Kant fue sólo «tres cuartos de cabeza», dijo Fichte (1762-1814), porque no pensó hasta el fin su gran concepción del poder creador del espíritu humano; dejó todavía subsistir a la cosa en sí, le permitió enviar estímulos a la facultad de representación y puso al espíritu en dependencia de ella. Kant fue todavía poco crítico y demasiado dogmático. Sus categorías siguen siendo formas trascendentes del ser y no pura espontaneidad de la mente. Con ello pierde el espíritu su libertad. En definitiva sólo existen dos filosofías, el dogmatismo y el idealismo. Sólo este último hace al hombre completamente libre. No es posible pronunciar una decisión teorética entre ambas filosofías. No es posible demostrar o refutar un punto de vista o el otro. En último término, todo depende de la acción personal. «De la clase de filosofía que uno elige depende la clase de hombre que uno es». Fichte quería ser libre; por eso optó por el idealismo de la acción. El espíritu cuenta en Fichte mucho más que en Kant. En éste era todavía algo así como un demiurgo platónico, que de la materia preyacente modela un mundo. En Fichte es lo que el Dios de la Biblia; crea un mundo de la nada, puesto que sólo existe el yo del espíritu. Mediante este yo surge el mundo.
El cómo del origen del ser lo muestra Fichte en su teoría de la ciencia; en efecto, la ciencia tiene el mismo origen que el ser. En otro tiempo la filosofía ponía en la sensibilidad el comienzo del conocer y del saber. De fuera venían las representaciones, con ellas enlazaba el pensamiento y con éste a su vez la razón. Ello significaba, para Fichte, que el hombre dependía de algo y perdía su libertad. Por eso Fichte cambia de táctica. Según él, a la conciencia le basta mirarse a sí misma y recapacitar sobre los presupuestos de su propia posibilidad. Lo primero con que uno topa es la propia «yoidad», el puro yo, conforme al «Yo pienso» de la apercepción trascendental de Kant. Con esto puede ya el hombre decir: Yo soy yo (tesis). Pero como un yo no se puede pensar sin un no-yo, de la misma manera que no se puede pensar una izquierda sin una derecha, tenemos ya frente a nosotros lo que luego podrá venir a ser mundo (antítesis). Y como ambas cosas, posición y contra-posición, han tenido lugar en nosotros mismos, los dos pasos están desde un principio reunidos en un tercero: en la supresión de la contradicción y en la unidad de un yo superior (síntesis). Este triple paso dialéctico se convertirá, en el idealismo alemán, en un esquema de pensamiento indispensable para pasar, tanto en el pensar como en el ser, del uno al múltiple, al mismo tiempo que lo múltiple, la diversidad, se resuelve en una unidad, establecida, en último término, en la conciencia o en el espíritu. Decimos en el pensar y en el ser, puesto que eliminando una inconsecuencia de Kant y dando la última mano a su pensamiento, se cree haber visto que esta dualidad es sólo aparente y que en el fondo mismo sólo se expresa una cosa: la dialéctica del espíritu, que aparece ora como pensar, ora como ser.
En Fichte se ahonda todavía más en este mismo espíritu, al que se reconoce como acción efectiva. Así la teoría de la ciencia se convierte en él en teoría de la moral. Su dialéctica no es análisis de ideas, como, por ejemplo, en Platón, sino acción progresiva. El «En el principio era el Logos» lo traduce él por «En el principio era la acción». La misma posición del yo es ya acción, causalidad y realidad. Y todo lo real, la naturaleza toda es acción nuestra; más exactamente: es nuestro deber, pues la acción es a su vez acción pura, voluntad pura. Ya en la ética de Kant nada era bueno en el mundo sino la pura voluntad, y así también en Kant la voluntad era creadora. En Fichte esta creatividad se aplica no sólo a la ética, sino a la totalidad del ser. Todo ser, toda realidad son ser y realidad sólo por nuestra acción y nuestra fe en el deber. El puro saber, tal como lo enfocaba Descartes, podría dudar de todo. Ninguna intuición, ninguna percepción, ningún ser podría subsistir. Todo en el mundo podría en definitiva ser un sueño. Sólo nuestra voluntad y su fe en el deber crean un fundamento sobre el que se sustentan nuestro saber del mundo y con ello la realidad misma del mundo. Pero al mismo tiempo en la pura voluntad reconocemos que esta realidad no es la sensible, espacial y temporal. Ésta existe pero es algo de primer plano que se debe superar. En efecto, una realidad que sólo es materia y se limita a colmar el espacio, un mundo en el que uno se instala cómodamente, dominando la naturaleza y convirtiendo la tierra en un paraíso, sería después de todo, piensa Fichte, indigna del hombre. Nacer para llevar una buena vida y luego morir después de procrear hijos que a su vez se sienten felices, pero deben también morir, y así indefinidamente, sería un embrutecimiento sin sentido. Procede más bien dar a la existencia sensible una forma superior, elevándola a una existencia suprasensible, que es más que pura materia, poder y goce, y que reside en lo eterno y divino. Y no sólo en ultratumba, sino ya desde ahora esta existencia superior debe convertir al hombre en hombre verdadero, eterno, divino. Sobre todo en sus primeros tiempos, pero todavía en el Fichte maduro, lo divino nace del recto obrar: la religión es exclusivamente moral, la revelación es pura fe racional en el sentido kantiano, Dios es, todavía más que en Kant, mero pensamiento humano, tesis que valió a Fichte la acusación de ateísmo.
