Luz, verdad, ciencia, virtud, derecho, progreso, felicidad, libertad, moralidad, etc., son los lemas de la época de la Ilustración. Bajo estos títulos son difundidas y vulgarizadas las especulaciones de los grandes pensadores sistemáticos. Es una época optimista, a veces demasiado optimista. El idealismo educativo es general, aunque un tanto huero; se habla mucho y con mucha facilidad; no faltan los sarcasmos contra los «oscurantistas» que se mantienen al margen del movimiento, pero es indudable que la época contribuyó al progreso intelectual y cultural. A la Ilustración no se la puede tachar sin más de «falta de luces». Sin embargo, hay que poner graves reparos al espíritu de esta época. Los llamados progresos de la ciencia moderna, que en primera línea lo es de la naturaleza, es decir, ciencia de lo material, aun cuando adorada por los partidarios de la Ilustración, amenazan hoy día, ante las imprevistas posibilidades de la técnica, con convertirse en un peligro mortal, lo cual muestra que desde un principio había algo que no estaba en regla. Era una desorientación en la cuestión del ser, un olvido del verdadero ser, es decir, del que había sido siempre objeto de la metafísica y gracias al cual ésta liberaba a los hombres de su esclavitud a la materia, ya que no era esta el primer objeto del conocimiento ni la realidad propiamente dicha. Junto a esta amenaza exterior surge de la Ilustración otra interior, no menos peligrosa, a saber, la constante predisposición que tiene la idea de libertad a convertirse en lo contrario. Libertad era uno de los grandes tópicos de la Ilustración. Se pensaba particularmente en la liberación de prejuicios ideológicos y religiosos. Pero en cuanto esta libertad se hubo desarrollado y robustecido, se aprestó a extenderse por medio de la opresión. El liberalismo tiene sin duda mucho de bueno, pero parece no estar del todo seguro de sí mismo, puesto que constantemente incurre en lo mismo de lo que pretende liberar al mundo. Tan luego se posesiona de las escuelas, de las universidades, de la dirección política, pone trabas a quienquiera que no sea y piense como es y piensa él. En efecto, el liberalismo opina que el «otro» no ha alcanzado el necesario y debido «nivel». Este «otro» no es bastante progresivo, no es bastante libre, no está bastante libre de prejuicios, no es bastante científico, etc., etc. Esto es precisamente lo que se le quiere «proporcionar» y enseñar, por lo cual no se le deja ya la menor libertad. Hasta en la democracia liberal —y sobre todo en ésta— grupos enteros se ponen al servicio de la idea de libertad, actuando así como grupos de presión en favor de… la libertad. ¡Curiosa paradoja! Los hombres de la Ilustración debieran comenzar por ilustrarse sobre sí mismos, sobre sus propios prejuicios y presupuestos, que en parte son más peligrosos que los antiguos. Entre ellos se cuentan su concepto de la libertad, su fe en el progreso y, sobre todo, su fe en una ciencia sin restricciones ni presupuestos, una fe que constituye un presupuesto fáustico y que en ocasiones puede ser incluso más grave que un presupuesto ingenuo e inexplicado. Es necesario ver en la Ilustración ambas cosas, el buen espíritu y los malos espíritus. Por lo demás, este período varía considerablemente según se trate de la Ilustración francesa, de la inglesa o de la alemana.
Dos conceptos vinieron a ser característicos de la Ilustración inglesa: el deísmo y el liberalismo.
El deísmo pretende ser fe en Dios, pero en un Dios concebido a su manera, un Dios dentro de la idea mecanicista del mundo. Todavía se concede que Dios ha creado la máquina del mundo. Pero, una vez creada, la máquina marcha por sí sola, sin interrupción, sin dirección desde la eternidad hasta la eternidad. Sólo esto hacía justicia al concepto de mundo que había elaborado la ciencia. Así Dios no es ya libre para intervenir en forma extraordinaria: se excluye lo sobrenatural, el milagro, la revelación. La ciencia moderna se siente tan segura que explica cómo debe ser Dios, qué le es posible y qué le es imposible. Con esto la religión queda privada de todo elemento extraordinario, y convertida en religión «natural», en «religión de la razón». No se procedía así por hostilidad a la religión, sino, por el contrario, se creía haberle prestado un gran servicio. El cristianismo debía ser, pues, tan antiguo como la humanidad, no debía encerrar ya misterios, sino ser la religión de la razón y de la ciencia, como decían Toland y Tindal. Partiendo de tales tendencias escribirá Kant su Religión dentro de los límites de la pura razón.
El liberalismo, el otro gran concepto de la Ilustración inglesa, puso en su programa los derechos inalienables del hombre a la libertad, como los había defendido Locke en calidad de derecho natural. Estas ideas se propagaron, conquistaron el continente —por medio de Montesquieu, Voltaire, Rousseau—, pasaron luego a América, hasta entrar por fin en casi todas las constituciones modernas en los llamados derechos fundamentales del hombre. En este sentido la Ilustración inglesa ha influido en forma totalmente positiva.
La Ilustración francesa es de una modalidad distinta. Es negativa, fría, hipercrítica, atrabiliaria, vanidosa y orgullosa. Lucha contra el autoritario régimen político de la época, contra la autoridad dogmática de la Iglesia y contra la superstición de la metafísica. El ejemplo típico es Voltaire (1694-1778), el gran genio de las letras francesas y el gran paladín francés de la razón, de la tolerancia y de los derechos del hombre, de la libertad, igualdad y fraternidad. Voltaire no era un pensador creador ni exacto, pero poseía el arte de subyugar. Sólo le faltó la radio. En teoría, Voltaire no era ateo, sino deísta. Toda la naturaleza nos grita que Dios existe, dice una vez; pero cuando luego añade: «Si Dios no existiera, habría que inventarlo», claramente se advierte qué valor tenía su deísmo. En efecto, para el deísmo sólo existe la máquina del mundo; ella misma es Dios, lo cual significa asimismo que la ciencia, la razón es Dios. La religión, en cambio, es algo para las grandes masas, algo para el corazón o, si se quiere apuntar más alto, para la moral. O sea, según el sentir de los ilustrados: la religión no debe ser tomada al pie de la letra; la realidad es otra cosa: el mundo de la ciencia y nada más que eso.
