CAPÍTULO PRIMERO

EL RENACIMIENTO

Con el Renacimiento comienzan nuevos tiempos. Todo está en movimiento. Se ensayan todas las direcciones: renovación de lo antiguo, vuelta a lo nuevo, exaltación por grandeza conseguida y recaída en la duda; ya se espera todo de la clara razón, ya se vuelve a poner la esperanza en los misterios de la naturaleza y en la fuerza del destino; ora se aclama al hombre como a un segundo Dios, ora el hombre se declara incapaz de olvidar al Dios verdadero.

En los mismos comienzos del Renacimiento nos encontramos con lo que ha dado el nombre a la época: el renacimiento de lo antiguo. El empuje exterior lo da el contacto de Oriente y Occidente en los concilios unionistas de Ferrara y Florencia (1438), así como la inmigración en Italia de numerosos sabios procedentes de Bizancio, perdida para Occidente en 1453. Pero la misma ciencia medieval había ya suspirado, en sus adentros, por las fuentes genuinas. Ya en 1440 había surgido en la Florencia de los Médicis una nueva Academia platónica que no tardó en brillar con nombres destacados: Pletón, Besarión, Ficino, Pico della Mirándola. Vuelve a haber platónicos, pero también aristotélicos, estoicos y epicúreos. El humanismo desentierra todo lo que es antiguo. Y no sólo los libros; también el espíritu de la antigüedad, el espíritu pagano es resucitado a nueva vida. Se rebaja el cielo hasta la tierra. El hombre es «Dios en la tierra». Mientras todavía Dante había diseñado un orden metafísico y trasmundano, el ser y lo que debe ser, ahora el hombre es descrito tal como es, con sus lágrimas y sus risas, con lo que tiene de grave y lo que tiene de ridículo; cualquier cosa, con tal que sea «humana», merece ser objeto del arte y de la filosofía. En comparación con la edad media es éste realmente un espíritu nuevo. Compárese en cambio con el Cusano, para quien también es el hombre la medida de todas las cosas, pero sin olvidar al mismo tiempo que el Dios trascendente es la medida última y primordial.

De otro estilo, aunque también típico del Renacimiento, es la propensión a los misterios y a los saberes arcanos, a la alquimia y a la magia, a la cabalística, a la teosofía y al ocultismo. Paracelso (1493-1541) era un místico y mago de la naturaleza; su filosofía era una especie de doctrina secreta reservada a los adeptos, que están en contacto con los espíritus elementales y los pueden conjurar, como el doctor Fausto. Reuchlin, Agripa de Nettesheim, Tritemio son declaradamente ocultistas; a Franck, Schwenckfeld, Weigel y Jakob Böhme se les pone la etiqueta de visionarios y, sin embargo, todos ellos significaron algo en sí y para la posteridad. Paracelso era un gran médico, insistía en la importancia de la experiencia y del conocimiento concreto de la naturaleza, pero no se recluyó en lo parcial, sino que vio al mismo tiempo, y quizá todavía más, la importancia del conjunto, de la unidad del todo, en el cuerpo y en la vida del hombre, en la naturaleza y en el mundo. En algunas cosas es un como precursor de Leibniz. Los llamados «iluminados» son unos exaltados, pero su filosofía de la religión dio no poco que pensar a los reformadores. Jakob Böhme filosofa en una zapatería, pero su reflexión sobre lo que uno considera su propio yo personal y que acaso no sea sino el uno-todo, como también sus especulaciones sobre las cualidades y las «madres», sobre el bien y el mal y sobre el llamado «sin fondo» de todo (y sobre otras muchas cosas), vuelve a cobrar vida en Baader, Schelling y Scheler.

Como mérito especial del Renacimiento se ha celebrado siempre el nacimiento de las modernas ciencias de la naturaleza. Como sus precursores se citan algunos filósofos italianos de la naturaleza, sobre todo Giordano Bruno (1548-1600), que fue, más que un investigador, un bardo de la doctrina del uno-todo. Los verdaderos progresos son los de Copérnico († 1543), Kepler († 1630), Galileo († 1642) y Gassendi († 1655), seguidos algo más tarde por Boyle y Newton. Se suele designar su método como estudio empírico-inductivo y mecánico-cuantitativo de la naturaleza. Gassendi renovó el atomismo, Newton reducirá a leyes la mecánica. La atención se pone ahora a la observación de los fenómenos: se registran, se analizan sus diferentes factores, se señalan los decisivos y se reducen a una fórmula matemática que explica en su núcleo el hecho total y a la que finalmente se atribuye vigencia general, es decir, se la considera como ley natural científica. Los factores son todos de índole cuantitativa, se pueden designar con expresiones matemáticas, su curso es automático-mecanicista. Los resultados de este método fueron grandiosos. En ellos se funda la técnica moderna, a la que Francisco Bacon (1561-1626), el filósofo del método empírico, había profetizado: «Saber es poder», cosa que hoy estamos experimentando, para bien y para mal. La ciencia de la naturaleza necesitará siempre la filosofía, su metafísica y su ética, si quiere llegar a dominar los poderes que ha conjurado.

