(Domingo 12 de agosto, a las 0:30)
Pocos minutos después, subíamos por Broadway. El sargento Heath marchaba delante, en su pequeño coche de la Policía, y Markham, Vance y yo le seguíamos en el Hispano-Suiza de Vance. Al llegar a la calle de Dycman, nos metimos por la avenida de Payson y torcimos por el serpenteante Camino de Bolton. Cuando llegamos al punto más alto del camino, encontramos una ancha carretera particular con dos elevados postes de piedra a la entrada, dimos la vuelta a un grupo de árboles y nos hallamos en la cima de la colina. Allí estaba situada la famosa residencia del viejo Stamm, edificada casi un siglo antes.
Era una finca boscosa, en la que abundaban los cedros, robles y abetos, con algunas extensiones de prado y jardines. Desde el ventajoso punto en que nos hallábamos, podíamos ver hacia el Norte las oscuras torres góticas de la Casa de Misericordia destacarse sobre un cielo que reflejaba todas las luces de Marble Hill, a una milla de distancia y al otro lado de las aguas del Spuyten Duyvil. Hacia el Sur, las luces de Manhattan brillaban por entre los árboles de una manera misteriosa. Por el Este, y a cada lado de la oscura masa de la residencia de Stamm, algunos elevados edificios de Broadway y de la avenida Stamm se dibujaban en el horizonte como los dedos negros de un gigante. Detrás y debajo de nosotros, al Oeste, el río Hudson se movía lentamente, como una masa oscura y opaca, sembrada por las chispas de luz de los faroles de las embarcaciones.
Pero aunque por todos lados había pruebas evidentes de la vida moderna y agitada de Nueva York, una sensación de aislamiento y de misterio se apoderó de mí. Me sentía infinitamente alejado de las actividades del mundo y me di cuenta por primera vez de que Inwood era un extraño anacronismo. Aunque aquel histórico lugar, con sus árboles gigantes, sus macizas casas, sus antiguas memorias, su agreste soledad y su rústica quietud, era parte de Manhattan, parecía un inexplorado lugar de algún remoto rincón del mundo.
Cuando nos detuvimos en el pequeño espacio, a la entrada del camino particular, vimos un anticuado Ford parado a unos cincuenta metros de la gran escalera de piedra que conducía a la casa.
Heath nos esperaba.
Él nos guio por los anchos escalones a la maciza puerta, de bronce, sobre la cual lucía una débil luz. El detective Snitkin nos salió al encuentro en el estrecho vehículo.
—Me alegro de que esté usted de vuelta, sargento —dijo el detective, después de saludar con respeto a Markham.
—¿Tampoco le gusta a usted la situación, Snitkin? —le preguntó Vance.
—No, señor —repuso el otro, acercándose a una segunda puerta interior—. Me tiene preocupado.
—¿Ha ocurrido algo rnás? —preguntó, bruscamente, Heath.
—Nada, salvo que Stamm empieza a volver en sí y darse cuenta de las cosas.
Dio tres golpes a la puerta, que fue abierta en el acto por un criado de librea, quien nos miró con desconfianza.
—¿Es esto realmente necesario, sargento? —le preguntó a Heath con voz suave—. Mister Stamm…
—Yo soy el que manda aquí ahora —le interrumpió Heath con sequedad—. Usted está para recibir órdenes, no para hacer preguntas.
El criado se inclinó con una sonrisa obsequiosa y cerró la puerta detrás de nosotros.
—¿Cuáles son sus órdenes, señor?
—Que se quede usted aquí, junto a la puerta de entrada —le replicó Heath bruscamente—, y que no deje entrar a nadie —luego se volvió a Snitkin, que nos había seguido al espacioso segundo vestíbulo—. ¿Dónde está esa gente y qué hace?
—Stamm está en la biblioteca, esa habitación de ahí, con el doctor —Snitkin señaló con el pulgar un par de pesados tapices al final del vestíbulo—. He enviado a los demás a sus habitaciones, como usted me dijo. Burke está sentado en la puerta trasera, y Hennessey, al lado del estanque.
