B. EL EMPIRISMO

La filosofía comienza a ser moderna de veras con el empirismo; en efecto, ahora se consuma la ruptura radical con la metafísica aristotelicoplatónica que hasta Leibniz había dominado la historia de la filosofía occidental. Ahora, en cambio, no habrá ya metafísica, no habrá trascendencia ni verdades eternas. Aquí reside la diferencia decisiva respecto al racionalismo. Ahora la experiencia sensible es en sí misma el todo de la verdad. Para el racionalismo era sólo el material que la razón utilizaba y elaboraba. Ahora, en cambio, la sola experiencia sensible determina lo que es verdad, valor, ideal, derecho y religión. Como esta experiencia no se concluye nunca, ya que el proceso del mundo y del saber avanzan continuamente, no habrá ya verdades eternas con vigencia absoluta. Todo se relativiza en función de lo espacial, temporal, humano, y a veces hasta excesivamente humano. Sobre la inteligibilidad triunfa lo sensible, sobre la idealidad la utilidad, sobre la universalidad la individualidad, sobre la eternidad el tiempo, sobre el deber el querer, sobre el derecho la fuerza, sobre el todo la parte, sobre la necesidad el puro hecho; o por lo menos debiera triunfar, puesto que así se quiere. Lo que efectivamente sea verdad, eso es otra cuestión.

4. Hobbes: El naturalismo moderno

En la filosofía antigua habían existido ya un materialismo y un naturalismo, como en Demócrito y en la sofística, pero la filosofía aristotelicoplatónica había logrado imponerse. Con Epicuro volvió a aparecer un materialismo que fue de nuevo superado por el cristianismo y la filosofía medieval. A comienzos de la edad moderna fue renovado el atomismo epicúreo por Gassendi; las ciencias naturales le prestaron apoyo sin quererlo. Con Tomás Hobbes (1588-1679) aparecen por primera vez sin rebozos un materialismo y un naturalismo. Siguen actuando todavía concepciones antiguas, pero el esquema general es nuevo y servirá de base a una nueva evolución, al materialismo de la Ilustración y, en su séquito, al materialismo científico y dialéctico del siglo XIX.

a) Cuerpo y pensamiento

¿Es posible empezar una filosofía con una teoría sobre el cuerpo y alojar en esta sección a la lógica? Hobbes realizó esta hazaña. Y no ve en ello la menor contradicción. Ya a propósito de Descartes había dicho que su ilación «Yo pienso, por tanto soy una substancia pensante, es decir, inextensa» no era constringente. ¿Por qué no había también de poder pensar una substancia extensa, un cuerpo? Todavía Stalin afirmará que es grave error suponer que la conciencia no es una función de algo corpóreo, del cerebro. El origen de tales ideas en la filosofía moderna se halla en Hobbes. Toda la doctrina de la realidad es para él doctrina del cuerpo. «Filosofía es el conocimiento adquirido por recto razonamiento de los efectos o fenómenos, conocidas sus causas o generaciones […]. Ahora bien, los efectos y fenómenos son cualidades o potencias de los cuerpos». Hasta los mismos epicúreos habían dividido la filosofía en lógica, física y ética. Para Hobbes sólo queda prácticamente la física. Por esta razón sus categorías son sólo las de la cantidad. El conocimiento de la naturaleza ha de medir y contar. Merece notarse que Leibniz no tiene nada que objetar a esto. A propósito de Demócrito, de Epicuro y de Hobbes dice que los principios matemáticos no contradicen a los materialistas. De hecho los procesos corporales se desarrollaron como si la mala doctrina de Epicuro y de Hobbes fuera verdadera. Suceden, en efecto, mecánicamente. Pero Leibniz objeta: mecánicamente, sí, pero no sólo mecánicamente. En la teoría del conocimiento resulta de aquí el sensualismo de Hobbes: todo el pensar del espíritu se verifica por adiciones y sustracciones de ideas. Ahora bien, el juntar partes es una operación mecánica y corpórea; lo que no nos extrañará, si empezamos por afirmar que la lógica forma parte de la teoría de los cuerpos. Ahora se ve también adónde apunta el moderno nominalismo. Si el cuerpo, la cosa concreta singular es la única realidad, no queda para el concepto general, el universal, sino un mero pensamiento. E incluso para este pensamiento no queda sino el puro nombre. Ya que tampoco él puede tener ser propio, siendo lo lógico algo corpóreo. Los conceptos son como el papel moneda, que vale algo mientras se mantiene el valor de la divisa, pero que de suyo no es sino papel. Si cesa la convención de valor, pierden también su valor las palabras y los conceptos. No vale más la verdad en cuanto tal. Todo depende de una convención. Si en lugar de convención leemos condiciones sociales o partido y consigna de partido, veremos una vez más cuánta afinidad con la realidad pueden tener las teorías filosóficas. De un golpe se puede acabar no sólo con el culto de las personas, sino con todo un sistema de conceptos y de presuntas verdades.

