(Sábado 11 de agosto, a las 22:45)
Aquel crimen siniestro y terrorífico, que llegó a ser conocido por el misterio del Estanque del Dragón, siempre se presentará a mi imaginación asociado con uno de los veranos más calurosos que jamás he pasado en Nueva York.
Philo Vance, que se mantuvo apartado de las complicaciones escatológicas y sobrenaturales del caso, y pudo resolver el problema sobre una base puramente racionalista, tenía proyectada una excursión pesquera a las costas de Noruega, en aquel mismo mes, pero un capricho intelectual le hizo variar de opinión y quedarse en América. Desde que los nuevos ricos americanos de la posguerra invadieron las playas de la Riviere italiana y francesa, él abandonó la costumbre de pasar los veranos en el Mediterráneo, dedicándose a la pesca del salmón y de la trucha en los ríos del Norte. Pero a últimos de julio de aquel año se despertó en él un súbito interés por los fragmentos de Menandro, hallados en Egipto en los primeros años de nuestro siglo, y se dedicó a hacer su traducción completa, una tarea que, como se recordará, fue interrumpida por aquella asombrosa serie de asesinatos de la calle Setenta y Cinco.
Sin embargo, otra vez: su amoroso trabajo de investigación fue rudamente perturbado por uno de los más desconcertantes y misteriosos crímenes en los cuales Vance haya jamás intervenido; y las comedias perdidas de Menandro fueron otra vez archivadas para desenredar la intrincada madeja del crimen.
Yo personalmente creo que Vance era más aficionado a las investigaciones criminales que a los estudios escolásticos, a que siempre se hallaba dedicado, pues aunque su mente estaba constantemente ocupada con las más abstrusas lucubraciones, hallaba su mayor recreo intelectual en problemas intrincados, pero ajenos a la ciencia pura. La criminología satisfacía un anhelo de su naturaleza, pues no sólo estimulaba en él sus facultades analíticas, sino que ponía en juego su conocimiento de hechos recónditos y un misterioso instinto de las sutilezas de la naturaleza humana.
Poco después de acabar sus estudios universitarios en Harvard, solicitó de mí que fuese su abogado y administrador; y mi cariño y admiración hacia él fueron tales, que renuncié a mi puesto en el negocio de mi padre, Van Dine, Davis & Van Dine, para encargarme de las obligaciones que él me propuso. Nunca he tenido que lamentar aquella decisión, pues a causa de mi íntima asociación con él he podido escribir una relación semioficial de las varias investigaciones criminales en las que participó. Fue atraído a estas investigaciones por su estrecha amistad con John F. X. Markham, durante los cuatro años que este fue fiscal del distrito de Nueva York.
De todos los casos que hasta ahora llevo registrados, ninguno ha sido tan apasionante, tan misterioso, tan al parecer, apartado de toda sugestión racional, como el del Estanque del Dragón. Un crimen que parecía hallarse más allá del ordinario conocimiento científico del hombre y que llevó a la Policía y a los investigadores a los dominios oscuros y misteriosos de la demonología y la magia, un ambiente lleno de confusas memorias atávicas y de terrores legendarios.
El dragón ha entrado siempre en las imaginaciones emocionales de las religiones primitivas, extendiendo sobre sus adeptos una sombra de medrosa superstición. Y en la ciudad de Nueva York, en el siglo XX, la Policía se vio arrastrada a una investigación criminal que resucitaba todos los pasajes oscuros de aquellos tiempos nebulosos y olvidados, en que los supersticiosos hijos de la tierra creían en monstruos malignos y en los horrores con que aquellos monstruos afligían al hombre.
Los capítulos más confusos del proceso etnológico de la raza humana se vivieron otra vez a la vista de los rascacielos de Manhattan; y tan poderoso fue el efecto de aquellas sugestiones, que hasta los hombres de ciencia buscaron una explicación biológica a los grotescos fenómenos que tuvieron maravillado al país durante los días que siguieron a la muerte misteriosa e incomprensible de Sandford Montague. La supervivencia de monstruos prehistóricos, el desarrollo de ictiopsidios subterráneos, el repulsivo y oscuro ayuntamiento de seres terrestres con seres marítimos, fueron propuestos como explicaciones científicas y desagradables, con los cuales tuvieron que contender el fiscal del distrito y la Policía.
