3. Federico Nietzsche: Transmutación de todos los valores

Nietzsche (1844-1900) es el tercer gran pensador revolucionario del siglo XIX. Como Marx y Kierkegaard, también él se percata de la decadencia del mundo cristiano burgués y se lanza hacia nuevos horizontes. En todo caso parece ser que no se ocupó nunca con Marx; en cuanto a Kierkegaard, le conoció demasiado tarde. Por lo demás, el primero le hubiera parecido demasiado plebeyo y el segundo demasiado cristiano. Así se siente como el gran solitario, como el más radical de todos los pensadores, como representante de una época de transición.

Algún día se asociará a mi nombre el recuerdo de algo enorme, de una crisis como no ha habido igual en la tierra […]. Yo contradigo como nunca se había contradicho […]. Cuando la verdad entre en conflicto con la mentira de miles de años experimentaremos sacudimientos, una convulsión de temblor de tierra, una dislocación de montes y valles cual no se han soñado nunca.

Pero no llegó la sangre al río En todo ello había mucho de tramoya. Heidegger dirá de Nietzsche que todavía pertenece a la antigua metafísica, que no era el nihilista que pretendía ser y que por fin con él, con Heidegger, sale a la luz lo nuevo, lo olvidado, lo desfigurado, el ser mismo. ¿Será esto quizá el fruto de la autocrucifixión filosófica de Nietzsche, el temblor de tierra, que, si todavía no trajo algo completamente nuevo, por lo menos lo anunciaba?

a) Evolución de Nietzsche

En sus primeros tiempos lucha Nietzsche por un nuevo ideal de cultura, el tipo heroico-estético del hombre, cuyo prototipo creía ver él en la época trágica de los griegos anteriores a Sócrates, concretamente en Heraclito, Teognis y Ésquilo. A esta tendencia pertenecen los escritos El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música (1871), las conferencias sobre el Futuro de nuestros centros de educación (1870-1872) y las Meditaciones inactuales (1873-1876), sobre David Friedrich Strauss, Schopenhauer como educador, utilidad e inconvenientes de la historia para la vida y Ricardo Wagner en Bayreuth. Como se ve ya por los títulos, en esta época estuvo Nietzsche fuertemente influido por la filosofía de Schopenhauer y por el ideal wagneriano de cultura. Tanto más dolorosa fue luego la separación de Wagner. En el segundo período (1878-1882) da Nietzsche un súbito salto a una forma teorética de vida, se hace «científico», liberado de prejuicios, un puro crítico y positivista. Suenan en él los acentos tradicionales contra la metafísica, el elogio del libre pensamiento, la adhesión a la ley natural y a la determinación causal. Nos parece estar oyendo a un «ilustrado» francés. Ahora se ha convertido en lo que antes había anatematizado: un intelectual y un socrático. Humano, demasiado humano (1878), Aurora (1881), La gaya ciencia (1882) son de esa época. Pero no tardan en oírse de nuevo los motivos de los primeros tiempos, ahora radicalizados en la «voluntad de poder». Este lema domina el tercer período, el de Zarathustra (1883-1885), de Más allá del bien y del mal (1886), de Genealogía de la moral (1887) y de los libros póstumos, que se editaron con el título de Voluntad de poder e Inocencia del ser, aunque no sea cierto que los escritos inéditos fueran el material preparado para una obra que debiera titularse Voluntad de poder. Éste título venía a ser, de todos modos, como la cifra de los nuevos valores que Nietzsche postulaba. El superhombre sería su creador, Zarathustra su anunciador, Dioniso su símbolo. Su contrario es el Crucificado. En los últimos escritos de este período se anuncia ya claramente la obnubilación mental que se acercaba.

b) Contra la moral y en favor de la vida

Nietzsche gustaba de llamarse «inmoralista» y de tronar contra la moral. Quería estar más allá del bien y del mal. Esto gusta a muchos. Pero de hecho Nietzsche no es inmoralista sin más ni más; lo que hace es rechazar la moral tradicional, idealista, eudemonista, cristiana y burguesa alemana, para establecer en su lugar una nueva: la moral de la vida. La transmutación de todos los valores es su divisa, y la vida su objetivo. En este sentido toda la filosofía de Nietzsche fue filosofía moral. Ahora bien: ¿Qué entiende Nietzsche por vida? Con esto empieza a ponerse la cosa difícil para Nietzsche, al menos si no nos contentamos con oír sus palabras, sino que además queremos pensarlas. Por lo pronto sólo es clara su respuesta negativa: Vida no es felicidad, como habían proclamado los «buenos ingleses» con su ética eudemonística. Pero entonces ¿qué es vida? Y aquí comienza una verdadera carrera de relevos, en la que se transmite no una antorcha, sino una tarea. Ninguna de las divisas en que se cifra la resuelve, sino que vuelve a plantearse tras de cada nueva formulación. Vida es voluntad de poder, reza la primera declaración. En miles de formas se repite lo mismo. Pero ¿qué es voluntad de poder? Existe, en efecto, también el poder malo. ¿De qué poder se trata, pues? Respuesta: Del de los señores, de los distinguidos, de los nobles, de los grandes hombres, de los fuertes. Lo que corrientemente pasa por moral es la rebelión de los esclavos, de los débiles, de los pocos favorecidos en la vida. Sólo éstos han elevado el amor, la compasión, la bondad a la categoría de valores y han considerado como malos a los fuertes. Su moral no es, por tanto, sino resentimiento frente a los poderosos y sanos. Pero si luego preguntamos a Nietzsche: ¿Consiste el señorío en algo meramente físico y biológico, en la vida corporal, en la fuerza muscular?, resulta que tampoco quiere esto, por lo cual echa por delante otro nuevo concepto. Este concepto es el del superhombre. El superhombre es más que cualquier otra cosa.