—Está bien —se volvió a Markham—. ¿Qué quiere usted hacer primero, jefe? ¿Quiere que le enseñe el terreno y cómo está construido el estanque, o prefiere usted hacer algunas preguntas a esa gente?
Markham vaciló, y Vance habló con languidez.
—Realmente, Markham, a mí se me antoja que, ante todo, habríamos de hacer alguna investigación. A mí me gustaría saber qué pasó antes de ese proyecto de baño general y echar un vistazo a los participantes. El estanque puede esperar hasta más tarde, y tal vez le descubramos un significado diferente cuando hayamos hecho una especie de reconstrucción de la desgraciada idea.
—A mí me da lo mismo —dijo Markham con evidente impaciencia y escepticismo—. Cuantos antes nos enteremos de por qué hemos venido, mejor.
Los ojos de Vance se paseaban por el vestíbulo. Las paredes estaban cubiertas de tableros estilo Tudor, y los muebles eran oscuros y macizos. De las paredes colgaban retratos al óleo de tamaño natural, y en todas las puertas había gruesas cortinas. Era una casa oscura y llena de sombras, con un olor a moho que acentuaba su evidente antigüedad.
—Un ambiente perfecto para sus temores, sargento —murmuró Vance—. Quedan pocas de estas casas viejas, y no sé si lo siento o me alegro.
—Y mientras tanto —saltó Markham— ¿por qué no entramos en el salón? ¿Dónde está, sargento?
Heath señaló una entrada tapizada a la derecha, y ya estábamos a punto de entrar, cuando oímos el rumor de pasos suaves que descendían por las escaleras, y una voz nos habló de entre las sombras:
—¿Puedo servirles en algo, señores?
La elevada figura de un hombre se acercaba a nosotros. Cuando entró en el círculo de luz proyectado por la vela sostenida en el antiguo candelabro de cristal con que nos alumbrábamos, distinguimos a una persona de aspecto extraordinario y, según me pareció a mí en aquel momento, siniestro.
Tenía más de seis pies de altura, era delgado y nervudo y daba la impresión de tener fuerza acerada. Era de tez oscura, casi aceitunada; de ojos penetrantes, tranquilos y negros, que tenían algo de la mirada del águila; la nariz, notablemente aguileña y muy estrecha; los pómulos, muy altos y con un ligero hueco debajo. Sólo la boca y la barbilla eran nórdicas; sus labios formaban una línea recta, y la barbilla, muy fuerte y acusada. Su cabello, peinado hacia atrás, sobre una frente baja y ancha, parecía muy negro a la débil luz que nos alumbraba. Sus vestidos eran del mejor gusto, sencillos y bien cortados; pero los llevaba con cierto descuido, que sugería la idea de que eran en realidad una concesión a un convencionalismo innecesario.
Me llamo Leland —explicó cuando llegó a nosotros—; soy un antiguo amigo de esta casa, y estaba presente esta noche en el momento del infortunado accidente.
Hablaba con una precisión peculiar, y comprendí la impresión que debía de haber recibido el sargento cuando Leland le habló la primera vez por teléfono.
Vance miraba al hombre con atención.
—¿Vive usted en Inwood, mister Leland? —preguntó con indiferencia.
El otro hizo una señal de asentimiento casi imperceptible.
—Vivo en una casa de Shorakapaykok, el lugar donde se hallaba el antiguo poblado indio, en la falda de la colina que domina el río Spuyten Duyvil.
—¿Cerca de las cuevas indias?
—Sí; frente a lo que llaman la Cantera de las Conchas.
—¿Y hace mucho que conoce usted a mister Stamm?
—Quince años —el hombre vaciló—. Le he acompañado en muchas de sus expediciones en busca de peces tropicales.
Vance mantuvo la vista fija en la extraña figura.
—Y quizá también —dijo con una frialdad que yo no pude comprender— le acompañó usted en su expedición en busca del tesoro perdido en el mar Caribe. Creo recordar que se mencionó su nombre en relación con la romántica aventura.
—Es cierto —repuso Leland sin cambiar de expresión.
Vance se volvió hacia otro lado.
