dirigió una mirada de asombro.
—Pues mi hermano, a la hora de comer, no me ha dicho nada. ¿Está usted seguro de que Montague ha desaparecido?
—Sí. Hemos vaciado el estanque —Vance hizo una pausa—, y sólo hemos encontrado una especie de huellas fantásticas.
Los ojos de la joven se ensancharon, y sus pupilas se dilataron.
—¿Qué clase de huellas? —preguntó con voz tensa.
—Nunca había visto nada igual —repuso Vance—. Si creyera en monstruos marinos mitológicos, diría que uno de ellos las había hecho: un dragón en ese estanque.
Bernice Stamm estaba en pie cerca de las cortinas, e involuntariamente extendió una mano hacia ellas, como para conservar el equilibrio. Pero esta súbita pérdida de dominio fue sólo momentánea. Se esforzó por sonreír, y adentrándose un poco más en la estancia, buscó el apoyo de la chimenea.
—Me temo —dijo con evidente esfuerzo— que soy demasiado práctica para asustarme de cualesquiera señales aparentes de la estancia de un dragón aquí.
—Así lo creo —replicó, cortésmente, Vance—. Y puesto que es usted tan práctica, quizá esta misiva le interese.
Sacó del bolsillo la nota azul y perfumada que hallamos en el traje de Montague y se la entregó.
La joven la leyó sin cambiar de expresión; pero cuando se la devolvió a Vance, observé que suspiraba profundamente, como si lo que se desprendía de su contenido trajera la paz a su espíritu.
—Esa nota es mucho más razonable que las huellas de que usted habla —observó.
—La nota es en sí bastante razonable —admitió Vance—; pero hay otros factores correlativos que la hacen parecer completamente absurda. Tenemos, en primer lugar, el automóvil en el cual la «siempre tuya Ellen» tenía que estar esperando. Seguramente, en el silencio de la noche de Inwood, el ruido del motor de un automóvil podría haberse oído a una distancia de algunos centenares de metros.
—¡Estaba, estaba! —exclamó ella—. ¡Yo lo oí! —el color invadió sus mejillas, y sus ojos brillaron—. No me he dado cuenta de ello hasta este momento. Cuando Leland y los demás se hallaban en el estanque, buscando a Monty, diez minutos, poco más o menos, después de haberse arrojado al agua, oí el ruido de un motor que se ponía en marcha y después como si hubiera embragado; supongo que sabe usted la clase de ruido a que me refiero. Y fue en el Camino del Este…
—¿Se alejaba el coche de la finca?
—¡Sí, sí; se alejaba hacia Spuyten Duyvil! Ahora lo recuerdo todo. Yo estaba arrodillada al borde del estanque, asustada y asombrada, y el ruido de ese motor llegó a mis oídos mezclado con el chapoteo del agua. Pero no pensé en el coche en aquel momento; me pareció que no tenía importancia en la ansiedad de aquellos pocos minutos. Creo que comprende usted lo que estoy tratando de decir. Se me olvidó completamente una cosa tan trivial como el rumor de un automóvil, hasta que esa nota me lo ha recordado.
La joven hablaba con la pasión indiscutible de la verdad.
—Comprendo perfectamente —le aseguró Vance—. Y que usted recuerde haber oído el coche, nos sirve de gran auxilio.
Estuvo en pie junto a la mesa central durante la entrevista, y en aquel momento se acercó a la muchacha con la mano extendida, en actitud de amistosa comprensión. Con un gesto de espontánea gratitud, la joven puso su mano en la de Vance, que la condujo hacia la puerta.
—No la molestaremos más —dijo—; pero le agradeceré que tenga la bondad de decir a mister Leland que haga el favor de venir.
Ella asintió y se alejó, hacia la biblioteca.
—¿Crees que ha dicho la verdad sobre lo del automóvil? —preguntó Markham.
—Sin duda —Vance volvió al lado de la mesa del centro, y estuvo fumando en silencio algunos momentos, con una expresión de duda en la cara—. Hay una cosa curiosa en esta muchacha. Dudo que crea que Montague se escapó en el coche…, pero indudablemente oyó un coche… Quizá trata de proteger a alguien… Una buena muchacha, Markham.
—¿Crees que quizá sabe o sospecha alguna cosa?
—Dudo que sepa nada —repuso Vance, buscando su silla—. Pero, ciertamente, sospecha algo…
En aquel momento entró Leland en el salón. Venía fumando su pipa, y aunque estaba, al parecer, alegre, su expresión desmentía sus maneras.
