(Domingo 12 de agosto, a la 1:15)
Durante la diatriba de Ruby Steele, Leland permaneció fumando plácidamente, mientras contemplaba a la mujer con estoica dignidad. Sus acusaciones no le perturbaron en absoluto, y cuando ella salió de la habitación, se encogió ligeramente de hombros y dirigió a Vance una sonrisa de aburrimiento.
—¿Le extraña a usted —preguntó con un dejo de ironía— que yo telefonease a la Policía e insistiese en que viniera?
Vance le estudió con atención.
—¿Quizá imaginaba usted que le acusarían de haber organizado la desaparición de Montague?
—No, precisamente. Pero sabía que circularían toda clase de rumores y cuchicheos, y pensé que sería lo mejor acabar de una vez y dar a las autoridades la mayor oportunidad posible para aclarar la situación y cargar la culpa a quien la tenga. Sin embargo, no esperaba una escena como la que acabamos de presenciar. Es inútil decirle que todo lo que esa señorita acaba de contar son invenciones de una mente histérica. Sólo ha dicho una verdad, que no pasa de ser medio verdad. Mi madre era una india algonkina, la princesa Estrella Blanca, una noble mujer que en su infancia fue separada de su pueblo y educada en un convento del Sur. Mi padre era un arquitecto, hijo de una antigua familia neoyorquina, muchos años mayor que mi madre. Ambos han muerto.
—¿Nació usted aquí? —preguntó Vance.
—Sí, en Inwood, dónele estaba el antiguo villorrio indio de Shorakapaykok, pero hace mucho tiempo que mi casa ha desaparecido. Vivo aquí porque adoro este lugar. Tiene muchos recuerdos felices de mi infancia, antes que me enviasen a estudiar a Europa.
—He sospechado su sangre india desde el momento en que le he visto —observó Vance con indiferencia. Luego estiró las piernas y extrajo una densa nube de humo de su cigarrillo—. Cuéntenos ahora, mister Leland, cuanto ha precedido a la tragedia de esta noche. Creo que ha dicho usted que el mismo Montague sugirió la idea del baño.
—Así es —Leland acercó una silla al lado de la mesa y se sentó—. Cenamos a las siete y media. Antes tomamos numerosos aperitivos, y durante la comida Stamm trajo algunos vinos fuertes. Después del café hubo licores y oporto, y creo que todo el mundo bebió demasiado. Estaba lloviendo, como usted sabe, y no pudimos salir. Más tarde, entramos en la biblioteca y seguimos bebiendo, esta vez whisky. Se tocaron algunas músicas alegres; el joven Tatum tocaba el piano y miss Steele cantaba. Pero no duró mucho; el alcohol comenzaba a hacer sus efectos y todo el mundo estaba incómodo e inquieto.
—¿Y Stamm?
—Stamm bebió más que nadie. Rara vez le he visto abusar tanto del alcohol, aunque hace años que bebe sistemáticamente. Bebía whisky, y cuando hubo consumido media botella le reprendí; pero no estaba en condiciones de atender a nadie. Comenzó a ponerse de mal humor, y a las diez ya dormitaba sin hacer caso de nadie. Su hermana trató de hacerle volver a la razón, pero sin éxito.
—¿A qué hora exacta salieron ustedes a bañarse?
—No lo sé con precisión, pero fue poco después de las diez. Alrededor de esa hora dejó de llover, y Montague salió a la terraza con Bernice. Volvieron a entrar casi inmediatamente, y ellos fueron quienes anunciaron que ya no llovía y sugirieron que saliésemos a bañarnos. Todos aceptamos, es decir, todos menos Stamm. No estaba en condiciones de ir a ninguna parte ni hacer nada. Montague y Bernice insistieron en que viniera, pensando que quizá el agua le despejase, pero se enfadó y ordenó a Trainor que le trajese otra botella de whisky…
—¿Trainor?
—Así se llama el criado. Stamm estaba saturado de alcohol y casi inconsciente, de modo que aconsejé a los demás que le dejasen y todos nos fuimos al estanque. Yo mismo encendí las luces de las escaleras que conducen al estanque y las que alumbran el estanque mismo. Montague fue el primero que apareció en traje de baño, pero los demás estuvimos listos un minuto después. Luego vino la tragedia…
—Un momento, mister Leland —interrumpió Vance, inclinándose para tirar a la chimenea las cenizas de su cigarro—. ¿Fue Montague el primero que se arrojó al agua?