—Sí, sí; desde luego que me parece usted la persona que más nos puede ayudar en la resolución del presente problema. Entremos en el salón para hablar un poco.
Apartó las gruesas cortinas, y el criado se adelantó rápidamente para encender la luz eléctrica.
Nos hallamos en una enorme habitación, cuyo techo estaba, por lo menos, a veinte pies de altura. Una gran alfombra cubría el suelo, y los recios y elaborados muebles de Luis XV, ya un poco viejos y estropeados, estaban colocados con gran precisión a lo largo de las paredes. Toda la estancia tenía aspecto de antigüedad y desuso.
Vance miró a su alrededor y se estremeció.
—¡Qué cosa tan tétrica! —murmuró, como hablando consigo mismo.
Leland le dirigió una mirada escudriñadora.
—En efecto —convino—. Esta habitación se emplea rara vez. La familia vive en estancias menos suntuosas, desde que murió Josué Stamm. La parte preferida es la biblioteca y el acuario que Stamm agregó a la casa hace diez años. Pasa allí la mayor parte de su tiempo.
—Con los peces, por supuesto —observó Vance.
—Son un estudio muy absorbente —dijo Leland sin entusiasmo.
Vance asintió con gesto distraído, se sentó y encendió un cigarrillo.
—Puesto que ha sido usted tan amable que nos ha ofrecido su concurso, mister Leland —comenzó—, cuéntenos usted cuál era la situación de la casa esta noche y los varios incidentes que han precedido a la tragedia —luego, antes que el otro pudiera replicar, añadió—: Según el sargento Heath, insistió usted mucho en que él se encargase del asunto, ¿eh?
—Así es —replicó Leland sin el menor asomo de intranquilidad—. El que Montague no volviera a salir a la superficie después de su salto, me pareció muy extraño. Era un excelente nadador y aficionado a varios deportes atléticos. Además, conocía palmo a palmo el estanque, y, prácticamente, no había posibilidad alguna de que hubiera dado con la cabeza en el fondo. El otro lado del estanque es menos profundo y forma declive; pero frente a las casetas y a la plancha hay, por lo menos, veinte pies de profundidad.
—Pero —sugirió Vance— pudo sufrir un calambre o una conmoción demasiado fuerte al entrar en el agua; esas cosas ya han ocurrido —sus ojos estaban fijos con languidez, pero con atención, en Leland—. ¿Cuál ha sido su idea al insistir en que un miembro de la Brigada de Investigación Criminal examinase el suceso?
—Precaución… —empezó a decir Leland.
Pero Vance le interrumpió.
—Sí, sí, desde luego; pero ¿por qué ha creído usted que fueran necesarias las precauciones?
Una sonrisa escéptica apareció en las comisuras de los labios de Leland.
—Esta no es una casa —afirmó— en que la vida se desarrolle de una manera normal. Los Stamm, como quizá usted sepa, son una familia cuyos matrimonios se han hecho, por lo general, entre parientes. Josué Stamm y su mujer eran primos hermanos, y los cuatro abuelos de ambos estaban también ligados por parentesco de sangre. En la familia abundan los casos de paresia. No ha habido nada estable ni permanente en el carácter de las dos últimas generaciones de Stamm, y la vida en esta casa tiene cosas inesperadas. Constantemente se están quebrantando todas las normas. Hay poca fijeza, tanto física como intelectual.
—Aun así —a Vance le empezaba a interesar profundamente aquel hombre—, ¿qué relación puede haber entre esas referencias patológicas y la desaparición de Montague?
—Montague —replicó Leían d con voz firme— tenía relaciones con la hermana de Stamm, con Bernice.
—¡Ah! —Vance extrajo una gran nube de humo de su cigarrillo—. ¿Quizá quiere usted decir que Stamm se oponía a esas relaciones de su hermana?
—No quiero decir nada —Leland sacó una larga pipa y una bolsa de tabaco—. Si a Stamm no le parecía bien esa alianza, nunca me lo dijo. No es hombre que acostumbre revelar sus pensamientos íntimos. Pero su naturaleza está llena de misterios y quizá no le tuviera mucho cariño a Montague.
Llenó diestramente su pipa y la encendió.
