(Domingo 22 de agosto, a las 11:30)
Tan extraordinario e inesperado fue el resultado de la operación de vaciar el Estanque del Dragón, que ninguno de nosotros habló durante varios instantes.
Miré a Markham. Estaba profundamente absorto, y en su expresión advertí un gesto de miedo, como el que uno experimenta ante lo desconocido. Heath, como era costumbre en él cuando algo le preocupaba mucho, mordía con furia la punta de su cigarro y miraba en actitud beligerante. Stamm, con los ojos muy abiertos y fijos en la compuerta por donde el agua había salido, estaba rígido, inclinado hacia adelante, como anonadado por un fenómeno asombroso.
Vance parecía el más tranquilo de todos nosotros. Tenía las cejas ligeramente levantadas, y una expresión un poco escéptica en sus ojos grises. Además, asomaba en sus labios una especie de sonrisa satisfecha, aunque era evidente, por la tensión de su cuerpo, que no estaba del todo preparado para la ausencia del cuerpo de Montague.
Stamm fue el primero que habló:
—¡Asombroso! —murmuró—. Es imposible…, increíble.
Buscó nerviosamente en el bolsillo de su camisa y sacó un cigarrillo.
Vance se encogió casi imperceptiblemente de hombros.
—Me parece —murmuró, sacando él también un cigarrillo— que ahora la búsqueda de las huellas será más fascinadora que nunca, sargento.
Heath hizo una mueca.
—Quizá sí y quizá no. ¿Y esa roca que cayó anoche en el estanque? Puede que nuestro hombre esté debajo.
Vance movió la cabeza.
—No, sargento. La base de esa roca no tiene más de dieciocho pulgadas de diámetro y no puede ocultar el cuerpo de un hombre.
Stamm se quitó el cigarrillo de la boca y miró a Vance.
—Tiene usted razón en eso —comentó—. No es una conversación que me sea particularmente agradable; pero el hecho es que el fondo del estanque es demasiado duro para que el cuerpo de un hombre pueda ser enterrado en él por una roca —volvió a mirar hacia el estanque—. Tendremos que buscar otro medio para explicar la desaparición de Montague.
Heath estaba enojado e intranquilo.
—Está bien —murmuró. Luego se volvió a Vance—. Pero anoche no había aquí ninguna huella; por lo menos, ni Snitkin ni yo pudimos encontrarlas.
—Vamos a mirar otra vez —sugirió Vance—. Y mejor será que llame usted a Snitkin para que podamos hacer un trabajo sistemático.
Sin una palabra más, Heath se volvió por el paso de cemento hacia la carretera. Le oímos silbar, llamando a Snitkin, que estaba de guardia en la puerta del Camino del Este.
Markham anduvo nerviosamente algunos pasos.
—¿Puede usted hacernos alguna insinuación respecto de lo que haya ocurrido con el cuerpo de Montague, mister Stamm? —preguntó.
Stamm, con un gesto perplejo, volvió a escudriñar el fondo del estanque, y luego movió lentamente la cabeza.
—No —replicó al cabo de un momento—; a menos que él mismo saliera del estanque andando por este lado.
Vance dirigió una sonrisa a Markham.
—Siempre queda la posibilidad del dragón —observó alegremente.
Stamm se volvió, con la cara encendida y los labios temblando de rabia.
—¡Por el amor de Dios, no vuelva usted a sacar a relucir eso! —exclamó—. Ya se presentan las cosas bastante mal, para que las compliquemos con supersticiones. Tiene que haber una explicación razonable para todas las cosas.
—Sí, sí, desde luego —suspiró Vance—. Hay que ser razonable ante todo.
En aquel momento miré hacia el balcón del tercer piso de la casa, y vi que mistress Schwartz y el doctor Holliday se acercaban a mistress Stamm y se la llevaban al interior.
Pocos segundos más tarde, Heath y Snitkin se reunían con nosotros.
