(Domingo 12 de agosto, a las 9:30)
A las nueve y media de la mañana del día siguiente, Vance entró en casa de Markham para llevarle a la finca de Stamm, en Inwood. La noche anterior, en el camino de vuelta, Markham protestó débilmente, oponiéndose a continuar la investigación antes que el médico forense hubiera emitido su informe; pero sus argumentos fueron inútiles. Tan determinado estaba Vance a volver a la casa al día siguiente, que Markham se impresionó. Su larga amistad con Vance le había enseñado que este nunca obraba así sin alguna razón muy poderosa.
Vance poseía lo que comúnmente se llama una mente intuitiva, pero que era, en realidad, una mente fría y lógica, y sus decisiones, que con frecuencia parecían intuitivas, estaban basadas en su conocimiento de las complicaciones y sutilezas de la naturaleza humana. En las primeras frases de una investigación siempre se resistía a informar a Markham de todo lo que sospechaba; prefería esperar a poder ofrecer hechos concretos. Markham, comprendiendo este aspecto de su carácter, aceptaba sus inexplicadas decisiones; y estas, rara vez, que yo sepa, han resultado equivocadas, fundadas como estaban siempre en hechos concretos que los demás no habíamos podido apreciar. Teniendo en cuenta sus experiencias pasadas con Vance, Markham accedió a acompañarle al día siguiente al lugar de la tragedia.
Antes de salir de casa de Stamm la noche anterior, se celebró una breve consulta con Heath, acordando una norma de conducta, bajo la dirección de Vance. Todos los que estaban en la casa habían de permanecer en ella, pero sin que se les impusiera ninguna otra restricción. Vance insistió en que nadie anduviese por la finca hasta que él mismo la hubiese examinado, y particularmente, los accesos al estanque habían de respetarse hasta que él hubiera completado su inspección. Le interesaba en especial, dijo, la parte baja de tierra al norte del filtro, donde Hennessey y Heath habían buscado ya huellas.
Al doctor Holliday se le permitía salir y entrar a su antojo, pero la enfermera que el doctor llamara debía permanecer en la casa hasta que se le diera permiso para partir. Trainor recibió la orden de que los demás sirvientes, de los cuales había dos, una cocinera y una doncella, permaneciesen en el interior del edificio hasta nueva orden.
Vance sugirió también que el sargento colocase a algunos de sus hombres alrededor de la finca, en sitios estratégicos, desde donde pudieran comprobar que los huéspedes y miembros de la casa cumplían las órdenes. El sargento tenía que disponer que se presentasen algunos hombres en la finca a la mañana siguiente, temprano, para cerrar las compuertas del filtro y abrir las de la presa, a fin de vaciar el estanque.
—Y tenga cuidado de que vengan por el camino del Este, sargento —encargó—, para que no haya huellas nuevas alrededor del estanque.
Markham encargó del caso a Heath, y prometió dar cuenta oficial de la comisión al jefe de la brigada.
El sargento decidió permanecer en la casa aquella noche. Nunca le había visto en un estado de ánimo tan excitado. Admitió, francamente, que no veía lógica alguna en la situación; pero con una obstinación rayana en el fanatismo, afirmada que ocurría algo misterioso y anormal.
Yo también estaba algo asombrado por el intenso interés que Vance tenía en el caso. Hasta entonces había mirado con cierta ligereza las investigaciones criminales de Markham. Pero en el caso presente no mostraba ninguna indiferencia. Era evidente que la desaparición de Montague le fascinaba. Sin duda había advertido o presentido algunos elementos que a los demás se nos escaparon. Que su actitud estaba justificada era indudable, pues el horror siniestro de la muerte de Montague conmovió a toda la nación; y Markham, con su generosidad característica, fue el primero en admitir que, a no ser por la insistencia de Vance aquella primera noche, uno de los crímenes más astutos y bien resueltos de la época hubiera escapado a la acción de la justicia.