—¿Asumiremos entonces que su llamada a la Policía estaba basada en, ¿cómo diremos?, ¿la ley mendeliana de la herencia aplicada a los Stamm?
Otra vez sonrió, escéptico, Leland.
—No, no precisamente, aunque puede haber sido uno de los factores que han despertado mi desconfiada curiosidad.
—¿Y los otros factores?
—Se ha bebido mucho aquí en las últimas veinticuatro horas.
—Sí, el alcohol, el gran estímulo de las pasiones… Pero dejemos lo científico, por el momento.
Leland se acercó a la mesa central y se apoyó en el borde.
—Los que componían la reunión que esta noche se celebraba en esta casa —dijo por fin—, quizá no vacilasen en emplear cualquier medio para llegar a sus fines.
Vance inclinó la cabeza.
—Esa observación es prometedora —comentó—. Hablemos algo de esa gente.
—No hay muchos. Además de Stamm y de su hermana, tenemos a mister Alex Greef, un reputado agente de Bolsa, que tiene algunos proyectos respecto de la fortuna de Stamm. Luego viene Kirwin Tatum, un joven disipado, vago y de mala fama, que, hasta donde yo le conozco, vive sólo de saquear a sus amigos. Incidentalmente, ha hecho algunas tonterías por Bernice Stamm…
—Y Greef, ¿cuáles son sus sentimientos hacia miss Stamm?
—No puedo decirlo. Pretende ser el consejero financiero de la familia y sé que Stamm ha puesto mucho dinero en cosas que él le ha sugerido. Pero es problemático que pretenda casarse con la fortuna de Stamm.
—Gracias… Vamos ahora por los otros miembros de la reunión.
—Mistress McAdam, a quien llaman Teeny, es el tipo corriente de viuda, alegre y charlatana y un poco libre en sus costumbres. Su pasado es desconocido. Es astuta y mundana y tiene puestos los ojos en Stamm; siempre le pondera, pero evidentemente con algún objeto. El joven Tatum, en un momento comunicativo de su borrachera, me dijo que Montague y mistress McAdam han vivido juntos.
Vance hizo un ruido de burlona desaprobación.
—Comienzo a sentir las posibilidades de la situación. Muy fascinadoras… ¿Hay alguien más complicado en este delicioso enredo social?
—Sí; miss Rubi Steele. Es una criatura romántica, de edad indeterminada, que se viste de una manera fantástica y que siempre está metida en algo artístico. Pinta, canta y habla de su arte. Creo que se ha dedicado al teatro… Y con ella está completo el cuadro, salvo Montague y yo. Había otra señora invitada, según me dijo Stamm, pero a última hora envió recado diciendo que no podía venir.
—¡Ah! Eso es lo más interesante. ¿Mencionó su nombre mister Stamm?
—No, pero se lo puede usted preguntar a él, cuando el doctor le ponga en condiciones.
—¿Y qué dice usted de Montague? —preguntó Vance—. Un poco de murmuración respecto de su historia y aficiones sería muy interesante.
Leland vaciló. Vació la ceniza de su pipa y la volvió a llenar. Cuando acabó la operación repuso con un poco de repugnancia:
—Montague era lo que pudiéramos llamar un guapo profesional. Era actor de oficio, pero parece que no ha llegado nunca muy lejos en su arte, aunque ha aparecido en varias películas. Siempre vivía bien, en hoteles caros y de moda. Asistía a los estrenos y frecuentaba los casinos. Era de maneras agradables y, según tengo entendido, muy afortunado con las mujeres… —Leland hizo una pausa, apretó el tabaco de su pipa y concluyó—: Sé muy poco de él en realidad.
—Creo que conozco el tipo —Vance miró la punta de su cigarrillo—. Sin embargo, no me parece que la reunión fuera extraordinaria, o que los elementos que la componían sean necesariamente sospechosos de organizar una tragedia.
—No —admitió Leland—, pero a mí me parece digno de tenerse en cuenta que casi todos los presentes en la fiesta de esta noche podían tener excelentes motivos para suprimir a Montague.
Vance levantó las cejas con un gesto de interrogación:
—¿Si?