b) El hombre; el ciudadano; el Estado

En una filosofía como la de Hobbes no puede ya el hombre ser un animal racional, o sólo puede serlo de nombre. En realidad es sólo un cuerpo, un quantum de presión y de impulso, un paralelogramo de fuerzas de los estímulos sensoriales y de sus relaciones mecánicas. Donde más claramente se ve esto es en la doctrina de Hobbes sobre el Estado. Aquí elaboró las dos célebres teorías del estado de naturaleza y del contrato social. Su importancia estriba en dar una gráfica descripción de lo que son en el fondo ciudadano, Estado, ley y derecho: originariamente simple poder, luego poder en una forma superior, así configurado por razón de un poder mejor, es decir, un poder acompañado del éxito. Antes de que hubiera comunidad humana existió, según Hobbes, el estado de naturaleza. El hombre era sencillamente individuo, sin lazos de comunidad, sin ni siquiera familia; no tenía costumbres, ni moral, ni derecho, ni justicia, ni religión. Cada cual podía hacer lo que reclamaban sus apetitos naturales. La naturaleza lo había dado todo a todos. En este sentido todos los hombres eran iguales por naturaleza. A todos y cada uno era lícito tomar posesión de todo, utilizarlo y disfrutarlo, caso que les fuera posible. Tal era el «derecho natural»: en él el individuo es la norma del derecho o, para decirlo más exactamente, no había derecho, sino sólo poder de la naturaleza, como había dicho la sofística. Puesto que cada cual podía apetecer lo que se le antojase, en este estado de naturaleza había una guerra de todos contra todos. Para eliminar los inconvenientes de semejante estado, los hombres concluyeron un contrato social político. El individuo abdicó irrevocablemente sus presuntos derechos naturales. Entonces reinó la paz y surgió una serie de derechos fundamentales que aprovechaban a todos: paz, fidelidad, buena inteligencia, gratitud, etc. Así surgieron también costumbre, moralidad, derecho y religión. Por eso la religión es asunto del Estado. Si, además de esto, cada cual pudiera invocar su conciencia, no habría paz posible, opinaba Hobbes. Ya hemos oído lo que sobre esto decía Leibniz. También John Locke criticó el contrato social, diciendo que si el hombre es en realidad tan salvaje como se lo describe en el estado de naturaleza, hubiera carecido de toda posibilidad de concluir un pacto. Además, dice, la fidelidad a los pactos forma ya parte de la moral. Pero según Hobbes la moral sólo pudo surgir con el contrato, lo cual es contradictorio. Y hay todavía otra cosa no menos importante: Los hombres que concluían el contrato seguían siendo después lo mismo que eran antes. En efecto, lo único que aportan son los apetitos y la preocupación por su propia ventaja. No consiguen superar estas categorías, sólo ha cambiado la orientación. Lo que resulta del contrato se llama ahora derecho y moral, pero en realidad no es más que codicia organizada. Hobbes es nominalista. Los salvajes siguen siendo salvajes, sólo que se arropan con mejores trapos. Lo que son, y siguen todavía siendo, estos «ciudadanos», se echa de ver en las relaciones mutuas de los Estados. Prosigue la guerra de todos contra todos, y esta guerra durará perpetuamente. Antes como después del contrato se aplica el dicho: El hombre es un lobo para el hombre. El naturalismo de la filosofía política de Hobbes era no sólo una explicación, sino una justificación de tal estado de cosas.