Aunque era mucho después de las tres de la mañana cuando llegamos a casa, Vance no parecía muy dispuesto a acostarse. Se sentó al piano y tocó ese melancólico, pero sublime y apasionado, tercer tiempo de la Sonata de Beethoven, opus 106, y comprendí que no sólo estaba preocupado, sino que algún problema intelectual se había apoderado de su mente. Cuando acabó se volvió en la banqueta del piano.
—¿Por qué no te acuestas, Van? —me preguntó, algo distraído—. Mañana tendremos un día de mucho trabajo. Yo he de leer antes de dormirme.
Se sirvió un poco de whisky y soda y, llevándose el vaso, se metió en la biblioteca.
No sé por qué razón, yo estaba demasiado nervioso para tratar de dormir. Cogí un ejemplar de Mario, el Epicúreo, que estaba encima de la mesa, y me senté a leer junto a una ventana abierta. Una hora más tarde, cuando me dirigí a mi dormitorio, me asomé a la biblioteca y allí estaba Vance, sentado, con la cabeza entre las manos, absorto en la lectura de un volumen en cuarto, que tenía encima de la mesa. Una veintena de libros, muchos de ellos abiertos, yacían esparcidos a su alrededor, y en un estante, a su lado, divisé una pila de mapas amarillos.
Al oírme abrir la puerta, me rogó:
—Tráeme el Napoleón y seltz, Van, haz el favor.
Mientras colocaba las botellas delante de él, miré por encima de su hombro lo que leía. El libro que tenía delante era una vieja edición iluminada del Malleus Maleficarum, de Elliot Smith, y la Demonolatría, de Reny. Al otro lado tenía un tratado sobre serpientes de Hower.
—La mitología es una materia fascinadora, Van —observó—. Y muchas gracias por el coñac —y se volvió a sumir en su lectura.
Yo me fui a la cama.
Vance se levantó a la mañana siguiente antes que yo. Le hallé en el comedor, vestido con un traje de seda, y tomando su café y fumándose un Regie.
—Llama pronto a Currie —me dijo, a guisa de saludo—, y que te sirva tu plebeyo almuerzo. Dentro de media hora tenemos que recoger al gruñón del fiscal del distrito.
Tuvimos que esperar lo menos veinte minutos en el coche de Vance antes que Markham bajase. Estaba de un humor execrable, y su saludo cuando entró en el coche distó mucho de ser amable.
—Cuanto más pienso en este asunto —dijo a Vance—, más me convenzo de que estás desperdiciando tu tiempo y el mío.
—¿Y qué otra cosa tendrías que hacer hoy? —le preguntó, a su vez, Vance.
—Lo primero, dormir, después que me has hecho perder casi toda una noche. Estaba haciéndolo, pacíficamente, cuando me han llamado diciendo que tú me esperabas.
—¡Qué lástima, qué lástima! —murmuró Vance, moviendo la cabeza con burlona conmiseración—. Mas espero que no te verás defraudado.
Markham refunfuñó algo y después guardó silencio; y pocas palabras más cambiamos antes de entrar en la finca de Stamm. Cuando nos detuvimos frente a la puerta, Heath, que evidentemente nos estaba esperando, bajó la escalera para salir a nuestro encuentro. Parecía estar disgustado e intranquilo, y también me pareció observar que sus maneras eran escépticas e inseguras, como si desconfiase de sus sospechas de la noche anterior.
—Todo está en marcha —nos informó, con poco entusiasmo—, pero no ha ocurrido nada todavía. En la casa todo va como sobre ruedas, y los huéspedes proceden como seres humanos de verdad. Han almorzado juntos en la misma mesa.
—Muy interesante —repuso Vance—. ¿Y Stamm, cómo está?
—Levantado y activo. Tiene mal color, pero ya se ha tomado dos o tres copas.
—¿Ha visto usted a miss Stamm esta mañana?
—Sí —Heath pareció desconcertarse—. Pero esa dama tiene algo que me choca. Anoche estaba nerviosa y se desmayaba dos veces a cada paso; pero esta mañana está como si tal cosa, y tengo la impresión de que se alegra de que le hayan quitado al novio de en medio.
—¿Con quién ha tenido más atenciones esta mañana?