—Sí. Estaba esperando en pie en la palanca, cuando los demás salimos de las casetas. Estaba orgulloso de sí mismo y de su figura, y me imagino que en su apresuramiento por llegar siempre el primero al estanque y dar el primer salto, cuando sabía que todos los ojos estaban fijos en él, había cierta vanidad.
—¿Y luego?
—Dio un salto de cisne muy bien calculado y muy elegante. Aguardamos, naturalmente, a que saliera antes de imitarle. Esperamos un rato interminable, que probablemente no pasó de un minuto, pero que pareció mucho más largo. Y luego, mistress McAdam dio un grito, y todos, como de común acuerdo, nos acercamos al mismo borde del agua y miramos en todas direcciones. En aquel momento comprendimos que había ocurrido algo. Nadie puede permanecer tanto tiempo voluntariamente debajo del agua. La hermana de Stamm me cogió de un brazo, pero yo la rechacé, corrí al extremo de la plancha y me arrojé al agua, tan cerca como me fue posible del sitio por donde había desaparecido Montague —Leland apretó los labios y sus ojos vagaron por la habitación—. Buceé hasta llegar al fondo del estanque —continuó—, y busqué lo mejor que pude. Salí para tomar aire; volví a sumergirme y a salir. Un hombre estaba en el agua y a mi lado; pensé por un momento que era Montague, pero era Tatum, que a su vez se había arrojado al estanque. También él había buceado, haciendo esfuerzos por encontrar a Montague. Greef, asimismo, con bastante torpeza, pues no es un buen nadador, nos ayudó a buscar al pobre muchacho. Pero fue inútil. Nuestros esfuerzos duraron, por lo menos, veinte minutos. Luego renunciamos…
—¿Qué pensó usted exactamente de la situación? —preguntó Vance, sin levantar la vista—. ¿Tuvo usted entonces alguna sospecha?
Leland vaciló y arrugó los labios, como si tratase de recordar exactamente sus emociones. Por fin replicó:
—No puedo decir qué sentí sobre el particular. Estaba demasiado aterrado. Pero en el fondo de mi imaginación había algo, no sé qué. Mi instinto fue ir al teléfono e informar del suceso a la Policía. No me gustó la marcha de los acontecimientos; me parecieron muy extraños. Quizá —añadió, levantando los ojos al techo en una mirada perdida— recordé, de una manera subconsciente, demasiadas historias viejas sobre el Estanque del Dragón. Mi madre me contó muchas cosas extrañas cuando era niño.
—Sí, sí. Un lugar romántico y legendario —murmuró Vance, con acento sarcástico—. Pero me gustaría mucho saber qué hacían las mujeres, y qué impresión le causaron a usted cuando se reunió con ellas, después de sus heroicos esfuerzos para hallar a Montague.
—¿Las mujeres? —había una ligera entonación de sorpresa en la voz de Leland, quien fijó en Vance su mirada penetrante—. ¡Ah! ¿Desea usted saber cómo se portaron después de la tragedia? Miss Stamm estaba sentada al borde del estanque, cubriéndose la cara con las manos y sollozando convulsivamente. No creo que se diera cuenta de mi presencia ni de ninguna otra persona. Me causó la impresión de que estaba más asustada que otra cosa. Miss Steele estaba en pie, cerca de Bernice, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos en un gesto de trágica súplica…
—Parecía como si hubiese estado ensayando el papel de Ifigenia en Táuride. ¿Y mistress McAdam?
—Adoptó una curiosa actitud —musitó Leland, mirando su pipa, con las cejas fruncidas—. Ella fue la que gritó cuando Montague no salió a la superficie; pero cuando yo salí del agua estaba debajo de una de las luces, tan fría y tranquila como si nada hubiera ocurrido. Miraba a través del estanque de una manera indiferente, como si no hubiese nadie a su alrededor. Y en sus labios se dibujaba una especie de sonrisa dura y cruel. «No le podremos encontrar», murmuró cuando yo me acerqué a ella. No sé por qué me dirigí a ella antes que a los demás. Apartó los ojos de la orilla opuesta del estanque y dijo, sin hablar a nadie en particular: «Ya está».
Vance no pareció impresionarse.