—Bien, para empezar, el mismo Stamm, como ya le he dicho, podía ser enemigo de que Montague se casase con su hermana. La quiere mucho y tiene bastante inteligencia para darse cuenta de que ese matrimonio sería una desagradable alianza. Tatum se halla, sin duda, en un estado de ánimo capaz de matar a cualquier rival por el afecto de Bernice. Greef es un hombre que no se detendrá ante nada, y el que Montague entrase a formar parte de la familia Stamm podría, quizá, echar por tierra su ambición de manejar él la fortuna. No es difícil que abrigue la esperanza de casarse con Bernice. También es evidente que existía algo entre Teeny McAdam y Montague; lo pude observar con claridad después de hablarme Tatum de sus antiguas relaciones. Ella ha podido resentirse por su afecto hacia otra mujer, pues no es de las que toleran que se las desdeñe. Además de que, si tiene algún designio matrimonial con Stamm, podía temer que Montague le revelase su pasado.
—¿Y qué me dice usted de la bohemia miss Steele?
Una expresión dura apareció en la cara de Leland. Luego dijo con cierta resolución siniestra:
—De ella me fío menos que de ninguna. Había un roce manifiesto entre ella y Montague. Constantemente hacía observaciones desagradables sobre él, le ridiculizaba abiertamente y rara vez le dirigía una palabra cortés. Cuando Montague sugirió la idea del baño en el estanque, ella fue con él hasta las casetas hablando muy seriamente. No pude oír lo que decían, pero tuve la impresión de que ella le regañaba por algo. Cuando todos salimos en traje de baño y Montague se dispuso a dar el primer salto, ella se le acercó con gesto avinagrado y le dijo con un tono que no pude dejar de oír: «Espero que no vuelva usted a salir». Y cuando Montague desapareció, recordé sus palabras y me parecieron significativas. Quizá comprenda usted ahora…
—Sí, sí —murmuró Vance—. Me hago cargo de todas las posibilidades que usted apunta. Una reunión encantadora, ¿eh? —levantó bruscamente la cabeza—. ¿Y de usted mismo, qué me cuenta? ¿Tenía usted también, por casualidad, algún interés en la desaparición de Montague?
—Quizá más que todos los demás —repuso Leland con sombría franqueza—. Le tenía una aversión profunda y me parecía repugnante su matrimonio con Bernice; y no sólo se lo he dicho a ella así, sino que le he participado mi opinión a su hermano.
—¿Y por qué —prosiguió Vance suavemente— toma usted ese asunto con tanto calor?
Leland cambió la postura y se quitó lentamente la pipa de la boca.
—Miss Stamm es una mujer excepcional —hablaba con lenta deliberación y como si eligiese con mucho cuidado sus palabras—. La admiro sinceramente. La conozco desde que era niña, y en los últimos años nos hemos hecho muy amigos. Creo sencillamente que Montague no era digno de ella.
Hizo una pausa y se dispuso a continuar, pero cambió de opinión.
Vance le había estado observando con gran atención.
—Se expresa usted con claridad, mister Leland —murmuró, asintiendo con la cabeza y fijando una mirada vaga en el techo—. Sí, sí; no cabe duda. Me hago cargo de que usted también tenía un excelente motivo para quitar de en medio al elegante mister Montague.
En este momento sobrevino una inesperada interrupción. Las cortinas de la puerta del salón habían quedado abiertas, y de súbito oímos unos rápidos pasos en la escalera. Nos volvimos hacia la puerta, y un momento después una mujer alta y espectacular entró excitada en la estancia.
Tendría unos treinta y cinco años de edad, una cara de palidez extraordinaria y labios muy rojos. Llevaba sus negros cabellos peinados con raya en medio, recogidos por encima de las orejas y formando un moño en la nuca.
Entró en la habitación con los ojos inflamados y fijos en Leland; dio algunos pasos hacia él. Había algo felino y amenazador en su actitud. Luego nos dirigió una rápida mirada a los demás, pero sus ojos volvieron a posarse en seguida sobre Leland, que la miraba imperturbable. Lentamente la mujer levantó el brazo y le señaló, inclinándose hacia él y entornando sus ojos.