¿Se malogró el hombre? ¡Ánimo, adelante! Llevo en mi corazón al superhombre, él es para mí lo primero y lo único, no el hombre, no el prójimo, no el más pobre, no el compasivo, no el mejor […]. Dios ha muerto, ahora queremos que viva el superhombre.

¿Pero en qué consiste el superhombre?, pues no basta sólo la palabra. Es de creer que lo propio del superhombre es algo que lo coloca por encima de los señores y de los nobles. Respuesta: El dará la ley a la tierra. Pregunta: ¿Qué ley? Respuesta: Se crearán nuevos valores. Pregunta: ¿Qué valores? Lo que sigue es un constante hurtar el cuerpo a la pregunta. No aparece ninguna tabla de valores con nuevo contenido, por la que pueda regirse un hombre, sino que machaconamente se repite y se describe a este superhombre, encomiando su raza, encareciendo su vida, ponderando qué exuberancia de fuerza, de belleza y valentía, de cultura y de maneras posee, cómo no tiene necesidad del imperativo de la virtud, pues puede permitirse todos los lujos espirituales, está más allá del bien y del mal, un invernadero para plantas raras, etc. Todo esto son marcos sin cuadro. Quien gusta de oír palabras, está bien servido, pero quien busca ideas queda desilusionado. Queda aún otro término, a saber, el «eterno retorno», que quiere decir lo mismo que «inocencia del ser» o amor fati. Con esto se ha esfumado ya todo concepto de valor, sólo queda la nuda existencia. «Se ha alejado de las cosas la oposición, se ha salvado la unicidad en todo acaecer». Ahora todo es fatalidad.

Mi fórmula de la grandeza del hombre es amor fati: que no se codicie otra cosa, ni delante ni detrás, ni por toda la eternidad. No contentarse con sobrellevar lo inestable, y menos todavía disimularlo —todo idealismo es embuste ante lo ineludible—, sino ¡amarlo!

Si así fuera, carecería completamente de sentido hablar de valores. También el superhombre carece de sentido, puesto que es un concepto de valor. Y hasta la vida misma carecería de sentido, la vida en su inocencia del ser, en su eterno retorno, que al fin y al cabo es también para Nietzsche un concepto de valor, pues tenemos que vivirla. Pero dice al mismo tiempo: Ya no existen valores, se ha eliminado la oposición, todo es igual. ¿Sabía realmente Nietzsche lo que decía? ¿Era filósofo o simplemente escritor? ¿Uno de los grandes artistas del espíritu que, como él mismo los describe, no buscan sino lo extraño y peregrino, lo que tienta y seduce? ¿Es esto quizá lo que explica su impronta en muchos espíritus sensibles, pero refractarios al pensamiento?

c) Germanismo y cristianismo

Nietzsche se desató en censuras —que llegan hasta el insulto— contra el germanismo y el cristianismo. «Tengo a honra el pasar por despreciador por excelencia de todo lo alemán […]; a dondequiera que llega Alemania, arruina la cultura […]; los alemanes no tienen idea de lo viles que son». Dichos de este estilo se podrían reunir en cantidad. Por lo regular están formulados en términos generales. Pero de hecho Nietzsche sólo se refería a los alemanes de su tiempo; una prueba más del valor de sus palabras. ¿Y qué decir de sus reproches al cristianismo? Todavía eran más fuertes: «El Dios en cruz es una maldición de la vida […]; llamo al cristianismo la gran maldición, la grande e íntima corrupción […] la gran infamia de la humanidad», etc. Como es corriente en Nietzsche, también se pueden citar dichos en sentido contrario. Repetimos: otra prueba del valor de sus afirmaciones. Desde luego, se ha tratado también de descubrir en él un conocimiento arcano, más profundo del ser, de lo divino y del cristianismo auténtico. Su misma frase «Dios ha muerto» la interpreta Heidegger en el sentido de que Nietzsche no niega a Dios, sino que trata de buscarlo. Los epígonos suelen dar un paso más adelante. Y así, lo que en Nietzsche es por lo menos todavía interesante, en ellos resulta cursi.