Hasta el positivista y testarudo sargento Ernest Heath, del Departamento de Investigación Criminal, se intimidó ante los elementos misteriosos e incalculables del caso. Durante la investigación preliminar, cuando aún no existían verdaderos indicios de crimen, el poco imaginativo sargento presintió algo oculto y ominoso, como si de las circunstancias, al parecer vulgares, que concurrían en el caso se desprendiesen emanaciones pestilentes. En realidad, si no hubiera sido por los temores que se despertaron en él cuando le llamaron para hacerse cargo del trágico episodio, el asesinato del dragón nunca habría llamado la atención de las autoridades. Probablemente se hubiera registrado en los archivos de la Policía como otra desaparición, atribuida a causas diversas.
Esta diversidad hipotética fue, sin duda, la que esperaba el criminal; pero el autor de aquel crimen extraordinario, un crimen que no ha sido igualado, que yo sepa, en los anales del homicidio, no contó con el efecto de la atmósfera siniestra que envolvió el hecho. El criminal descuidó el detalle de que la mayor parte de los tenores atávicos del hombre se han desarrollado de los misterios ocultos en las profundidades de las aguas. Esta reminiscencia subconsciente fue la que dio lugar a los vagos recelos del sargento y convirtió un episodio, superficialmente vulgar, en uno de los más espectaculares y diabólicos casos de asesinato de la Edad Moderna.
El sargento Heath fue el primer funcionario que llegó al lugar del crimen, aunque de momento no sabía que se había cometido un crimen, y él fue quien expresó sus indefinibles temores a Markham y a Vance.
Era cerca de la medianoche del 11 de agosto. Markham había cenado con Vance en el jardín instalado en la terraza de este último, y allí estábamos pasando los tres la noche, en una desanimada discusión de varios asuntos. Una atmósfera lánguida reinaba en nuestra reunión, y los períodos de silencio aumentaban a medida que pasaban los minutos, pues el tiempo estaba caluroso y pesado, y las hojas de los árboles que crecían en el patio estaban tan inmóviles como si fueran pintadas. Además, había llovido varias horas, y un sudario pesado y sofocante parecía haberse extendido sobre la ciudad.
Vance acababa de servirnos la segunda copa de champaña, cuando Currie, su ayuda de cámara y mayordomo, apareció en la puerta de la terraza, llevando un teléfono portátil en la mano.
—Llaman con urgencia a mister Markham —dijo—, y me he permitido traer el teléfono. Es del sargento Heath, señor.
Markham hizo un gesto de extrañeza, pero tomó el aparato. Su conversación con el sargento fue breve, y cuando colgó el auricular, tenía las cejas fruncidas.
—¡Qué raro y qué impropio está el sargento! —comentó—. Está preocupado por algo y quiere verme. No me ha dicho lo que puede ser, y no he querido insistir. Dice que ha estado en mi casa, y que allí le han dicho que estaba aquí. No me ha gustado el tono con que hablaba, y le he dicho que podía venir. Supongo que no te importará, Vance.
—Encantado —repuso Vance, hundiéndose más en su butaca de mimbre—. Hace meses que no veo al sargento… Currie —llamó—. Trae whisky. El sargento Heath viene a reunirse con nosotros. Espero que no sea nada grave; quizá el calor ha alucinado al sargento.
Markham, aún preocupado, movió la cabeza.
—Hace falta más que calor para alterar el equilibrio de Heath —se encogió de: hombros—. De todas maneras, pronto sabremos lo que ocurre.
Unos veinte minutos después fue anunciado el sargento. Entró en la terraza enjugándose la frente con un enorme pañuelo. Después de saludarnos con aire algo distraído, se dejó caer en una silla, junto a la mesa cubierta de vasos, y se sirvió un buen trago de whisky escocés, que Vance le alargó.
—Acabo de llegar de Inwood —le dijo el sargento a Markham—. Ha desaparecido un individuo, y, a decir verdad, no me gusta el caso. Hay algo raro en él.
—¿Algo extraordinario?
—No…, nada —el sargento parecía sobrecogido—. Eso es lo peor. Todo está en orden. Una cosa corriente, rutinaria, y, sin embargo…
Interrumpió la frase y se llevó el vaso a los labios.
Vance sonrió.