—¡Ese es el hombre! —gritó con una voz profunda y resonante.
Vance se puso perezosamente en pie y requirió su monóculo. Se lo ajustó y estudió a la mujer.
—Muchas gracias —murmuró—. Ya conocemos a mister Leland; pero aún no tenemos el gusto…
—Me llamo Ruby Steele —interrumpió casi con violencia—. He oído algunas de las cosas que este hombre ha dicho de mí. Todo es mentira. Sólo trata de protegerse él, haciendo recaer las sospechas sobre los demás.
Retiró la vista de Vance para volver a fijarla en Leland, y otra vez levantó un dedo acusador.
—El es el responsable de la muerte de Sanford Montague. El es quien la ha planeado y la ha llevado a cabo. Odiaba a Montague porque está también enamorado de Bernice Stamm; y le dijo a Sanford que si no se alejaba de Bernice le mataría; su propia víctima me lo ha dicho. Desde que llegué ayer por la mañana a esta casa tuve aquí el presentimiento —se llevó dramáticamente las manos al pecho— de que algo terrible ocurriría…, de que este hombre cumpliría su amenaza —con un gesto trágico y teatral, cruzó las manos y se las llevó a la frente—. ¡Y la ha cumplido! ¡Oh! Es astuto…
—¿Puede usted decirme —le interrumpió Vance con voz fría y tranquila— cómo ha realizado el hecho mister Leland?
—La técnica del crimen —dijo con exagerada altivez— no es cosa mía. Ustedes son los que tienen que descubrir cómo lo hizo. Son ustedes policías, ¿verdad? Este hombre fue quien les telefoneó a ustedes. Ya les he dicho que es astuto. Pensó que si en el cuerpo del pobre Montague se descubría algo sospechoso, él quedaría eliminado como presunto asesino por haber telefoneado a la Policía.
—Muy interesante —asintió Vance, con un dejo irónico—. ¿De modo que acusa usted formalmente a mister Leland de haber planeado la muerte de Sanford Montague?
—Sí —declaró la mujer extendiendo los brazos en un gesto de estudiado énfasis—. Y estoy segura de ello, aunque es cierto que no sé cómo lo hizo. Pero tiene facultades extrañas. ¡Es indio! ¿Lo sabía usted? Puede decir cuando una persona ha pasado por junto a un árbol determinado, con sólo mirar a la corteza. Puede seguir la pista de una persona por las ramitas rotas y las hojas aplastadas. Por el musgo sabe cuánto tiempo hace que se ha movido una piedra. Sabe cuánto tiempo hace que se ha apagado un fuego con sólo mirar a las cenizas. Oliendo una prenda de ropa o un sombrero sabe a quién pertenece. Y sabe leer signos extraños y conoce por el olor del viento cuándo se aproxima la lluvia. Sabe muchas cosas que los hombres blancos ignoran. Conoce los secretos de estas montañas, pues su gente ha vivido en ella muchas generaciones. Es un indio, un indio sutil y astuto.
A medida que hablaba elevaba la voz con elocuencia histriónica.
—Pero, señora —protestó Vance—, las facultades que usted atribuye a mister Leland sólo son relativamente extraordinarias. Su conocimiento de los bosques y la sensibilidad de su olfato no son bases muy firmes para una acusación criminal. Millares de exploradores serían sospechosos en ese caso.
En los ojos de la mujer apareció una chispa de cólera. Al cabo de un momento extendió las manos con las palmas hacia arriba, con un gesto de resignación, y lanzó una carcajada irónica.
—Pueden ser todo lo estúpidos que quieran —dijo con forzada indiferencia—. Pero algún día reconocerán cuánta razón tengo.
—No dejaría de ser cómico —dijo Vance sonriendo—. Forsan et haec olim meminisse juvabit, como dijo Virgilio. Mientras tanto, tengo que cometer la descortesía de rogarle que espere en su habitación a que la llamemos para interrogarla. Tenemos varias cosas que hacer ahora.
Sin responder una palabra, la mujer se volvió y salió majestuosamente de la habitación.