5. Locke: «Filosofía inglesa»

Con John Locke (1623-1704) se inicia una nueva corriente sumamente característica de la filosofía moderna: el especial interés por la teoría del conocimiento. Ésta se convertirá ahora en puerta de entrada de la filosofía, y de sus decisiones dependerá todo lo demás. Semejante proceso se remonta en último término a Descartes; con Locke entra ahora en plena marcha. En efecto, Locke escribe ahora (1690) el primer gran tratado sistemático de lo que es el conocimiento y de lo que puede rendir (Ensayo sobre el entendimiento humano). Leibniz responde (1704) con sus Nuevos ensayos sobre la inteligencia humana. Otros le seguirán: Berkeley, Hume, Kant con su Crítica de la razón pura, Fichte con su teoría de la ciencia, Hegel con su fenomenología. Esto es lo nuevo que aportó Locke. Por lo demás, es el tipo clásico de lo que se ha llamado filosofía inglesa: orientación hacia la experiencia, sentido de la realidad, aversión hacia la especulación exagerada, ponderación de juicio, feliz connubio de conservadurismo y progreso, liberalismo y tolerancia.

a) Sobre el origen y el sentido del conocimiento

La primera hazaña de Locke en su Ensayo sobre el entendimiento humano es la aserción de que no existen principios innatos, teóricos ni prácticos. El entendimiento humano, es una hoja de papel en blanco. Si hubiera ideas innatas, la tendrían ya los niños. Pero no las tienen. Locke dice a propósito del racionalismo continental lo que en otro tiempo había dicho Aristóteles con referencia a Platón. Pero tampoco los adultos poseen tal tesoro intelectual. Ni siquiera los primeros principios lógicos o la idea de Dios se hallan siempre y en todas partes en la misma forma. Si en este sentido existen análogas concepciones, es porque se han adquirido. Y en principio todo debe adquirirse. Leibniz replicará (y ya Descartes lo había dicho antes): si las ideas innatas fueran lo que se imagina Locke, cierto que no existirían. En efecto, imagina las ideas innatas como un capital que se posee efectivamente, algo así como un poema aprendido de memoria. Pero no se trata de eso. Son capacidades nativas del entendimiento humano, los comienzos apriorísticos de las eternas verdades de razón que nos sitúan por encima de la experiencia. Como todo lo que posee el hombre, tienen necesidad de la experiencia sensible, como también de desarrollo.