—Me temo, Markham —observó—, que el sargento se ha hecho intuitivo.
Heath, rápido, dejó su vaso en la mesa.
—Si quiere usted decir, mister Vance, que tengo un presentimiento sobre este caso, ha acertado usted.
Vance levantó las cejas.
—¿Qué caso, sargento?
Heath le dirigió una mirada severa y luego sonrió.
—Se lo voy a explicar, y pueden ustedes reírse todo lo que quieran. Escuche, jefe —se volvió hacia Markham—. Esta noche, alrededor de las once menos cuarto, han llamado por teléfono a la Brigada de Investigación Criminal. Un individuo, que dice llamarse Leland, me informa de que ha habido una tragedia en la vieja finca de Stamm, en Inwood, y que haga el favor de presentarme allí…
—Un lugar perfecto para un crimen —interrumpió Vance, pensativo—. Es una de las fincas más viejas de la ciudad; fue edificada hace cerca de cien años. Hoy es un anacronismo, pero está llena de posibilidades para el crimen. Es un lugar legendario y con una historia asombrosa.
Heath miró a Vanes haciendo gestos de asentimiento.
—Ha cogido usted la idea. Yo sentí eso exactamente cuando llegué allí… Bien; yo le pregunté a Leland qué había ocurrido y por qué tenía que ir, y parece que un pájaro llamado Montague se ha tirado de cabeza, para nadar, a una piscina y no ha vuelto a salir…
—¿Ha sido, por casualidad, en el viejo Estanque del Dragón? —preguntó Vance, levantándose para alcanzar sus cigarrillos Regie.
—Precisamente —le informó Heath—, aunque yo no he sabido el nombre hasta que he llegado allí esta noche… Bueno; le dije que eso no era de mi incumbencia; pero él insistió y dijo que era un asunto en el que la Policía tenía que intervenir, y que cuanto antes llegase, mejor. Hablaba con un tono raro que me impresionó. Su inglés era perfecto, sin ningún acento extranjero, pero se me ocurrió la idea de que no debía de ser norteamericano. Le pregunté por qué llamaba para que la Policía acudiera a la finca de Stamm, y él me contestó que es un viejo amigo de la familia y que había presenciado la tragedia. También me dijo que Stamm no podía, por el momento, telefonear, y que él se había hecho cargo de la situación… de una manera que me hizo concebir sospechas.
—Comprendido —dijo Markham—. ¿Y fue usted?
—Sí, fui. Recogí a Hennessey, a Burke y a Snitkin, y los tres fuimos en un automóvil de la Policía.
—¿Qué han hallado ustedes?
—Yo no he encontrado nada —repuso Heath con tono agresivo—, salvo lo que aquel individuo me dijo por teléfono. En la casa se celebraba una fiesta, y uno de los invitados, ese individuo llamado Montague, sugirió que fueran todos a nadar al estanque. Probablemente, se había bebido en abundancia, y todos se pusieron trajes de baño y se fueron a nadar…
—Un momento, sargento —interrumpió Vance—. ¿Estaba Leland borracho, por casualidad?
—No —el sargento ladeó la cabeza—. Era el más sereno, pero hay algo extraño en él. Pareció tranquilizarse mucho cuando yo llegué; me llevó a un lado y me dijo que abriese bien los ojos. Naturalmente, le pregunté qué quería decir; pero en el acto se puso indiferente, por decirlo así, y sólo me contó que por aquel lugar han pasado cosas muy raras en la antigüedad, y que quizá algo extraño hubiese ocurrido esta noche.
—Creo saber lo que quería decir —exclamó Vance con ligero gesto de asentimiento—. En aquella parte de la ciudad han tenido su origen muchas leyendas, cuentos de viejas, y las supersticiones que proceden de los indios y primeros colonizadores.
—Bien; de todas maneras —Heath desechó como insignificantes los comentarios de Vance—, después de llegar la partida al estanque, Montague se situó en la palanca y dio un salto de fantasía. Y no ha vuelto a salir…
—¿Cómo están seguros los demás de que no ha salido? —preguntó Markham—. Después de la lluvia, todo ha quedado muy oscuro y aún está nublado.
—Había bastante luz en el estanque —explicó Heath—. Tienen una docena de arcos de luz a su alrededor.