—¿Cómo lo voy a saber? —repuso Heath, con tono ofendido—. No me han invitado a que coma con ellos en la mesa. Y menos nial que he podido conseguir algo que llevarme a la boca… Pero he observado que después de almorzar, ella y Leland se han metido solos en el salón para conversar largo rato.
Vance meditó un momento.
—Muy interesante —dijo, por fin.
—Bueno —prorrumpió Markham, dirigiendo a Vance una mirada desdeñosa—. ¿Supongo que consideras esos hechos como señales inequívocas de que ocurre algo malo?
Vance le miró con un gesto burlón.
—¿Malo? Mi querido Markham: todo lo malo ha ocurrido ya —se volvió a Heath—. ¿Alguna noticia de mistress Stamm?
—Hoy está bien, parece. El doctor ha estado aquí hace poco, se ha hecho cargo de la situación y ha dicho que, por ahora, no se necesitaban sus servicios, pero que volvería a pasar esta tarde… Y, hablando de médicos, he telefoneado al doctor Doremus, pidiéndole que hiciera el favor de venir por aquí. Pensé que, siendo domingo, quizá no le encontrase en casa más tarde, y dentro de poco tendremos el cadáver de Montague.
—¿Han cerrado ya las compuertas sus hombres?
—Desde luego. Ha sido un trabajo duro; una de las compuertas estaba oxidada. De todas maneras, ya está hecho. La compuerta de la presa tampoco se quería abrir, pero la hemos convencido a martillazos. Según dice Stamm, aún tardará otra media hora en vaciarse el estanque… Quería bajar a dirigir las operaciones, pero le he dicho que nos podíamos pasar sin él.
—Mejor —dijo Vance—. ¿Han puesto ustedes alguna barrera delante de la compuerta del dique? El cadáver se podría salir por ella.
—También he pensado en eso —repuso Heath con satisfacción—. Pero ya está arreglado. He puesto delante una alambrada muy gruesa.
—¿Ha venido esta mañana alguna visita a la casa? —preguntó Vance a continuación.
—Nadie. No hubieran entrado de todas maneras. Burke, Hennessey y Snitkin están otra vez de servicio esta mañana. Anoche hice venir a otros para hacer la guardia. Snitkin está en la puerta del Este, y Burke, aquí, en el vestíbulo. Hennessey está al lado del estanque, para que nadie se acerque en aquella dirección —Heath fijó en Vance una mirada inquieta e interrogadora—. ¿Qué hacemos ahora? Quizá quiera usted interrogar a miss Stamm o a Tatum. Ninguno de los dos me gusta.
—No —repuso Vance—. No molestaremos todavía a la gente de la casa. Primero me gustaría dar una vuelta por el terreno; pero dígale a mister Stamm que haga el favor de venir con nosotros, sargento.
Heath vaciló un segundo y luego entró en la casa. Pocos momentos después salió acompañado de Rodolfo Stamm.
Stamm vestía pantalón gris y una camisa de deporte sin mangas y abierta por el cuello. No llevaba chaqueta ni nada a la cabeza. Estaba pálido y ojeroso, pero su paso, al acercarse a nosotros, era firme.
Nos saludó con amabilidad, pero algo turbado.
—Buenos días, señores. Siento mi estado de anoche; perdónenme.
—No se preocupe —le aseguró Vance—. Comprendemos perfectamente…, una situación muy violenta… Pensamos dar una vuelta por la posesión, especialmente por el estanque, y hemos pensado que quizá tuviera usted la amabilidad de servirnos de guía.
—Encantado —Stamm nos condujo por el sendero del lado norte de la casa—. Esta finca es única. No hay nada igual en Nueva York, ni en ninguna otra ciudad.
Le seguimos más allá de las escaleras que conducían al estanque y hacia la parte trasera de la casa, alegamos a un estrecho camino de hormigón.
—Este es el camino del Este —nos explicó Stamm—. Mi padre lo mandó construir hace muchos años. Baja por la colina, a través de esos árboles, y desemboca en otra carretera, fuera ya de la finca.
—¿Y adónde conduce esa otra carretera? —preguntó Vance.