Tras la parte negativa sigue la positiva, a saber, la cuestión de cómo llega el hombre a conocer. Respuesta: Mediante sensaciones externas a través de los órganos del cuerpo (sensation) y mediante sensaciones internas en la conciencia del yo (reflection), en la que interiormente nos hacemos cargo de que vemos, oímos, sentimos, tenemos pasiones, etc. A ambas cosas juntas llama Locke idea. Lo que después aporta Locke en su voluminosa obra, lo que nos dice acerca de las ideas, de las simples y las compuestas, acerca de las cualidades sensibles primarias y secundarias, acerca del grado de captación de la verdad (intuición, demostración, sensación), acerca de la conformidad o disconformidad de nuestras ideas en el juicio cognoscitivo, todo esto es una gran anatomía de la mente, que nos proporciona una penetrante visión de los factores y funciones que concurren en nuestro conocimiento. Mucho de lo que en la antigua filosofía era doctrina del ser se traslada ahora a la conciencia, conforme a la moderna tendencia de pasar de la trascendencia a la inmanencia. Así, por ejemplo, la división de las ideas en substancia, modos (los antiguos accidentes) y relaciones, reduciendo así las antiguas categorías del ser a tres categorías de conciencia. El paso se realiza tan rápidamente y sin tropiezo como hoy el paso inverso de la conciencia a lo ontológico. Dos puntos doctrinales conviene destacar, la doctrina de la abstracción y la de la coexistencia de los conceptos. Con Locke aparece, en efecto, el moderno concepto de abstracción. Abstracción quiere decir que de diversas percepciones análogas se extrae lo que tienen en común dejando a un lado las diferencias. Esto se dice pronto. En realidad no es tan fácil. En efecto, cuando se quiere comenzar a abstraer no se sabe todavía qué es lo común. Fácilmente se corre el peligro de decretar que lo común es quizá algo que nos es más obvio o que nos interesa en alguna manera, tomándolo así por lo esencial. Y ahí reside el punto flaco de la moderna teoría de la abstracción. De todos modos es un proceso que se refiere exclusivamente a la conciencia, es la idea del promedio, y nada más que esto. Pero, sobre todo, el resultado de la abstracción no va más allá de los materiales de experiencia, de modo que no proporciona verdaderos conceptos o proposiciones de valor universal, sino sólo generalizaciones, que en realidad son conceptos particulares, no ya universales, aun cuando fácilmente se propende a tomarlos por tales. Ahí está la diferencia con la abstracción de la filosofía antigua, que no es sólo un proceso de conciencia, sino que tiene además carácter ontológico y desborda siempre la base empírica por proceder de un espíritu creador que está siempre referido al ser. Íntimamente relacionado con esto se halla el problema de la coexistencia de nuestras ideas. Cuando pensamos en una cosa, por ejemplo, oro, y al mismo tiempo tenemos una serie de ideas, como cuerpo de determinado peso, fusibilidad, color amarillo, maleabilidad, solubilidad en agua regia, ¿cómo sabemos que estas ideas tienen conexión entre sí? Y así de todos los conceptos de objetos. La antigua filosofía recurría aquí a nuestra inteligencia creadora, que era una participación en la inteligencia arquetípica y que de allí sacaba cierto conocimiento de esencias, formas y substancias. Pero Locke no se fía ya del antiguo concepto de substancia porque, conforme a la tendencia de los tiempos, no se fía ya en absoluto de la ontología y la metafísica. Conserva el concepto de substancia, pero lo traslada a la conciencia. Y precisamente aquí surge el problema: ¿Por qué asociamos siempre ciertas ideas en la misma forma? ¿Por qué tienen conexión mutua? Locke no logra responder a esta cuestión no obstante haberse ocupado mucho con este problema. Hume dirá: Si tienen o no conexión mutua es algo que en ningún modo se puede afirmar ontológicamente. Las ideas coexiste sin más. Nos hemos acostumbrado a ello. Es una cuestión de hechos, no una cuestión de derecho, de ser y de verdad.

b) Filosofía práctica

El querer humano lo estudia Locke en su ética y en su filosofía del derecho, del Estado y de la religión.

La Ética se concibe, como generalmente en la filosofía inglesa, en forma eudemonística, es decir, que felicidad, bienestar, placer y dolor, tanto del individuo como de la comunidad, son los principios de lo bueno y de lo malo. «Llamamos bueno a lo que puede proporcionarnos placer o aumentarlo, o disminuir el dolor». Todo esto merecería más bien llamarse hedonismo (doctrina del placer). Pero en su filosofía práctica es donde más resalta la ponderación de Locke. No profesa un hedonismo radical, sino que, por el contrario, deja todavía en vigor la antigua «ley moral natural» y conoce incluso la «ley eterna», pero luego rebaja la ética al nivel de sociología, al ponerse a investigar lo que la sociedad en diferentes lugares y tiempos aprueba o desaprueba y lo que por consiguiente se llama respectivamente virtud o vicio. Y así sale de nuevo a relucir el empírico, pese a su aceptación de una ley divina.

En la filosofía política hallamos también el concepto de estado de naturaleza y de contrato social. Pero Locke es mucho menos radical que Hobbes. También él cree que todos los hombres eran iguales en el estado de naturaleza, pero no son ya los salvajes que veíamos en Hobbes. También aquí existe una «ley natural» que responde al concepto escolástico de la ley moral natural. Sin embargo, esta ley no sirve más que para asegurar la fidelidad a lo pactado. En efecto, para Locke el Estado no se basa en la naturaleza, como en la antigua filosofía, sino que tiene su origen en los individuos y en su libre querer, un querer que en lo esencial se rige por la idea del bien común y del poder del Estado. Pero, como reclaman su individualismo y su liberalismo, con el fin de mitigar el poder del Estado, exige Locke la célebre división en poder legislativo y ejecutivo, que en Montesquieu se convierte en división tripartita —legislativo, ejecutivo y judicial— y que, independientemente de esta fórmula concreta, es un reconocimiento de los derechos inalienables de la naturaleza y del hombre, como se expresa en las diferentes formas de la Declaración de derechos.