Otros hombres de la Ilustración francesa fueron todavía más francos: ateos y materialistas declarados. Entre ellos se cuenta a Diderot, Lamettrie, Holbach, Helvetius, Condillac, Cabanis, etc. «El hombre es una máquina», dice uno; «los nervios son el hombre entero», dice otro. El alma es sólo una actividad, no una esencia. Cuando decimos alma entendemos el conjunto de los actos psíquicos, y estos actos lo son del cuerpo, como ya había dicho Hobbes. Por eso, en vez de psicología habría que decir fisiología. Este materialismo de la Ilustración francesa fue el padrino del materialismo científico y dialéctico de los siglos XIX y XX.
Uno de los grandes de la Ilustración francesa, aunque en realidad fue su superador, es Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), rival de Voltaire y adversario de los enciclopedistas. También él quiere progreso, libertad e igualdad, pero lo quiere con otros medios. Voltaire es racionalista e intelectualista, mientras que Rousseau es un hombre de corazón y de sentimiento. No le satisfacen las secas teorías del materialismo y del racionalismo. Está harto de cultura, de Estado, de sociedad, de religión y de todas sus instituciones, que no son sino deformaciones del hombre natural. Con esto se deja oír un nuevo ideal, el ideal de la naturaleza, expresado con el lema de «¡Vuelta a la naturaleza!». Negativamente quiere decir un mentís a la historia, a la sociedad, a la cultura. Positivamente significa el hombre en sí, el hombre original, tal como sale de las manos del Creador y como es en el momento de nacer, puesto que después entra ya en la sociedad y en la historia. Este hombre en sí es, contrariamente a la concepción de Hobbes, bueno por naturaleza, libre, igual y buen hermano; buen hermano porque todo hombre no es, de suyo, más que hombre. Con esto estamos ya en el contrato social. En el fondo, éste no es sino la voluntad ideal de ser hombre auténtico, que es al mismo tiempo la voluntad ideal de Estado, puesto que es la voluntad de ser hermanos, libres e iguales. Esta voluntad la tienen todos «por naturaleza» y es por eso una voluntad general. Debe distinguirse radicalmente de la suma de los votos particulares, aun cuando coincidiera que por casualidad diera la votación como resultado la unidad de todos (volonté de tous). Constantemente vuelve Rousseau a esta voluntad ideal. En ella se funda el Estado ideal de libertad, igualdad y fraternidad. También se funda en ella la educación ideal, pues también aquí está la naturaleza por encima de la cultura. Y asimismo se funda en ella la religión «natural». Aquí se encara Rousseau con el ateísmo de Diderot, como también con la antigua metafísica y sus pruebas idealistas de la existencia de Dios. La religión es también naturaleza y así es también cuestión de sentimiento, de sensibilidad, de corazón. Estas ideas, contenidas en la pofesión de fe del vicario saboyano, influyeron en Kant al igual que el concepto de religión del deísmo inglés.
En la Ilustración alemana se pueden distinguir varios períodos. En el inicial (hacia 1690-1720), cuyo representante es Christian Thomasius, tan importante para la filosofía del derecho, se percibe claramente el influjo del empirismo inglés, con su psicologismo y utilitarismo. Thomasius entiende su filosofía del derecho como un ordenamiento de la vida instintiva y afectiva del hombre, en cuanto ser sensitivo que busca su ventaja y que, por tanto, debe ser reducido a sus justos límites con los correspondientes medios materiales y físicos del poder. El derecho no se apoya, pues, ya en un orden metafísico trascendente. Thomasius rechaza la metafísica. En este sentido recibe un apoyo inesperado del pietismo, que por su parte no puede tampoco soportar la metafísica en las cosas religiosas, puesto que la religión no es asunto de saber, sino sentimiento y vivencia.
En la segunda fase (hacia 1720-1750), aparece un panorama distinto, alrededor de Christian Wolff. Vuelve a cultivarse la metafísica, pero con el espíritu del racionalismo, aunque es un racionalismo muy domesticado, en el que dominan conceptos y fórmulas de escuela, con una ciencia demasiado crédula y una razón demasiado barata. Un libro tras otro van apareciendo con el título Pensamientos racionales sobre… Es la metafísica que conoció Kant por su maestro Knutzen y que en un principio siguió hasta que en su período crítico se distanció de ella definitivamente, después de numerosas polémicas.
La tercera fase es la del apogeo (hacia 1750-1780) con Reimarus, Mendelssohn, Lessing y otros. Predomina ahora una actitud acentuadamente antieclesiástica. Influye la Ilustración francesa, fomentada con todos los honores en la corte de Federico II de Prusia. Helvetius, Voltaire, Rousseau se convierten en autoridades venerandas y contribuyen a afrancesar la Academia prusiana. El centro literario de este tiempo lo constituye G. E. Lessing (1729-1781). Es el crítico por antonomasia y quiere por ello ser también el «ilustrador» por excelencia. Todo es relativo, y por tal debe ser reconocido, incluso la Biblia y todas las religiones. Éstas sólo son etapas en el camino de la humanidad, el camino que lleva a la razón. Sólo ésta es infinita. Ésta es ahora la nueva fe, que late incluso bajo la crítica, fe que no se quiere reconocer, pero que, sin embargo, está allí.