Sin embargo, en los últimos años de Fichte, precisamente en su pensar de lo suprasensible, en el concepto del deber como voz de Dios, así como en el concepto de lo divino como amor de Dios en sentido del evangelio de san Juan, se echa de ver que junto al yo hay un no-yo realmente trascendente, que en un principio se nos da a conocer a través de nuestro yo, pero que en su modo diferente de ser es eso superior que necesitamos si queremos ser perfectamente «yo». «Todo lo superior y elevado debe querer insertarse a su manera, en la actualidad inmediata, y quien verdaderamente vive de aquello superior, vive también en esta realidad».
Fichte había dicho que sólo hay dos filosofías posibles, el dogmatismo, que admite cosas en sí, y el idealismo, para el que sólo existen contenidos de conciencia. Entre ambas había que elegir. Schelling (1775-1854) no elige, sino que sostiene los dos puntos de vista. Ve cómo el sujeto exige el objeto, pero no un objeto engendrado por el sujeto, sino un objeto real, y cómo, viceversa, debe haber un camino que lleve del objeto al sujeto, pues todo lo que carece de conciencia tiende a hacerse consciente.
Nuestro corazón no se satisface con la simple vida del espíritu. Hay algo en nosotros que reclama una realidad esencial […], y como el artista no descansa en la idea de su obra, sino sólo cuando ha llegado a la realización corporeizada, y todo el que está inflamado por un ideal quiere plasmarlo o hallarlo en forma corporalmente visible, así la meta de todo anhelo es la perfecta traducción corpórea, como destello y copia de la perfecta forma espiritual.
Pero resplandor de lo espiritual es también la naturaleza, como también la conciencia. Por eso Schelling se mantiene idealista, pero idealista objetivo, dado que desde un principio hace que la conciencia se rija por algo que no es puesto por ella. A la acción del yo subjetivo de Fichte contrapone la naturaleza, a la religión dentro de los límites de la mera razón, la religión positiva, a la idea racionalista de Dios, el Dios que avanza por la historia, el Dios del mito y de su revelación histórica. Pero también Schelling está dominado por una secreta tendencia a reducirlo todo, incluso la revelación y la historia, en último término a un saber superior, casi gnóstico.
La filosofía de Schelling toma cuerpo a consecuencia de su ruptura con Fichte. En su filosofía de la naturaleza ésta no es ya producto del yo operante, no es ya mero objeto del deber. La naturaleza existe más bien anteriormente, es algo que tiene consistencia, algo de una riqueza infinita, y precisamente esta riqueza demuestra su objetividad y su ser otra cosa que el yo. Aquí no sólo podemos obrar, sino que debemos también admirarnos, aprender, enriquecernos. Pero la mayor realización de Schelling en su filosofía de la naturaleza no fue quizás esta ruptura con el idealismo subjetivo, sino su convicción de que la naturaleza está llena de vida. Kant, en su doctrina de las categorías, carecía de órgano para la naturaleza viva. Esta doctrina de las categorías era una visión matemática y mecanicista de la naturaleza. En su crítica del juicio introduce Kant la idea del fin, pero lo hace —restringiendo nuevamente la idea— porque sólo a ésta es dado ser un principio regulativo. En cambio, en Schelling la vida y el alma son principios ónticos constitutivos de la naturaleza. Y además en su última profundidad descubre Schelling también el espíritu.
La llamada naturaleza no es por consiguiente otra cosa que inteligencia inmadura, por lo cual en sus fenómenos asoma ya, todavía inconsciente, el carácter inteligente. Pero la meta suprema […] la alcanza la naturaleza sólo mediante la última y suprema reflexión sobre sí, que no es otra cosa sino el hombre o, más en general, eso que llamamos razón; en efecto, por ésta vuelve la naturaleza plenamente a sí misma, y resulta claro que en su origen la naturaleza es idéntica con lo que conocemos en nosotros como inteligencia y consciente.
La naturaleza es ahora, como la planta arquetípica de Goethe, «una forma impresa, que se configura viviendo». En el terreno de tal filosofía de la naturaleza se puede decir con toda razón: «Ahora todo tiende a superarse con audacia divina; el agua, infructuosa, quiere reverdecer, y todo polvillo se cubre de vida». La naturaleza es, pues, vida, alma; en definitiva, un camino hacia el espíritu. Y viceversa, también desde el espíritu se puede llegar a la naturaleza. Schelling siguió este camino en su Filosofía trascendental, el paralelo de su filosofía de la naturaleza, mostrando ahora, análogamente a Fichte, cómo desde el sujeto se hace visible el objeto, desde el espíritu la naturaleza en forma de realidad. Pero no surgen como posiciones del yo, sino que se descubren como una correlación en el sentido y en el fondo del espíritu, del mismo modo que en el fondo de la naturaleza había hallado Schelling el espíritu como su contrapartida.