—Muy bien; continúe —dijo Markham, cogiendo con impaciencia su copa de champaña—. ¿Qué ocurrió luego?
Heath se movió con intranquilidad.
—No mucho —admitió—. Los otros hombres se tiraron al agua detrás de él y le estuvieron buscando unos diez minutos. Parece que Leland les dijo que sería mejor que volvieran a la casa, y que él lo pondría en conocimiento de las autoridades. Luego llamó a la Brigada y contó la historia.
—Es raro que lo hiciera —murmuró Markham—. A mí no me parece un caso criminal.
—Desde luego, es raro —asintió Heath—; pero mucho más raro es lo que encontré allí.
—¡Ah! —Vance lanzó hacia el cielo una nube de humo—. Esa romántica parte de Nueva York hace lo posible por merecer su reputación. ¿Qué cosas raras ha encontrado usted allí, sargento?
Heath se volvió a mover en la silla con cierta intranquilidad.
—Para empezar, Stamm estaba borracho como una cuba, y había un médico de la vecindad tratando de hacerle volver en sí. La joven hermana de Stamm, una guapa muchacha de unos veinticinco años, estaba muy nerviosa y le daba un ataque cada cinco minutos. Los demás, hay cuatro o cinco, trataban de escaparse y presentaban excusas para marcharse pronto. Y, mientras tanto, Leland, que parece un halcón o cosa así, estaba dando vueltas por ahí, más fresco que una lechuga, con las cejas levantadas y una sonrisa de satisfacción, como si supiera mucho más de lo que dice. Además, hay uno de esos ayudas de cámara, gordos y obsequiosos, que parece un fantasma y que no hace ningún ruido al andar…
—Sí, sí —murmuró Vance—. Todo muy misterioso… Y el viento gemía entre los pinos, y una lechuza gritaba a lo lejos, y una puerta crujía, y sonó un golpe, ¿verdad, sargento? Tome usted otra copa de whisky. Está usted excitado —hablaba de buen humor, con expresión astuta e interesada en sus ojos semicerrados, y una especie de tensión en la voz que me hizo comprender que tomaba la historia del sargento mucho más en serio de lo que sus maneras indicaban.
Supuse que el sargento se resentiría por la actitud frívola de Vance; pero en lugar de ello, asintió gravemente con la cabeza.
—Ha cogido usted la idea, mister Vance. Nada me pareció bien. Nada era normal en todo aquello, podríamos decir.
El enojo de Markham aumentaba.
—El caso no me parece original, sargento —protestó—. Un hombre se tira a un estanque, da con la cabeza en el fondo y se ahoga. No ha dicho usted nada que no pueda explicarse de la manera más vulgar. No es raro que un hombre se emborrache; y después de una tragedia como esta, una mujer con ataques de nervios no es una cosa del otro mundo. Es natural también que los demás miembros de la partida se quieran marchar después de semejante episodio. Y respecto de Leland, puede ser un amigo oficioso que desea dramatizar un asunto fundamentalmente sencillo. Usted siempre ha tenido antipatía a los ayudantes de cámara. De cualquier manera que considere usted el caso, no justifica más procedimiento que el acostumbrado. Ciertamente, no cae dentro de la jurisdicción de la Brigada de Investigación Criminal. La idea del asesinato queda excluida por las mismas circunstancias de la desaparición de Montague. El mismo sugirió la idea de bañarse, una sugestión muy acertada en una noche como esta, y su salto al agua y el que no haya vuelto a salir no puede indicar un intento criminal por parte de otra persona.
Heath se encogió de hombros y encendió un largo y negro cigarro.
—Hace una hora que me estoy diciendo las mismas cosas —respondió obstinadamente—; pero la situación de la casa de Stamm no me parece corriente.
Markham arrugó los labios y miró al sargento, pensativo.
—¿Ha visto usted algo que le haya alarmado? —preguntó después de una pausa.
Heath no contestó en seguida. Indudablemente, algo más pesaba sobre su mente, y me parece que estaba ponderando si era prudente mencionarlo. Pero de súbito se levantó de la silla y se quitó el cigarro de los labios.
—¡No me gustan aquellos peces! —exclamó.
—¿Peces? —repitió Markham con asombro—. ¿Qué peces?
Heath vaciló, contemplando el extremo de su cigarro.