La búsqueda de las huellas en el terreno llano que se extendía desde donde nosotros estábamos y el estanque requirió un tiempo considerable. Empezando por la izquierda, desde el filtro, Vance, Heath y Snitkin registraron sistemáticamente toda el área, hasta el borde perpendicular del terraplén que formaba al lado norte del estanque, a nuestra derecha. La explanada tenía unos quince pies cuadrados. La parte más próxima al estanque era de: tierra fangosa, y la más cercana a donde estábamos Markham, Stamm y yo, estaba cubierta de hierba corta e irregular.
Cuando, por fin, Vance se volvió del borde del terraplén y echó a andar hacia nosotros, su cara tenía una expresión desconcertante.
—No hay ni una huella —dijo—. Montague no salió andando del estanque por este lado.
Heath se acercó, solemne y turbado.
—Ya sabía yo que no encontraríamos nada —rezongó—. Anoche buscamos con mucho cuidado Snitkin y yo.
Markham estudiaba el borde del terraplén.
—¿Hay algún medio de que Montague trepase por esos riscos y pudiera saltar a ese paso de cemento? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular.
Vance movió la cabeza.
—Montague podía ser un atleta, pero no era una ardilla.
Stamm estaba como hipnotizado.
—Si no salió del estanque por este lado —dijo—, no sé cómo diablos pudo salir.
—Pues ha salido, de eso no hay duda —observó Vance—. Vamos a buscar un poco.
Nos llevó hacia el filtro y se subió en él. Los demás, desconcertados, le seguimos en fila. Cuando estuvo en la mitad, se detuvo y miró hacia abajo. El nivel del agua quedaba a más de seis pies por debajo de la albardilla del filtro y a ocho de lo alto de las compuertas. El filtro era de una red de alambre galvanizado, sobre una delgada capa de material poroso, que parecía cemento muy fino. Era obvio que un hombre no podría haber subido por el filtro hasta la albardilla sin la ayuda de un cómplice.
Vance, satisfecho de su inspección, continuó por encima del filtro hasta las casetas, al otro lado del estanque. Un muro de contención de cemento, que se elevaba unos cuatro pies sobre el nivel del agua, iba desde el filtro a la presa.
—Podemos estar seguros de que Montague no subió por esta pared —observó Heath—. Esas luces la iluminan completamente, y alguien le hubiera visto.
—Cierto —convino Stamm—. Por este lado no pudo salir.
Nos acercamos a la presa, y Vance hizo una completa inspección de ella, comprobando la resistencia de la alambrada que protegía la compuerta, y asegurándose de que no había otra abertura. Luego bajó al lecho del arroyo, que se había quedado seco, y anduvo un poco por las rocas desiguales y cubiertas de verdín.
—Es inútil buscar el cuerpo por aquí —le dijo por fin Stamm—. Durante todo el mes pasado no ha corrido agua ni para arrastrar el cadáver de un gato por encima de la presa.
—Indudablemente —convino Vance, volviendo a subir a donde estábamos los demás—. En realidad, no estaba buscando el cadáver. Aunque hubiera pasado una fuerte corriente por encima del dique, no podría haberse llevado el cadáver de Montague. Hubieran debido pasar, por lo menos, veinticuatro horas para que el cuerpo saliera a la superficie después de ahogarse.
—Entonces, ¿qué estás buscando? —preguntó Markham con un poco de pereza.
—No lo sé, mi querido amigo —replicó Vance—. No hacía más que mirar y esperar… Volvamos al otro lado del estanque. Aquel espacio de terreno sin huellas es muy interesante.
Volvimos sobre nuestros pasos a lo largo del muro de contención, por encima de la albardilla y del filtro, hasta el terreno bajo del otro lado.
—¿Qué esperas encontrar aquí, Vance? —preguntó Markham, irritado—. Ya hemos buscado las huellas por todo este lado.
Vance estaba serio y pensativo.
—Pues debía haber huellas aquí —contestó con un vago gesto de desaliento—. No ha podido salir volando del estanque… —se interrumpió de súbito. Sus ojos estaban fijos en un pequeño trecho cubierto de hierba, y un momento después se adelantó varios pasos y se arrodilló. Después de examinar la tierra algunos segundos, se levantó y se volvió a nosotros.
—He querido examinar mejor esa depresión —nos explicó—. Pero es una impresión en forma de ángulo recto, que no puede ser la huella de un pie.