De lo dicho resulta ya que la naturaleza y el espíritu son idénticos en el fondo. Que la naturaleza es, en el fondo, espíritu, y el espíritu es, en el fondo, naturaleza, constituye el tema de la Filosofía de la identidad de Schelling. El sujeto es objeto, la realidad es idealidad, la naturaleza es espíritu visible, el espíritu es naturaleza invisible: tal es ahora el lema. ¿No nos hallamos otra vez con el primer Fichte? ¿No asoma aquí una tentativa más atrevida de identificación, la coincidencia de todo lo múltiple con el uno, el absoluto, es decir, del mundo con Dios? Schelling se dio cuenta del peligro y quiso evitar una identificación que eliminara la alteridad, el ser de otra manera. Pero su intento de hacer que resultara visible lo idéntico en lo no idéntico sin acogerse a una dialéctica que borrara todos los claros contornos lógicos era demasiado forzado y no podía menos de naufragar en lo incomprensible.
Para el Schelling de la filosofía de la naturaleza, como para el de la filosofía trascendental, era el mundo una obra de arte divina. En su Filosofía del arte hizo consistir lo bello en que lo infinito desciende en forma visible a lo finito, convirtiéndose lo finito en símbolo de lo infinito, en una unidad de cuerpo y alma, de naturaleza y espíritu, de ley y libertad, de individualidad y vigencia universal. Exactamente esto era también para él el mundo. En cierto modo se trasluce siempre aquí la doctrina de las ideas platónicas.
Este optimismo fue cediendo más y más a partir de su época de Wurzburgo. En su Filosofía de la libertad y de la historia aparecen ahora cada vez más elementos irracionales: una voluntad oscura y desconcertante; una individualidad que no quiere encajar en el todo y resulta incomprensible; una absurdidad que acompaña a la historia en su camino; una maldad que, cual abismo sin fondo, ensombrece incluso el fundamento de todas las cosas, a Dios, y que como una caída original es culpable de todos los trastornos del mundo. Pero a través de todas las vicisitudes y calamidades ha de purificarse todo, y la historia del mundo y Dios llegarán a ser lo que deben ser, el triunfo de la luz sobre las tinieblas. La filosofía positiva había de tener en cuenta lo individual, factual, puramente histórico, no racional. Había de aportar lo nuevo que Schelling, frente al idealismo corriente, quería ahora destacar, porque ahora lo concreto había de ser más poderoso que lo universal y conceptual.
De hecho también ahora pugna Schelling por lo universal con su fuerza que todo lo ilumina. Pero lo busca con un saber que con razón se ha llamado gnóstico y que la posteridad se ha negado a seguir. Schelling se perdió en lo inmensurable, como el espíritu de Fausto.
Sin embargo, en un principio tuvo Schelling gran resonancia, principalmente entre los románticos, como G. Carus, Franz von Baader, Federico Schleiermacher, Fr. H. Jacobi y otros, hombres todos a quienes el sentimiento, la intuición, la tradición y la fe les atraían más que el mero pensar conceptual. En cierto modo parece ser que este espíritu era una manifestación de la época, pues también en Francia se acusan corrientes análogas, por ejemplo, en Bonald, Bautain, Bonetty, Ventura y Lamennais.
En Hegel (1770-1831) alcanza su punto culminante el idealismo alemán. Con una universalidad asombrosa del saber, una auténtica profundidad metafísica y una potencia de pensamiento singularmente radical, trata Hegel de presentar la totalidad del ser como una realidad espiritual y una creación del espíritu. El Logos no era sólo «al principio», sino que «siempre es», lo crea todo y lo es todo, sin dejarse turbar por la materia, ni por lo individual ni por la libertad. Pero hay más. No es sólo que nosotros conozcamos la soberanía del Logos: el Logos mismo conoce en nuestro conocer. La filosofía de Hegel es un idealismo absoluto, un panlogismo, el desarrollo de la historia del Logos en la naturaleza y en todas las fases de la historia del mundo, a fin de que pasando por todo esto lleguemos a él y veamos lo que es él en su totalidad. Hegel se siente a sí mismo como el coronamiento de todas las tentativas de considerar al mundo sub specie aeterni (bajo el aspecto de lo eterno), desde la idea del Logos de Heraclito, pasando por Platón, Aristóteles, san Agustín y la alta edad media, hasta la fórmula de Spinoza Deus sive substantia sive natura. Hegel quiere ser todo esto y al mismo tiempo nada de ello, pues en su camino va desapareciendo cada una de estas etapas y sólo el todo constituye todavía la verdad.