d) Nietzsche en el siglo XX

La interpretación de Nietzsche dio muchos quebraderos de cabeza. Nuestra época, después de tanto hablar de interpretación, ya no sabe lo que es interpretar. Sólo quiere explicarse a sí misma, en lugar de declarar fiel y objetivamente el texto tal cual es y tal como lo entendía el autor. Se extraen unos cuantos conceptos y se utilizan para colgar a la pobre víctima los propios vestidos. Así existe toda una serie de interpretaciones de Nietzsche. E. Bertram ha explicado a Nietzsche en sentido esteticista al estilo del «círculo de Stefan George». A. Baeumler lo preparó para uso doméstico del nacionalsocialismo. K. Jaspers hace de él un filósofo existencialista de su propia tendencia, constantemente fracasado. M. Heidegger lo utiliza como aliado para negar todo lo que hasta aquí había hallado la filosofía, que sólo eran seres, no ya el ser mismo, y por tanto sólo una desfiguración del ser. Esto y todavía mucho más se ha querido leer en Nietzsche. Y así se continuará sin duda, si no se toma la decisión de interpretar científicamente y sólo se quiere utilizar a Nietzsche como trampolín para las propias piruetas.

4. El fenomenalismo y sus variedades

Con el fenomenalismo volvemos a hallarnos en un terreno algo más firme. Se trata de apoyarse en los fenómenos perceptibles y verificables. Desde que Kant definió el conocimiento humano como intuición más pensamiento, se cree que esto basta para seguir el seguro camino de la ciencia. Se descarta la metafísica, se posterga la ética volviéndola a fundar empíricamente y se olvida completamente lo inteligible, al que Kant daba tanta importancia. En el fenomenalismo pervive sólo el Kant de la Crítica de la razón pura. De entre las numerosas variaciones vamos a destacar las direcciones positivista, empirista y neokantiana.

a) Positivismo francés y alemán

El padre del positivismo francés es Augusto Comte (1798-1857). Él crea ya la fórmula gráfica de esta filosofía, la fórmula del dato positivo como base segura de todo conocimiento científico. Aquí dato positivo significa: sensiblemente manifestado y sensiblemente perceptible. Sólo de esto se fía el espíritu crítico. Pero esto no lo halló el hombre como por ensalmo. Hubo una evolución que por fin acabó por descubrir este ideal. Comte distingue tres fases en la evolución del espíritu (ley de los tres estadios). La primera es la mitológico-teológica, en la que el hombre refiere el acaecer natural a superiores poderes personales (fetichismo - politeísmo - monoteísmo). La segunda fase es el período metafísico. Ahora se cuenta ya con fuerzas concebidas en abstracto, con esencias, naturalezas internas, formas, ideas. El hombre es todavía acrítico, pues todo esto eran puras creaciones de la fantasía. Sólo en la tercera fase, el llamado período positivo, conocen los hombres cuál es la naturaleza y la función de la ciencia. Ahora se limita el hombre a lo que «se da inmediatamente». Sólo esto es ya realidad y no fantasía. La instrucción para lo sucesivo es: Se destaca de los fenómenos lo que siempre es igual (formación científica del concepto) y se estudia luego el curso regular (formación científica de la ley). Tal es el camino de la ciencia. El concepto de lo dado pretendía ser crítica consciente del conocimiento, pero no lo era. En lo presuntamente dado se incluía mucho no dado, únicamente añadido. La mera afirmación de que sólo lo que aparece es la verdadera realidad, era ya metafísica. Pero esta convicción sólo se adquirió en el neopositivismo. Comte era además partidario de una religión «positiva», con sus sacramentos, sus fiestas y sus ceremonias. Su Dios es el grand être, la humanidad.

En cambio, otro notable positivista francés, Jean-Marie Guyau (1854-1888) quiere arreglarse sin religión ni metafísica. Sobre todo en ética. La ética no tiene que ver con deberes u otra clase de valores suprasensibles, sino sólo con la vida en la comunidad. Dentro de la comunidad el hombre se encuentra en una situación puramente «de hecho», por consiguiente también «más allá del bien y del mal». Se ha llamado a Guyau el Nietzsche francés. Y de hecho coincide con él en dar al concepto de vida una posición central. Con esto tuvo Guyau importancia para el moderno vitalismo, y en particular para Bergson.