—A ninguna parte en particular. Pasa por delante del Refugio del Pájaro, y allí se divide. Un ramal va a la Cueva India y desemboca en el camino que da la vuelta a la montaña y llega hasta el río. La otra rama pasa cerca de la Colina Verde y desemboca en la Avenida Payson. Pero rara vez se utiliza ahora este camino; no está en muy buenas condiciones.
Anduvimos por el camino. A nuestra derecha, al sudeste de la casa, había un garaje, y delante de él una explanada de cemento para evolucionar.
—Un sitio muy poco apropiado para garaje —observó Stamm—, pero no teníamos otro mejor. Si lo hubiésemos situado delante de la casa nos habría estropeado el panorama. Sin embargo, he alargado el camino de cemento hasta la puerta principal.
—¿Y ese camino llega hasta más allá del estanque? —preguntó Vance, mirando hacia la colina poblada de árboles y el pequeño valle.
—Así es —asintió Stamm—, pero pasa a más de cincuenta metros.
—Vayamos, si les parece, hacia abajo —propuso Vance—. Luego podemos volver a la casa por la escalera.
Stamm parecía complacido y no poco orgulloso de su finca al mostrarnos el camino. Bajamos por el declive de la colina, pasamos por encima del arroyo por un puente de cemento, y, dando un poco de vuelta hacia la izquierda, pudimos ver el promontorio de rocas que formaba el lado norte del estanque. A pocos pasos delante de nosotros había un estrecho paso de cemento, quizá de unas dieciocho pulgadas de anchura, que formaba un ángulo recto con el camino y se dirigía hacia el estanque.
Stamm torció por este paso y los demás le seguimos. A cada lado del paso crecía una densa arboleda y muchos arbustos, y hasta que llegamos a un claro en la esquina nordeste del estanque, entre el filtro y el promontorio, no pudimos orientarnos con precisión. Desde este punto podíamos mirar en sentido diagonal a la mansión de Stamm, que se elevaba en la colina de enfrente.
El nivel del agua del estanque era mucho más bajo. La mitad del fondo, la parte menos profunda y más próxima al promontorio, estaba ya al descubierto, y sólo quedaba un canal de agua de unos veinte pies de anchura en el lado opuesto, más próximo a la casa; y aun este canal disminuía notablemente, pues el agua se escapaba por una compuerta de la presa.
Las puertas del filtro, que quedaba a nuestra izquierda, estaban herméticamente cerradas, formando así un dique y haciendo que las aguas se detuvieran al este del estanque. Por fortuna, en aquella época del año el caudal del arroyo era menos abundante que de costumbre, y no había peligro de que el agua llegase a lo alto de las compuertas y se desbordase en muchas horas. Sólo una ínfima cantidad de agua se filtraba por entre las dos hojas de la compuerta.
Todavía no se veía el cadáver, y Heath, registrando perplejo la superficie del agua que quedaba, observó que Montague debía de haber hallado la muerte en el lado más próximo a la casa.
Directamente enfrente de nosotros, y a pocos pasos del promontorio, una gran roca áspera y cónica estaba, profundamente clavada en el lado del fondo. Stamm la señaló.
—Ahí está esa maldita roca de que les he hablado —dijo—. Eso fue lo que hizo el ruido anoche. He estado temiendo varias semanas que pudiese caer en el estanque. Menos mal que no le ha caído a nadie encima, aunque ya advertí a todos que no se acercasen a ese lado cuando se bañasen… Ahora habrá que sacarla; un trabajo desagradable.
Sus ojos registraron el estanque. Sólo quedaba ya una estrecha faja de agua a lo largo de la pared de cemento del otro lado, y aún no había señales del cuerpo del ahogado.
—Supongo que Montague se rompió la cabeza precisamente debajo de la plancha —comentó Stamm con amargura—. ¡Qué mala suerte! La gente siempre se ahoga aquí. Este estanque es más desgraciado que el diablo.
—¿Qué diablo? —preguntó Vance, sin levantar la cabeza—. ¿El Piasa?
Stamm dirigió a Vance una rápida mirada e hizo un ruido desdeñoso, que pudo ser una carcajada.