a) El punto de partida
La filosofía de Hegel tiene su punto de partida allí donde Kant se había detenido prematuramente, en la cosa en sí, en el objeto, el material de las formas a priori. Hegel reconoce que las formas del objeto del conocimiento quedan a merced de la espontaneidad del espíritu. Pero inmediatamente pregunta: Un objeto así entendido ¿es realmente objeto? Y responde: Aunque nos pertenezcan las categorías, no se sigue de ello que sean algo exclusivamente nuestro y no a la vez estructura de los objetos mismos. Si Kant ve sólo uno de los lados, eso es «un idealismo insubstancial que no se cuida del contenido». Y sin embargo no se puede renunciar a éste, puesto que es una vieja creencia de la humanidad que la verdad consiste en pensar lo que es en sí y como es en sí. Como en su amigo Schelling, se abre aquí una brecha hacia la objetividad, pero no a la objetividad subjetivista de Fichte ni a la realista del dogmatismo. En el primer caso no sería una auténtica objetividad y en el segundo se habría acabado con la espontaneidad. Por esto sólo queda una salida, a saber, que el pensar del hombre, cuando es verdad y toca el ser, sea el pensar mismo del espíritu cósmico, que al pensar las cosas las crea (cosa que ya había dicho Kant), y en el que coinciden pensar, verdad y ser.
La idea, al discernirse a sí misma en ambos fenómenos (espíritu y naturaleza), los determina como manifestaciones suyas (de la razón que se sabe a sí misma), y en ella se da conjuntamente el doble hecho de que la naturaleza de la cosa, el concepto, es lo que avanza y se desarrolla, y este movimiento es igualmente la actividad del conocer; la idea que es de suyo eterna, se actúa, se engendra y se goza como espíritu absoluto.
Con esto ha desembocado Hegel en el idealismo absoluto. Por esto también «todo lo racional es real y todo lo real es racional». El idealismo de Kant había sido crítico y no se había aventurado hasta el espíritu arquetípico (intellectus archetypus). Hegel hace metafísica a pesar de esta crítica kantiana, y la hace con singular audacia; en efecto, no sólo contempla lo absoluto tal como está en acción, sino que está convencido de que lo absoluto está en acción en él mismo. Esto se hace palmario en la filosofía. Según Hegel, el filósofo es Dios mismo.
b) Dialéctica
Todo depende aquí de que se libere uno de la antigua metafísica y de sus elucubraciones sobre la cosa en sí, como también de la nueva metafísica de Kant y de sus formas trascendentales, y se haga la tentativa de comprender el ser, los seres y las formas del pensamiento como movimiento del espíritu o del concepto. Sólo existe este espíritu y su movimiento. Su ley, que ha de explicar todo en la naturaleza y en la historia, es la dialéctica, es decir, el triple paso dialéctico de tesis, antítesis y síntesis, que ya habíamos encontrado en Fichte. La ontología y la filosofía trascendental se convierten ahora en dialéctica. Sin embargo, su secreto no es ese célebre paso triple —que sólo significa la realización técnica—, sino la doctrina de que el ser no es nada, puesto que todo está en movimiento y todo lo estable o permanente no es sino un momento de este movimiento eterno. De la misma manera se podría decir que esto es otro. Diríase que quedan en suspenso los principios de identidad y de contradicción. Muchos no quieren seguirle en esto porque para ellos un «esto» es precisamente algo fijo, estable, posiblemente una substancia. Pero Hegel muestra en su Fenomenología del espíritu que este presunto «esto» sólo es algo substancialmente estable para un pensar acrítico, pero que si se examina más atentamente se resuelve en un sinnúmero de aspectos y puntos de vista. Cada cual lo mira de una manera, lo mira con diferentes medios y al describirlo sólo destaca algo, formando con ello una imagen. Si quisiéramos verlo como es en realidad, deberíamos pensar juntamente todas las condiciones de que depende en su historia y deberíamos también pensar lo que ha de manar de él en sucesiones infinitas. Ahora bien, esto quiere decir que la verdad acerca de un «esto» es el todo. En tanto no lo poseamos, debemos por lo menos darnos cuenta de que el espíritu tiene su historia y se transforma, y de cómo por razón de su historia debe, si quiere ser justo, volver inmediatamente a negar la realidad de lo que había sentado, pues esto sólo vive de la gracia y de la mediación del otro, y esto otro igualmente, y así sin interrupción. ¿Hasta dónde? Hasta ningún sitio, pues sólo el movimiento del espíritu «es». Bertrand Russell observa agudamente que si Hegel tuviera razón, no habría palabra que pudiera tener sentido, pues de antemano deberíamos conocer el sentido de todas las demás palabras que se habían de presuponer para su comprensión. Si quisiéramos comprender el sentido de la frase: Juan es el padre de Jaime, deberíamos saber quién es Juan y quién es Jaime. Mas para saber esto habría que conocer todas sus características. Éstas implican a su vez otras condiciones y presupuestos, personas, cosas, países, acontecimientos históricos, situaciones sociales, etc. Así pues, antes de poder decir quién es Juan deberíamos dar cuenta del universo entero y así no hablaríamos de Juan, sino del universo. En efecto, la verdad es para Hegel el todo. Esta objeción plantea importantes interrogantes: ¿Existe realmente para Hegel algo individual, conoce límites entre lo que es diverso, como también, por ejemplo, entre Dios y el mundo, entre el individuo y el Estado?, ¿existe libertad, decisión personal, etc.? Pero dejemos esto a un lado por el momento, para descubrir primero los trasfondos de la dialéctica hegeliana y para enfocar lo que verdaderamente pretende Hegel.