—Creo que yo puedo contestar a esa pregunta, Markham —dijo Vance—. Rudolph Stamm es uno de los ictiólogos más destacados de América. Posee una asombrosa colección de peces tropicales, variedades raras y poco conocidas que ha conseguido criar. Hace veinte años que tiene esa afición, y hace constantemente viajes al Amazonas, Siam, India, Paraguay, Brasil y Bermudas. También ha hecho viajes a China y ha registrado el Orinoco. No hace más de un año que los periódicos se ocuparon mucho de su viaje desde Liberia al Congo…
—Son unos bichos muy raros —continuó el sargento—; algunos parecen monstruos marinos que no han crecido…
—Pero sus formas y sus colores son hermosos —comentó Vance con una ligera sonrisa.
—Mas no es eso todo —continuó el sargento, ignorando la observación estética de Vance—. Stamm tiene también lagartos y caimanes pequeños…
—Y, probablemente, tortugas y ranas y serpientes…
—¡Ya lo creo que tiene serpientes! —el sargento hizo una mueca de repugnancia—. Muchas, que están siempre entrando y saliendo de unos depósitos de agua…
—Sí —Vance hizo un gesto de asentimiento, mirando a Markham—. Creo que Stamm tiene un vivero, además de los peces. Son dos manías que suelen presentarse juntas.
Markham estuvo algunos momentos estudiando al sargento.
—Quizá —dijo por fin con voz tranquila— Montague no ha hecho más que gastarle una broma a los huéspedes. ¿Cómo sabe usted que no atravesó el estanque nadando por debajo del agua y se escondió en la orilla opuesta? ¿No estaba por allí lo bastante oscuro para que pudiera salir sin ser visto por los otros?
—Sí, por allí está muy oscuro —declaró el sargento—. La luz de los arcos no llega hasta el otro lado. Yo también pensé que algo así podía haber ocurrido, viendo la cantidad de licores que se han consumido, y he examinado el lugar. Pero la otra orilla del estanque es un precipicio de roca cortado a pico y de cerca de cien pies de altura. En la parte superior del estanque, por donde recibe las aguas del río, hay un filtro, y no sólo sería difícil para un hombre trepar por él, sino que las luces llegan hasta allí, y cualquiera de los otros le podría haber visto. Al otro extremo hay una presa de cemento, pero tiene más de veinte pies de altura y muchas rocas debajo… Nadie se arriesgaría a dar un salto por encima de la presa para gastar una broma. En la orilla más próxima a la casa, donde está la palanca, hay un muro de contención de cemento por donde un nadador podría subir, pero allí también llegan las luces, y los demás le hubieran visto.
—¿Y no hay ningún otro camino por donde Montague haya podido salir sin ser visto?
—Sí; hay otro sitio por donde pudiera haberlo hecho, pero no lo hizo. Entre el filtro y el precipicio de la otra orilla del estanque hay un espacio abierto y bajo, de unos quince pies de anchura, que conduce a la parte baja de la finca; este lado está muy oscuro, de modo que los que estuvieron en la otra orilla no habrían visto nada.
—Pues ahí está, probablemente, la explicación.
—No —afirmó Heath—. En el momento en que llegué al estanque se me ocurrió eso mismo, y pasé con Hennessey por encima del filtro para buscar huellas en aquel lado. Ya sabe usted que ha estado lloviendo toda la noche, y la tierra es allí naturalmente húmeda y blanca; si alguien hubiera pisado, las huellas se verían muy claras. Pero toda el área está perfectamente lisa y sin ninguna señal. Además, Hennessey y yo llegamos hasta la hierba, a poca distancia de la orilla, pensando que quizá Montague habría subido por las rocas y saltado por encima del borde fangoso del estanque. Pero tampoco hemos hallado señal alguna.
—En ese caso —afirmó Markham—, probablemente encontrarán su cuerpo cuando registren el estanque. ¿Ha dispuesto usted que se haga?
—No; pienso hacerlo esta noche. Hacen falta dos o tres horas para que llegue allí una barca y ganchos, y de todas maneras, por la noche no se puede hacer gran cosa. Pero será lo primero que hagamos mañana.
—Bien —decidió Markham con impaciencia—; no creo que se pueda hacer más esta noche. Tan pronto como se halle el cadáver, hay que ponerlo en conocimiento del médico forense, que seguramente dirá que Montague se ha fracturado el cráneo y que la muerte ha sido accidental.