—¿Y vino usted aquí a telefonear?
—Inmediatamente. Les dije a los demás que sería mejor que se vistieran y volviesen a la casa en seguida, y después de telefonear regresé a mi caseta y me vestí.
—¿Quién informó al médico del estado de Stamm?
—Yo —replicó el otro—. No entré en la biblioteca cuando vine primero a telefonear, pero así que me hube vestido fui a ver a Stamm, esperando que se le hubiera aclarado la cabeza lo suficiente para darse cuenta del terrible suceso. Pero se hallaba completamente sin sentido y la botella vacía encima de la mesa. Hice lo posible para hacerle volver en sí, pero sin éxito.
Leland hizo una pausa y frunció las cejas, como si dudase. Luego continuó:
—Nunca había visto a Stamm en un estado de completa insensibilidad a consecuencia de la bebida, aunque le he visto beber mucho en ocasiones. Apenas respiraba y tenía un color espantoso. La situación en que se hallaba me impresionó. Bernice entró en la habitación en aquel momento, y al ver a su hermano tendido sobre el sofá, exclamó: «¡También ha muerto!», y se desmayó antes que yo pudiera sostenerla. La confié a los cuidados de mistress McAdam, quien se hizo cargo de la situación con una competencia admirable, y me fui inmediatamente al teléfono para requerir la asistencia del doctor Holliday. Ha sido durante muchos años el médico de la familia Stamm, y vive en la calle Doscientos Siete, cerca de aquí. Por fortuna, estaba en casa y vino corriendo.
En aquel momento una puerta se cerró ruidosamente en la parte posterior de la casa, y unos pasos pesados cruzaron el vestíbulo y se acercaron al salón. El detective Hennessey apareció en la puerta, con la boca abierta y los ojos asombrados.
Saludó ligeramente a Markham y se volvió en seguida al sargento.
—En el estanque ha ocurrido algo —anunció, señalando con el pulgar por encima del hombro—. Estaba yo en pie junto a la palanca, conforme me ordenó usted, fumando un cigarro, cuando oí un ruido extraño en lo alto del promontorio de rocas de enfrente, y en seguida un tremendo golpe en el agua, como si hubieran arrojado al estanque una tonelada de ladrillos. He esperado un par de minutos para ver si ocurría algo más, y luego he pensado que sería mejor venir a decírselo a usted.
—¿Ha visto usted alguna cosa? —preguntó Heath.
—Nada, sargento —Hennessey hablaba con énfasis—. El lado de las rocas está oscuro y no me he acercado, porque me dijo usted que no pasase por encima de aquella parte baja del otro lado.
—Le dije que no se acercase —le explicó el sargento a Markham—, porque quiero ver si mañana hay huellas en aquella parte —luego se volvió hacia Hennessey—. ¿Y cuál cree usted que ha sido la causa del ruido? —le preguntó con exasperado mal humor.
—No creo nada —respondió Hennessey—. Le digo todo lo que sé.
Leland se levantó y dio un paso hacia el sargento.
—Perdone usted, pero creo que puedo ofrecer una explicación razonable de lo que este señor ha oído en el estanque. En lo alto del terraplén hay varias rocas sueltas, y yo siempre he temido que alguna de ellas cayese un día al estanque. Esta misma mañana, Stamm y yo fuimos a lo alto y estuvimos inspeccionando esas rocas. Intentamos desprender alguna de ellas, pero no lo pudimos conseguir. Es muy posible que la fuerte lluvia de esta noche haya arrastrado la tierra que la sujetaba.
—Por lo menos esa explicación es de una lógica agradable —observó Vance.
—Quizá sí, mister Vance —concedió Heath, de mala gana. El relato de Hennessey le había alarmado—. Pero lo que me gustaría saber es por qué ha tenido que ocurrir precisamente esta noche.
—Como mister Leland nos acaba de decir, él y mister Stamm trataron esta mañana, o mejor dicho, ayer por la mañana, de desprender la roca. Quizá la dejaron suelta y por eso ha caído después de la lluvia.
Heath mordió la punta del cigarro y luego indicó a Hennessey que saliera de la habitación.
—Vuelva usted a su puesto —le ordenó—. Y si ocurre algo venga a decírmelo en seguida.
Hennessey desapareció, de mala gana, según creí observar.