c) La patria espiritual de Hegel
La dialéctica está basada en una determinada forma de pensar. En esto podemos reconocer la patria espiritual de Hegel. A este pensar se le ha llamado el pensar organológico. En efecto, en la vida orgánica hay nacimiento (tesis) y sepultura (antítesis); nacimiento y sepultura = vida (síntesis). Ahora bien, Hegel aprendió en la Biblia este modo de pensar. Aquí tenemos la filosofía de los contrarios, que son elevados a una síntesis superior: «Si el grano de trigo no cae a la tierra y muere, se queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto». Principalmente en el Evangelio de san Juan halló Hegel lo que vino a ser tan característico de él, la identificación de Dios, espíritu, verdad, vida, camino. El Logos del Evangelio de san Juan es «en el principio», es Dios; por él fue hecho todo; es la luz del mundo, viene al mundo, se reviste de carne para que todos los que crean en él sean hijos de Dios. Todo esto dice también Hegel de su idea. También ésta es «en el principio», es espíritu, es Dios, se reviste de carne en la naturaleza, «sale de sí», es luz y vida del mundo y, recogiendo en sí al mundo entero, lo hace retornar a Dios. A la edad de 25 años comienza Hegel a escribir una vida de Jesús. Comienza con esta frase: «La razón pura, incapaz de la menor vacilación, es la divinidad misma». Cuando a los 42 años se apresta a elaborar su sistema y escribe su Ciencia de la lógica, pone en la introducción con caracteres subrayados esta definición de la lógica:
La lógica, por tanto, se ha de entender como el sistema de la razón pura, como el reino del pensamiento puro. Este reino es la verdad, tal como es en sí, sin involucro. Podemos, pues, decir que este contenido es la representación de Dios tal como es en su esencia eterna, antes de la creación de la naturaleza y de un espíritu finito.
El momento en que Hegel entró en el movimiento filosófico del tiempo lo designa como el viernes santo filosófico. Vio que su quehacer era resucitar a Dios a nueva vida. La presunta prueba kantiana de la imposibilidad de toda metafísica y sobre todo las antiguas pruebas de la existencia de Dios, habían desterrado de la filosofía a Dios como objeto del saber. Ahora Dios sólo podía ser objeto de la creencia o, según Schleiermacher, del sentimiento. Hegel se opone estrictamente a esto. Él, antes que Nietzsche, escribe la frase: «Dios ha muerto». Pero, prosigue, es propio de la naturaleza de Dios morir y volver a la vida. Este Dios vivo es el que quiere demostrar en su sistema. Es el alma del universo y la vida de su vida. Y esta «vida» constituye el clima del pensar hegeliano. Partiendo de aquí se le debe abordar, y esto es muy importante para comprenderlo, puesto que también existe algo individual en Hegel; en él existen ambas cosas, lo individual y lo general, ya que la vida es la síntesis de ambos. Al individualista se le escapa la realidad lo mismo que al totalista, porque tanto el uno como el otro hipostasían sólo un aspecto. Pero la realidad se escaparía aun en el caso en que se tomaran estáticamente los dos lados a la vez, pues los conceptos deben mantenerse fluidos, como también en la vida está todo en movimiento. Pero también un flujo concebido como puro flujo y sólo flujo sería falso, pues el concepto de flujo es irrealizable, si no existe algo estático. Y así sólo se da el intercambio de ambos, es decir, la síntesis, la vida. Por eso existen también límites, un esto y un lo otro, aunque sea para ser negados y superados inmediatamente. En este pensar a partir de la vida hay también libertad, porque la vida es «forma», que se configura «viva», constituyendo siempre algo distinto, pero preservando, sin embargo, la forma. En realidad, el concepto de forma, que constituye la idea platónica, incluía ya siempre junto al uno el múltiple: Todo quiere ser como la idea, pero no es la idea (está por tanto libre de ella) y, sin embargo, la es también (pues tiene parte en ella), por lo cual también en la libertad tiene una ley. Ni tampoco Dios es reemplazado por el mundo, sino que debe pensarse a través de todo el ser y acontecer de éste, para que no se reduzca a un concepto rígido, evacuado. ¿No dijo también el Cusano que Dios es lo que se debe nombrar con todos los nombres, lo omninominabile? Por lo demás, Hegel quiso también reconocer el cristianismo en su forma histórica sin resolverlo en mera religión racional, a pesar de su «elevación» a filosofía, como lo propia y definitivamente verdadero.