—Ya lo vi anoche —dijo Heath—; pero no quiere decir nada. Parece como si alguien hubiera dejado ahí una caja o una maleta pesada. Pero eso lo mismo puede haber ocurrido hace meses que semanas, y como está, lo menos, a doce pies del borde del estanque, aunque fuese la huella de un pie, no nos hubiera servido de nada.
Stamm arrojó su cigarrillo y se metió las manos en los bolsillos. En su pálida faz se reflejaba su asombro.
—Esta situación me tiene confuso —dijo—, y la verdad, señores, no me gusta. Significa para mí más escándalo del que ya hemos tenido con este estanque.
Vance estaba mirando hacia la cima del terraplén que teníamos delante.
—¿Cree usted posible, mister Stamm, que Montague haya podido escalar esas rocas? Desde aquí se ven algunos puntos de apoyo.
Stamm movió la cabeza con un gesto terminante.
—No. No hubiera podido llegar hasta ellos y están demasiado separados. Una vez, siendo niño, me encaramé a uno, y luego no pude seguir subiendo ni bajar, y mi padre tardó medio día en descolgarme.
—¿Podría Montague haber utilizado una cuerda?
—Sí, desde luego. Era un buen atleta y podría haber subido a pulso… Pero no veo…
Markham le interrumpió:
—En eso puede haber algo, Vance. Trepando por ese terraplén es como únicamente puede haber salido, y recuerda que Leland nos ha dicho que mistress McAdam estaba mirando por encima del estanque y hacia las rocas después de la desaparición de Montague. Y más tarde, cuando oyó que algo había caído en el estanque. Quizá tenía alguna sospecha del plan de Montague, cualquiera que este fuera.
Vance arrugó los labios.
—Me parece un poco difícil —observó—; pero el caso es que ha desaparecido… De todas maneras, podemos comprobarlo. ¿Cómo se llega a lo alto de este terraplén? —preguntó a Stamm.
—No es difícil —le informó Stamm—. Podemos bajar por el Camino del Este, y luego subir por la ladera. El terraplén es por aquí más alto, pero luego desciende rápidamente. Con un paseo de diez minutos podemos llegar, si cree usted que merece la pena.
—Subiremos, y veremos fácilmente si hay huellas en lo alto del terraplén.
Stamm nos condujo por el Camino del Este; luego torcimos a la izquierda, y comenzamos a subir por la empinada ladera. Pocos minutos después estábamos en pie sobre las rocas y mirando hacia el estanque vacío, que se hallaba a unos cien pasos por debajo de nosotros. La residencia de los Stamm, sobre la colina de enfrente, estaba casi al mismo nivel que nosotros.
La topografía del lugar facilitaba la búsqueda. Las rocas estaban cortadas a pico por cada lado de una estrecha plataforma de tierra de unos diez pies de anchura.
Pero aunque Vance, Heath y Snitkin hicieron una detenida inspección del terreno, no hallaron señales que pudieran indicar que una persona hubiera estado allí la noche anterior.
Markham se disgustó.
—Es obvio —admitió con desaliento— que se ha de eliminar esta solución.
—Eso me temo —Vance encendió un cigarrillo con acentuada lentitud—. Si Montague ha salido del estanque por este lado, ha tenido que salir volando.
Stamm se volvió, muy pálido.
—¿Qué quiere usted decir? ¿Es que va usted a volver a la estúpida historia del dragón?
Vance levantó las cejas.
—No tenía esa intención, pero ya veo a lo que se refiere usted. El Piasa y el Amangemokdom tenían alas, ¿verdad?
Stamm le miró y se echó a reír sin ninguna alegría.
—Esas historias de dragones me están atacando los nervios —murmuró—. Hoy estoy descompuesto, de todas maneras.
Sacó otro cigarrillo y se acercó al borde del terraplén.
—Esa es la roca de que les he hablado —nos señaló un risco redondo—. La mitad de ella es la que cayó anoche en el estanque.
Inspeccionó un momento los lados del peñasco y pasó la mano por debajo de una grieta.
