6. UN CONTRATIEMPO

(Domingo 12 de agosto, a las 2:20)

Descendimos hasta el vestíbulo principal, y Vance nos condujo al salón.

—¿Has acabado ya? —le preguntó Markham con un poco de irritación.

—No del todo.

Rara vez había visto a Vance tan serio y tan refractario a posponer una investigación. Sabía que le había interesado profundamente la histérica relación de mistress Stamm, pero no pude entender, por el momento, cuáles pudieran ser sus razones para prolongar una entrevista que me pareció fútil y trágica a la vez. En pie delante de la chimenea, su mente parecía hallarse lejos de allí, y unas arrugas de preocupación surcaban su frente. Estuvo mirando las espirales de humo de su cigarrillo durante varios momentos. De pronto, con un ligero movimiento de cabeza, se volvió a Leland, que estaba apoyado en la mesa central.

—¿Qué quería decir mistress Stamm —preguntó— al referirse a las otras víctimas, cuyos cuerpos han sido escondidos por el dragón?

Leland hizo un movimiento de intranquilidad y miró su pipa.

—Hay algo de verdad en sus palabras —respondió—. Ha habido dos muertes auténticas en ese estanque, que yo sepa, pero mistress Stamm se refería probablemente a las historias antiguas que se cuentan de misteriosas desapariciones en el estanque.

—Se parece a lo que cuentan del Agujero del Kehoe en Newark[1]. ¿Cuáles fueron los dos casos auténticos a que usted se refiere?

—Uno ocurrió hace unos siete años, poco después de haber regresado Stamm y yo de nuestra expedición de la isla de los Cocos. Dos individuos sospechosos merodeaban por la vecindad, probablemente con intención de cometer algún robo, y uno de ellos se cayó desde las peñas del otro lado del estanque y se ahogó, sin duda. Dos niñas de los alrededores le vieron caer, y más tarde la Policía cogió a su compañero, que comprobó la desaparición del otro.

—¿Desaparición?

Leland asintió con gravedad.

—Su cuerpo no pudo ser hallado.

La sombra de una sonrisa escéptica apareció en los labios de Vance cuando preguntó:

—¿Y cómo se explica usted eso?

—Sólo hay una explicación racional —contestó Leland, con una entonación ligeramente agresiva, como si tratase de convencerse a sí mismo de sus propias palabras—. El caudal del arroyo aumenta algunas veces, y pasa agua por encima de la presa, no mucha, pero la suficiente para arrastrar un cuerpo que flotase en ciertas condiciones. El cuerpo de aquel individuo fue probablemente arrastrado hasta el Hudson.

—Un poco difícil es, pero verosímil. ¿Y el otro caso?

—Algunos muchachos se metieron un día en la propiedad y se bañaron en el estanque. Uno de ellos, recuerdo, se arrojó al estanque desde una piedra y no salió a la superficie. Tan pronto como las autoridades tuvieron noticias del suceso, por un desconocido que avisó por teléfono, se registró el estanque, pero no se pudieron hallar rastros del cuerpo. Después, sin embargo, cuando los periódicos llevaban hablando dos días del hecho, se encontró el cadáver del muchacho en una cueva, al otro lado de la montaña. Se había fracturado el cráneo.

—¿Y tiene usted también una explicación para este episodio? —preguntó Vance con cierta sequedad.

Leland le dirigió una rápida mirada.

—Supongo que el muchacho se dio un golpe en la cabeza al tirarse al estanque, y sus compañeros no quisieron dejar su cuerpo allí por temor a verse comprometidos, y le llevaron a la cueva y le dejaron allí escondido. Seguramente sería alguno de ellos el que telefonearía a la Policía.

—Evidente —Vance se quedó pensativo—. Pero los dos casos tienen las suficientes complicaciones esotéricas para haber impresionado la mente debilitada de mistress Stamm.

—Sin duda —convino Leland.

Siguió un breve intervalo de silencio. Vance dio un paseo por la habitación, con la cabeza inclinada sobre el pecho, las manos en los bolsillos y el cigarrillo colgando de los labios. Yo sabía lo que su actitud significaba: algún estímulo había despertado una serie de pensamientos en su mente. Volvió a situarse delante de la chimenea y aplastó su cigarrillo en el hogar. Lentamente volvió la cabeza hacia Leland.