También el positivismo alemán se cree en deuda con el dato sensible, la «realidad de experiencia»; se enfrenta contra la metafísica, sostiene la idea de la evolución y del progreso y quiere sustituir la religión por ciencia, arte y sociología. Frente al ideal general de experiencia de los demás positivistas y empiristas subrayaba especialmente la crítica epistemológica. Avenarius llama a su sistema empiriocriticismo y E. Mach asegura que no quiere ofrecer más que una metodología de las ciencias naturales y una psicología del conocimiento. A esta dirección pertenecen E. Laas (1837-1885), W. Schuppe (1836-1913), R. Avenarius (1843-1896), E. Mach (1838-1916) y otros.

b) Empirismo inglés y alemán

Que el empirismo inglés pueda mantenerse todavía en el siglo XIX, es cosa que se comprende sin dificultad. Es, por decirlo así, la filosofía del sentido común. En efecto, ¿quién no querría apoyar en la experiencia el conocimiento y la ciencia? Pero el empirismo inglés se mantiene en su forma original, tal como lo habían elaborado los siglos XVII y XVIII. Kant había querido corregirlo encauzando con sus formas a priori por carriles estrictamente necesarios lo que en la experiencia no pasa de ser verosímil. Pero esto no interesaba ya al empirismo del siglo XIX. Su divisa volvía a ser lisa y llanamente la realidad, lo que se puede ver y tocar y no es simple «posición» humana. Y en esto obtuvo gran éxito. Muchos filósofos, incluso de otras escuelas, se apresuraron a darle acogida asegurando que también ellos pensaban en forma realista y empírica. Es curioso que coincidan en esta creencia Mill, Spencer, los positivistas, Lenin y los neotomistas, lo cual prueba hasta dónde llegan las posibilidades de una palabra.

John Stuart Mill (1806-1873) considera como base de toda ciencia la percepción del momento. Según él esto es lo único que existe positivamente. No hay esencias objetivas, leyes intemporales, contenidos o actividades a priori de la inteligencia. A la ciencia sólo incumbe elaborar el material de experiencia, pero no conforme a reglas a priori, sino conforme a lo que arroja esa misma experiencia, y sólo la experiencia; es decir, la ciencia debe ser inductiva. Éste es su gran lema. Sobre ello escribe una Lógica. Ésta tiene por objeto mostrar cómo se puede proceder partiendo de las percepciones inmediatas. En efecto, no podemos detenernos en lo particular, sino que debemos llegar a lo universal que tiene carácter de ley. Esto había sido ya un problema para Hume; lo había abordado con sus leyes de asociación. Mill quiere resolverlo con su teoría de los pasos seguros del pensamiento, principalmente con su doctrina del razonamiento científico. Por eso el subtítulo de su Lógica (1843) dice expresamente que Mill quiere hablar de los fundamentos de la demostración y de la investigación científica. La obra tuvo mucha importancia, sobre todo para la metódica del experimento. Si la nueva técnica de la ciencia, tal como la diseñó Mill, llegó más lejos que Hume, es cosa que se puede dudar. La misma pregunta podemos hacernos acerca de su ética. Mill volvió a sostener cierto utilitarismo, como si nunca hubiera existido un Kant. El máximo de placer y el mínimo de dolor, tal es su regla incontrovertible.

Esta misma corriente sigue principalmente Herbert Spencer (1820-1903), el otro gran empirista del siglo XIX. Spencer es el representante de los dos lemas que este siglo asocia tan fácilmente al concepto de experiencia, a saber, la evolución y el progreso. Se entiende evolución total y progreso total. Su ética comienza ya con las amibas y lleva hasta los valores supremos, desde la mirada fiel de un perro a su amo, por ejemplo, hasta el valor de la fidelidad en sí misma. De ahí resulta incluso una filosofía de la historia. La historia es cultura y civilización, y tiene por objeto perfeccionar la existencia del hombre. Ni una palabra ya de idealismo y de su idea de moral, de imperativo de la razón y de mundo suprasensible. Perfeccionamiento de la pura existencia, ni más ni menos. Así pues, Marx y Engels, con su ideal paradisíaco del «pasto para la gran masa», para decirlo con Nietzsche, tenían ya un terreno fértil en el empirismo de viejo y nuevo cuño, no ya sólo en el materialismo francés.