—Veo que usted también ha escuchado esas ridículas historias. ¡Pronto me harán a mí creer que hay un dragón que se come a la gente en este estanque!… ¿Y de dónde ha sacado usted la palabra Piasa? La palabra que usan para designar al dragón los indios de por aquí es Amangemokdom. Hacía muchos años que no oía la palabra Piasa. La última vez se la oí a un viejo indio del Oeste que estaba aquí de visita. Un viejo impresionante. Siempre me acordaré de su horripilante descripción del Piasa.
—Piasa y Amangemokdom vienen a significar lo mismo —repuso Vance—. Un dragón acuático —sus ojos seguían fijos en el agua, que poco a poco se retiraba del fondo del estanque—. Son dialectos diferentes. Los lenapes dicen Amangemokdom, pero los indios algonkinos de las riberas del Mississipí llaman a su diablo Piasa.
El agua que quedaba ahora en el estanque parecía retirarse más de prisa, y Stamm echó a andar hacia la pequeña área de tierra blanca del borde del estanque para, según presumo, ver mejor el fondo; pero Vance le cogió rápidamente por el brazo.
—Lo siento —dijo, con un poco de imperio—; pero tenemos que ver si hay huellas en este lado…
Stamm le miró con sorpresa, y Vance añadió:
—Es una idea descabellada, ya lo sé, pero se nos ha ocurrido que Montague podía haber atravesado el estanque nadando hasta este lado y haberse marchado por aquí.
Stamm abrió la boca.
—¿Y por qué diablos había de hacer eso?
—No lo sé —repuso Vance—. Probablemente no lo ha hecho. Pero si no encontrásemos el cuerpo en el estanque tendríamos que explicarlo de algún modo.
—¡Bah! —Stamm parecía estar muy disgustado—. El cuerpo estará aquí. No puede usted hacer un misterio de que se haya ahogado un individuo.
—Y, a propósito —inquirió Vance—, ¿de qué está formado el fondo del estanque?
—De arena dura —repuso Stamm, aún irritado por el tono de la anterior observación de Vance—. Una vez pensé ponerle un fondo de cemento, pero vi que no sería mejor que el que ahora tiene. Además, es muy limpio. El fango que usted ve no tiene más que una pulgada de espesor. Cuando se vacía del todo se puede andar por él con unos chanclos corrientes.
El agua sólo cubría ya un espacio de tres pies de anchura, y dentro de muy pocos minutos toda la superficie del fondo sería visible. Los cinco, Vance, Markham, Heath, Stamm y yo, estábamos en fila al final del piso de cemento, mirando atentamente al estanque. El agua de la parte superior del canal había desaparecido; el resto salía rápidamente por la compuerta, y el fondo se ofrecía poco a poco a nuestros ojos.
Observamos el movimiento de la línea de agua. Llegó a las casetas y pasó de ellas. Se aproximaba a la plancha, y yo sentí una curiosa tensión de nervios. Llegó a la plancha y la pasó, continuó alejándose a lo largo del muro de cemento. Una curiosa sensación se apoderó de mí, y aunque el estanque me fascinaba, conseguí apartar la vista del agua para fijarla en los otros cuatro hombres que estaban a mi lado.
Stamm tenía la boca abierta y los ojos fijos, como hipnotizado. Markham fruncía las cejas, con gran perplejidad. Heath tenía la cara rígida. Vance fumaba plácidamente, con las cejas ligeramente levantadas y la sugestión de una escéptica sonrisa en las comisuras de su boca ascética.
Volví a fijar los ojos en la compuerta de la presa… Toda el agua había salido por ella.
En aquel momento, a través del aire cargado y bochornoso, vibró un grito penetrante, seguido de una carcajada maligna y aguda. Todos levantamos la vista, asustados. En el balcón del tercer piso de la vieja mansión aparecía la arrugada figura de Matilde Stamm, con los brazos extendidos hacia el estanque.
Por el momento no pude comprender el significado de aquel gesto. Pero luego, de súbito, me percaté de él. Desde donde estábamos nosotros se distinguía todo el fondo del estanque…, vacío…
¡Y no se veía ninguna señal del cuerpo de Montague!