En su filosofía de la religión vuelve a salir el conservadurismo de Locke. La relación entre la fe y la razón es enjuiciada como en la escolástica. La fe es la aceptación de una proposición por la autoridad del que la pronuncia. La revelación y los milagros son posibles con tal que sean «suprarracionales». No deben ser contrarios a la razón. Si bien la fe rebasa con mucho la razón, se puede fundar racionalmente. Dado lo falible de la razón humana, no deja de ser plausible la revelación. Todo esto lo decía también la escolástica. Pero lo que Locke rechaza enérgicamente es una fe fanática, que tiene más de superstición que de fe.

6. Hume: Psicologismo y escepticismo

Lo que se había insinuado en Locke, pero que fue tenido a raya por la mesura de su espíritu, David Hume (1711-1776) lo piensa radicalmente y hasta el fin. La duda sobre la metafísica se convierte en escepticismo universal, el espíritu se concibe ya sólo en forma censualista y mecanicista, la ética tan sólo como utilitarismo.

a) El entendimiento humano

El tratado de Hume sobre el entendimiento humano empieza precisamente allí donde se había detenido Locke, en la coexistencia de nuestras ideas. Que todo lo que la mente humana encierra en sí le viene de fuera, es un punto en el que Locke no juzga necesario detenerse; sólo lo divide de otra manera. La sensación espontánea venida de fuera se llama ahora impresión sensible (impression), y el contenido reproducido, idea. El concepto complexivo de ambos se llama «conciencia» o «percepción». Esto queda bien sentado. Pero la cuestión es: ¿Cómo se reúnen las ideas para formar conceptos de cosas o de leyes? Hume responde: por asociación. La asociación es triple: asociamos contenidos de conciencia por la ley de la analogía, de la causalidad o del contacto en el espacio y en el tiempo. Todo esto es de suyo muy sencillo, opina Hume. Si vemos un cuadro, pensamos automáticamente en el objeto representado (asociación por analogía); la mención de un determinado aposento de una casa nos trae a la mente la idea de las piezas adyacentes (asociación por contacto), y cuando pensamos en una herida, pensamos también en el dolor (asociación de causalidad). Pero, como Hume reduce en definitiva la idea de causalidad a la asociación por contacto en el espacio y en el tiempo, y la asociación por analogía a la comparación ideal de ideas en las ciencias matemático-geométricas, queda como única ley para todo el ámbito de las ciencias de hechos la asociación por contigüidad espacio-temporal. Con esto debe quedar explicado todo, especialmente la idea de cosa y la formación de conceptos de leyes, entre ellos, claro está, el concepto de substancia y el de causalidad. Por su parte el proceso es siempre puramente mecánico: si repetidas veces se hallan ideas unas junto a otras o se siguen sucesivamente, se asocian por sí mismas; nos acostumbramos a ello, como dice Hume, automáticamente, mecánicamente. Y si más tarde echamos mano en el recuerdo a una de ellas, se nos presenta de nuevo automática y mecánicamente la otra: relámpago-trueno, herida-dolor, fuego-sensación de quemazón, y así en todos los casos. La costumbre es todo. De ella y de su mecanismo dependen las leyes de la asociación. Esto es también inteligencia y espíritu, como también la llamada experiencia, el concepto central del empirismo. Experiencia significa aquí referencia a la realidad, pero por oposición al racionalismo significa este concepto más bien un cierto «como» de la realidad, a saber, la percepción exclusivamente sensualista a base de un mecanismo de representación que no se distingue esencialmente de los procesos corpóreos mecánicos. «Química espiritual» se denominó más tarde con razón a toda esta teoría.

Y esto parece ser también toda la verdad y toda la ciencia. Una posición especial ocupan todavía las verdades de razón, que tienen su lugar en las matemáticas. Aquí se trata de una mera comparación de ideas según la ley de la analogía, comparación que en definitiva se basa en el principio de identidad. En este terreno, dice Hume, hay verdades necesarias y de vigencia universal, «aun cuando no hubiera habido nunca en la naturaleza un círculo o un triángulo». En realidad, para Hume, no hay círculos ni triángulos, sino únicamente ideas o representaciones de éstos. Por eso estas verdades carecen de peso ontológico e incluso lógico, puesto que no se comparan contenidos de pensamiento, sino sólo ideas.