Un representante del empirismo en Alemania digno de nota es Franz Brentano (1838-1917), eminente conocedor de Aristóteles y de la escolástica. Trató de llegar a un conocimiento seguro a base del concepto de evidencia, intentando así lograr desde la experiencia lo que Kant había perseguido a priori. A la misma tendencia pertenece C. Stumpf (1848-1836), conocido sobre todo como psicólogo.

c) Neokantismo y neohegelismo

No faltaron tampoco en el siglo XIX espíritus que comprendieron la falta de crítica que afectaba al materialismo y al utilitarismo, que se sentían ahítos de tanta apelación a la experiencia, y que al mismo tiempo se mostraban escépticos frente a las especulaciones de los idealistas. Por los años setenta Fr. A. Lange, K. Fischer, O. Liebmann y otros dieron la consigna: ¡Vuelta a Kant! La crítica volvió a ser el asunto capital de la filosofía, mucho más que en el positivismo, aunque éste se interfiere a menudo con estas tendencias. Se fue tan lejos en este sentido que el neokantismo se ha denominado muchas veces criticismo sencillamente. Por esta razón se mostraba marcado interés por lo puramente formal, por lo metódico, siguiendo en esto fielmente la tradición kantiana. Volvió a practicarse filosofía trascendental. Saber puro, voluntad pura, religión pura: tal era el lema. En consecuencia se declaró la guerra al psicologismo y a toda experiencia puramente de hechos, invocando las leyes trascendentales a priori, gracias a las cuales es posible la experiencia. Los objetos o entidades no son algo previamente dado, sino que todo es producido, naturalmente conforme a las reglas intemporales del espíritu. En algunos casos son muy marcadas las desviaciones de Kant. En Bruno Bauch, por ejemplo, la aportación de la percepción sensible y el papel de la idea (Bauch conoce «conceptos objetivos») se concibe casi como en Platón. El puro formalismo de los otros es también el punto débil de esta tendencia. Poco a poco vinieron a ser demasiado abstractos y faltos de contenido, demasiado intemporales. En Alemania adquirió rápidamente la escuela de los neokantianos notable prestigio. A fines de siglo se había impuesto en las cátedras. Entonces estaba el «método» a la orden del día. Un centro de esta tendencia era Marburgo, donde se mostraba especial interés por el ideal kantiano del conocimiento científico-matemático. A esta corriente pertenecen H. Cohen (1842-1918), P. Natorp (1854-1924), cuyo libro sobre Platón se lee todavía hoy con tanto provecho como la Historia de la filosofía antigua de R. Hönigswald (1875-1947); A. Liebert (1878-1946), E. Cassirer (1874-1945) con su amplia y erudita obra. El otro centro, la llamada Escuela de Baden, se interesaba más por el Kant de la razón práctica, concentrándose en las ciencias del espíritu y de los valores. W. Windelband (1848-1915), H. Rickert (1863-1936), E. Lask (1875-1915) y Br. Bauch (1877-1942) pertenecen a esta dirección.

También en Francia tuvo el idealismo renombrados adeptos, entre los cuales descuellan principalmente Ch. Renouvier (1815-1903), O. Hamelin (1856-1907) y L. Brunschvicg (1864-1944). De Hamelin poseemos importantes estudios de historia de la filosofía, algunos de ellos sobre Aristóteles. Brunschvicg es un pensador señaladamente sistemático. Sin duda alguna fue con Bergson y Blondel el mayor pensador francés de los últimos tiempos. Brunschvicg trata de continuar tanto a Kant como a Hegel se inspira también en Platón, Descartes y Spinoza, y en su filosofía de la religión está influido principalmente por Pascal. Su obra principal trata de la modalidad del juicio. ¿Qué entendemos cuando decimos «es»? Desde el punto de vista formal: necesidad o posibilidad; en cuanto al contenido: sencillamente nuestro mundo, pues esto es lo que significa el «es» de los juicios que formulamos. Fuera de esto no tenemos nada, ni podemos tenerlo. Lo que tenemos ante nosotros en el «es», es pensamiento, asociación trascendental, que diría Kant. No existen cosas en sí, y por eso filosofía es siempre filosofía del espíritu. Y tal es también la filosofía de la religión de Brunschvicg, donde por un momento podría parecer que, en una especie de ontologismo, fuera Dios mismo el con tenido de la filosofía. Se dice, en efecto: Dios es la cópula del juicio. Sin embargo, Dios mismo no es tampoco ninguna cosa en sí, que podamos conocer o amar. No es ni siquiera una idea, como todavía lo era en Kant. Es más bien el espíritu mismo, el cual es asociación, cópula, apercepción y deducción trascendental. Esto es también, naturalmente, religión «pura», que con no poca presunción se presenta como el tercer Testamento, que supera al Nuevo como éste había superado al Antiguo. En Kant era esto la religión de la razón, que había de interpretar todo lo histórico resolviéndolo en moral. En Hegel era esto la filosofía, a cuyo plano se trasladaba la religión.

El neokantismo fue, de hecho, una escuela de envergadura mundial. En todas partes hallamos representantes de ella. Todavía podríamos señalar en Inglaterra a H. Green († 1882) y E. Caird († 1908), en América a los llamados trascendentalistas, en Italia a A. Chiapelli († 1932), G. Gentile († 1944) y Benedetto Croce († 1952). En realidad estos dos últimos son más bien neohegelianos que neokantianos. De todos modos los límites de unos y otros se encaballan.