—Ha mencionado usted su expedición a la isla de los Cocos. ¿Fueron ustedes atraídos por el tesoro del Mary Dear?

—Sí. Las indicaciones sobre las demás riquezas ocultas son demasiado vagas. El tesoro del capitán Thompson, sin embargo, es evidentemente real y sin duda el más importante.

—¿Emplearon ustedes el mapa de Keating?

—No del todo —Leland parecía tan sorprendido como los demás por las preguntas de Vance—. Resulta ya anticuado y se me antoja que entraron en su composición muchos elementos imaginarios. En sus viajes, Stamm encontró un viejo mapa, muy anterior a la expedición geográfica británica de mil ochocientos treinta y ocho, y tan parecido a la carta que trazó esta expedición, que nosotros creímos que era el auténtico. Seguimos las instrucciones de este mapa, comprobándolas con la carta de mareas de la Oficina Hidrográfica de los Estados Unidos.

—¿Indicaba este mapa de Stamm —continuó Vance— que el tesoro estuviera escondido en una de las cuevas de la isla?

—Los detalles sobre ese particular eran un poco oscuros, y eso fue lo que tanto impresionó a Stamm, y, debo confesarlo, a mí también. Este viejo mapa difería en un punto esencial de la carta de mareas de la Armada de los Estados Unidos; indicaba tierra donde la carta coloca la bahía de Wafer, y precisamente en esta parte de tierra estaba la indicación del tesoro escondido.

Una chispa pasó por los ojos de Vance, pero cuando habló su voz era indiferente.

—Comprendido. Es muy interesante. No cabe duda de que los corrimientos de tierras y las lluvias tropicales han alterado la topografía de la isla de los Cocos, y que muchas de las antiguas señales han desaparecido. Supongo que Stamm dedujo que la tierra en que el tesoro fue escondido está ahora debajo de las aguas de la bahía, según indican mapas recientes.

—Exactamente. Ni siquiera el mapa francés de mil ochocientos ochenta y nueve muestra la bahía tan grande como el mapa americano de mil ochocientos noventa y uno, y la teoría de Stamm era que el tesoro se hallaba debajo de las aguas de la bahía de Wafer, que es por aquella parte muy poco profunda.

—Una empresa difícil —comentó Vance—. ¿Cuánto tiempo estuvieron ustedes en la isla?

—Cerca de tres meses —Leland sonrió—. Stamm necesitó todo ese tiempo para darse cuenta de que no contábamos con los elementos necesarios. Los bajos de la bahía son traidores y hay unos agujeros muy raros en el fondo del agua, debidos, sin duda, a las condiciones geológicas. Nuestros equipos de bucear hubieran sido desdeñados por un pescador de perlas. Lo que necesitábamos era una campana neumática especialmente construida, y aun eso sólo hubiera sido el principio, pues sin fuertes dragas submarinas no habríamos podido hacer nada. La que llevábamos era completamente inadecuada…

Markham, que había estado a todas luces furioso durante la discusión de Vance sobre el tesoro escondido, se levantó y adelantó con el cigarro fuertemente cogido entre los dientes.

—¿Adónde vamos a parar con todo eso, Vance? Si piensas hacer un viaje a la isla de los Cocos, estoy seguro de que mister Leland no tendrá inconveniente en quedar citado contigo otro día para discutir los detalles. Y respecto de las demás investigaciones que has hecho esta noche, no veo que hayas averiguado nada que no sea completamente normal y que no tenga una explicación lógica.

Heath, que había seguido toda la escena con gran atención, intervino.

—No estoy tan seguro de que las cosas aquí sean normales —aunque deferente, su tono era vigoroso—. Yo opino que debemos continuar investigando este caso. Han ocurrido aquí cosas muy extrañas esta noche y que a mí no me han gustado.

Vance sonrió al sargento con gratitud.

—Muy bien dicho —luego miró a Markham—. Otra media hora y nos vamos a casa.

Markham accedió de la peor gana posible.

—¿Qué más quieres hacer aquí esta noche?

Vance encendió otro cigarrillo.

—Me gustaría hablar con Greef… Dígale al criado que le traiga, sargento.