Hablaba con un tono que implicaba la despedida, pero Heath se negó a moverse. Nunca había visto al sargento tan obstinado.
—Puede ser que tenga usted razón —concedió de mala gana a su jefe—. Pero yo tengo otras ideas y he venido hasta aquí para pedirle que haga el favor de venir a hacerse cargo de la situación.
El tono del sargento debió de impresionar a Markham, pues en lugar de replicar inmediatamente, volvió a estudiar al otro con atención. Por fin le preguntó:
—¿Qué ha hecho usted hasta ahora en relación con el caso?
—A decir verdad, no gran cosa —admitió el sargento—. He tomado, desde luego, los nombres y direcciones de todos los que estaban en la casa y los he sometido a un interrogatorio rutinario. No he podido hablar con Stamm, porque no se hallaba en condiciones, y el médico estaba ocupado con él. La mayor parte del tiempo lo he pasado dando vueltas y tratando de sacar algo en limpio; pero no me he enterado de nada, salvo que Montague no les ha gastado ninguna broma a sus amigos. Luego volví a la casa y le telefoneé a usted. He dejado allí las cosas a cargo de los tres hombres que me acompañaron, y después de decirles a todos que no podían salir de allí hasta que yo volviese, he venido aquí… Eso es todo lo que tengo que decir.
A pesar de la forzada ligereza de su última frase, el sargento dirigió a Markham una mirada que a mí se me antojó de suplicante insistencia.
Markham vaciló, devolviendo al sargento su mirada.
—¿Está usted convencido de que allí ha ocurrido algo feo?
—No estoy convencido de nada —replicó el sargento—. Lo único que sé es que no me satisface el aspecto que tienen allí las cosas. Además, hay una serie de relaciones extrañas entre aquella gente. Todos están celosos de los demás. Dos hombres están enamorados de la misma mujer, y a nadie parece importarle mucho, excepto a la joven hermana de Stamm, el que Montague no haya salido del estanque. El hecho es que todos parecen que se alegran, lo cual a mí no me parece bien. La misma miss Stamm no demuestra estar apurada precisamente por Montague. No puedo explicar con precisión lo que quiero decir; todo el mundo parece preocupado por alguna otra cosa relacionada con su desaparición.
—Pues aún no veo —replicó Markham— que tenga usted explicación tangible para su actitud. Lo mejor será, creo yo, esperar a ver qué pasa mañana.
—Quizá sí.
Pero en lugar de marcharse, Heath se sirvió otra copa y volvió a encender su cigarro.
Durante esta conversación entre el fiscal y el sargento, Vance, recostado en su silla, los contemplaba, como si tuviera sueño, bebiendo sorbitos de champaña y fumando un cigarrillo. Pero cierta deliberada expresión en los movimientos de su mano cuando se llevaba la copa a los labios me convenció de que escuchaba con profundo interés todo lo que se decía.
En este momento arrojó su cigarrillo, dejó la copa y se levantó.
—En realidad, Markham —dijo con voz perezosa—, creo que debemos acompañar al sargento al lugar del misterio. No puede hacernos ningún daño, y la noche está insoportable de todas maneras. Un poco de excitación, por muy desilusionante que sea el final, nos ayudará a soportar el tiempo.
Markham le miró con asombro.
—¿Y para qué diablos quieres que vayamos a la finca de Stamm?
—Para una cosa —repuso Vance, conteniendo un bostezo—. Tengo un interés tremendo por conocer la colección de peces de fantasía de Stamm.
Markham le contemplo algunos momentos, sin contestar. Conocía a Vance lo suficiente para comprender que su deseo de acceder a la petición del sargento estaba inspirado en una razón mucho más profunda que la evidentemente frívola que expresaba. Y sabía también que ninguna pregunta arrancaría a Vance en aquel momento la verdadera causa de su actitud.
Al cabo de un minuto se levantó también Markham. Miró el reloj y se encogió de hombros.
—Más de las doce —dijo con disgusto—. La mejor hora para ver peces… ¿Vamos en el coche del sargento, o tomamos el tuyo?
—El mío. Seguiremos al sargento.
Y Vance llamó a Currie para que trajera su sombrero y su bastón.