Markham estuvo sentado durante toda la escena, con aspecto de resignado aburrimiento. No había tomado un gran interés en los interrogatorios de Vance, y cuando Hennessey nos dejó se puso en pie.
—¿Y cuál es el objeto de toda esta discusión, Vance? —preguntó con irritación—. La cosa es perfectamente normal. Admito que hay ciertos elementos morbosos, mas para mí todas esas circunstancias esotéricas son el resultado de la alteración de los nervios. Todo el mundo está desconcertado, y creo que lo mejor que podemos hacer es marcharnos y dejar que el sargento se encargue del asunto. ¿Qué premeditación puede haber en la posible muerte de Montague, si él mismo sugirió la idea de ir a bañarse, saltó el primero desde la plancha y desapareció cuando los ojos de todos estaban fijos en él?
—Mi querido Markham —protestó Vance—, eres demasiado lógico. Es, sin duda, tu educación de abogado. Pero el mundo no se rige de una manera lógica. Prefiero lo emocional. Piensa en las obras maestras de la poesía que se hubieran perdido para la Humanidad si sus creadores hubieran sido lógicos…: la Odisea, por ejemplo; La Ballade des dames du temps jadis, La Divina Comedia, la Oda a un griego, de…
—Pero ¿qué pretendes hacer ahora? —interrumpió Markham, enojado.
—Pretendo —contestó Vance, con una sonrisa exasperante— preguntarle al médico en qué condiciones está el dueño de la casa.
—¿Y qué puede tener que ver Stamm con el asunto? —protestó Markham—. El parece aún menos complicado en el caso que todos los demás.
Heath se levantó con impaciencia y se dirigió a la puerta.
—Yo traeré al doctor —dijo, y desapareció en el oscuro vestíbulo.
Pocos minutos después volvió, seguido de un señor viejo, con barba gris y corta. Vestía un traje amplio, de cuello recto y anticuado y demasiado grande para él. Era un poco grueso y se movía con torpeza, pero había algo en sus maneras que inspiraba confianza.
Vance se levantó a saludarle, y después de una breve explicación del motivo de su permanencia en la casa, le dijo:
—Mister Leland nos ha dicho que mister Stamm se halla en un estado lastimoso esta noche, y quisiéramos saber cómo está.
—Sigue el curso normal —replicó el doctor, vacilando. Luego continuó—: Puesto que mister Leland les ha informado a ustedes del estado de mi cliente, no cometeré una indiscreción profesional discutiendo el caso con usted. Cuando yo llegué, mister Stamm estaba sin conocimiento; con el pulso lento y torpe, y la respiración trabajosa. Cuando supe la cantidad de whisky que había ingerido después de comer, le administré en seguida una dosis de apomorfina, una décima de gramo; le hizo evacuar inmediatamente el estómago y después de la reacción se durmió. Había consumido una cantidad asombrosa de licor; uno de los peores casos de alcoholismo agudo que he visto en mi vida. Comienza a despertar ahora, y me disponía a telefonear pidiendo una enfermera, cuando este señor —indicó a Heath— me dijo que deseaban ustedes verme.
—¿Será posible ahora hablar con mister Stamm? —preguntó Vance.
—Un poco más tarde, quizá. Está reponiéndose sin novedad, y cuando le tengamos arriba y en la cama podrán ustedes hablar con él… Pero se harán ustedes cargo, desde luego —añadió el doctor—, de que estará muy débil y agotado.
Vance dio las gracias.
—¿Nos lo comunicará usted cuando esté en condiciones de hablar?
El doctor inclinó la cabeza en señal de asentimiento.
—Ciertamente —dijo, y se volvió para salir.
—Y mientras tanto —dijo Vance, dirigiéndose a Markham—, creo que podríamos tener una breve conversación con miss Stamm. Sargento, ¿quiere usted traerla?
—Un momento —el doctor se volvió en la puerta—. Le ruego que no moleste ahora a miss Stamm. Al llegar la he hallado en un estado de nervios muy agudo a consecuencia de lo ocurrido. Le he dado una fuerte dosis de bromuro y le he dicho que se acostase. No está en condiciones de contestar a ninguna pregunta sobre la tragedia. Mañana quizá.
—Bueno, no importa —repuso Vance—. Mañana puede ser lo mismo.
El doctor salió al vestíbulo, y un momento después le oímos marcar un número en el teléfono.