Ciertamente la idea del poder fascinó en un principio, no sólo en la física, sino también en la nueva idea del hombre y del Estado, que no cesó de desarrollarse en el Renacimiento. Prueba de ello es Maquiavelo (1469-1527). Su filosofía del hombre, del derecho y del Estado es una consideración mecánica-cuantitativa de la naturaleza. Su libro El príncipe es una instrucción sobre la jugada que es oportuna en cada concreta situación de las fuerzas políticas. Los hombres son en todo caso cuantos de poder, y el príncipe es también una magnitud de poder. Así, si quiere mantenerse ha de tener más poder que su adversario. De esto depende todo. Para el príncipe es ciertamente una ventaja el tener a su favor la apariencia del derecho y de la religión. Pero si no los tiene, no debe retroceder ante ninguna medida. Si los hombres son malos, no queda otra salida que ser uno también malo y, si es necesario, aún peor.

Un rayo de luz en estas tinieblas es Tomás Moro (1480-1535), fino humanista, idealista y santo. En su Utopía traza el retrato de su pueblo insular, retrato hecho de ironía y caricatura para que resalte mejor la figura verdadera e ideal. Maquiavelo hubiera replicado que no hay que preguntar lo que debe ser el hombre, sino lo que en realidad es, pues de lo contrario se sale perdiendo. De hecho Tomás Moro salió perdiendo. Pero este realismo que no quiere saber nada de lo que debe ser ¿no es la verdadera razón del desasosiego del hombre moderno?

Otro rayo de luz es Hugo Grocio (1583-1645), uno de los clásicos del derecho de gentes y del derecho natural. Su gran obra sobre el derecho de la guerra y de la paz es un compendio del derecho y de la filosofía del derecho. Sin embargo, lo más estimable en Grocio es sin duda su tentativa de establecer frente al derecho positivo y a la actuación del poder una teoría del derecho natural que garantiza la dignidad y la libertad del hombre mediante el recurso a un derecho que es superior a toda legislación humana. Es una tentativa meritoria, a pesar de las reservas con que la hace Grocio, sobre todo en cuanto al derecho a la resistencia, y a pesar de lo frágil que pueda ser su concepto de naturaleza.

En el Renacimiento pervive todavía la escolástica. Sería un error dejarse ofuscar por los aspectos más llamativos del período y no ver aquella filosofía que durante el reinado de Carlos V dominó gran parte de las universidades, aun sin contar las escuelas conventuales y los seminarios eclesiásticos. Un tanto paralizada por el nominalismo, no había tardado la escolástica en rehacerse y renovarse, principalmente en España y Portugal, en las universidades de Salamanca, Alcalá y Coimbra. Se puede con razón hablar de una nueva escolástica. En el centro del movimiento se hallan dos dominicos, Tomás de Vio Cayetano († 1534) y Francisco Silvestre de Ferrara († 1528), como también el jesuita Francisco Suárez († 1617). Los tomistas no tienen simpatía a este último porque negó la distinción real de la esencia y la existencia. Otros pretenden que su explicación del conocimiento a base de una abstracción de la experiencia sensible entendida en una forma sensualista contribuyó a la expansión del nominalismo. Sea de ello lo que fuere, era ciertamente uno de los hombres más doctos de la filosofía escolástica, y sus dos grandes obras, las Disputationes metaphysicae y el tratado sobre las leyes, son de lo mejor que se ha escrito en filosofía.

La producción de los grandes escolásticos fue popularizada en la filosofía de las escuelas desde el siglo XVI hasta el XVIII, y casi de la misma manera en las universidades católicas y en las protestantes, así como en los centros menores de estudios filosóficos y teológicos de los jesuitas del sur de Alemania, como Ingolstadt, Eichstätt, Ratisbona, Bamberga, Wurzburgo.