d) «Ardid de la idea»
Hegel, en sus grandes obras sobre la filosofía de la historia universal, del derecho, de la religión, en su fenomenología del espíritu y en su lógica, que quiere ser ontología, metafísica y teología, presentó una dialéctica del ser y de los seres, de la naturaleza y de la historia, del derecho y del Estado, del bien y del mal, de lo finito y de lo infinito, en lo cual mostró su gran arte de captar todas las diferenciaciones y matices de lo diverso y de lo múltiple en los estratos de la naturaleza y en las épocas de la historia, y de descubrir la acción de lo universal en lo particular, caracterizando esta acción como ardid de la idea que mira más lejos y es capaz —precisamente con su ardid— de volver a reunirlo todo bajo la unidad, pues tiene la habilidad de convertir el mal en bien y de orientar hacia el todo lo que era puro egoísmo personal. Lo que le interesaba era esto:
Reconocer en la apariencia de lo temporal y pasajero la substancia, que es inmanente, y lo eterno, que es presente; pues lo racional, que es sinónimo de la idea, manifestándose en su actividad exterior, aparece con una riqueza infinita de formas, fenómenos y modulaciones, y recubre su núcleo con la abigarrada corteza en la que mora primeramente la conciencia y en la que penetra por fin el concepto, para hallar el pulso interior y sentirlo también palpitar todavía en las formas más externas.
Por eso la identidad de lo no idéntico, que buscaba Hegel, no debía ser —y así lo reprochó a Schelling— un concepto vacío y abstracto, «que no expresa lo que en él se contiene», sino un universal, que es una riqueza no sólo potencial, sino actual. Por eso, porque pensaba en lo más hondo, le agradaba lo más vivo.
La cuestión crítica que se puede dirigir a Hegel es si no pagó su audacia a un precio demasiado alto, pues con el «es» de su aserción procede con una libertad que resulta veleidosa, que vive de la anfibología de los conceptos y puede llegar hasta la sofisticación. En las aserciones: El ser no es nada, el ser es apariencia, el ser es devenir, esto es otro, etc., «es» significa cada vez una cosa distinta. ¿Ocurre a menudo, en la dialéctica, que Hegel avanza sólo porque sin comprometerse cambia bajo mano su punto de vista, no concreta y evita el pronunciarse claramente? El hecho de que el marxismo del siglo pasado, con su maleable dialéctica periodística, pudiera referirse a Hegel, da ciertamente que pensar. Hay algo en Hegel que puede dar pie para construir una dialéctica sofística y hasta nihilista, sobre todo si sólo se destaca de él el mecanismo dialéctico, si se practica la negación por la negación, la crítica por la crítica, echando en olvido el espíritu total de su filosofía, o tachándolo sin más de idealista y reaccionario. Por eso importa tanto tener siempre presente cuál era la patria espiritual de Hegel y cuál su verdadero empeño. Si no se hace así, la apelación a Hegel es puro engaño y apariencia dialéctica.
e) Ecos
Grandes han sido los ecos y las repercusiones de Hegel. Aquí nos limitaremos a notar su influjo en la filosofía de la religión, en la doctrina social y en la filosofía de la historia.
Como en todos los terrenos, también en la filosofía de la religión redujo Hegel a unidad diversidades y contrastes. Quien no le siguiera totalmente podía quedar estancado en aspectos parciales. En sus exposiciones sobre Dios, el cristianismo y la religión podía destacarse lo propio y original de Hegel viniendo así a darle una interpretación teística. Pero también se podía subrayar la absorción de la religión en la filosofía, dando entonces a Hegel un sentido panteísta. Por otra parte, si se acentuaba todavía más lo espacial y temporal como si en definitiva todo se realizase en este ámbito, no viendo ya en Dios más que un nombre vacío, se podía acabar en una interpretación atea. Así surgió una derecha hegeliana, que pensaba en sentido conservador (Gabler, Hinrichs, Göschel, Bauer), y una izquierda hegeliana que se deslizó hasta el materialismo (el tardío Bauer, David Friedrich Strauss, Feuerbach, Marx, Engels).
En la doctrina social se echó inmediatamente mano de la doctrina de la transmisión de lo uno por lo otro y así no sólo los conceptos, sino hasta toda «verdad», filosofía, religión, derecho, etc., todo, en una palabra, se hizo depender de las diferentes situaciones sociales. El resultado fue que los marxistas volvieron a Hegel del revés, convirtiendo todo lo ideal en epifenómeno de las condiciones de producción. Ya Alexander Herzen había declarado: Hegel es el álgebra de la revolución, pues la filosofía del perpetuo devenir y de la mutación en lo contrario parecía creada a este objeto. Pero hasta los filósofos áulicos del Estado prusiano se remitían a Hegel: en efecto, ¿no había dicho también el filósofo que el Estado es la marcha de Dios en el mundo, la «realidad de la idea moral»? Estas gentes no dudaban en absoluto de que eran ellos mismos los aludidos. Y si acaso en sí mismos descubrían alguna divergencia de la marcha de Dios por el mundo, podían de nuevo consolarse leyendo en Hegel:
Cada Estado, sobre todo si es uno de los más desarrollados de nuestro tiempo, contiene en sí los momentos esenciales de su existencia […]. El Estado es una obra de arte, está situado en el mundo y por tanto en la esfera de lo arbitrario, de lo casual y del error; una mala conducta puede desfigurarlo en diferentes sentidos, pero el hombre malo, el criminal, un enfermo o un contrahecho no deja todavía de ser un hombre vivo. Lo afirmativo, la vida, existe a pesar de la deficiencia, y con esto afirmativo hay que habérselas aquí.