Pocos minutos después Alex Greef era introducido por Trainor en el salón. Era un hombre corpulento y de poderosa armazón, de cara sonrosada y ancha, nariz corta, labios gruesos y mandíbula recia y cuadrada. Estaba un poco calvo y tenía el cabello gris por encima de las orejas. Vestía un traje corriente de etiqueta, pero había ciertos detalles de mal gusto en su atavío. Las solapas de seda de su esmoquin eran muy puntiagudas; llevaba dos diamantes en la pechera, y una cadena de platino, adornada por gruesas perlas, cruzaba su chaleco de seda. Su corbata, en lugar de ser negra del todo, estaba exornada por unas rayas blancas, y su cuello de pajarita parecía demasiado alto para él.

Dio algunos pasos hacia nosotros con las manos metidas en los bolsillos, se detuvo con los pies apoyados firmemente en el suelo y nos miró con enfado.

—Tengo entendido que uno de ustedes es el fiscal del distrito —comenzó a decir con tono agresivo.

—Sí, señor.

Vance señaló a Markham con un descuidado movimiento de la mano.

Greef concentró ahora en Markham toda su atención.

—Quizá tendrá usted la bondad de decirme —gruñó— por qué me tienen prisionero en esta casa. Este hombre —indicó a Heath— me ordenó que me quedase en mi habitación hasta nueva orden, negándose a dejarme marchar a mi casa. ¿Qué quieren decir estos procedimientos tan arbitrarios?

—Esta noche ha ocurrido aquí una tragedia… —comenzó Markham, pero el otro le interrumpió.

—Supongamos que ha ocurrido un «accidente», ¿es esa razón bastante para que se me tenga prisionero sin las formalidades legales?

—Estamos investigando ciertos aspectos del caso —le dijo Markham—, y para facilitar nuestras pesquisas, el sargento Heath ha pedido a todos los testigos del hecho que permanezcan aquí para que podamos interrogarles.

—Pues interrógueme.

Greef pareció serenarse, y su tono perdió mucha de su primera agresividad.

Vance se adelantó.

—Siéntese y fume un cigarrillo, mister Greef —dijo amablemente—. No le entretendremos mucho tiempo.

Greef vaciló, miró a Vance con desconfianza, se encogió de hombros y se sentó. Vance esperó a que colocase su cigarrillo en una larga y enjoyada boquilla, y luego preguntó:

—¿Observó o presintió usted algo particular en la desaparición de Montague?

—¿Particular? —Greef levantó lentamente la cabeza, entornando sus ojos—. ¿De manera que es eso lo que quieren ustedes saber? No digo que no hubiera algo particular, ahora que usted viene a mencionarlo, pero no sé lo que podría ser.

—Esa parece ser la impresión general —repuso Vance—; pero yo esperaba más lucidez de usted que de los demás.

—¿Acerca de qué es necesaria esa lucidez? —Greef parecía querer evitar las preguntas en aquella dirección—. Supongo que es bastante razonable que un hombre como Montague, que siempre ha estado buscando que le ocurra una desgracia por su presunción, consiga lo que busca. Pero cuando ocurre con tal limpieza y oportunidad, todos estamos predispuestos a pensar que lo ocurrido es particular.

—Sí, sí, desde luego. Pero no me refiero a las eventualidades lógicas —en la voz de Vance se advertía cierto enojo—, sino al hecho de que las condiciones de esta casa durante los últimos dos días constituían una atmósfera perfecta para un tipo de tragedia muy distinta del suceso accidental.

—Tiene usted razón en eso de la atmósfera —Greef hablaba con aspereza—. En el aire flotaba el crimen, si es eso lo que quiere usted decir. Y si Montague hubiese acabado de otra manera, su muerte merecería minuciosa investigación. Pero no ha sido envenenado; no ha recibido un tiro accidental; no ha sufrido vértigo, ni se ha caído desde una ventana, ni se ha roto el cuello, cayéndose por las escaleras. No hizo más que tirarse de un salto al estanque, desde la plancha, cuando todos estábamos con los ojos fijos en él.

—Eso es lo que hace el asunto tan difícil. Tengo entendido que usted, mister Leland y el joven Tatum se arrojaron al agua después de Montague.

—Era lo menos que podíamos hacer… —repuso Greef—, aunque admito con franqueza que, por mi parte, era más bien un gesto que otra cosa. Como no sé nadar muy bien, si le hubiese encontrado, probablemente me hubiera visto arrastrado al fondo con él. Pero uno no puede dejar que una persona, por muy desagradable que sea, se ahogue ante sus ojos sin hacer algo por salvarle.