Entre los neohegelianos hay que citar en primer lugar a Croce. Escribió importantes obras sobre estética, lógica, filosofía práctica y filosofía de la historia. En estas cuatro esferas aspira a una síntesis de lo diverso (no de los contrarios, como Hegel) en una unidad que no ha de suprimir las diversidades, en lo cual se percibe cierto matiz positivista. Lo más interesante de todo es su síntesis de la estética, donde va a la cabeza de la reciente generación, y en su síntesis de la historia, donde sostiene cierta identidad de la filosofía y de la historia, puesto que la misma filosofía como acaecer histórico concreto es un devenir, y viceversa, el devenir que tiene lugar en la historia sólo se puede captar por medio de presupuestos conceptuales universales. La síntesis de todas las síntesis es según él el espíritu sin más. Éste es evolución infinita, es lo absoluto y ocupa el lugar de la religión, que en sus formas de manifestación histórica es sólo un estadio en la evolución del espíritu, mientras que éste constituye el verdadero infinito.

En Inglaterra se cuentan entre los neohegelianos Fr. H. Bradley († 1924), B. Bonsanquet († 1923), E. Mctaggart († 1925); en América J. Royce (1855-1916); en Alemania A. Lasson († 1917), R. Kroner (1884) y los filósofos del derecho J. Binder († 1939), K. Larenz (1930), W. Schönfeld (1888) y otros.

d) Pragmatismo

También el pragmatismo quiere mantenerse en el mundo de los fenómenos. Pero no se contenta con describirlos y examinarlos críticamente conforme a leyes lógicas o trascendentales, sino que quiere dominarlos y hacerlos manejables al hombre, para que éste se sienta bien en el mundo y pueda cada vez sentirse mejor. El pragmatismo es, pues, filosofía práctica. Lo que esto significa lo hemos notado ya a propósito del materialismo dialéctico. También él quiere ser filosofía práctica, por lo que no es muy grande la distancia entre las dos escuelas. De todos modos, el pragmatismo respeta la libertad del individuo, y en ello se distingue esencialmente del materialismo dialéctico.

Propiamente procede el pragmatismo de uno de los promotores del neokantismo, a saber, Fr. A. Lange. Éste defendía la religión frene al materialismo diciendo que lo que interesa saber no es qué es verdadero y qué falso, sino sólo qué necesita el hombre, y en esta necesidad fundaba el valor de la religión como el de los ideales en general. Esto es ya pragmatismo. Sus principales representantes fueron W. James (1842-1910), F. C. S. Schiller (1864-1937) y, últimamente, el destacado filósofo y pedagogo americano J. Dewey (1859-1952). Del primero es este dicho estimulante que ilumina toda la cuestión con un fulgor de relámpago:

Al fin y al cabo, nuestros errores no son cosas tan terribles. En un mundo en el que, pese a todas nuestras precauciones, no podemos evitarlos, cierta dosis de despreocupación y ligereza es cosa más sana que una excesiva ansiedad.

En la práctica será a menudo oportuno seguir esta receta. Pero como principio significaría renunciar a la verdad y regirse por el propio deseo. Mas por encima de todo «yo quisiera» o «yo necesito» está lo verdadero y recto, y lo que es un deber para el hombre. La verdad no puede, como pretende el instrumentalismo de Dewey, convertirse en simple instrumento y símbolo de nuestras exigencias y necesidades. Por encima de toda oportunidad subjetiva está la verdad objetiva. Sólo dentro de los límites de la verdad y del derecho se puede buscar el perfeccionamiento de la existencia. El mero desear proviene sólo de desorden y conduce a él.

5. Metafísica inductiva

Por mucho que se recalque el fenomenalismo, el siglo XIX no puede todavía prescindir de metafísica. Ésta, sin embargo, tiene un cariz especial en armonía con los tiempos: viene a ser metafísica inductiva. En este sentido hay que mencionar a Fechner, Lotze y E. v. Hartmann.

Gustav Th. Fechner (1801-1887) trata de llegar en la metafísica a una configuración de la fe religiosa que no sea mera construcción conceptual al servicio de tal o cual pragmatismo, sino que sin renunciar al pensar crítico y a la conciencia científica pueda también admitirla el hombre de ciencia. Su metafísica debe ser ideológica que capte el conjunto de la realidad. Debe partir de la experiencia, debe ser inductiva, pero luego conducir más allá. Aquí no se trata de trascender la experiencia sensible como pretendía la metafísica clásica, que, una vez conocida una estructura ideal dentro de una visión del mundo sub specie aeterni, decía: Así es y así será siempre. Se trata más bien de anticiparse a ulteriores resultados de una experiencia aún no tenida, para no tener que pararse a mitad de camino. Persiste, pues, una vinculación a la experiencia sensible, y sólo mediante generalización y razonamientos de analogía se anticipan hipotéticamente sus resultados. No se dice, pues: Así será siempre; sino: Probablemente seguirán las cosas de esta o de otra manera. El metafísico inductivo es por tanto, en el fondo, empirista. Sin embargo, como enfoca la totalidad del ser, puede con cierto derecho hablar de metafísica. La forma inductiva que le dio Fechner se ha practicado también bastante en el siglo XX. Por lo demás, Fechner contrajo grandes méritos en el campo de la psicología, que trató igualmente con métodos científicos, interpretándola en el sentido del paralelismo psicofísico.