Una vez más vemos aquí lo escurridizo y equívoco de las palabras de Hegel.
En la ciencia histórica influyó Hegel en toda una serie de grandes historiadores de la filosofía, como A. Schwegler, Joh. Ed. Erdmann, K. Fischer, Ed. Zeller, así como en la consideración filosófica total de la historia del mundo, principalmente en la aplicación del método de morfología de la cultura por O. Spengler, B. Croce, A. J. Toynbee, K. Jaspers.
a) Herbart
J. Fr. Herbart (1776-1841) se halla todavía cronológicamente en plena época idealista y sin embargo en él se anuncia ya claramente el ocaso de esta filosofía. Él mismo se designa todavía como kantiano, pero kantiano del año 1828. El tiempo ha corrido entre tanto. La crítica de Kant se hace ahora más a fondo que en el idealismo alemán. Ya no se avanza «en la línea de Kant», sino que se ataca al idealismo en su raíz. Lo real, captado y aprehendido sólo en la representación, según Kant, vuelve a mirarse en su realidad y a constituirse en objeto del conocimiento. Acaso se diga que quien así hable no ha comprendido bien a Kant. Pero Herbart lo había entendido muy bien, y su actitud muestra que precisamente la posición trascendentalista de Kant no es tan lisa como se figuran los kantianos adictos corrientes. Herbart es una prueba de ello y además es un signo de los tiempos. Así sólo podemos aludir a lo que dijo Herbart sobre lo real y las cosas reales, sobre el yo, el alma y lo bello. Destaquemos también su importancia para la psicología y la pedagogía, terrenos en los que, principalmente a través de W. Rein, su influjo llegó hasta las más remotas escuelas de aldea. También en O. Willmann se hace notar su influencia.
En forma realista piensan también B. Bolzano (1781-1848), el filósofo de las matemáticas, el cual dice a propósito de Kant que «él no comprendió ni admitió nunca que juicios sintéticos a priori se puedan obtener por intuición», como también (mucho más tarde, aunque de la misma corriente) Fr. Brentano (1838-1917), que ha ejercido notable influjo en la llamada escuela austríaca, en Marty, Meinong, Stumpf y, a través de ellos, también en Husserl.
b) Schopenhauer
A. Schopenhauer (1788-1860) fue enemigo declarado de «Hegel y su banda». Le atacaba en todos los tonos, sin exceptuar el insulto. También a Kant criticó violentamente, sobre todo en sus fundamentos de la moral. Por otra parte, no poco de Kant pervive todavía en Schopenhauer. Por esta razón se le puede aún incluir en el complejo espiritual del idealismo alemán. La obra principal de Schopenhauer tiene por título El mundo como voluntad y como representación (1819). En cuanto el mundo es representación, camina Schopenhauer del lado de Kant, pero en cuanto es voluntad, está en oposición con él.
El mundo es representación por lo que se refiere a su manifestación, a su superficie. La doctrina de Kant de que el mundo es representación subjetiva mía está fuera de discusión para Schopenhauer. Quien se haya percatado de esto habrá alcanzado el sentido filosófico. Entonces sabe ya que no conoce sol ni tierra, sino sólo un ojo que ve un sol, una mano que siente una tierra, que por tanto el mundo en cuanto manifestación no es en definitiva más que el conjunto de sus representaciones. De todos modos, Schopenhauer no concibe ya el mundo del fenómeno bajo las doce categorías kantianas. En su lugar se sitúa una nueva forma de asociación de las representaciones, el principio de razón suficiente que se aplica en cuádruple sentido, como fundamento lógico de la asociación del juicio, como fundamento ontológico en conexiones matemáticas, como motivación en la esfera de lo psíquico y como causalidad eficiente en las cosas de la naturaleza. Pero en todas estas formas de asociación de representaciones se mantiene en vigor la idea kantiana de la determinación estrictamente necesaria, incluso en la esfera de la vida anímica del hombre. Schopenhauer fue uno de los más decididos adversarios del libre albedrío.