—Muy noble —dijo Vance con la mayor indiferencia—. Me han dicho que Montague estaba prometido con miss Stamm.

Greef asintió, chupando de su cigarrillo.

—Nunca he podido comprenderlo; parece que las mujeres honradas caen siempre con ese tipo de hombres —comenzó, con aire filosófico—; pero creo que hubiera regañado con él más tarde o más temprano.

—¿Tendría usted inconveniente en decirme cuáles son sus propios sentimientos respecto de miss Stamm?

Greef abrió los ojos, llenos de sorpresa, y luego se echó a reír ruidosamente.

—Ya sé adónde va usted a parar, pero no podrá hacerme el héroe de su drama. Quiero a Bernice, todo el que la conoce la quiere, pero soy demasiado viejo para ponerme sentimental con ella; mis sentimientos hacia ella siempre han sido paternales. Con mucha frecuencia me pide consejo, cuando Stamm ha bebido demasiado. Y siempre se los doy buenos. Ayer mismo le dije que estaba haciendo una tontería pretendiendo casarse con Montague.

—¿Y cómo lo tomó ella, mister Greef?

—Como todas las mujeres; con altivez y con desdén. Ninguna mujer quiere consejos. Cuando los piden, lo que buscan en realidad es que uno esté de acuerdo con ellas, sobre lo que ya tienen decidido.

Vance cambió de conversación.

—¿Qué cree usted que le ha ocurrido a Montague esta noche?

Greef extendió las manos.

—Se habrá dado un golpe en la cabeza contra el fondo o le habrá dado un calambre. ¿Qué otra cosa puede haberle ocurrido?

—No tengo la más ligera idea —convino Vance—. Pero el episodio está lleno de posibilidades, y esperaba que usted hubiera podido sacarnos de las tinieblas en que nos hallamos.

Hablaba con ligereza, pero sus ojos estaban fijos con fría firmeza en el hombre sentado ante él.

Greef le devolvió en silencio su mirada durante algunos momentos, y su cara rubicunda se hizo más impenetrable.

—Comprendo perfectamente —dijo, por fin, con voz helada y monótona—. Pero mi consejo es que se olviden ustedes de este asunto. A Montague le amenazaba eso desde hace mucho tiempo, y por fin le ha sucedido. Ha sido un accidente que ha venido a colmar los deseos de todo el mundo. Pueden ustedes seguir dando vueltas a la idea hasta el día del Juicio, para acabar en lo que yo les digo ahora: Montague se ha ahogado accidentalmente.

En los labios de Vance apareció una sonrisa escéptica.

—Parece como si quisiera usted insinuar que la muerte de Montague es la rara avis que los criminólogos de gabinete llaman el crimen perfecto.

—Yo no insinúo nada, amigo mío. No hago más que expresar mi opinión.

En este momento se produjo una interrupción. Oímos una especie de forcejeo en la escalera, y luego la nota colérica y aguda de la voz de Stamm.

—Suélteme el brazo. Yo sé lo que hago.

Y Stamm apartó con violencia las cortinas del salón y fijó en nosotros sus ojos furiosos. Detrás de él, en actitud represiva, estaba el doctor Holliday. Stamm vestía un pijama y llevaba los cabellos revueltos. Era evidente que acababa de levantarse de la cama. Posó su mirada vaga en Greef con desagrado y aprensión.

—¿Qué les está usted contando a estos policías? —demandó, buscando apoyo en el marco de la puerta de la calle.

—Mi querido Rodolfo —protestó Greef, levantándose—. No les cuento nada. ¿Qué habría de contarles?

—No me fío de usted —repuso Stamm—. Está usted tratando de buscarme algún contratiempo. Siempre hace lo mismo. Ha tratado de indisponer a Bernice conmigo; y apostaría a que ahora trata de despertar las sospechas de estos policías contra mí —sus ojos eran dos ascuas y empezó a temblar—. Ya sé lo que busca usted: ¡dinero! Pero no lo conseguirá. Si cree que hablando…

Su voz degeneró en un murmullo y sus palabras se hicieron incoherentes.

El doctor Holliday le asió gentilmente por un brazo y trató de sacarle de la estancia, pero Stamm, con un último esfuerzo, le rechazó y se adelantó con pasos inseguros.