—Yo temía que se rompiese por aquí, y por aquí tratamos de desprenderla, Leland y yo, la otra noche. No creímos que se rompiera por la parte de arriba; ahora parece que está bastante fuerte, a pesar de la lluvia.
—Muy interesante.
Vance había empezado ya a descender por la ladera.
Cuando llegamos al estrecho paso de cemento que llevaba del camino al estanque, Vance, con sorpresa mía, se internó en él otra vez. Aquel pequeño espacio de terreno entre el filtro y el terraplén parecía fascinarle. Silencioso y pensativo, se detuvo al final del paso, mirando otra vez al estanque vacío.
Detrás de nosotros, y a la derecha del paso, había una pequeña edificación de piedra, de unos diez pies cuadrados y unos cinco de altura, casi enteramente cubierta de enredaderas. Le había prestado escasa atención y olvidado su existencia, hasta que Vance se dirigió súbitamente a Stamm.
—¿Qué es esa edificación de piedra que parece un panteón?
—Un panteón —replicó Stamm—. El panteón de la familia. A mi abuelo se le ocurrió que le enterrasen en su finca, y lo levantó para que albergase sus restos y los de los demás miembros de la familia. Pero mi padre no quiso que le enterrasen ahí y dispuso que le incinerasen en un crematorio público, y no ha sido abierto en toda mi vida. Mi madre, sin embargo, insiste en que quiere que la entierren aquí cuando muera —Stamm hizo una pausa y pareció preocuparse—. Pero yo no sé qué hacer. Algún día la ciudad invadirá esta finca…; estas propiedades no pueden durar siempre en la edad en que vivimos. No ocurre lo que en Europa.
—La maldición del progreso comercial —murmuró Vance—. ¿Hay alguien, además de su abuelo, enterrado en ese panteón?
—Sí —a Stamm no parecía interesarle la conversación—. Mi abuela, dos lías y un hermano de mi abuelo. Murieron todos antes que yo naciera. Todo está debidamente anotado en la Biblia de la familia, aunque nunca me he tomado la molestia de mirarlo. La verdad es que, si quisiera entrar, tendría que volar la puerta de hierro con dinamita. Nunca he sabido dónde estaba la llave.
—Quizá lo sepa su madre —indicó Vance.
Stamm le dirigió una rápida mirada.
—Es curioso que se le haya ocurrido eso a usted. Mi madre me dijo hace años que había escondido la llave para que nadie pudiera nunca profanar la tumba. Se le ocurren a veces ideas raras, relacionadas con las tradiciones de la familia y las supersticiones de la vecindad.
—¿Algo relacionado con el dragón?
—¡Sí! —Stamm apretó los dientes—. Una estúpida idea de que el dragón guarda los espíritus de nuestros muertos y de que ella le ayuda a velar por los restos de los Stamm. Ya sabe usted la influencia que ejercen estas ideas en la mente de los viejos —hablaba con irritación, pero con cierto tono de excusa—. Y respecto de la llave, si es cierto que alguna vez la ha escondido, lo más probable es que se le haya olvidado dónde está.
Vance hizo un gesto de comprensión.
—En realidad, no importa —dijo—. ¿Han mencionado ustedes alguna vez el panteón delante de sus invitados?
Stamm meditó un momento.
—No —repuso al fin—. Dudo que ninguno de ellos sepa siquiera que está en la finca, excepto Leland, desde luego. Nadie vino nunca a este lado del estanque, y desde la casa no se ve el panteón, porque lo ocultan los árboles.
Vance se puso a mirar, pensativo, hacia la residencia de Stamm, y mientras yo trataba de conjeturar lo que estaría revolviendo en su mente, se volvió despacio.
—Realmente —le dijo a Stamm— me gustaría echarle una ojeada a ese panteón. ¡Suena tan romántico todo eso que usted cuenta!
Se apartó del paso de cemento y se internó entre los árboles. Stamm le siguió con aire de resignado aburrimiento.