—Bernice me ha dicho que deseaba usted verme —dijo, apoyándose en la chimenea—. Supongo que no le habrán dicho nada que pueda intranquilizarla.
Vance le miró un momento con atención.
—Miss Stamm —dijo— no parece particularmente apurada por el hecho de que Montague haya dejado este mundo.
—Quizá ha llegado a darse cuenta… —empezó Leland, y luego se detuvo bruscamente y se puso a rellenar su pipa—. ¿Le han enseñado ustedes la nota?
—Sí, desde luego.
Vance no apartaba los ojos del otro.
—Esa nota me recuerda una cosa —continuó Leland—. El automóvil, ¿sabe usted? He estado pensando en ello desde que vi la nota, tratando de recordar mis impresiones de anoche, después que Montague desapareció debajo del agua, y ahora recuerdo distintamente que oí el ruido de un motor en el Camino del Este, cuando salí a la superficie del agua, después de haber estado buscándole. Naturalmente, no pensé nada en el momento; estaba demasiado atento al trabajo que tenía entre manos; por eso, probablemente, se me olvidó hasta que la nota me lo ha recordado.
—Miss Stamm también recuerda haber oído un automóvil —le dijo Vance—. Y a propósito, ¿como cuánto tiempo después del misterioso chapuzón de Montague oyó usted el ruido del automóvil en el Camino del Este?
Leland pensó un momento.
—Quizá diez minutos —dijo por fin, pero añadió—: Es muy difícil calcular el paso del tiempo en una situación como aquella.
—Cierto —murmuró Vance—. Pero ¿está usted seguro de que no fueron dos o tres minutos?
—No es posible que fueran tan pocos —repuso Leland con ligero énfasis—. Todos esperamos un par de minutos a que saliera Montague del agua, y yo había salido a la superficie después de haberle buscado con bastante detenimiento, cuando me di cuenta del ruido.
—En ese caso —declaró Vance—, no es muy concluyente relacionar el ruido de ese automóvil con la señora Ellen, pues Montague no habría necesitado más de un minuto para llegar hasta su Julieta. Seguramente, no se entretuvo en el camino, ni se detuvieron a celebrar un amoroso diálogo en el coche parado en medio de la carretera.
—Comprendo —Leland inclinó la cabeza y pareció turbarse—. Pero quizá pensó que no había necesidad de apresurarse y se detuvo a ponerse alguna ropa antes de emprender la marcha.
La conversación fue interrumpida por el doctor Holliday y Stamm, que descendieron por la escalera. Cruzaron el vestíbulo y entraron en el salón.
—Siento mucho molestarles otra vez, señores —el doctor tenía la cara turbada y nos hablaba con tono de excusa—. Cuando llegué aquí esta mañana, encontré a mistress Stamm notablemente mejorada y esperaba que pronto volvería a su estado normal. Pero cuando he vuelto un poco después, había recaído. Los acontecimientos de anoche la han afectado de una manera extraña, y se halla en un estado muy raro. Ha insistido en ver cómo vaciaban el estanque, y el resultado le ha causado una excitación sin precedentes. Tiene, me parece, una idea fija que no nos quiere confiar ni a su hijo ni a mí.
El doctor Holliday hizo un gesto de embarazo y tosió.
—Creo —continuó— que, en vista de que su conversación con ustedes anoche pareció aliviarla de la violencia de sus alucinaciones, quizá fuera conveniente que la vieran ustedes de nuevo. Tal vez quiera confiarles su secreta idea. De todas maneras, si no tienen ustedes inconveniente, merece la pena probar. Se lo he sugerido a ella, y me ha parecido, más que bien dispuesta, ansiosa por verlos.
—Con mucho gusto veremos a mistress Stamm, doctor —repuso Vance—. ¿Hemos de subir solos?
El doctor Holliday asintió, después de vacilar un momento.
—Creo que será lo mejor. Quizá su secreto sólo lo sea, por algún impulso irracional, para las personas de la familia y sus amigos.
Subimos inmediatamente a las habitaciones de mistress Stamm, dejando al doctor Holliday con Stamm y Leland en el salón.
Mistress Schwartz nos esperaba en la puerta; sin duda, el doctor le había advertido que subiríamos. Mistress Stamm estaba sentada cerca de la ventana, con las manos cruzadas sobre el pecho. Parecía completamente tranquila, y toda su expresión sardónica de la noche anterior había desaparecido. En su lugar una satisfacción casi humorística se había extendido sobre sus arrugadas facciones.