El mundo es voluntad en cuanto a las cosas en sí. Schopenhauer acepta la división kantiana en fenómeno y cosa en sí, pero opina que nosotros no nos limitamos a conocer el fenómeno, sino que también nos es accesible el núcleo interno del mundo, las cosas en sí. Nos es posible vivirlas. Por medio de nuestra voluntad nos ponemos en contacto con el mundo de las cosas en sí y esta vivencia es más intensa que la intuición y representación sensible en el conocimiento. «Los últimos secretos fundamentales los lleva el hombre en su propio interior y éste le es accesible en la forma más inmediata». De esta manera conocemos en primer lugar nuestra propia voluntad: en el anhelar, esperar, amar, odiar, oponerse, huir, entristecerse, sufrir, conocer, pensar, representarse; y luego, mediante generalización y extensión, también el todo del mundo. En todos los fenómenos late voluntad, que constituye lo más íntimo de todos ellos, desde la gravedad hasta la conciencia humana. Las fuerzas naturales, gravitación, fuerza centrífuga y centrípeta, polaridad, magnetismo, afinidad química, el crecimiento de las plantas, su tendencia hacia la luz, el instinto de conservación y demás instintos de los animales, todo esto es voluntad. En el hombre despierta la voluntad bajo la forma de conciencia de sí —en Hegel es la idea— y ahora se muestra, muy diversamente que en Hegel, que la voluntad es ciega. No es espíritu, carece de sentido, es pura codicia y ansia de poder.
Tal voluntad tiene necesariamente que sufrir. De ahí que la filosofía de Schopenhauer se convierta en pesimismo. En un espacio y en un tiempo infinitos se ve el hombre proyectado como magnitud finita sin un cuándo ni un dónde absolutos. Está siempre abandonado y amenazado, su marcha es un caer contenido, su vida es una muerte diferida. Abandonado a sí mismo, sin otra certidumbre que la de su precariedad, los cuidados le persiguen en todas partes. Esta vida es un negocio cuyos beneficios no compensan los gastos. El mundo entero es una tragicomedia. Pero el verdadero absurdo consiste en que a pesar de todo quiere existir. Schopenhauer se revuelve furioso contra el optimismo de Leibniz y contra la doctrina del sentido del mundo de Hegel, y cree incluso poder hablar en nombre del cristianismo, pues éste, al igual que el budismo, había reconocido la nulidad de la existencia terrestre. Ciertamente con esto simplificó Schopenhauer notablemente las cosas, como en general todo su pesimismo es una simplificación un tanto barata. A lo sumo Schopenhauer puede mostrar que en el mundo abundan el absurdo y el dolor, pero no que todo sea absurdo y que toda la vida sea sólo dolor. Esto lo presupone él sin ningún género de prueba. También Schelling vio la voluntad ciega y el abismo en el fondo mismo del mundo, pero su doctrina de la voluntad no desembocó en el pesimismo, sino que, pensando mucho más sabiamente, hizo de la lucha entre la luz y las tinieblas un triunfo de la luz, ya que, como había dicho antes Leibniz, el poder del bien es infinito, mientras que el poder del demonio es limitado. Y así ve también el cristianismo lo limitado y el sufrimiento en el tiempo, pero a la postre elimina toda limitación en la infinidad de la bondad divina.
En todo caso Schopenhauer cree —y éste es su remedio contra el pesimismo— que hay que llegar a una negación del mundo y de la voluntad o, más exactamente, a una negación de la individuación, pues con la singularización y el egoísmo que de ella proviene se disocia la voluntad y se convierte en voluntad desgraciada, «que clava los dientes en su propia carne sin percatarse de que con esto sólo se lastima a sí misma». Dado que el espacio y el tiempo son el principio de individuación, la negación de la voluntad debe ser una negación del mundo. Esta negación se logra sumiéndose en el nirvana con la renuncia a todos los deseos hasta la pérdida de la conciencia del yo. Un camino para esto nos indica la mística budista o, como él cree, la mística cristiana, por ejemplo, en el maestro Eckhart; otro camino nos señala el arte con su contemplación desinteresada, cosa de que ya había hablado Kant y que, según Schopenhauer, había sido también el fin de la idea platónica y de la antigua vida contemplativa, cuya sabiduría habría consistido en elevarse por encima del espacio y del tiempo y de su singularización para contemplar lo universal, al uno en sí.
Las ideas de Schopenhauer sobre la filosofía del arte son interesantes en muchos aspectos, sobre todo por su profundidad metafísica. Según él la esencia del arte se manifiesta en su forma más pura en el genio.
Genialidad no es otra cosa sino la más perfecta objetividad […]. La capacidad de comportarse puramente como contemplador, de perderse en la contemplación y de sustraer el conocimiento al servicio de la vida, a la que sirve originariamente, es decir, perder completamente de vista su interés, su querer, sus fines y así despojarse totalmente por un tiempo de la propia personalidad para no quedar sino como puro sujeto conociente, como claro ojo del mundo.
Pero la plena liberación de la individualidad es quehacer propio de la ética. Conforme al punto de partida pesimista, viene a ser una moral de conmiseración que nos ordena morir a nosotros mismos para que con sentimientos de nirvana budista seamos una cosa con todo lo demás y en cada uno veamos un hermano (tat twam asi = ése eres tú). Schopenhauer opuso esta ética material y empírica de sentimiento a la ética de la razón y de la ley de Kant, haciendo algunas buenas observaciones críticas sobre Kant, pero desfigurando notablemente su presunto formalismo. En efecto, Schopenhauer suele deformar lo que rechaza para combatirlo luego con éxito, método que, por lo demás, no es raro en la historia de la filosofía.