Greef había soportado con calma la diatriba, mirando a su acusador con expresión de lástima.

—Comete usted un gran error, amigo mío —dijo, con voz serena—. Esta noche está usted fuera de sí. Mañana se dará usted cuenta de la injusticia de sus palabras, y comprenderá que yo nunca le haré traición.

—No, ¿eh? —la actitud de Stamm había perdido gran parte de su violencia, pero aún parecía dominado por la idea de la persecución de Greef—. Supongo que no le habrá usted contado a esta gente —nos señaló con un movimiento de cabeza— lo que dije de Montague.

Greef levantó la mano en señal de protesta, y estaba a punto de replicar, pero Stamm continuó, apresuradamente:

—¡Supongamos que lo dije! Tenía más derecho que nadie a decirlo. Y por lo que a eso se refiere, usted ha dicho cosas peores. Le odiaba usted más que yo, y yo sé por qué. No me ha engañado usted sobre sus sentimientos hacia Bernice —levantó una mano y señaló a Greef con un dedo tembloroso—. ¡Si alguien ha asesinado a Montague, ha sido usted!

Agotado por el esfuerzo, se dejó caer sobre una silla y comenzó a temblar como presa de un ataque de perlesía.

Vance se acercó rápidamente a él.

—Creo que esta noche se ha cometido aquí una grave equivocación —dijo con voz amable, pero firme—. Mister Greef no nos había informado de nada de lo que usted acaba de decir. No ha hecho ninguna observación que pudiera interpretarse como deslealtad hacia usted. Me temo que está usted demasiado excitado.

Stamm levantó sus turbados ojos, y Greef se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—Vamos, Rodolfo —le dijo—. Necesita usted descansar.

Stamm vaciló. Un amargo sollozo estremeció su cuerpo y dejó que Greef y el doctor Holliday le levantaran de la silla y le condujesen a la puerta.

—Ya no le necesitaremos a usted esta noche, mister Greef —dijo Vance—; pero le ruego que permanezca aquí hasta mañana.

—Está bien —repuso Greef, haciendo una señal de asentimiento por encima del hombro, y, ayudado por el médico, llevó a Stamm a través del vestíbulo hacia la escalera.

Un momento después sonó el timbre de la puerta y Trainor franqueó la entrada a la enfermera requerida por el doctor Holliday.

Vance volvió a entrar en el salón y se detuvo frente a Leland, que había permanecido impasible durante la extraña escena entre Greef y Stamm.

—¿Tiene usted —le preguntó— algún comentario que hacer al pequeño contratiempo que acaba de presenciar?

Leland frunció las cejas y contempló el hornillo de su pipa.

—No —replicó después de una pausa—, excepto que es obvio que Stamm está terriblemente excitado y en un estado anormal, después de sus excesos de esta noche… Y, desde luego, podría ser que en el fondo de su imaginación haya alguna sospecha en relación con los manejos económicos de Greef, y que ha salido a la superficie en este momento de debilidad.

—Parece razonable —musitó Vance—. Pero ¿por qué ha pronunciado Stamm la palabra asesinato?

—Probablemente la presencia de ustedes aquí le ha hecho sospechar algo —suspiró Leland—. No habiendo presenciado la tragedia, ignora todos los detalles.

Vance no contestó. Se acercó a la chimenea e inspeccionó el reloj de oro que estaba sobre la repisa.

—Creo que no queda más que hacer esta noche —dijo con voz distraída—. Gracias por su auxilio, mister Leland. Pero hemos de rogarle que permanezca aquí hasta mañana. Nosotros vendremos temprano.

Leland saludó, y sin decir una palabra salió de la habitación.

Cuando hubo salido, Markham se levantó.

—¿De manera que piensas volver aquí mañana?

—Sí —las maneras de Varice habían cambiado de pronto— Y tú también. Es una obligación de tu cargo. Es uno de los casos más interesantes que he conocido, y apostaría cualquier cosa a que cuando el médico forense examine el cuerpo de Montague nos dirá algo que no nos esperamos.

Markham parpadeó y fijó en Vance una mirada interrogadora.

—¿Crees haber visto algo que indique que la muerte no ha sido accidental?

—He visto una asombrosa cantidad de cosas —fue todo lo que Vance quiso adelantar; y Markham le conocía lo bastante bien para no seguir preguntando en aquel momento.