—Esperaba que volvieran ustedes —nos dijo, a guisa de saludo y con una sonrisa de triunfo—. Ya les dije que el dragón le había matado y que no hallarían su cuerpo en el estanque. Pero no quisieron ustedes creerme. Imaginaron que se trataba de visiones de la mente debilitada de una vieja. Pero ahora que saben ustedes que les dije la verdad, vuelven para que les diga más, ¿no es eso? Su pobre ciencia no le ha servido de nada.
Volvió a reír, y el ruido de aquella risa nasal y desagradable me recordó la escena de la caverna de las brujas de Macbeth y la escama del dragón que añaden a la caldera.
—Los vi que buscaban las huellas del joven en la otra orilla y sobre el terraplén —continuó con tono rencoroso—. Pero el dragón se eleva de la superficie del agua y vuela con sus víctimas. ¡Le he visto muchas veces! Y he estado en la ventana cuando el agua salía del estanque, y los he visto esperando…, esperando y buscando una cosa que no estaba allí. Y luego les he visto andar sobre las tablas, como si no pudieran dar crédito a sus ojos. ¿No les dije anoche que no hallarían ningún cuerpo en el estanque? Pero ustedes creyeron que encontrarían algo.
Separó sus manos y las apoyó sobre los brazos del sillón, abriendo y cerrando los dedos como grandes garras.
—Pues hemos hallado una cosa, mistress Stamm —afirmó Vance gentilmente—. Hemos visto unas huellas extrañas en el lodo.
Ella le sonrió, como persona mayor que sigue la corriente a un niño.
—También les hubiera podido decir eso —afirmó—. Son las huellas de las garras del dragón. ¿No las han reconocido?
La naturalidad de aquella asombrosa declaración me hizo sentir frío en la medula.
—Pero ¿dónde —preguntó Vance— ha escondido el dragón el cadáver de ese hombre que ha matado?
Una chispa de astucia apareció en los ojos de la anciana.
—Ya sabía que me harían ustedes esa pregunta —repuso con una sonrisa de satisfacción—. Pero ¡nunca se lo diré! Ese es el secreto del dragón, del dragón y mío.
—¿Tiene el dragón otro albergue además del estanque?
—Sí; pero esta es su verdadera casa. Por eso se le llama el Estanque del Dragón. Algunas veces vuela al Hudson y se oculta bajo sus aguas. Otras veces reposa en el Spuyten Duyvil. En las noches frías se recoge en las Cuevas Indias. Pero no deja a sus víctimas en ninguno de esos lugares. Las esconde en otro sitio. Un lugar más antiguo que la Historia, más antiguo que el género humano. Una caverna que se construyó para él cuando el mundo era joven…
Su voz se extinguió, y una luz fanática apareció en sus ojos…; una mirada como la de los mártires religiosos cuando eran conducidos al suplicio.
—Todo eso es muy interesante —observó Vance—, pero me temo que no nos va a ser de mucha utilidad en el presente dilema. ¿No hay modo de persuadirla de que nos diga dónde se llevó el dragón el cuerpo del joven Montague?
—¡Nunca!
La anciana se enderezó en su silla, con los ojos inflamados.
Vance la contempló un momento con simpatía, y luego dio por terminada la patética entrevista.
Cuando volvimos a entrar en el salón, explicó brevemente al doctor Holliday el resultado de la conversación, y el doctor y Stamm se despidieron de nosotros y subieron la escalera.
Vance fumó durante un rato en pensativo silencio.
—Son raros sus pronósticos —musitó.
Se movió, inquieto, en su silla; luego levantó la cabeza e interrogó a Leland sobre las supersticiones referentes a los diversos alojamientos del dragón.
Pero Leland, aunque indudablemente sincero en sus respuestas, no pudo aclarar las fantásticas alusiones de mistress Stamm.
—Las viejas historias del dragón —dijo— contienen referencias de sus visitas a las aguas vecinas, como el Hudson, el Spuyten Duyvil y otros sitios. Recuerdo haber oído, cuando era niño, que de cuando en cuando se le veía en las Cuevas Indias. Pero generalmente se suponía que habitaba en el estanque.
—Ha dicho una cosa mistress Stamm —insistió Vance— que me ha parecido una fantasía extraordinaria. Al hablar del lugar en que el dragón esconde sus víctimas, dijo que es más viejo que la Historia y que el género humano, y que fue construido para el dragón cuando el mundo era aún joven. ¿Tiene usted idea de lo que puede haber querido decir?