También esto era psicologismo. Pero sobre todo reciben rudo golpe las ciencias reales con sus verdades de hecho. Y no precisamente porque las ciencias reales de Hume no sean ya en absoluto capaces de captar debidamente el ser real, si bien Hume habla siempre de la realidad y supone que a ella deben referirse las ideas espontáneas. Pero como el ser sólo aparece en la idea o representación, se puede tomar lo uno por lo otro y así no resulta tan grave la pérdida. Pero que todos los conceptos sean relativos, puesto que sólo valen tanto cuanto vale el material de experiencia que les sirve de base; que toda verdad quede psicologizada, puesto que debido a la costumbre sólo consiste en una sensación de expectativa o verosimilitud; que toda ciencia natural haya de ser únicamente fe, puesto que bajo ella no laten sino sentimientos de probabilidad: todo esto era una teoría que puede parecer acertada en más o menos casos, pero que en principio no podía menos de minar por su base el concepto de ciencia. De ahí que, para Hume, no haya en realidad «ciencia», es decir, proposiciones de valor universal, sino sólo probabilidad; de aquí al escepticismo no hay más que un paso. En este punto intervendrá Kant. Conviene con Hume en el planteamiento del problema: ¿Cómo podemos asociar nuestros conceptos? Afirma incluso que con esto le despertó Hume de su sopor. En lo que no conviene con Hume, es en que la ciencia sólo tenga valor de probabilidad.

Pero la duda de Hume no se aplica sólo a la ciencia, sino muy en particular a la metafísica. Es más: éste había sido su primer objetivo. Aquí vuelve a atacar Hume el concepto de substancia y de causalidad. La substancia es una asociación de ideas o representaciones y nada más que esto; no es algo ontológico, sino psicológico. Por eso tampoco el alma es más que un «haz de representaciones». Con esto viene a ser Hume el padre de la moderna psicología, según la cual no hay alma, sino sólo contenidos actuales de conciencia. Lo mismo sucede con la causalidad. Hume no negó la causalidad, sino que la explicó de otra manera, diciendo que no es más que inevitable asociación de ideas, es decir, la sucesión regular de dos ideas. A esto se reduce todo. Los partidarios de la metafísica, que veían en la causalidad algo ontológico, oponían que esto equivalía a negar la causalidad y que así no había metafísica posible, puesto que ya no se podía, como en la prueba cosmológica de la existencia de Dios, deducir de los efectos una causa suprema real del mundo, ya que sólo disponemos de ideas o representaciones. Pero esto no impresionaba a Hume, para quien sobraban todos los libros de metafísica.

b) Principios de la moral

Hume es igualmente empírico en moral. En efecto, para él, el principio del bien moral, tanto para el individuo como para la comunidad, es el placer y la utilidad. No es la razón lo que nos señala el placer y la utilidad, sino un gusto moral, un sentimiento, una inclinación. Todo esto suscitó la contradicción de Kant: así no se puede llegar nunca a una ley universal como debe ser el precepto moral, pues el imperativo categórico no admite condiciones ni reservas. Mas en Hume sólo hay «si» y «pero»; si algo nos proporciona utilidad o nos agrada, entonces es bueno. Kant replica: nadie nos pregunta nuestra opinión, pues la ley moral tiene vigencia absoluta, independientemente de lo que llamamos experiencia.

Más utilizable parece ser lo que Hume, al igual que otros éticos ingleses, aportó a la doctrina de las virtudes. Hume traza interesantes y nutridas tablas de valores referentes al comportamiento y a los caracteres humanos. Es cierto que su división utilitarista de las «cualidades estimables» en cuatro clases (lo útil para nosotros y para los demás, lo agradable para nosotros y para los demás) vuelve a restringir la visión de los valores; sin embargo, sus descripciones dan las líneas generales de una fenomenología de los valores que merecería ampliarse.