Hermann Lotze (1817-1881) se ocupa igualmente de metafísica, pero rechaza los límites trazados por Kant y vuelve más bien a Leibniz, llegando como éste a cierto panpsiquismo. Mantiene el pensamiento causal propio de las ciencias naturales, pero incorporándolo a un superior complejo de sentido y de fin. Mientras Kant admitía como posible, aunque no reconocible, tal subordinación, Lotze la defiende diciendo que, dada la fundamental conexión del mundo, toda causalidad debe estar incluida en una causalidad universal, que él concretaba en un Dios espiritual y personal. También en otros puntos importantes se aventuró Lotze más allá de Kant, por ejemplo, en lo que concierne al concepto de substancia, a la interacción entre cuerpo y alma, al libre albedrío. En su ética es uno de los fundadores de la moderna doctrina de los valores. Valores son para él vigencias objetivas, algo así como las ideas platónicas, que Lotze interpretó del mismo modo.

E. von Hartmann (1842-1906) profesa un sistema que, como él mismo dice, es una síntesis de Hegel y Schopenhauer con predominio decisivo del primero, inspirada en la teoría de los principios contenida en la filosofía positiva de Schelling y en el concepto del inconsciente del primer sistema del mismo Schelling. A esto se añade todavía un individualismo de origen leibniziano y una serie de tesis importantes del empirismo moderno. Precisamente por esto se puede incluir a Hartmann entre los metafísicos inductivos. Lo que más le dio a conocer fue su doctrina del inconsciente. Es un absoluto cósmico, es espíritu universal, es la substancia sin más. Siguiendo a Schopenhauer pone Hartmann sus atributos en la voluntad infinita y en la representación infinita. La voluntad es impulso irracional, la representación o el intelecto, idea impotente; dos pensamientos que fueron recogidos por Scheler. Siguiendo también a Schopenhauer, se da a la existencia una interpretación pesimista. No ser sería mejor que ser. Misión de la ética es imponer esta convicción para llegar a liberarse de la voluntad de existir. Por consiguiente, la religión del futuro ha de ser una mezcla de budismo y cristianismo.

6. Neoaristotelismo y neoescolástica

Junto a la metafísica inductiva conoce también el siglo XIX la metafísica clásica. Está representada por los neoaristotélicos y los neoescolásticos.

En cabeza de los neoaristotélicos se halla A. Trendelenburg (1802-1872). Aportó notabilísimas contribuciones a la filosofía de Aristóteles y no sólo a la historia, sino también a la sistemática del aristotelismo. No se dejó guiar por lo nuevo o lo novísimo, sino que su pensamiento estuvo orientado siempre hacia lo eternamente verdadero, como el artista tiene puesta la mira en lo eternamente bello. No es preciso, decía, que cada pensador empiece desde el principio para inventar cada vez una filosofía completamente nueva. La filosofía, en sus líneas generales, está ya encontrada

[…] en la concepción orgánica del mundo fundada por Platón y Aristóteles, desarrollada a partir de ellos y capaz de ulterior desarrollo y perfeccionamiento, con una investigación más profunda de los conceptos fundamentales y de los aspectos particulares, y mediante un fecundo intercambio con las ciencias empíricas.

Trendelenburg entreveía tales filosofemas intemporales en la idea de la finalidad, en el concepto del todo orgánico, en el del espíritu y sus leyes orgánicas, en la consumación del espíritu en un espíritu divino del mundo y en un derecho eterno, que domina como norma y criterio objetivo por encima de todo derecho positivo. El derecho natural en la base de la ética reza el título de sus más célebres escritos. Discípulos de Trendelenburg fueron F. Brentano, G. von Hertling, O. Willmann, G. Teichmüller, R. Eucken.