Leland frunció el ceño y meditó un momento. Luego su cara se iluminó y se quitó la pipa de la boca.
—¡Los agujeros de las rocas, desde luego! —exclamó—. La descripción de mistress Stamm les conviene perfectamente. Son unos agujeros que hay en las rocas cerca de la cañada. Son el resultado de la presión de los hielos en el período glacial, según creo, pero sólo se trata de unas pequeñas cavidades cilíndricas…
—Sí, sí; ya sé en qué consisten esos agujeros —le interrumpió Vance con mal reprimida excitación—. Pero no sabía que hubiera ninguno en Inwood. ¿Está muy lejos de aquí?
—A unos diez minutos de camino, a pie.
—¿Cerca del Camino del Este?
—Al lado.
—Entonces iremos más de prisa en coche —Vance echó a andar rápidamente hacia el vestíbulo—. Ven, Markham; creo que tendremos que dar un paseo. ¿Quiere usted ser nuestro guía, mister Leland?
Ya estaba en la puerta de la calle. Le seguimos, pensando cuál sería el nuevo capricho que le había animado de súbito.
—¿En qué vamos a perder el tiempo ahora, Vance? —protestó Markham, cuando bajábamos los escalones.
—No lo sé —se apresuró a confesar Vance—. Pero tengo unos deseos locos en este momento de ver esos agujeros.
Se metió en su coche, y los demás le seguimos, como arrastrados por la irresistible firmeza de su decisión. Un momento después dábamos la vuelta a la casa por el Sur y nos metíamos en el Camino del Este. En el límite de la finca, Snitkin nos abrió la puerta, y nos dirigimos rápidamente hacia la cañada.
Habíamos avanzado unas cincuenta yardas, cuando Leland hizo señal de que nos detuviéramos. Vance paró el coche a un lado de la carretera y se apeó. Estábamos a unos cincuenta pies de la base de un abrupto promontorio, que era continuación de los terraplenes que formaban el límite norte del lago del Dragón.
—Ahora, a hacer unos reconocimientos geológicos.
Aunque Vance hablaba en tono de broma, en sus palabras había una sombría seriedad.
—Aquí hay varios agujeros de origen glacial —dijo Leland, mostrando el camino—. En uno de ellos ha nacido un roble, y hay otro que no está tan perfectamente marcado como los demás. Pero frente a nosotros tenemos un magnífico y profundo ejemplo de las actividades glaciales.
Habíamos llegado al pie del promontorio. Ante nosotros, y como cincelada en la roca, había una gran erosión oval, de unos veinte pies de largo y ensanchándose en el fondo hasta un diámetro de cuatro pies. A través del fondo de este túnel perpendicular, se adelantaba una roca frontal, de unos cinco pies de altura, que formaba una especie de pared en la parte baja del agujero, convirtiéndolo en un pozo en miniatura.
—Este es el más interesante de los agujeros glaciales —nos explicó Leland—. Se pueden apreciar tres perforaciones sucesivas, que indican, sin duda, el avance y retroceso del hielo durante el largo período glacial. La estría y el pulimento están bien conservados.
Vance arrojó su cigarrillo y se acercó.
Markham estaba en pie a su lado.
—¿Qué diablos esperas hallar aquí, Vance? —le preguntó con irritación—. Supongo que no tomarás en serio las fantasías de mistress Stamm.
Vance había trepado ya por la pared de roca y estaba mirando las profundidades del agujero.
—Te podía interesar, sin embargo, ver el interior de este agujero, Markham —le contestó sin apartar los ojos de él.
Había una desacostumbrada nota de espanto en su voz, y todos nos acercamos rápidamente al borde de la pared de piedra y miramos en la antigua cavidad de roca.
Y allí vimos hecho un montón el cuerpo dislocado de un hombre en traje de baño. En el lado izquierdo de la cabeza tenía una herida enorme y desgarrada, y la sangre que de ella le había corrido hasta el hombro estaba negra y seca. Tenía en el pecho tres largas y abiertas heridas que rasgaban la tela y la carne. Sus pies estaban recogidos debajo del cuerpo en una horrible contorsión, y los brazos le caían, fláccidos, a lo largo del torso, como arrancados de los hombros. La primera impresión que me causó es que había sido arrojado a aquel agujero desde una gran altura.
—Ese es el pobre Montague —dijo, simplemente, Leland.