Vance salvó los diez o doce pasos que separaban el paso del panteón y estuvo mirándolo durante varios momentos. Estaba cubierto por un techo de tejas, formando un ligero pico para permitir que resbalase la lluvia; pero las enredaderas habían llegado a la cornisa hacía mucho tiempo. Las paredes eran de la misma piedra que la casa. Al oeste tenía una puerta de hierro forjado que, a pesar de su moho y apariencias de antigüedad, causaba una impresión de inexpugnable solidez. A la puerta conducían tres escalones de piedra cubiertos de musgo. Stamm nos explicó que el panteón estaba construido en parte bajo tierra, de manera que su punto más elevado sólo se levantaba unos cinco pies por encima del nivel del suelo.
Al lado del panteón, en la parte más próxima al paso, había una pila de pesadas tablas manchadas por la intemperie. Vance, después de dar una vuelta alrededor del panteón, inspeccionándolo, se detuvo junto al montón de tablones.
—¿Para qué es esta leña? —preguntó.
—Unas tablas que sobraron de la construcción de las compuertas del filtro —le dijo Stamm.
Vance ya se había vuelto y emprendido el camino hacia el paso de cemento.
—¡Asombroso! —comentó cuando Stamm le hubo alcanzado—. Es difícil hacerse cargo de que está uno, en realidad, muy dentro de los límites de Manhattan.
Markham, que hasta aquel momento se había abstenido de hacer comentarios, aunque era obvio que las aparentes digresiones de Vance le impacientaban, habló con una irritación que reflejaba su disgusto.
—Indudablemente, nada más podemos hacer aquí, Vance. Aunque no haya huellas, la consecuencia irrefutable es que Montague salió del estanque de alguna manera que, probablemente, explicará más tarde, cuando se decida a dejarse ver. Creo que será mejor que lo dejemos.
La intensidad misma de su tono me hizo presentir que hablaba contra sus más íntimas convicciones, y que no estaba, ciertamente, satisfecho de la marcha de los acontecimientos. Pero no por esto dejaba de haber cierto sentido común en su actitud, y yo mismo no veía que se pudiera hacer otra cosa que seguir sus consejos.
Vance, sin embargo, vaciló.
—Admito, Markham, que tus conclusiones son en extremo razonables —murmuró—; pero en la desaparición de Montague hay algo en extremo ilógico. Y si no tienes ningún inconveniente, creo que registraré un poco el fondo del estanque —luego se dirigió a Stamm—. ¿Cuánto tiempo permanecerá seco el estanque, antes que el agua se desborde por encima de las compuertas del filtro?
Stamm se acercó al filtro y miró cómo subía el agua del arroyo.
—Otra media hora, poco más o menos —declaró—. Hace ya más de hora y media que el estanque está vacío, y dos horas es el límite. Si en este tiempo no se abren las compuertas, el arroyo se desborda, y el agua inunda toda la parte baja de la finca.
—Con media hora tengo tiempo de sobra. Sargento, vamos a llevar aquellas tablas que hay junto al panteón y extenderlas sobre el fondo del estanque. Quiero inspeccionar el suelo entre este punto y el lugar donde se arrojó Montague.
Heath, impaciente por hallar cualquier cosa que pudiera conducir a una explicación de los hechos increíbles ante los que nos encontrábamos, llamó a Snitkin con un movimiento de cabeza, y los dos se acercaron al panteón. A los diez minutos, las tablas estaban colocadas en fila, formando un paso desde el lugar en que nos encontrábamos al centro del estanque. Se practicó esta operación, colocando primero una tabla y utilizándola como camino para transportar la siguiente, que era a su vez colocada, y así sucesivamente hasta que se emplearon todas. Los tablones tenían un pie de anchura y dos pulgadas de grueso, y formaban un pasaje seco, pues el sedimento de cieno no era lo bastante grueso para cubrir la madera.
Durante la operación, Markham permaneció resignado, con la cabeza envuelta en la nube de humo de un cigarro que fumaba.
—Esto es otra pérdida de tiempo —se quejó, viendo a Vance arremangarse les pantalones y echar a andar por encima de la primera tabla—. ¿Qué esperas encontrar ahí? Desde aquí se ve muy bien todo el fondo.
Vance le miró por encima del hombro.