Willmann y Hertling sirven de enlace con la otra escuela, que cultiva igualmente metafísica clásica, el grupo de los neoescolásticos. Éstos empalman directamente con la edad media, los unos con santo Tomás de Aquino, los otros más bien con san Agustín y san Buenaventura, pero todos ellos, y sobre todo los primeros, vuelven a remontarse a Aristóteles. El conocimiento del arraigo de la filosofía de Aristóteles en el pensamiento de Platón, que dio nuevo impulso a todo el espíritu de la neoescolástica, sólo se fue imponiendo gradualmente y todavía tropieza con dificultades, dado que el aristotelismo se convirtió en divisa y consigna de escuela, y el conocimiento de Platón en estos círculos es verdaderamente menguado. La neoescolástica surgió en el siglo XIX en vista de diversos excesos de la filosofía moderna. Como había habido una consigna de «¡Vuelta a Kant!», así hubo también la de «¡Vuelta a los clásicos de la Escuela!». En España había comenzado ya Balmes († 1848), al que siguió Ceferino González († 1895). En Italia Liberatore († 1892), en Austria K. Werner († 1888), en Francia Domet de Vorges († 1910), en Alemania C. von Schäzler († 1880), J. Kleutgen († 1883), A. Stöckl 1895), K. Gutberlet († 1928). Los más importantes centros científicos de la neoescolástica fueron desde un principio el Instituto Superior de Filosofía de Lovaina, fundado por el que luego fue cardenal Mercier († 1926), que en sus orígenes se había concentrado exclusivamente en el tomismo, pero actualmente trabaja en todas las direcciones; el centro franciscano de Quaracchi, que, marcado desde un principio por la tradición agustiniana, hoy día ha alcanzado un rango de primer orden, aunque no sea más que por sus ediciones científicas, verdaderos modelos en su género.

La neoescolástica se presenta bajo dos formas, una histórica y otra sistemática. A la dirección histórica con sus ediciones y estudios debemos el haber vuelto a conocer la edad media, disipando las tinieblas que habían obscurecido su pensamiento a causa de los prejuicios y ataques de la Reforma y de la Ilustración y de la barata glorificación que le había deparado el prematuro y efímero entusiasmo del romanticismo. En la primera época los estadios, principalmente en la escuela de Baeumker y de Grabmann, se habían orientado hacia la historia literaria y sólo parcialmente hacia la historia de las ideas. Ahora ya, basándose en el conocimiento de la filosofía moderna y en su enfrentamiento con la misma, deben ocuparte también con la historia de los problemas. Esto sería por lo pronto un gran enriquecimiento del pensar filosófico, pero además se demostraría así que los grandes de este tiempo son tan actuales como los del pasado. Entre los neoescolásticos, los llamados sistemáticos se interesan por una filosofía que se suele llamar filosofía perenne o intemporal (philosophia perennis) porque pone empeño en destacar lo permanente y eternamente verdadero de entre muchas y variadas teorías filosóficas. De esta filosofía forman parte, entre otras, las siguientes tesis: Hay verdad en general y existen verdades eternas; el conocimiento del hombre está condicionado subjetivamente, pero no es pura subjetividad relativa, sino que está orientado hacia el ser mismo, por lo cual tiene un lado objetivo que domina la subjetividad; el ser mismo es por consiguiente cognoscible; se puede distinguir entre ser creado e increado, substancia y accidente, esencia y existencia, acto y potencia, ejemplar y copia, estratos del ser corpóreo, viviente, anímico y espiritual; el alma del hombre es inmaterial, substancial, espiritual e inmortal; por esto se distingue el hombre substancialmente del animal; moralidad, derecho y Estado se basan en normas eternas, si bien sólo pueden hallarse a través de la subjetividad de los hombres; causa primera del ser, de la verdad y de los valores, es el Dios trascendente. En el desarrollo en detalle hay grandes diferencias, como también en cuestiones fundamentales, como sucede siempre en filosofía. Carece de sentido negar sin más y a priori la originalidad a los neoescolásticos, suponiendo que todos dicen lo mismo, pues esto sucede en todas las escuelas. Los neoescolásticos no dicen lo mismo exactamente como no lo dicen tampoco los neokantianos, los empiristas o los fenomenólogos. También se les reprocha en ocasiones el tener un «punto de vista». Pero punto de vista lo tienen también igualmente los otros. Lo que aquí importa es cómo ha surgido el punto de vista: si se ha recibido prestado de fuera, se acabó el verdadero filosofar; pero si se ha hallado libre y autónomamente, entonces este punto de vista es precisamente lo que constituye una posición o dirección filosófica, cosa que ha habido siempre desde que hay filosofía. Una vez sentado esto, debe quedar todo abierto; del mismo modo que se puede llegar a una filosofía escéptica, atea o marxista, así también se puede llegar a una filosofía objetiva, teísta y, como demuestra el idealismo alemán, también a una filosofía cristiana. No se puede decidir en general lo que hay aquí de auténtico o de falso. Todo depende del caso particular y, de todos modos, hay que ver si en cada caso se piensa con libertad y autonomía. Este modo personal de pensar es lo que constituye la filosofía. Funcionarios obedientes a sus superiores no es lo que más nos falta en nuestro tiempo, y no sólo en un campo, sino en todos.