—Para ser escrupulosamente veraz, te diré que no espero encontrar nada. Pero este estanque me fascina. No podía marcharme sin visitar el lugar mismo del misterio… Vamos; el puente que nos ha hecho el sargento está completamente seco.
Markham le siguió de mala gana.
—Me alegro de que confieses que no esperas encontrar nada —dijo sarcásticamente—. Por un momento he pensado que esperabas encontrar al mismo dragón.
—No —repuso Vance, sonriendo—. El Piasa, según todas las tradiciones, nunca pudo hacerse invisible, aunque algunos de los dragones de la mitología oriental podían adoptar la forma de bellas mujeres.
Stamm, que caminaba por las tablas delante de mí, se detuvo y se pasó una mano por la frente.
—Les agradecería, señores, que dejasen esas alusiones a un dragón —objetó en un tono mezcla de cólera y de temor—. Mis nervios no podrían soportarlo más esta mañana.
—Lo siento —murmuró Vance—. No tenía intención de molestarle.
Había llegado ya al final de la última tabla, un poco más allá del centro del estanque, y miraba a su alrededor, protegiéndose los ojos con la mano. Todos los demás estábamos en fila a su lado. Un sol implacable caía sobre nosotros, y ni un soplo de aire aliviaba la pesadez agobiante del calor. Yo, por encima de Stamm y Markham, miraba a Vance, cuyos ojos registraban el fangoso suelo, y me pregunté qué extraño capricho le había impulsado a una, al parecer, inútil investigación. A pesar de mi respeto por su perspicacia y razonamientos instintivos, empezaba a opinar como Markham, y llegué a imaginarme una terminación jocosa de la aventura.
Mientras yo pensaba así, vi que Vance se arrodillaba al extremo de la tabla y se inclinaba hacia la plancha de la que se arrojaban los nadadores.
Le vi murmurar algo entre dientes, y luego hizo una cosa extraña.
Salió de la tabla al fango, y ajustándose el monóculo, se inclinó para inspeccionar algo que acababa de descubrir.
—¿Qué has encontrado, Vance? —le gritó Markham con impaciencia.
Vance hizo un gesto con la mano.
—Un momento —replicó con excitación contenida—. No salgan ustedes de aquí.
Luego se alejó más, mientras los demás esperábamos en silencio. Al cabo de un momento, se dirigió lentamente hacia el terraplén y volvió siguiendo una línea paralela al improvisado puente sobre el que estábamos nosotros. Mientras tanto, sus ojos estaban fijos en el suelo del estanque, e instintivamente nosotros le seguíamos a medida que se acercaba a la parte de terreno bajo al final del terraplén. Al llegar a pocos pasos de la orilla se detuvo.
—Sargento —ordenó—, coloque esta tabla aquí.
Heath obedeció con alegría.
Cuando la tabla estuvo en su lugar, Vance nos indicó que avanzásemos por ella. Así lo hicimos, en un estado de anticipada excitación. No cabía duda, por su actitud y el tono alterado de su voz, de que había hecho un descubrimiento impresionante. Pero ninguno de nosotros podía hacerse cargo, ni siquiera en aquel momento, de cuán espantoso y apartado de toda concepción racional era lo que acababa de hallar.
Vance nos señaló un punto del fondo lodoso del estanque.
—¡Esto es lo que he hallado, Markham! Y las huellas van desde más allá del centro del estanque, cerca de la plancha, hasta esta parte baja de la orilla. Además, se confunden, van en direcciones opuestas y dan vueltas en el centro del estanque.
A primera vista, apenas se distinguía lo que Vance nos mostraba, debido a la general desigualdad del suelo; pero mirando en la dirección que nos mostraba su dedo, nos fuimos dando cuenta del horror de aquellas huellas.
Ante nosotros, en la delgada capa de cieno, aparecía la huella inconfundible de un gran casco, de más de catorce pulgadas de longitud y rayado como si tuviera escamas; y otras huellas iguales se extendían hacia la derecha y hacia la izquierda, en una línea irregular. Pero más horrible aún que aquellas impresiones eran otras muchas que se veían a su lado, de lo que parecía la garra de tres dedos de un monstruo fabuloso.